lunes, 26 de mayo de 2014

La panoplia del guerrero hispánico. Las lanzas




Debido por un lado a la influencia celta de más allá de los Pirineos y, por otro, a los griegos que tanto aportaron a la cultura ibera, los guerreros peninsulares tenían en la lanza y sus diversas formas la principal arma de combate, dejando las espadas y puñales para el cuerpo a cuerpo final. Como ya se comentó en la entrada dedicada a los soliferrea, la pauta habitual era portar al menos una jabalina y una lanza de empuje. Debido a que la lanza de tradición ibera tenía una morfología- salvo el caso del soliferreum- totalmente convencional, en línea con las habituales en el mundo mediterráneo, nos centraremos más en las tipologías celtas las cuales sí muestran una serie de peculiaridades más interesantes. En todo caso, conviene aclarar que, bien por cuestiones de proximidad geográfica o de simple intercambio comercial, han aparecido lanzas de tipo celta en zonas ocupadas por los iberos, concretamente en el noroeste peninsular. Es evidente que podrían haberse difundido más pero, hasta ahora, donde han aparecido en esa zona.

El proceso de fabricación de este tipo de armas podemos verlo en el gráfico de la derecha. Partiendo de una pletina de hierro, se alargaba hasta duplicar su longitud para, a continuación, doblarla sobre sí misma dejando un vástago que será martilleado hasta convertirlo en una lámina de la que saldrá, tras darle forma, el cubo en enmangue. Según se aprecia en los ejemplares existentes, el acabado de esta parte de la moharra no es considerado como especialmente cuidado ya que la unión no se soldaba. Sin embargo, yo pienso que no tiene mucho sentido fabricar una hoja de apariencia tan magnificente para luego hacer una birria en la pieza que unía la moharra al asta, de lo que colijo que quizás el motivo para no soldarlo, operación que no entrañaba ningún misterio para ellos, tuviera el mismo fin que las juntas de dilatación de los edificios: la madera es muy susceptible de variar de tamaño por las condiciones climáticas, y no sería ninguna tontería pensar que al no soldar el cubo se permitía al mismo adaptarse en todo momento al diámetro del asta. Sea el caso que sea, tras conformar la hoja y según vemos en el gráfico, se formará la nervadura central ayudados por una matriz en la que se ve una ranura que le dará el grosor y el perfil deseado, generalmente redondeado o en arista. 

La longitud del cubo era inversamente proporcional a la de la moharra o sea, cuanto más pequeña era la misma, más largo era el cubo y viceversa. Ello no tendría otra explicación que añadir o restar peso al conjunto para obtener un arma con la masa adecuada. Por esta razón, al ser los cubos de las lanzas de empuje excesivamente cortos, para que resistieran mejor los embates y golpes de la batalla se aseguraban, aparte de con los remaches pasantes habituales, con anillas de presión o alambre enrollado tal como vemos en la ilustración superior. Al parecer, la pauta habitual era que la moharra quedara embutida en el asta simplemente por presión porque lo que se hacía necesario un refuerzo a la unión de ambas piezas. Supongo que el no querer usar por norma remaches, que obviamente proporcionarían una unión mucho más sólida, sería para no debilitar en exceso el asta, demasiado delgada en estos casos ya que los diámetros habituales en los cubos de las moharras halladas hasta ahora oscilan por los dos centímetros, poca cosa para un arma que debía soportar un trato bastante duro.

En cuanto a las morfologías de estas moharras, a la derecha tenemos una muestra de las más significativas y que estuvieron en uso entre los siglos IV y I a.C. Como podemos ver, la cantidad de diseños era notable, siendo quizás las más características las que tienen forma de lengua de carpa que, como ya he comentado alguna vez, es una morfología que se prestaba bastante bien a penetrar en las defensas corporales de los enemigos para, una vez abierto paso hasta el cuerpo, propinar una tremenda cuchillada. La longitud de estas moharras podía alcanzar el codo romano, o sea, 44 cm., y hasta 6 cm. de ancho, lo que conformaba una robusta y temible lanza de empuje. En cuanto a sus perfiles, como vemos había un poco de todo: con nervadura central, con finas acanaladuras paralelas a los filos o al nervio central de la hoja, o simplemente de sección romboidal o lenticular.

En cuanto a los regatones, aunque se fabricaban de la misma forma que los cubos de enmangue de las moharras, la manufactura más habitual era la que vemos en el gráfico de la izquierda. Se trataba de una chapa que se iba enrollando alrededor de una espiga hasta conformar una pieza maciza que podía ser de sección cuadrangular o circular y al que se añadía una anilla, la cual se soldaba al conjunto, para poder afianzar con más seguridad el regatón al asta.

Sus morfologías eran por lo general cónicas y con puntas no excesivamente aguzadas tal como podemos comprobar en la ilustración  de la derecha. Así pues, su engarce en el asta se realizaba practicando en la misma un orificio por el que se introducía el vástago a presión. Estos regatones eran bastante más reducidos que los convencionales de enmangue, quizás porque al ser más pesados no precisaban de más masa para equilibrar la lanza en la que eran montados.

En cuanto a las astas, aunque no han quedado rastro de ellas, por la diferencia de diámetro entre los regatones y las moharras asociadas a los mismos se deduce que no tenían la forma fusiforme convencional, sino cónica.  En la ilustración quizás lo apreciemos mejor: en el extremo izquierdo tenemos el regatón montado en su sección de asta que, como vemos claramente, es de mayor diámetro que la parte que entra en el cubo de enmangue. En el centro tenemos el típico encordado para facilitar su agarre y, seguramente, también irían provistas de un AMENTVM que, en el caso de las jabalinas, permitiera dar mayor energía al lanzamiento. Respecto a la longitud de las mismas, la relación entre el diámetro de los regatones y los cubos de enmangue de las moharras permiten hacer un cálculo que las sitúa en un ratio de entre 170 y 250 cm. Que los dotados para los números se hagan una idea, porque lo mío no son precisamente las matemáticas (las odio profundamente).

Conviene concretar que este sistema de espiga para los regatones no debía ser usado en las jabalinas ya que estas, al tener un asta de menos diámetro, podrían abrirse si se golpeaba el suelo con el mismo o bien por la simple dilatación/contracción propia de la madera por los cambios de humedad ambiental o la temperatura. De ahí que, como vemos en la ilustración, en estos casos fuese más lógico usar el sistema de enmangue. Aprovecho dicha ilustración para mostrar la morfología de las jabalinas de la época que nos ocupa y que, como ya comenté más arriba, iban provistas de largos cubos de enmangue para dar más peso y resistencia al conjunto. 


Por último, comentar que a la hora de combatir con estas armas no solo se intentaba acuchillar en el tronco, sino en cualquier parte del cuerpo donde se hiciera daño al enemigo. Y como potencia tenían de sobra para vulnerar incluso en las osamentas más gruesas, ahí tenemos un preclaro de ejemplo de un legionario que causó baja de forma traumática en los efectivos de su cohorte tras ser aliñado por un galo con una de las lanzas que acabamos de ver. Por el ángulo de entrada de la moharra, me da la impresión de que a este desdentado sujeto lo debieron rematar en el suelo, quedando en el lamentable estado que podemos ver.

En fin, ahí queda eso, amén de los amenes. 

Hale, he dicho...