lunes, 17 de marzo de 2014

La matanza de Béziers


Una panorámica de Béziers, situada junto al río Orb

La matanza llevada a cabo por los cruzados en la pequeña población occitana de Béziers fue quizás una de las acciones más canallescas y despiadadas de todo el cúmulo de crueldades que tuvieron lugar durante aquella siniestra época. Su ominoso destino fue consecuencia de los intentos por parte del conde de Toulouse, Raymond VI, por liberar a sus vastos dominios del acoso ejercido por la Iglesia y la corona francesa, que tenían en el punto de mira todo el Langedoc por ser un reducto de la herejía cátara. Veamos como se gestó la masacre...

El papa Inocencio III se la tenía jurada al conde, cuya ambigua actitud frente al catarismo lo hacían sospechoso de ser, si no miembro de la secta, al menos simpatizante. Y lo más irritante era que no estaba dispuesto a tolerar la intromisión de ninguna otra autoridad que no fuera la suya contra sus vasallos en base al derecho feudal de la época. Sin embargo, las peticiones del papado eran innegociables: debía renunciar a sus derechos sobre los obispados y abadías ubicados en sus extensos dominios, licenciar a los mercenarios enrolados en su ejército, echar a los judíos que desempeñasen cargos públicos y, lo más importante, entregar a todos los herejes que hubiese en su condado, que eran muchísimos por cierto ya que en el Languedoc fue donde la herejía cátara gozó de más popularidad. A la derecha, en color morado, tenemos lo que en aquella época era el condado de Toulouse el cual, aunque vasallo de Francia, por sus dimensiones era prácticamente un reino situado entre  los ducados de Gascuña y Aquitania y limitado al sur por el reino de Aragón.

Pero el encono del papa Inocencio contra el conde Raymond era implacable. Basta leer este fragmento de una carta dirigida al clero y la nobleza de Francia para ver que, hiciera lo que hiciera el conde, solo buscaba su perdición:


En cuanto al conde Raymond, incluso en el caso de que ofrezca 
satisfacción a nos y a la Iglesia, no desistáis por ello de hacerle 
pesar sobre él el yugo de la opresión. Expulsadle, así como a 
sus fautores, de sus castillos, y privadles de sus tierras.


Raymond VI humillado por el
legado pontificio
Las intenciones del papa estaban clarísimas. Así pues, en un postrero intento por librarse tanto él como a su condado de la amenaza que se cernía cada vez más negra sobre ambos, el 18 de junio de 1209 se humilla ante el embajador enviado por Inocencio, un tal Milon, el cual lo espera en el atrio de la iglesia de Saint Gilles para azotar los lomos del conde como penitencia y hacerle jurar ante tres arzobispos y veinte obispos que obedecerá los mandatos de la Iglesia. Y para eliminar cualquier posible sospecha sobre su supuesta lealtad, pide ser aceptado en la cruzada, con lo que, de momento, logra poner a salvo su condado de las garras del papado.

Sello de Trencavel
Pero Inocencio no se tragó la repentina fidelidad del conde así que, en instrucciones secretas al abad de Cîteaux, Arnaud Amaury, le indicaba expresamente que no se fiara un pelo de Raymond, y que lo tratase con disimulo a la espera de poder atacarle sin problemas de tipo legal. Así pues, pusieron en el punto de mira a Raymond Roger de Trencavel, un aristocrático joven de apenas 24 años que a la sazón era vizconde de Béziers, de Carcassonne, de Albi y de Razés. Pero, además de todos sus títulos, era vasallo y sobrino del conde Raymond y, lo más jugoso para el papado, un convencido cátaro por obra y gracia de su tutor, Bertrand de Saissac, un noble occitano vasallo del padre del vizconde que lo educó durante su minoría de edad.

El abad de Cîtaux
Tiempo le faltó al abad de Cîtaux, que por cierto aspiraba secretamente ser nombrado conde de Narbona, de reunir un ejército y ponerse en marcha ávido de sangre y gloria. El joven vizconde, un poco acojonado, intentó llegar a un acuerdo con el abad, el cual lo mandó a paseo con altanería buscando más motivos para poder invadir sus dominios con total impunidad. Así pues, el 20 de julio las tropas cruzadas avistaron Béziers, por lo que el vizconde se retiró a Carcassonne junto a varios judíos de cierta relevancia, así como a varios perfectos y perfectas para, desde allí, intentar organizar una resistencia adecuada. Pero no podía imaginar que los cruzados ya habían sentenciado a Béziers a fin de eliminar un obstáculo del camino y minar la resistencia de los herejes.

Inocencio III
Arnaud Amaury exigió a las autoridades civiles de la ciudad la entrega de los 220 herejes que había tras sus muros en base a una lista entregada al abad de manos del obispo de Béziers, Renaud de Montpeyroux. Pero la respuesta fue taxativa: "...preferimos ser ahogados en el mar antes que entregar a nuestros conciudadanos y renunciar a defender nuestra ciudad y nuestras libertades". Esto no hizo ni pizca de gracia al abad ya que ni siquiera hicieron caso a las exhortaciones del obispo para que los católicos abandonaran la ciudad para ponerse a salvo. Y, para mayor preocupación, el abad sabía que el vizconde ya estaba armando una hueste para acudir en ayuda de Béziers por lo que el tiempo corría en contra suya ya que las defensas de la ciudad no hacían posible liquidar el cerco con la presteza adecuada. Y, para colmo, las tropas de su ejército estaban contratadas, como era habitual en la época, por solo cuarenta días. En fin, que la cosa pintaba fatal para los cruzados porque apenas disponía de un mes escaso para liquidar la misión encomendada por el papado.

Pero Dios o el diablo se pusieron a favor del abad y le solucionaron la papeleta de forma cuasi milagrosa: apenas dos días después de presentar el ultimátum, y pensando los habitantes de Béziers que se bastaban para obligar a levantar el cerco a los cruzados, prepararon una salida en espolonada. Tanto confiaban en su fuerza que ni siquiera se molestaron en cerrar las puertas de las murallas cuando la mesnada salió dispuesta a dar buena cuenta de los perplejos cruzados, que lo último que esperaban era verse acometidos de aquella forma. Ese fue el error fatal que condenó a Béziers a sufrir un infierno en vida.

Los cruzados entran en Béziers
El jefe de los ribauds, unos mercenarios enrolados en la cruzada, se percató del detalle y, a toda prisa, se apoderó con su gente de la muralla, impidiendo cerrar las puertas. Vista la acción por los componentes de la espolonada, se retiraron a toda prisa para intentar expulsar a los asaltantes perseguidos por los cruzados, los cuales se abalanzaron hacia la ciudad en la que los ribauds ya habían comenzado a escabechar vecinos y a saquear las viviendas cercanas a la muralla. Mientras tanto, el vecindario huía en tropel a refugiarse en las iglesias herejes incluidos, que para la ocasión no tuvieron inconveniente en acogerse a sagrado. Los curas se vistieron con toda la pompa posible para intentar poner freno a la locura homicida desencadenada por los cruzados, que avanzaban casa por casa saqueando, violando y matando a todos los desdichados que caían en sus manos.

Cuando las tropas del abad llegaron ante las iglesias atestadas de gente, dudaron si proseguir la masacre. ¿Cómo podrían distinguir entre los buenos católicos y los herejes? Arnaud Amaury no lo dudó ni un instante y dictó la sentencia fatal:

- Tuez-les tous! Dieu reconnaîtra les siens! (¡Matadlos a todos!¡Dios reconocerá a los suyos!)

La matanza alcanza los templos
Nadie, absolutamente nadie de los aproximadamente 20.000 vecinos que en aquella época se calcula tendría Béziers se libró de la matanza, a los que habría que añadir los cátaros y campesinos refugiados tras sus muros ante la inminencia de la guerra. Ni siquiera los curas, revestidos con sus ornatos y enarbolando custodias y crucifijos, fueron respetados por los cruzados. Por no respetar, no se respetó ni la misma catedral de Saint-Nazaire, llena de gente aterrorizada. La noticia corrió como la pólvora por todo el condado de Toulouse, haciendo que muchas poblaciones y castillos se entregaran sin combatir o que incluso fueran encontradas vacías al llegar a ellas. El terror que inspiró la matanza fue suficiente para que una población importante como Narbona se rindiese sin más. El imparable avance de la hueste cruzada durante aquellos nueve días de julio tuvo su meta ante las murallas de Carcassonne, donde llegaron el 1 de agosto. Pero eso ya es otra historia.

Como colofón a esta, he ahí un fragmento de la carta que el abad de Cîteux, Arnaud Amaury, envió a Incencio III dando cuenta de los sucesos acaecidos aquel nefasto 22 de julio de 1209:

Los nuestros, sin perdonar rango, sexo ni edad, han pasado por las armas a veinte mil personas. Tras una enorme matanza de enemigos, toda la ciudad ha sido saqueada y quemada. La venganza de Dios ha sido admirable.

No deja de causar un pasmo absoluto que semejante misiva fuera escrita por un abad católico, y que dicha misiva fuera dirigida al vicario de Cristo en la Tierra. 

Bueno, esta es la terrible historia de Béziers, víctima de la pasividad de su obispo Renaud de Montpeyroux, la furia del abad de Cîteux y de Su Santidad Inocencio III, vicario de Cristo y sucesor de Pedro. 

Hale, he dicho


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