lunes, 23 de febrero de 2015

Rastrillos y órganos


Rastrillo y torno de la Torre de Londres

Los rastrillos- también denominados peines- aparecieron en Europa hacia el siglo XII, concretamente en Francia. La proliferación de este dispositivo tan extremadamente longevo, ya que estuvo operativo hasta el siglo XIX en los fuertes pirobalísticos de la época, se debió ante todo a la necesidad de poder cerrar con presteza los accesos de los castillos en caso de necesidad, o sea, por un ataque por sorpresa. Debemos considerar que el manejo de los puentes levadizos era engorroso y lento, y que las puertas podían verse bloqueadas ante una masa de atacantes empujando hacia dentro. De ahí la aparición de los rastrillos los cuales, al descender desde su emplazamiento elevado, podían cerrar el paso de forma rápida y obligando a los posibles agresores a retirarse de su trayectoria ya que, por norma, estaban rematados por aguzados petos de hierro. Entre estos petos y su peso- varios cientos de kilos o incluso más de una tonelada- podían dejar literalmente clavado contra el suelo a todo aquel que se interpusiera en su paso, así que el personal atacante se andaba con ojo ante la visión de uno de estos dispositivos ya que ninguno, por razones obvias, quería verse aplastado y perforado a las primeras de cambio.

Su ubicación en los accesos de las fortificaciones podía ser delante o detrás de la puerta, si bien es más habitual verlos a continuación de estas. Del mismo modo, podía haber más de uno a lo largo del pasillo de entrada, formando así una trampa mortal a los invasores que se viesen copados entre dos rastrillos que eran imposibles de mover a viva fuerza porque, simplemente, su peso era excesivo incluso para varios hombres. Del mismo modo y a fin de impedirlo se podrían bloquear desde la parte superior, donde estaban los mecanismos para izarlo. Tal como vemos en la ilustración derecha, los rastrillos eran una reja fabricada con madera y/o hierro que se embutían en unas acanaladuras practicadas en el muro para bloquearlos totalmente.

Con todo, en los castillos peninsulares es extremadamente difícil poder contemplar un rastrillo original, siendo los que se suelen ver burdas réplicas que, en casi todos los casos, no se asemejan en nada a los de época e incluso ni siquiera están completos, estando formados solo por la mitad del mismo asomando entre las acanaladuras del acceso. En lo tocante a su funcionamiento, en la ilustración izquierda podemos ver los mecanismos que lo hacían subir o bajar. Como podemos observar, en una cámara situada sobre la puerta se instalaba un torno provisto de una rueda dentada y un trinquete que bloqueaba el rastrillo a la altura deseada. Para ayudar a manipular el torno se añadían unos contrapesos lo cual agilizaba bastante el izado de la pesada reja. Para hacerlo bajar de golpe bastaría liberar el trinquete y, ayudado por su propio peso, el rastrillo descendería de golpe como la hoja de una guillotina, cerrando el paso de forma contundente. No obstante, del mismo modo que bajarlos era cuestión de unos instantes, subirlo era harina de otro costal ya que había que accionar el torno, por lo que lo habitual era mantenerlos elevados. La razón es obvia: estos artefactos carecían de postigos, por lo que habría que subirlos cada vez que alguien quería entrar o salir del recinto. Como es lógico, esto resultaría bastante irritante- y agotador- para los encargados de manejar el torno, y cuando no había una amenaza por la proximidad de enemigos carecía de sentido cerrar el paso constantemente y tener que andar subiéndolo y bajándolo cuando venía el cartero, el lechero, el repartidor del supermercado, etc. Así pues, solo en caso de un ataque repentino o una visita inesperada de la familia política se bajaba de golpe y se añadía un obstáculo lo bastante sólido como para detener a los agresores en caso de no haber tenido tiempo de cerrar las puertas.

Pero los rastrillos no solo eran emplazados en los accesos principales de los castillos, sino también en determinadas zonas sensibles como las puertas de las torres del homenaje, muros diafragma, accesos a patios interiores o, en definitiva, cualquier zona que fuera considerada como de vital importancia para la defensa del recinto y, por ello, que debía ser bloqueada con rapidez en caso de alarma. En la ilustración derecha tenemos un ejemplo, en este caso de un rastrillo fabricado enteramente con hierro ya que, por el pequeño tamaño del vano de la puerta, era factible construirlo con un material más resistente si bien más pesado. El torno, al igual que el ejemplo anterior, está provisto de dos contrapesos que, en este caso, descienden a través de dos huecos abiertos en los muros, solución que se adoptaba cuando la altura de la cámara dónde estaban instalados los mecanismos no era suficiente como para que dichos contrapesos se movieran en el interior de la misma. 

Los órganos



Pero la eficacia del rastrillo tenía su punto flaco, que no era otro que la facilidad con que podía ser bloqueado por los atacantes si estos sabían de la existencia del mismo e iban preparados para inutilizarlo. Bastaría un simple poste que, colocado en la ranura del muro, limitaría el descenso de la reja, dejando libre el paso a los enemigos y sin posibilidad de impedirlo. Para contrarrestar este inconveniente se creó una variante denominada órgano, la cual consistía en un juego de barrotes independientes sin trabazón alguna entre unos y otros, de forma que si uno o más eran bloqueados por algún objeto, los demás podían descender sin problemas. Su configuración podemos verla en la imagen izquierda. 
En este caso, el órgano lo conforman siete barrotes fabricados con hierro o una combinación de madera y hierro los cuales están suspendidos de un travesaño horizontal mediante largas cadenas de forma que, caso de bloquearse uno de los barrotes, no interfiera en el descenso del resto ya que cada cadena estaba unida a un solo barrote. En cuanto al mecanismo de izado es el mismo tipo de torno que vimos en los rastrillos convencionales. Por cierto, si alguien piensa que uno de estos barrotes podría ser levantado con facilidad para colarse dentro, se equivoca. Hablamos de un cuadrado de hierro macizo de unos 10 o 15 cm. de lado y tres y cuatro metros de altura. Un metro cúbico de hierro fundido pesa 7.250 kilos, de modo que si hacemos una rápida regla de tres nos encontramos con que el barrote pesaría entre 435 y 650 kilos aproximadamente. Como es evidente, en un sitio angosto donde apenas podrían actuar tres o cuatro hombres, levantar un solo centímetro el puñetero barrote era misión imposible aunque estuvieran hasta las orejas de esteroides, y además los defensores se lo pondrían un poco más difícil disparándoles sin descanso balas de mosquete del tamaño de una albóndiga de las de la abuela, que eran las más gordas.


En fin, como vemos, un ingenio bastante eficaz. Por lo demás, en este caso los muros no precisaban de las acanaladuras para guiar la reja. Solo en la parte superior del vano se apreciarían unos orificios de forma romboidal o cuadrangular, según la disposición de los barrotes, por donde asoman estos tal como vemos en la ilustración derecha. Al bajar, estas puntas quedaban encajadas en sendos orificios practicados en el suelo, donde penetraban varios centímetros para aumentar la solidez del bloqueo. Con todo, este dispositivo no tuvo tanta aceptación como los rastrillos ya que, al parecer, era más engorroso de manejar y la obra para su instalación más compleja. En cualquier caso, hay fortificaciones pirobalísticas del siglo XVIII que los usaban. Un ejemplo lo tenemos en el fuerte de Gracia (Elvas, Portugal), en donde se pueden observar las aberturas del órgano que cerraba el paso al reducto principal si bien los barrotes y mecanismos pasaron a la historia vaya a saber cuando ya que esta fortificación fue usada como prisión militar hasta hace pocas décadas. Por otro lado, de todos los fuertes que he visitado en el país vecino, que han sido prácticamente todos, es el único donde he visto este dispositivo, optando los demás por el tradicional rastrillo.

Bueno, con esta filípica rastrillera ya vamos servidos, así que sanseacabó.

Hale, he dicho

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