sábado, 2 de noviembre de 2013

Heridas de guerra. La devastadora eficacia de la alabarda



Un alabardero se apresta a enfrentarse a un caballo coraza



Practicando la lucha con alabardas. Obsérvese que
ambas armas tienen en la punta de las picas sendos
botones para no producir heridas.
Hace ya tiempo que no se dedica una entrada a las heridas de guerra. En su día ya se habló de los terribles efectos de los martillos de guerra y armas contundentes en general, así como los de las espadas y algunas armas de corte. Sin embargo, no se ha mencionado aún el abrumador poder destructivo de las alabardas, armas estas que durante unos 250 años fueron, por así decirlo, el arma larga básica de la infantería. Para mejor comprensión de lo que viene a continuación, recomendaría a mis dilectos lectores se sirvan leer las entradas que señalo a continuación ya que, por razones obvias, es mejor conocer a fondo esas armas para comprender plenamente el por qué fueron tan efectivas y su uso tan difundido por toda la Europa entre los siglos XIV y XVI. Sírvanse pues pinchar aquí y aquí. Lean apaciblemente, no hay prisa. Mientras tanto, me serviré un Earl Grey. Es una verdadera delicia...


¿Ya...? Vale, prosigamos pues.


Niklaus Manuel
Para conocer los efectos de la alabarda no solo tenemos algunos restos de combatientes obtenidos de fosas comunes, sino los testimonios gráficos que nos han legado artistas de la época. Y que nadie piense que, en este caso, sus obras reflejaron de forma más o menos acertada los relatos obtenidos de boca de los veteranos que tomaron parte en las numerosas batallas de la época sino que, además, ellos mismos también fueron testigos de las mismas por haber sido, además de pintores o dibujantes, guerreros. Tenemos por ejemplo a Urs Graf (1485-1528), un suizo que compaginó su trabajo como grabador con el de mercenario, o Niklaus Manuel, apodado el Alemán, que actuó como secretario de Albercht von Stein, el comandante de los mercenarios suizos que combatieron al servicio de Francia contra Lombardía. Así pues, tenemos material de sobra para poder hacernos una clara idea del resultado de enfrentarse con un alabardero deseoso de hacerse pipí en la calavera del enemigo. Veamos...



A la derecha podemos ver la cabeza de armas de una réplica de alabarda de 1550. Su robustez está por encima de todo comentario: largas barretas de enmangue que permiten una sólida unión con el asta, y una fuerte hoja unida a las barretas mediante soldadura. Dicha hoja contiene tres armas en una sola: hacha, pica y un peto trasero. Cada una de esas partes tiene un cometido específico, así que nadie piense que se usaban de cualquier forma.


La alabarda permitió a la infantería empezar a superar de forma lenta, pero progresiva, a la hasta entonces invencible caballería. Los cuadros de infantes bien disciplinados se servían de las robustas picas de estas armas para aguantar a pie firme una carga de caballos coraza para, a continuación, descabalgar a los jinetes tal como vemos en la ilustración de la izquierda. Y si el jinete caía, las probabilidades de volver a levantarse eran las mismas que tiene un macaco de aprenderse de memoria el Quijote. En ese instante, uno o más infantes se abalanzaban sobre el caído y hacían uso de las picas o el peto para introducirlo en cualquier rendija de la armadura o bien lo clavaban en las ingles o las nalgas. Ojo, que meterte medio metro de acero por el culete suponía llegar a los intestinos sin problema. 




Y si el enemigo combatía a pie, al llegar al contacto los alabarderos usaban sus armas como hachas, descargando terribles golpes de arriba abajo o haciendo molinetes. En el grabado de la derecha tenemos un testimonio gráfico bastante revelador: se trata de una escena de la batalla de Sempach (1386), en la que las tropas suizas aplastaron a los austríacos del duque Leopoldo III. Los caballeros y hombres de armas del duque echaron pie a tierra y acometieron a los suizos con sus lanzas como si de picas se tratase. Los suizos se abalanzaron sobre ellos enfilándolos con sus alabardas y los barrieron del campo de batalla, quedando en el terreno muchos nobles incluyendo al mismo duque.  Si observamos el grabado, vemos como los infantes suizos, a la izquierda de la imagen, enarbolan sus alabardas para descargarlas sobre los enemigos. El lado del hacha no podía vulnerar fácilmente un yelmo de acero, pero si golpeaba con el peto era casi seguro que lo siguiente en ser atravesado tras el acero sería el cráneo y los sesos que iban a continuación. Si por el contrario el enemigo no llevaba la cabeza protegida, lo que era habitual en la infantería, las heridas producidas por el hacha eran tremendas.




Hay que considerar que la masa de la cabeza de armas podía alcanzar entre 2,5 y 3,5 kilos de peso, que añadidos a la fuerza de un infante que llevaba toda su vida trabajando en el campo en tiempos de paz y talaba árboles como quien pela un caramelo, convertían la alabarda en un arma de una potencia demoledora. Basta observar con detenimiento la parte inferior del grabado anterior que tenemos a la izquierda. Tenemos un brazo, una mano, un pie, una pierna y una cabeza aún dentro del yelmo cortados por el brutal tajo propinado por una alabarda. Su eficacia alcanzaba no solo a los simples milicianos mal armados, sino a nobles de todo rango. Dos ejemplos: en Sempach fueron abatidos todos los retoños de la familia de los Klingen: Albercht, Burkhart, Conrat y Heinrich. Y otro: el mismísimo duque de Borgoña Carlos el Temerario cayó con el cráneo hendido hasta la barbilla por un tajo propinado con una alabarda, y es más que evidente que semejante personaje no gastaba armaduras de mala calidad. 


Observemos los tres detalles inferiores, correspondientes a una ilustración sobre la batalla de Dorneck (1499). La de la izquierda muestra como un alabardero clava la pica de su arma en la rabadilla de un enemigo que huye. No es una herida muy honrosa, pero ese no lo contó, fijo. En el centro vemos como otro alabardero remata a un caído, clavándole la pica en la base del cuello. Finalmente, a la derecha, otro alabardero acaba de propinar un tajo en la muñeca del enemigo que hace gesto de defenderse y que, por ello, acaba de perder la mano. Acojona ¿eh?









Veamos ahora algunos testimonios  de restos hallados en fosas comunes. A la derecha tenemos algo verdaderamente curioso, y no es otra cosa que la coincidencia entre las heridas que muestra en la cabeza el hombre moribundo que vemos a la derecha y las que muestra el cráneo. Son prácticamente idénticas, ¿verdad? Bien, alguno pensará que podrían tratarse de dos cortes producidos por una espada, pero no es el caso. Un corte producido por la hoja de una espada sería más limpio y más estrecho. Los que muestra el cráneo en cuestión son de entre 3 y 5 mm. de ancho, impropios de una espada y, además, las hendiduras presentan dos cortes bastos, similares a los producidos por una hoja sin afilar.  O sea, una alabarda.





A la izquierda tenemos otro ejemplo más gráfico aún. La bóveda craneana fue cercenada por un tajo de alabarda. El golpe sería propinado haciendo un molinete con el arma paralela al suelo, de forma que al girar le acertó en la parte superior de la cabeza y cortando limpiamente. Ojo, aunque hubiera llevado puesto un almófar de malla el efecto habría sido el mismo. La energía cinética de una arma con semejante masa impulsada por la fuerza y la destreza de un alabardero era capaz de producir una herida semejante sin problemas. Veamos otro más...






Ese otro fue recompuesto ya que fue hallado a trozos. Una vez montado de nuevo se pudo ver el golpe que había recibido el dueño del cráneo en el lateral de la cabeza. Debió ser un golpe similar al anterior con la diferencia de que acertó en mitad de la cabeza en vez de en la coronilla. Del mismo modo, es bastante probable que no fuese realizado con el hacha, sino con el peto trasero que, a finales del siglo XV, tenían una anchura por su base bastante generosa. De ese modo, la herida que vemos no es un corte, sino un hundimiento provocado por un golpe seco y muy muy contundente. En el detalle podemos ver una cabeza de armas de alabarda cuyo peto trasero bien podría haber sido el causante de esta tremenda herida.





Por último, veamos una representación gráfica del uso de la alabarda como arma de empuje. En el detalle vemos como un alabardero hinca la pica de su arma en el peto de un caballero que combate a pie. Aunque pueda parecer que es una exageración, no es el caso. Si observamos el arma de la derecha, muy similar a la de la ilustración, vemos que el último tercio de la pica tiene una forma prismática. Eso le da una especial rigidez muy adecuada para vulnerar superficies duras como la de una armadura de placas. Dándole el impulso adecuado y volcando sobre el enemigo todo el peso del cuerpo no era difícil atravesar la armadura y alcanzar el cuerpo. En este caso, bastaban pocos centímetros de hierro para atravesar un pulmón y acabar con el enemigo a causa de un neumotórax. Si la herida se producía en el abdómen, una perforación en el estómago producía en poco tiempo una peritonitis que acababa con su vida. Efectos igualmente mortíferos producían una perforación del hígado, la vejiga de la orina o los intestinos.  


En fin, creo que con lo mostrado ya podemos hacernos una clara idea de la eficacia de estas armas. De hecho, se podría incluso afirmar que su implantación y difusión en los campos de batalla supusieron un revulsivo en el arte de la guerra. Los hombres que las manejaban no eran ya los timoratos peones que salían en desbandada ante el empuje de la caballería, sino profesionales de la guerra con la suficiente sangre fría como para no salir echando leches ante la aterradora visión de cientos de caballos coraza avanzando hacia ellos. Basta recordar las meditaciones al respecto que nos legó John de Winterthur: 


"...cortan a través de las armaduras de sus enemigos como si fueran navajas, y los reducían a pedazos".

Bueno, se acabó.

Hale, he dicho







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