domingo, 4 de enero de 2015

Los penosos cruceros del siglo XVI


Vista de Sevilla desde el arrabal de Triana en el siglo XVI. El monopolio del tráfico naval con
las Indias dio a la ciudad un nivel de vida como jamás viose.


En el siglo XVI, largarse al Nuevo Mundo en busca de fama y gloria venía a ser algo similar a lo que hacen los actuales "emprendedores" que se van a sitios tan lejanos como China o Tailandia en busca de "oportunidades de negocio". Obviamente, pasar a las Indias, que es como se denominaba en aquellos tiempos liar el petate y poner el mar Tenebroso de por medio, no era tan cómodo ni tan rápido como ahora, que cruzas el planeta en menos de un día sentado en un aeroplano donde una azafata con una sonrisa de plástico que no se le borra de la jeta ni aunque el aparato se esté yendo al carajo te ofrece unas almendritas para amenizar el güisqui. No, nada de eso. Pasar a las Indias pasaba por más riesgos, incomodidades y penurias que un mileurista ante el implacable recibo mensual de la hipoteca, y partir desde España no era en modo alguno garantía de llegar a buen puerto. Veamos pues algunas curiosidades curiosas al respecto...


Maqueta del galeón San Martín, de finales
del siglo XVI
1. Los viajes a las Américas, denominados como la Carrera de Indias, se llevaban a cabo en los famosos galeones que acabaron desbancando a las carabelas y las naos usadas en los primeros tiempos tras el descubrimiento. Eran naves que, aunque de mayor tamaño que estas, no alcanzaban las 700 Tm. debido a que el viaje de retorno, que obligatoriamente debía acabar en Sebiya, obligaba a usar naves de poco calado para poder remontar la desembocadura del Guadalquivir en Sanlúcar de Barrameda y los numerosos bajíos que había en los casi 100 km. que separaban el puerto del mar en aquella época, distancia que con el tiempo se redujo en unos 15 gracias a la eliminación de algunos meandros. Con todo, en muchas ocasiones había que remolcar las naves a base de bueyes, los cuales tiraban de las mismas desde las orillas. Esta situación duró hasta 1717, cuando el primer Borbón finiquitó el monopolio hispalense de la Carrera de Indias y lo trasladó de Sebiya a Cái  (Cádiz, para los que desconozcan el andalú).


Cámara de la réplica que se construyó de la nao Santa
María para la Expo 92. En este caso, era la única del
barco, reservada como es lógico para Colón como
comandante de la flota.

2. Si alguien piensa que el viaje se realizaba en un confortable camarote con plasma y wifi, se equivoca. Estas naves disponían de solo dos o tres cámaras bajo cubierta que, lógicamente, estaban destinadas a los mandos del barco: capitán, piloto y contramaestre. El resto del personal, tripulación y viajeros, se tenían que aviar en la puñetera cubierta durante todo el viaje con la única protección de toldos fabricados con velas. Solo personajes de elevado rango o con el dinero suficiente se podían permitir "comprar" literalmente una cámara a uno de los que disfrutaban de ella.



3. Y no solo los atribulados viajeros se amontonaban en cubierta, sino que tenían que hacerlo junto a sus equipajes ya que la bodega del barco se destinaba a las mercancías correspondientes al flete. Así pues, si el sol implacable caía a plomo, o si llovía más que el día que enterraron a Bigote, o si hacía más frío que pelando rábanos, o una tempestad convertía el galeón en un tentetieso, había que hacer lo imposible para preservar el equipaje si uno no quería desembarcar en Veracruz o Portobelo literalmente con lo puesto, lo cual estaría en tan lamentable estado que casi mejor desembarcar en pelota picada. A la derecha vemos el aspecto de la toldilla de un galeón, situada en el castillo de popa (en el castillo de proa solía haber otra). Si un pasajero lograba hacerse un sitio ahí ya podía darse con un canto en los dientes porque la toldilla era el único sitio en cubierta con un techo como Dios manda.



Bahía de Portobelo. Este puerto fue especialmente codiciado
por los piratas ingleses, siendo atacado en repetidas
ocasiones por esa raza de ladrones. En ese lugar la espichó
en buena hora el perro Drake a causa de una espléndida
disentería que lo finiquitó bonitamente el 28 de enero 

de 1596. Dios lo maldiga por siempre, amén.
4. Esos dos puertos, situados en Méjico el primero y en Panamá el segundo, eran los puntos de destino obligados cuando se hacía la Carrera de Indias ya que, debido al constante acoso por parte de los piratas ingleses (Dios maldiga a Nelson y, en este caso, también a Drake) y holandeses (Dios los maldiga también), hacia mediados del siglo XVI hubo que organizar flotas protegidas por buques de guerra porque si esos hijos de la Gran Bretaña, que también merodeaban en grupos, se topaban con algún barco despistado, tardaban menos de un avemaría en capturarlo y apoderarse de todo e incluyendo hasta las ratas de a bordo. En todo caso, a lo largo del tiempo las rutas fueron variando, así como los puertos de destino. Lo que no variaron en todo el siglo XVI fueron los de partida, que prácticamente se limitaban a Sebiya en su inmensa mayoría ya que era aquí donde se autorizaban los fletes y demás temas administrativos en la Casa de Contratación, o desde Cái. Obviamente, un valenciano o un gallego podía partir en barco desde su ciudad, pero por narices tenía que ir a Sebiya y, desde allí, iniciar el viaje a las Indias.


Paciente con escorbuto. El problema era que
en el siglo XVI no se sabía cual era el origen
de la enfermedad, por lo que era incurable.
No fue hasta el año 1747 cuando el Dr. Lindt,
un cirujano de la armada inglesa (Dios
maldiga a Nelson) se percató de que se curaba
en apenas una semana administrando al
paciente zumo de naranja o de limón
5. Tampoco había en los galeones nada semejante a servicio de habitaciones o restaurante. De hecho, los pasajeros se tenían que buscar la vida para llevar consigo sus propias provisiones ya que las que había en el barco eran para la tripulación. Por otro lado, se permitía hasta un determinado cupo por lo que tampoco podía uno llevarse 80 jamones serranos para el camino. La dieta, debido a la imposibilidad de conservar los alimentos, era la misma de la tripulación, basada en el bizcocho, la galleta, salazones de pescado, cecina de cerdo (era peligroso no comer guarro porque podía darse a entender que uno era morisco o judío), legumbres, frutos secos, cebollas y vino, este último especialmente útil para poder consumir el bizcocho o la galleta que, aunque duraban hasta dos años sin estropearse, eran imposibles de comer como no fuera remojándolos por lo duros que estaban. Ciertamente, estos alimentos aportaban proteínas y calorías a base de bien, pero tenían dos inconvenientes: carecían de determinadas vitaminas, lo que podía producir enfermedades como el escorbuto por la escasez de vitamina C, y pedían mucha agua, lo que era un problema aún mayor ya que por norma se racionaba a razón de entre uno y dos litros por persona y día. Sí, ya se que eso no lo hace nadie hoy día salvo que haga caso a los anuncios de agua mineral, pero que pruebe a desayunar, almorzar y cenar cecina, salazón de pescado y nueces de postre. Y así durante días y días, y ya me dirán vuecedes si uno se bebe hasta la escarcha del congelador.

Ruinas de las almonas de Triana,
el más importante centro de
producción de jabón de toda Europa
durante la Edad Media
6. Tampoco había a bordo jacuzzis ni spas. De hecho, en los barcos era imposible lavarse debido al férreo control sobre el consumo de agua. Te veían usando agua potable para lavarte aunque fuera la jeta y se despellejaban allí mismo, vaya. Esto favorecía la proliferación de piojos, chinches y demás fauna minúscula especialmente dañina y causante de plagas a bordo por la falta de higiene. Por si alguno no lo sabe, el jabón es completamente inútil si se usa con agua de mar ya que no es que no haga espuma, que no la hace, es que ni siquiera saca la roña de modo que lo más que se podía hacer era echarse por encima un balde de agua salada que, al menos, algo de costra quitaría...supongo.




Tarro con sanguijuelas,
material indispensable en
los equipos médicos de la
época
7. Las enfermedades eran cosa común y los conocimientos del cirujano de a bordo no iban más allá de las típicas sangrías o de aplicar cauterio en las heridas de guerra. O sea, que nada de quirófano y helicóptero de evacuación para emergencias, vaya. De hecho, se podría decir que, aunque la travesía hubiera sido apacible y sin más problemas que algún que otro pasajero echando los bofes por la borda a causa del mareo, no había viaje en el que no murieran algunos de ellos a causa de las fiebres o disentería. Y no solo por la nula higiene o las picaduras de las chinches, sino incluso por el pútrido, asqueroso y nauseabundo hedor que manaba de la sentina del barco el cual era capaz de hacer vomitar de asco al más curtido marinero. Obviamente, eso quitaba las ganas al personal de meterse bajo cubierta aunque estuviera cayendo el Diluvio Universal ya que tampoco disponían de ambientadores con aroma a vainilla para paliar el pestazo sentinero.


Jardín de proa
8. Tampoco había donde hacer las necesidades fisiológicas de forma discreta. A la marinería le daba una higa ese tema por estar habituados, pero a los pasajeros, especialmente los de género femenino, les resultaba especialmente enojoso eso de tener que ir a la proa del galeón y plantar el culete en el jardín, que era como llamaban a las letrinas. Pero si la mar andaba movidilla, precisamente los extremos de un barco son los que más se balancean y más peligro conllevaba circular por ellos, así que una de dos: o te arriesgabas a salir despedido por la borda mientras hacías caquita y adiós muy buenas, o te quedabas en la parte central de cubierta y allí, delante de todo el mundo, te aliviabas sacando el culo por una porta de cañón y maldiciendo la hora en que se te ocurrió hacer caso a tu cuñado y embarcarte a las Indias. 

Maqueta de la cocina de un navío de la época. Era
obligatorio mantener en todo momento cerca de la misma
 baldes con agua o arena para sofocar inmediatamente
posibles conatos de incendio o por si se pitaba zafarrancho
de combate, en cuyo caso se apagaba ipso-facto
9.  El chef y el cuerpo de cocina de a bordo no tenían mucho trabajo. El temor a los incendios hacían que la cocina ubicada en la proa del barco se encendiese solo para la comida de mediodía y siempre y cuando no hiciera mal tiempo. Es decir, que si te tocaba una travesía con marejadas y tormentas diarias no comías caliente hasta que tocabas puerto. Por ese motivo, las legumbres quedaban eliminadas de la escasa variedad de la dieta a bordo ya que comer garbanzos o judías en crudo requería unas dentaduras dignas de un hiena. Y recordemos que uno de los principales síntomas del escorbuto era, precisamente, que a uno le empezaban a bailar los dientes en las encías. Y mucho ojito con encender un mínimo fuego a hurtadillas para calentarse ni las manos, porque era uno de los delitos más castigados en un buque, penado con la muerte de forma inmediata. La cosa era tan seria que solo acceder a la santabárbara sin la compañía de un oficial ya suponía verse colgado de una verga en el tiempo en que se tardaba desde que a uno lo descubrían, informaban al capitán y le ponían la soga al cuello, o sea, ni cinco minutos.

Altar portátil similar a los usados en los buques de la
época. En las misas a bordo, llamadas misas secas,
no se administraba la Sagrada Forma por si al
personal le daba una vomitona y expulsaba el Cuerpo
de Cristo junto con los restos de la cena del día anterior
10. Si por algún desgraciado accidente como, por ejemplo, partirse el cuello mientras jugaba al squash en cubierta, o por hacer más footing de la cuenta, o más frecuentemente por una cagalera tan atroz que te deshidratabas en 24 horas, la tripulación se encargaba de las cuestiones relacionadas con las pompas fúnebres. O sea, te envolvían en la esterilla de esparto sobre la que dormías en cubierta rodeado de los vómitos del resto del pasaje, añadían al suntuoso féretro algo que sirviera de lastre, como piedras del mismo lastre del buque o balas de cañón, y te mandaban al fondo del abismo mientras el capellán de a bordo te despachaba graznando DE PROFUVDIS CLAMO AD TE, DOMINE AVDI VOCEM MEAM y tal. Lo de hundirte hasta el fondo era para impedir que te devorasen los peces ya que, en ese caso, el día del Juicio Final tu carne digerida por un bacalao no podría resucitar. O sea, te ibas al carajo espiritualmente hablando para toda la eternidad. Por cierto que a Nelson lo metieron en un tonel de brandy para conservarlo tras ser bonitamente apiolado en Trafalgar, pero no para poder darle un entierro por todo lo alto en Londres, sino porque así lo tenía dispuesto. Al parecer, una de sus muchas obsesiones era que, si palmaba en combate, su cuerpo no fuera lanzado al mar como era habitual. 

El hacinamiento era la principal causa de
muertes entre los desdichados que caían en
manos de los negreros para su infame
negocio de carne humana
11. Las pompas fúnebres eran omitidas cuando se trataba de difuntos esclavos. Los negros, como eran unos paganos desgraciados que adoraban dioses con menos poder que un contribuyente en una Delegación de Hacienda, eran simplemente arrojados por la borda y si se los comían los peces mejor para ellos. Para los peces, naturalmente. No obstante, los traficantes que llevaban esclavos a las Indias (recordemos que los nativos del Nuevo Mundo eran súbditos de pleno derecho de la corona de Castilla y no podían ser esclavizados) procuraban que el número de esclavos muertos fuese el mínimo posible. Y no ya por lo que implicaban como pérdidas económicas sino porque, caso de que el porcentaje fuese elevado, se le denegaría la licencia para seguir traficando. En todo caso, siempre se podía sobornar al funcionario encargado de recepcionar "la mercancía" y manipular los números adecuadamente. 


Así acabaron cientos de navíos españoles y
decenas de miles de pasajeros y tripulantes
12. Y si el galeón se hundía, pues ahí entregabas la cuchara salvo que el naufragio fuera cerca de la costa y uno nadara como una pescadilla porque de botes de salvamento, nada. Además, eso de "las mujeres y los niños primero" aún no se había inventado, y cada cual se buscaba la vida para agarrarse a lo que fuera porque eso de ahogarse siempre ha sido bastante desagradable aunque, por desgracia, era como terminaban prácticamente todos los ocupantes del buque, tanto tripulantes como pasajeros. De hecho, hay un verdadero reguero de osamentas hispanas marcando como miguitas de pan de cuento de Pulgarcito las rutas de la época, y miles de personas acabaron sus sueños de riquezas y gloria en el fondo del Atlántico. No obstante, los galeones solían ir provistos de uno o dos esquifes, los cuales eran estibados en cubierta Estaban destinados a transportar personas o mercancías cuando el barco tenía que anclar lejos del puerto, o bien para atoar la nave en caso de calma chicha, o incluso para transbordar gente o cosas de un barco a otro de los que formaban la flota. Pero dichos esquifes, que por cierto había que tomarse su tiempo para botarlos a base de cabrias y en plena tormenta era algo complicado de llevar a cabo, serían para el capitán y las personas de relevancia que ocuparan el navío. Un capitán, un piloto o un funcionario de la corona eran útiles a la sociedad. Un desgraciado que iba a Panamá a buscarse las habichuelas era un desgraciado, así que su vida valía menos que la palabra de un político. 

En fin, espero que con esta docena de curiosidades curiosas se hayan deleitado vuecedes y se acuesten sabiendo alguna cosa más. 


Hale, he dicho


Flota de galeones cubriendo la Carrera de Indias

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