sábado, 3 de marzo de 2012

Mitos y leyendas: el aceite vertido sobre los asaltantes a una fortaleza





Es de común creencia que, llegada la hora del asalto, los defensores de una fortaleza se dedicaban a arrojar sobre los atacantes el aceite contenido en enormes calderas. Pero, ¿alguna vez se han parado a pensar que eso es una chorrada monumental? Me temo que no. A ver, analicemos la escena...

Varios cientos de asaltantes lanzan varias escalas a lo largo de un lienzo de muralla. ¿Dónde ponemos la terrorífica caldera?¿A cuáles les va a tocar achicharrarse?  Por otro lado, para tal menester haría falta un complicado mecanismo para elevar la caldera hasta el adarve, y otro para suspenderla sobre el parapeto porque, ¿no han caído en la cuenta de que los parapetos sólo disponen de aspilleras? No tienen vertederos de ningún tipo, y si los tuvieran, el aceite caería pegado a la muralla, mientras que las escalas, al estar apoyadas sobre la misma, tienen cierto ángulo que las separa de ellas. Y una vez lanzado, aunque achicharren a varios atacantes, ¿qué han conseguido? Nada. Los demás siguen subiendo, intentando colarse en el adarve. Y si encima esa escena tiene lugar en Inglaterra, Francia o Centroeuropa, donde no sabían ni lo que era un olivo, la cosa se complica, ¿no? Y donde sí los había, como en España, Portugal o Italia, el aceite era bastante caro como para emplearlo en algo así. Sería más lógico tener almacenadas grandes cantidades de vinagre o brea.

Puede uno pasarse 87 tardes invernales buscando representaciones gráficas de la época sin encontrar una sola en la que se vea semejante práctica. Los defensores arrojan sobre los atacantes piedras, les disparan con arcos y ballestas, o incluso les tiran vasijas de brea ardiendo. Pero de calderas, nada de nada. Ojo, y estamos hablando de asaltos mediante escalas. Si éste se producía con torres de asalto o con grúas, pues razón de más. Los asaltos se rechazaban disparando de flanco desde las torres, o intentando derribar las escalas o matando a todo aquel que asomase la cabeza por las almenas. Un ballestero podía causar muchas más bajas durante un asalto que la caldera de aceite calentito, o la brea que, además, por su consistencia pegajosa se adhería a la ropa mientras ardía, causando terribles quemaduras. Veamos algunas representativas imágenes de la época...



Ahí tenemos una en la que tres defensores intentan rechazar un asalto. Uno de ellos dispara con su ballesta, mientras otro está a punto de lanzar un piedra sobre ellos. Los asaltantes de la escala se protegen con los escudos, mientras que los demás los hostigan con disparos de ballesta y uno de ellos carga un fundíbulo.





En esa otra, más o menos similar, dos defensores disparan sendas ballestas y otro, al igual que en la lámina anterior, lanza una piedra sobre los atacantes. En este caso, los asaltantes intentan acercarse a la fortaleza, situada junto a un río, mediante una embarcación en la que han instalado un fundíbulo. Es bastante habitual la presencia de algún soldado lanzando piedras. Obviamente, en un castillo era un material del que había ingentes reservas. Bastaba arrancarlas con palancas de hierro de los paramentos interiores, o de las dependencias ubicadas en los patios de armas. Con esas piedras se podía romper la tortuga de un ariete o cualquier otra máquina de aproche. Para incendiarlas no hacía falta ni la caldera ni el aceite hirviendo. Bastaba lanzar sobre la máquina varias vasijas de barro llenas de brea caliente y provistas de un mecha consistente en un simple trapo empapado en aceite de roca (petróleo), o mezclar la brea con azufre, que hacía más virulento el fuego.

Una más. En esa, los defensores intentan inutilizar la techumbre que protege a varios zapadores que intentan minar la muralla. Uno lanza una enorme piedra, otro arroja un gran hierro puntiagudo que puede atravesar dicha techumbre por su peso, y un tercero lanza teas ardiendo para prenderle fuego. Pero el caldero sigue sin aparecer por ninguna parte. Esas dos teas, empapadas en brea, son tanto o más eficaces que varios litros de aceite. Bastaría con que corriese una brisa para que cayera bastante alejado de su objetivo.

En fin, no voy a poner decenas de imágenes similares que muestran asaltos, porque todas vienen a mostrar lo mismo: ballesteros, arqueros y alguno que tira piedras. Pero calderas, no las hay. ¿De dónde proviene pues esta creencia? Pues, la verdad, no lo sé. Puede que en alguna crónica se mencione como algo excepcional pero, según lo hablado, no era en modo alguno una forma eficaz de rechazar un asalto. Harían falta decenas de calderas y miles de litros de aceite para que surtiera cierto efecto, y estos los sufriría solo la primera oleada de asaltantes salvo que se dispusiera de enormes cantidades de aceite, más un sistema que permitiese rellenar las calderas con la suficiente rapidez, cosa que, aparte de resultar imposible, no aparece mencionada en ninguna parte. Y, por otro lado, el aceite caliente (hay que considerar que se iría enfriando a medida que caía) solo produciría quemaduras sobre una piel desnuda. Un guerrero cubierto con camisa y calzas, perpunte, loriga, cota de armas, guantes y la cabeza además cubierta por un yelmo dudo mucho que sufriera sus efectos.

Lo que sí se tiene constancia que se usaba con regularidad era:

Vasijas llenas de brea: Al romperse, el contenido se esparcía inflamado por acción de la mecha. Al pegarse a cualquier superficie, sus efectos eran bastante persuasivos.

Arena caliente: Fácil de conseguir y de calentar, al verterla sobre el personal se colaba por todas partes. La arena conserva mucho la temperatura. No dejaría fuera de combate a un guerrero, pero al menos lo tendría un buen rato dando alaridos mientras intentaba quitársela de encima.

Vinagre hirviendo: Barato y abundante, se calienta con rapidez.

Fuego griego: El arma incendiaria más temible de la época (ya le dedicaré una entrada). Era el napalm del medioevo, pero su fórmula no estaba al alcance de cualquiera. Sus efectos eran devastadores ya que, aparte de no poder apagarse, al contener cal viva y azufre entre otras cosas, las quemaduras que producía eran terribles.


Abrojos: Un foso sembrado con esas puntiagudas estrellas de hierro lo convertían casi en intransitable. El calzado de la época, provisto de suelas de cuero de pocos milímetros de espesor o, en el caso de usar abarcas, ni siquiera eso, eran en ambos casos fácilmente perforables. Ocultos entre la maleza que crecía a los pies de las murallas, era complicado eliminarlos y más si desde lo alto te tiraban porquerías de todo tipo.


Como conclusión, a la izquierda vemos una ilustración suiza del siglo XV que representa un asalto. En la misma se puede contemplar todo un surtido de objetos lanzados desde la muralla: abrojos, piedras y teas ardiendo. Tras el parapeto situado en primer término, los defensores esperan a que los ocupantes de las escalas lleguen arriba para rechazarlos con picas, bisarmas y alabardas. Y, como ya se ha dicho, tampoco aparece por ninguna parte el caldero en cuestión.

En definitiva, el cine, como siempre, tomó como artículo de fe lo de las terroríficas calderas de aceite, gracias a lo cual la mayoría de personal lo cree a pie juntillas.

Hale, he dicho










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