lunes, 15 de octubre de 2012

La fatiga de combate





Aunque este tema se sale un poco de la época de que tratan las entradas del blog, no por ello deja de ser sumamente interesante, así que vamos de estudiarlo un poco. La fatiga de combate, o neurosis de guerra, o estrés de combate, es un desorden de tipo psicológico que afecta a la conducta del combatiente de múltiples formas: desde un simple estado depresivo a problemas de motricidad, pasando por ataques de ansiedad, pánico, estados de confusión, desorientación, etc. O sea, lo deja a uno bastante fastidiado. 

No se tiene constancia de este tipo de padecimiento a lo largo de la historia hasta tiempos modernos, concretamente hasta la Guerra de Secesión americana, tras la cual es cuando se empieza a estudiar esta patología ya que, por norma, a los afectados se les consideraba simplemente como cobardes o faltos de espíritu combativo. Pero considero que en las crónicas de antaño no mencionen nada similar debido simplemente a que era un fenómeno inexistente. ¿Y por qué? Pues coligo que porque los desarrollos de las guerras de la época diferían mucho de los de los conflictos modernos. Me explico:

La guerra en el mundo antiguo y la Edad Media se basaba en batallas de corta duración. Aunque la guerra en sí misma durase años, los intervalos de inactividad eran constantes debido sobre todo a la climatología. O sea, que no combatían durante otoño e invierno, retomando las campañas en primavera y verano sin que ello implicara que tuviese que celebrarse durante ese tiempo una batalla. Y, caso de tener lugar, estas duraban horas o, a lo sumo, un día o dos. En ese tiempo, a pesar de la violencia desplegada, la psique del combatiente era capaz, digamos, de asimilar tanto horror ya que no se prolongaba de forma indefinida. Ello, unido a la insensibilidad ante el sufrimiento y la muerte propio de la época, hacían posible que el personal volviese a casa sin acabar loco de remate. 

Es cuando los ejércitos tienen que permanecer en campaña de forma ininterrumpida durante meses o años cuando esta patología hace acto de presencia, debido a una serie de factores que detallo a continuación para mejor comprensión de lo que debe significar verse sumergido en una vorágine de muerte y destrucción durante largos períodos de tiempo y sin saber cuando va a acabar. Ojo, no pretendo que esto sea un artículo de psiquiatría, ya que no soy psiquiatra, sino una reflexión en base a datos concretos que son conocidos por cualquiera que se interese en estos temas. Comencemos pues...

El máximo exponente del sufrimiento del combatiente llevado a límites más allá de lo humanamente soportable lo tenemos en la Primera Guerra Mundial. Este devastador conflicto supuso, por la aparición de nuevas armas y el perfeccionamiento de otras ya existentes, un verdadero martirio para los que tuvieron que participar en ella. El abrumador poder de la artillería de los ejércitos en liza, la enorme potencia de fuego desplegada por las ametralladoras, así como la entrada en acción de nuevas armas como la aviación, los lanzallamas o el gas obligaron al soldado a enterrarse literalmente en el terreno para intentar esquivar la muerte que le acechaba las 24 horas del día. Por otro lado, la vida cotidiana era algo inmundo, un convivir constante con el hambre, las enfermedades, la muerte, los parásitos y el atronador ruido de las explosiones. Si estudiamos cada uno de estos males por separado, y tomando solo los más significativos, tenemos:

LAS TRINCHERAS

La vida en una trinchera es algo tan inimaginable que no es fácil de describir. El soldado vive o, mejor dicho, malvive, en una zanja llena de fango pútrido, ratas y rodeado constantemente por el hedor de los cadáveres insepultos que yacen a pocos metros de ella. Duerme en un nicho abierto en la pared de la trinchera, tiritando de frío casi siempre, y devorado por chinches y piojos que le transmiten enfermedades o les causan infecciones que le provocan fiebres tremendas. La constante humedad y la imposibilidad de cambiar el calzado y los calcetines mojados le producen lo que se conoce como "pie de trinchera", un proceso infeccioso que, si no se trata, acaba irremisiblemente en gangrena.

Muchas veces, los furrieles no pueden acercarse a llevarles el rancho, por lo que pueden pasarse días sin comer, recurriendo a las mínimas provisiones que llevan encima y que, muchas veces, están incluso en mal estado. A eso, unir la falta de agua que les obliga a beber de los charcos o el agua acumulada en el fondo de los embudos de las explosiones, lo que les provoca vómitos y diarrea. Salvo que caiga herido no será evacuado (si se le puede evacuar) a retaguardia, así que si le duelen las muelas, o tiene una jaqueca brutal por falta de sueño, se jode y santas pascuas. Si se deja dominar por el pánico y huye, será fusilado por cobardía. Si la fatiga de combate hace presa en él, será acusado de cobardía y será fusilado. Si se auto-lesiona para escapar de la escabechina, será fusilado. O sea, unas perspectivas nada agradables.

LA ARTILLERÍA

Si algo hacía imposible la vida al soldado eran las monstruosas preparaciones artilleras previas a un ataque. Durante horas y, a veces, días enteros, la artillería enemiga desplegaba su formidable potencia de fuego para machacar literalmente las posiciones enemigas a fin de intentar desalojarlas (la preparación artillera de la batalla del Somme duró una semana entera durante la que dispararon millón y medio de proyectiles). Durante ese tiempo, el soldado se acurruca en el fondo de la trinchera o, si tiene suerte, en un refugio bajo tierra, dominado por el pánico que le produce verse enterrado vivo caso de acertar un proyectil sobre el mismo. El estruendo es simplemente apocalíptico. Ni gritándose unos a otros al oído pueden escuchar lo que se dicen. Y al ruido atronador, sumar el constante martilleo de la onda expansiva de cada explosión que, en muchos casos, puede aplastarlo sin que siquiera le toque la metralla. 

Imaginemos pues, si es que somos capaces de imaginar tamaña bestialidad, vernos durante una semana entera martilleados sin descanso como si estuviéramos dentro de una campana a la que golpean constantemente con miles de martillos, sin poder dormir ni un minuto, sin apenas comer porque es imposible hacer llegar el rancho, e incluso haciéndose las necesidades encima porque uno no se atreve a moverse un centímetro de su hoyo. Y además debe permanecer atento porque, nada más cesar el fuego, debe volver a su puesto para defender la posición del ataque de infantería que sucede a la preparación artillera. Pero, a pesar del pánico que le domina, no puede moverse porque hacerlo supondría una muerte cierta y, caso de poder escapar, nada le libraría de un consejo de guerra por cobardía ante el enemigo. 

EL GAS

La aparición de los gases asfixiantes supuso un nuevo tormento al combatiente. El fosgeno y la iperita causaban aún más miedo que las ametralladoras enemigas. Era una muerte silenciosa, de color amarillento y que, si te sorprendía durmiendo o no andabas listo a la hora de ponerte la máscara, te producía una espantosa muerte por asfixia, vomitando sangre de los pulmones calcinados o una ceguera que podía ser permanente. El gas, al ser más pesado que el aire, se acumulaba en el fondo de las trincheras, lo que obligaba a llevar puesta la máscara hasta que la brisa se lo llevaba. Y hasta que aparecieron máscaras verdaderamente eficaces, muchos hombres murieron viendo como no tenían posibilidad de escapar de esa asquerosa substancia.

La iperita era aún peor, ya que se quedaba impregnada en el terreno durante semanas. Bastaba rozar cualquier cosa - una rama, una piedra... - donde quedara el más mínimo rastro de ese vesicante para que aparecieran unas úlceras descomunales como las de esta foto:

Y si se respiraba, pues imaginemos los efectos que han producido en la cara de ese desdichado trasladados a la tráquea y los pulmones. 



EL ATAQUE

Los ataques a la bayoneta eran una verdadera carnicería. Si la preparación artillera no lograba aniquilar a los defensores de la posición, los atacantes se veían cargando a pecho descubierto a lo largo de varias decenas o centenas de metros esquivando, además de las balas enemigas, los embudos de los proyectiles de artillería, las alambradas e incluso el fuego de barrera con que el enemigo intentaba neutralizar el ataque. Pero lo peor eran las ametralladoras, capaces de aniquilar batallones enteros en cuestión de minutos. Tras una angustiosa espera mientras cesaba el fuego propio y sabedores de que las posibilidades de llegar vivos a las alambradas enemigas eran mínimas , los silbatos de los oficiales daban la señal de salir de la trinchera, y en ese instante comenzaba el tableteo de las ametralladoras enemigas que empezaban a causar bajas incluso en el mismo borde del parapeto. Un ejemplo: sólo en el primer día de la batalla del Somme, los británicos sufrieron unas bajas de nada menos que 19.240 muertos, 35.493 heridos y 2.152 desaparecieron del mapa para siempre jamás. Las bajas totales entre ambos bandos en una batalla que duró cuatro meses y dieciocho días fueron de casi 1.100.000 hombres.

LA MUERTE

La muerte es quizás lo que más espanto produce en el ser humano. Tener conciencia de nuestra extinción es algo que, por más que asumamos, se nos hace demasiado cuesta arriba tolerar. La llegada de la vejez quizás nos adormezca el cerebro y nos cause menos pavor, pero mirarla cara a cara en plena flor de la vida es un verdadero tormento cuando, además, esa muerte no se presenta por causas naturales, sino como consecuencia del más amplio y pavoroso surtido de heridas y formas horribles de dejar este mundo. Convivir a diario con los despojos de los que fueron nuestros compañeros de armas no debe ser agradable, y menos si pensamos que, en cualquier momento, podemos acabar como ellos. Si ver fiambre al abuelo que se murió con 90 años mientras dormía la siesta ya nos produce cierta desazón, ¿qué no sentiría el soldado que aparece en la foto, sentado en la trinchera y rodeado de osamentas? Si el olor de un urinario público se nos hace a veces insoportable, ¿qué no será comer, beber, dormir y combatir durante semanas rodeado del insoportable hedor de cientos de cadáveres insepultos? 

LA SENSIBILIDAD

No todos pueden soportar la visión de ciertas cosas como la crueldad gratuita, el ensañamiento, la violencia llevada a sus máximas expresiones, las situaciones de terror constantes, las mutilaciones más monstruosas, el sentimiento de culpa de sobrevivir mientras otros mueren, la aterradora posibilidad de no volver a ver a los seres queridos: padres, novia o mujer, hijos, etc.





O sea, que muchos no soportaban contemplar los crímenes expeditivos contra civiles como los que aparecen en la foto, que muestra una represalia contra la población serbia por parte de las tropas austro-húngaras...






O la visión del estado en que quedaban algunos compañeros al salir del hospital y pensar que podían acabar como ellos...














O, simplemente, convivir a diario con esto:












Sabiendo, además, de que si se negaba a aceptar ese constante estado de terror podía suponerle acabar así:







En definitiva, todos estos factores, inexistentes en tiempos anteriores, conllevaban una presión psicológica constante tan abrumadora que era indigerible para muchos combatientes, presión cuyo desenlace era la fatiga de combate, término que suena más bien a cansancio físico por pegar tiros. Afortunadamente, la medicina evolucionó lo suficiente en pocos años, no ya para poder ponerle un tratamiento eficaz a los que padecían esta neurosis, sino para impedir que fueran confundidos con meros cobardes y pasados por las armas por ese motivo. Pero, ¿cómo se mide la cobardía o el valor? Quizás es algo tan simple como ver quién es capaz de soportar más el miedo. Tener miedo no es de cobardes. Soportarlo en mayor o menor grado es lo que llamamos valentía porque miedo, lo que se dice miedo, lo tenemos todos.

Como colofón, ahí dejo ese escalofriante vídeo donde se pueden ver algunos de los efectos de la fatiga de combate, shellshock en inglés y que podríamos traducir como trauma del bombardeo. Uno de lo afectados se muestra aterrorizado ante la simple visión del quepis de un oficial, lo que da mucho que pensar. Los germanos, siempre tan expeditivos, trataban la neurosis de guerra con varios electro-shocks y vuelta al frente a paso de oca, pero creo que les causaba más efecto el hecho de que tenían más miedo a sus superiores que a diñarla.



Bueno, ya está.

Hale, he dicho

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