viernes, 4 de enero de 2013

Armeros medievales 1. ¿Cómo se fabricaba una armadura?





Acabo de caer en la cuenta de que, a pesar de la gran cantidad de entradas dedicadas al armamento medieval, aún no se ha hablado de los que lo fabricaban. Así pues, ya va siendo hora de dedicar algunas entradas a estos artífices que nos legaron la ferralla que tanta delectación nos produce. Antes de nada, poner en antecedentes al personal.



Como en todos los oficios de la época, el aspirante a maestro armero iniciaba su andadura como aprendiz. Dependiendo del país o la zona, había una serie de condiciones para ello. En España, por ejemplo, los aprendices de maestros espaderos firmaban un contrato con su tutor mediante el cual éste corría con los gastos de su manutención durante un determinado período de tiempo, tras el cual, si mostraba capacidad para ello, era nombrado oficial. En Alemania, cuya producción armera a finales de la Edad Media era muy abundante, el aprendiz debía mostrar una pieza fabricada por él a modo de examen de ingreso tras lo cual debía pasar al menos cuatro años para llegar a oficial, y otros cuatro más para ser maestro. 




Dentro del mundillo de la armería, lógicamente había diversos tipos de artesanos: los lorigueros estaban especializados en fabricar cotas de malla, otros se dedicaban a las elaboración de arneses, los cerrajeros fabricaban las bisagras, hebillas y cierres de las armaduras, los pulidores le daban el acabado final o, caso de llevar algún tipo de decoración, las piezas acabadas eran puestas en manos de grabadores, orfebres, etc. Generalmente, estos artesanos actuaban como subcontratados del taller principal, si bien los de más importancia, regidos generalmente por familias que copaban la mayor parte del mercado, disponían de todos los oficiales y maestros necesarios correspondientes a cada fase de fabricación para que cada arnés saliera completamente terminado del taller.





En cuanto a la producción, ésta solía ser por lo general en serie, entendiendo como fabricación en serie la elaboración de piezas por encargo para suministrar a un ejército y que, obviamente, estaban fabricadas en base a una serie de medidas estándar. Así, podían recibir el encargo de fabricar un determinado número de yelmos, petos, etc. Por poner un ejemplo, Enrique VIII adquirió en Colonia 1.200 arneses completos, pagando por ellos 451 libras esterlinas (la libra medieval equivalía a su peso en plata). Pero los monarcas y nobles, como es de suponer, compraban sus armaduras hechas a medida, para lo cual el taller que recibía el encargo debía enviar a alguien a tomar medidas como si de un sastre se tratara. Para ello, llevaba consigo una serie de piezas medio terminadas que sirvieran de patrón aunque en casos como, por ejemplo, el emperador Carlos I, que no paraba de encargar armamento, su armero de Augsburgo, Kolman Helmschimd, disponía de unos moldes fabricados con cera de toda su anatomía. Además, llevaban un jubón acolchado como el que vestiría bajo la armadura a fin de tomar las medidas con el mismo puesto. Lógicamente, dichas medidas se tomaban de todo el cuerpo, incluyendo manos, pies, y las extremidades estando flexionadas y el pecho lleno de aire para que, una vez terminado, no apretara en ninguna parte. En la ilustración inferior podemos ver las medidas que solían tomar, incluyendo las de la cabeza para el yelmo y las de la mano para los guanteletes:



Una vez que se tomaban las medidas, sólo quedaba concretar por parte del cliente los acabados, calidades, etc., y volver al taller para comenzar el trabajo, si bien hablamos de una espera de meses entre que se realizaba el encargo y se entregaba. Bien, con esto ya podemos hacernos una idea de como funcionaba la cosa. Ahora veamos qué ocurría en el taller cuando se acometía el trabajo:


Lo primero era obtener la chapa. En aquellos tiempos no existían las actuales laminadoras, por lo que había que partir de un trozo de hierro que era martilleado hasta convertirlo en chapa del grosor requerido. En la imagen de la derecha tenemos una muestra gráfica del proceso: el maestro armero, que sujeta la pieza con unas tenazas, indica con sus golpes de martillo donde y como deben martillear sus ayudantes. Que nadie piense que se trataba de liarse a martillazos sin más. Todo lo contrario. Los ayudantes, con el simple repiqueteo del martillo del maestro, ya sabía dónde tenía que golpear, y en qué dirección. Una vez obtenida la chapa con el tamaño y grosor necesario para la pieza que se iba a fabricar, se procedía a moldearla. Para ello, en los talleres disponían de yunques de diversas formas, mandriles y martillos de todo tipo.


En la imagen de la izquierda podemos ver como el maestro y dos ayudantes le dan forma a un peto martilleando sobre un gran yunque cóncavo asentado sobre un grueso tocón de madera, que al absorber las vibraciones del golpeteo impedía movimientos en la pieza y golpes en vacío que pudieran deteriorarla. Este proceso era mucho más delicado de lo que imaginamos ya que hablamos de chapas de menos de 2 mm. de espesor, por lo que podían perforar la chapa, aún sin templar, y arruinar el trabajo y tener que desechar la pieza casi terminada.





En esa otra lámina podemos ver como un armero termina de dar forma a un brazal. Colgadas de una percha aparecen algunas piezas en proceso de acabado: otro brazal, un guantelete y el peto. Observen vuecedes la enorme cizalla que, sujeta a un tocón de madera, sirve para cortar en frío los sobrantes de chapa. Las bisagras para brazales, quijotes, grebas, etc. eran proporcionadas por los cerrajeros, que podían fabricarlas en hierro o bronce, dependiendo del gusto del cliente. Así mismo, los talabarteros del taller confeccionaban las correas que sujetaban cada pieza al cuerpo o unas con otras, si bien ese proceso se llevaba a cabo cuando el arnés estaba completamente terminado.




Una vez concluidas todas y cada una de las piezas del arnés, que podían ser varias decenas (había guanteletes que tenían más de 30 piezas diferentes), se procedía al acabado conforme al encargo del cliente. Para ello, se enviaban a talleres de orfebrería si se requerían grabados y filigranas que sólo reyes y nobles de muy alto rango podían permitirse, o bien se daban acabados más básicos en el mismo taller. En la lámina podemos ver como un oficial que aparece a la derecha de la misma martillea un peto en frío para elaborar unas nervaduras a lo largo del mismo. Obsérvense la enorme cantidad de herramientas y útiles que aparecen en la mesa de trabajo, cada uno de ellos destinado a dar determinadas formas a cada pieza. Aparte de eso, hay martillos de diversas formas, limas, etc.


Tras éste proceso el arnés estaba ya casi a punto. Pero, como se puede suponer, su apariencia era aún bastante basta porque se notaban aún los restos del martilleo. En las fotos podemos ver la apariencia de una celada gótica en proceso de producción: la imagen de la izquierda muestra su aspecto ya con la forma casi definitiva. Si observamos los bordes vemos que son muy irregulares debido al martilleo que ha sido necesario para darle esa forma. En la foto de la derecha aparece ya terminada, a falta sólo de ser pulida.


Así pues, con las piezas acabadas de forma similar a la celada, el arnés era entregado a los pulidores, que se encargaban de rematar el trabajo. En la ilustración podemos ver a dos de ellos manos a la obra. Como se ve, sujetan la pieza en un banco similar al de los curtidores y con una pieza de madera cuya parte inferior va forrada de cuero, van puliendo el metal. Para ello usaban arenas de diferentes granos para el trabajo más basto hasta alisar completamente el metal y eliminar todo rastro de golpes. A continuación usaban polvo de óxido de hierro (que está en la bolsita que aparece en cada banco) que, mezclado con agua (también aparece la vasija) formaban una pasta con la que pulían las piezas hasta darle un acabado satinado. Esas armaduras bruñidas a espejo no eran al parecer propias de la época, sino más bien de los acabados de las réplicas actuales.


Lógicamente, éste trabajo manual demoraba bastante, así que pronto se las ingeniaron para mecanizarlo.   ¿Cómo? Pues muy fácil: con la fuerza del agua. A la izquierda podemos ver como un pulidor bruñe un peto sobre una rueda. A través de la ventana se observa la rueda de paletas que, como si de un molino harinero se tratase, mueve las tres ruedas de pulir. Estas, obviamente, tendrían diferentes grados de abrasión para dar el acabado necesario en cada caso. Algunas llegaban al metro ochenta de diámetro. Como podemos suponer, este invento agilizó bastante una labor tan pesada y tediosa como es el pulido del metal, y de eso puedo dar fe. Una vez acabado el pulido, ya solo restaba montar las piezas. Al parecer, algunos pulidores se encargaban de ello, mientras que otros se limitaban a devolver las piezas al taller, donde eran montadas por los armeros.


A partir de ahí, ya solo había que unir las piezas, bien con remaches, bien con tiras de cuero dependiendo de la funcionalidad de cada una, así como las guarniciones interiores de los yelmos, la cuales se fabricaban por lo general con grueso fustán relleno de crin de caballo para amortiguar los golpes. Obviamente, si el cliente había solicitado que la armadura fuera a prueba de tiros de ballesta o arcabuz, ésta se llevaba a cabo antes del acabado final del arnés. En la foto de la derecha se puede ver el interior de dos quijotes. Las launas superiores van remachadas unas a otras por los extremos, y unidas mediante una tira de cuero, también remachado, por el centro a fin de poder girar y adaptarse al contorno de la pierna en todo momento. Las piezas de las rodilleras van remachadas. Las piezas de cuero que aparecen en el borde superior estaban destinadas a unir los quijotes mediante lazos de cuero o tela al jubón que se vestía bajo la armadura (ya veremos como se armaba un caballero en otra entrada).


Con esto, el arnés quedaba completamente acabado, así que solo restaba entregarlo al cliente y, de paso, cobrar la enorme suma que suponía poseer una armadura hecha a medida. El oficial que la entregaba llevaba además algunas herramientas para, una vez vestida sobre el cliente, poder hacer los últimos ajustes necesarios. Y ahora, la pregunta que todo el personal se hace: ¿Y por cuanto salía la broma? Pues complicado lo tenemos, porque el valor actual del dinero no tiene nada que ver con el de hace 5 ó 6 siglos. Y además, como está mandado, la bibliografía en español sobre estos temas es escasa y generalista, así que, mal que me pese, tengo que recurrir a los hijos de la Gran Bretaña para obtener datos fiables. Veamos...

De entrada, tenemos la libra esterlina que, en aquella época, equivalía a 20 chelines y cada chelín a 12 peniques. Y para hacernos una idea del costo de un arnés hay que recurrir, como siempre, a estimaciones comparativas con los salarios de la época. Una armadura normal, sin florituras ni virguerías, costaba entre los siglos XIV y XV unas 16 ó 17 libras. Una armadura de categoría, como una perteneciente al duque de Gloucester, costó 103, y una verdaderamente regia que perteneció al príncipe de Gales ya en el siglo XVII, ascendía a la fastuosa suma de 340 libras. ¿Y qué ganaba el personal? Veamos algunos ejemplos:

1. Un caballero, que además de su persona tenía que mantener como mínimo al escudero  y a sus caballos, ganaba 8 chelines diarios estando en campaña, las cuales, según los usos de la época, no duraban más de 40 días. Así pues, tenemos que ganaba 16 libras justas. Con esas 16 libras debía mantenerse un año entero salvo que estuviera al servicio de un noble con una paga mensual pero, en todo caso, ya vemos que la armadura básica equivalía al salario anual de un caballero.

2. Cien pieles de ternera costaban 8 chelines.

3. En el siglo XIV, cada maestro de un gremio debía aportar 7 peniques a la semana para la caja de caridad (era una especie de montepío para ayudar a los enfermos y/o viudas del gremio).

4. Un campesino ganaba a lo sumo 2 libras al año, o sea, alrededor de penique y medio al día como jornal.

5. Y ya vimos en la entrada dedicada a las espadas roperas que solo la hoja de una de ellas fabricada en Toledo equivalía en el siglo XVII a cuatro meses de paga de un piquero.

Bueno, creo que con esos ejemplos ya podemos hacernos una idea bastante clara de lo que supondría hacerse con una armadura. En algunos casos, ni en una vida entera ganarían lo suficiente, pero como tampoco las necesitaban, supongo que les daría una soberana higa, ¿no? En todo caso, ya sabemos que la panoplia de un guerrero conllevaba además las armas, el caballo (un bridón de batalla costaba unas 80 libras, o sea, un fortunón), mulas de transporte, pabellón, etc. En definitiva, no era precisamente barato el oficio de las armas, si bien las ganancias si se tenía suerte y encima emparentaba uno con una dama de postín compensaban el esfuerzo económico.

Bueno, vale de momento. Ya seguiremos con más cosas de estas, que son bastante interesantes.

Hale, he dicho





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