viernes, 5 de agosto de 2016

¿Cómo se fabricaba un cañón de bronce?


Grabado de Philips Galle (c.1575) que muestra una fundición de cañones

Fundición inglesa hacia 1770
Como ya se explicó en su momento, en los inicios de la artillería se fabricaban las piezas a base de forja uniendo tiras de hierro que eran a su vez embutidas en aros del mismo material. Los conocimientos metalúrgicos de la época no permitían aún la manufactura de cañones de hierro de forma que se eliminasen las tensiones estructurales del material, lo que acortaba la vida útil de las piezas o, lo que era peor, estallasen en plena jeta a los servidores de las mismas, ocasionándoles irritantes traumas en forma de desmembramientos, quemaduras y demás lesiones que, por lo general, eran suficientes para obtener una baja definitiva, absoluta y total. Por otro lado, la manufactura artesanal impedía una estandarización real de calibres- que de hecho ni siquiera se planteaba aún- con las dificultades de tipo logístico que ello conllevaba. Finalmente, cuando se pudo empezar a fabricar cañones de fundición dejando atrás la forja, todavía no era posible obtener un acabado decente por lo quebradizo del material, así como por la irregularidad de las ánimas, lo que restaba precisión en el tiro.

Mortero fabricado con hierro forjado. Como ya podemos
suponer, los niveles de acabado en lo tocante a uniformidad
en las medidas estaban a años luz de las piezas obtenidas
mediante fundición
Sin embargo, toda esa serie de dificultades quedaron atrás con el bronce. Este material, aunque más caro que el hierro, era mucho más fácil de manipular y, lo más importante, soportaba mejor las tensiones que producía en el material cada disparo por ser este más elástico que el hierro. De hecho, a finales del siglo XIX se seguían fabricando cañones de bronce que aún permanecieron en activo hasta bien entrado el siglo siguiente, cuando el acero envió al baúl de los recuerdos a cualquier otro tipo de material. No obstante, el camino seguido desde los albores de la artillería hasta la obtención de cañones verdaderamente eficaces, precisos y capaces de soportar cientos y cientos de disparos sin inmutarse, fue muy largo. Aunque en el siglo XVI ya se fundían cañones de bronce, su elevado precio ralentizó la evolución de esta tecnología, y no fue hasta la segunda mitad del siglo XVIII cuando los avances de la metalurgia y la capacidad industrial permitieron la manufactura de piezas con calibres perfectamente estandarizados y con ánimas bien centradas y uniformes que las convirtieron en arma precisas y con alcances cada vez mayores. Así pues, esta entrada estará dedicada a dar cuenta de algunos aspectos curiosos acerca del proceso de fabricación de los cañones de bronce que estuvieron dando guerra durante más de doscientos años. Comencemos pues:

Fundición de Douai, en Francia. Obsérvese el horno de la derecha, destinado
a la purificación del cobre
Como todo el mundo sabe, el bronce se obtiene mediante una aleación de cobre y estaño en determinadas proporciones dependiendo del uso que se le vaya a dar. En España, las minas de cobre de Riotinto, Méjico y el Perú (estos dos últimos obviamente eran parte de España en aquella época), proporcionaban el mejor cobre del mundo, especialmente el peruano. En Europa se obtenía un cobre de muy buena calidad en Suecia, Hungría, Noruega y Suiza. Pero que nadie piense que el cobre se obtenía en estado puro, como el oro o la plata, sino que había diversas variedades en función de su nivel de pureza ya que siempre aparecía mezclado con otros materiales. Los procesos para separar la mena de la escoria y el afinado del cobre  eran bastante complicadillos, y eso que "las personas humanas" llevaban ya milenos haciendo uso de ese metal. En cuanto al estaño, en Europa solo se hallaba en Inglaterra (Dios maldiga a Nelson). De ahí que hubiese que importarlo desde el Extremo Oriente- China, India o Japón- o, en el caso de España, traerlo a la península desde las provincias de ultramar, concretamente del Perú y del Virreinato del Río de la Plata. En lo tocante a la proporción, cada maestrillo tenía su librillo, como está mandado. Así, en Inglaterra y Francia se empleaba una aleación de diez partes de estaño por cada cien de cobre, mientras que en España era de once partes de estaño por cada cien de cobre. No obstante, hay que tener en cuenta que también se empleaba bronce de piezas viejas para reciclar el metal, en cuyo caso había que, por decirlo de alguna forma, rehacer las proporciones. Con todo, solo se recurría al bronce usado en caso de verdadera necesidad, siendo este material relegado casi siempre a otros usos que no tuvieran que sufrir tantas tensiones, como por ejemplo afustes de mortero o las roldanas para los cabrestantes empleados para manipular los cañones.

Réplica moderna de un cañón yankee de 24 libras mod. 1857. Obsérvese
el color de la pieza recién acabada, totalmente distinto a lo que solemos ver.
Estas piezas, al ser de fundición, se obtenían mediante moldes. Cada país tenía sus técnicas, como es lógico, si bien todos se ajustaban más o menos a una tecnología común, variando sobre todo en la composición de calidades de las arcillas empleadas. En las fundiciones españolas se recurría a unas mezclas de diversos materiales que daban a la base principal, la arcilla, la textura y la consistencia adecuadas. Así, en los manuales de la época se indicaba que la mezcla óptima se obtenía con doce espuertas de arcilla roja, 6 de arcilla amarilla, 9 de estiércol de caballo y media libra (130 gramos) de pelo de vacuno. Hay que reseñar que esta proporción se daba como básica u orientativa ya que en función de la calidad de las arcillas debían variarla. Por otro lado, los dos últimos ingredientes estaban destinados a dar consistencia al barro, y se recomendaba que se alimentara a los caballos con paja y cebada para obtener así el estiércol adecuado, el cual debería ser cribado para quedarse solo con la parte vegetal. Sí, ya lo sé. Están vuecedes pensando lo mismo que yo: ¿y por qué leches no usaban directamente la paja en vez de andar hurgando en caca de caballo? Pues muy sencillo: los estómagos de estos animalitos actuaban como trituradoras naturales de un material que, por sí solo, era demasiado basto para la finalidad a la que estaba destinado. Debemos tener en cuenta que la superficie del molde debía ser fina como el culete de un crío de teta para impedir la aparición de irregularidades, grietas, etc.

El mismo cañón del párrafo anterior ya montado en su cureña
Con este barro se obtenía el material básico para el molde, si bien una parte se reservaba para elaborar otro aún más fino denominado pótea y que era el que quedaba en la cara interna de los moldes. Dicha parte se machacaba con pisones, se cribaba con cernidores muy finos y cada doce espuertas del polvo obtenido se mezclaba con seis de arcilla amarilla y una libra de pelo. Sin embargo, los adornos y blasones que solemos ver en la parte superior de estos cañones, así como los muñones, culatas y asas de los mismos, eran obtenidos mediante moldes de yeso ya que permitían un acabado más fino aún que el barro. Ciertamente, ver una de estas piezas recién salidas del horno debía ser algo que nos sorprendería ya que su color natural sería un espectacular dorado tirando a rojizo chulísimo de la muerte, y no el negro o verde oscuro producido por la oxidación del material y que son los que vemos por sistema. 

La lámina muestra el aspecto del molde con los herrajes ya colocados. En
el croquis inferior tenemos una vista en sección en la que se aprecian los
dos herrajes, y dentro del óvalo, tras el cascabel, un resalte destinado a
sujetar el cañón en el torno una vez fundido. Este resalte era luego eliminado
El grosor de las paredes del molde variaba en función de la pieza pero, por poner un ejemplo, las de 24 libras debían tener unos 58 mm. de espesor. Cuando el molde estaba terminado, se reforzaba con unos herrajes como los que vemos en la lámina de la izquierda, tras lo cual se añadía otra capa de barro de unos 2,5 cm. de espesor y, por último, se añadía un nuevo herraje de refuerzo. Como vemos, solo la preparación del molde era asaz compleja, y requería unos conocimientos muy notables ya que, por ejemplo, había que tener en cuenta incluso el nivel de contracción del barro cuando se secaba. Vamos, que nuestros ancestros no eran ni remotamente tan torpes como muchos imaginan, sino todo lo contrario. De hecho, desafío a cualquiera de los que me leen a que se imaginen ellos mismos llevando a cabo un proceso, no similar, sino tan solo el necesario para fundir un puñetero cenicero de bronce para tirárselo a la cabeza de su cuñado más odioso. Mejor liquidarlo echándole matarratas al güisqui, ¿verdaddddd? Porque esta gente hilaba tan finísimo como para recomendar incluso el tipo de madera y las dimensiones de los leños a emplear: madera de pino poco resinosa cortada en tarugos de entre 7o y 11o centímetros de largo y de entre 46 y 69 de lado porque, de ese modo, se lograba el nivel de temperatura óptimo, siendo indeseable el uso de otro tipo de maderas normales para aprovechar su energía calorífica, como el olivo o la encina.

Comprobando las medidas tras la fundición
La colada se completaba en unos cinco minutos, y tras llenar los moldes se dejaban reposar entre doce y dieciséis horas antes de extraerlos para proceder al barrenado de las ánimas. Sí, los cañones salían macizos aunque se suela creer lo contrario. La cosa es que, en realidad, anteriormente se fabricaban los moldes colocando otro, también de arcilla, en el centro del molde principal, separado de lo que sería el ánima mediante discos de hierro los cuales eran removidos tras la fundición de la pieza. Sin embargo, este sistema no era el indicado ya que el ánima resultante no era totalmente concéntrica al cañón, ni tampoco absolutamente rectilínea ni uniforme en todo su recorrido. De ahí que se optara finalmente por barrenarlos con unas máquinas que sorprenderían a más de uno. 

Torno vertical de Maritz
Eran tornos que funcionaban mediante tracción animal o conectados a una rueda de molino, con lo cual se obtenía la fuerza necesaria para que una barrena de 46 mm. hiciera la primera perforación. Luego se iba aumentando el diámetro del ánima con sucesivas perforaciones con herramientas de corte más una final para obtener un pulido perfecto. Por último, se torneaba el cañón por fuera desde el cascabel hasta la boca para eliminar posibles imperfecciones salvo la parte de las asas y los muñones que, por razones obvias, eran imposibles de tornear, por lo que este proceso se realizaba a mano. Estos tornos eran en principio verticales hasta la aparición de un torno horizontal, mucho más preciso y con el que se obtenía una concentricidad perfecta. Ambas máquinas habían sido inventadas por Johan Maritz, un suizo listo como él solo. 

Torno horizontal. En la rueda de la derecha se uncían cuatro bestias a sendos
balancines como se aprecia en el detalle. Ya podemos hacernos una idea de la
enorme energía que requería esta máquina para su funcionamiento, que
oscilaba entre las 4 y las 7 revoluciones por minuto.
Inicialmente, hacia 1713, diseñó la de perforación vertical, la cual no proporcionaba la precisión que buscaba y, además, era bastante lenta y proclive a que se partiera la barrena. El sistema se basaba en hacer girar dicha barrena en el interior del cañón colocado éste sobre la anterior, lo que producía vibraciones y deformaciones debido al peso de la pieza sobre la barrena. Así pues, hacia 1734 diseñó una máquina de torneado horizontal que eliminaba las tensiones en la barrena por el peso del cañón, logrando de ese modo un ánima prácticamente perfecta. El sistema era precisamente opuesto en todo al vertical ya que en esta nueva máquina lo que giraba era el cañón mientras que la barrena solo tenía que ir avanzando en el interior del mismo. O sea, era exactamente el mismo sistema que se emplea en los tornos modernos. La aparición del torno de Maritz no solo mejoró de forma notable tanto el nivel de acabado como una disminución en el tiempo de barrenado, sino que permitió por fin alcanzar una verdadera estandarización de calibres. Esto no era cosa baladí ya que permitía fabricar proyectiles con menos tolerancias tanto en cuanto estos irían a parar a ánimas idénticas en todos los casos, lo cual se traducía en un aumento en la precisión y el alcance efectivo como antes jamás viose. 

Torneando un cañón. El operario que se ve a la derecha maneja una especie
de timón como el de un barco con el que va empujando hacia adelante la
barrena a medida que esta va perforando el ánima de la pieza.
Por último, ya solo restaba probar las piezas fabricadas tras revisar concienzudamente que no tuvieran la más mínima imperfección que pudiera suponer un riesgo a la hora de dispararlas o bien una merma en el rendimiento de las mismas. Y no crean vuecedes que se limitaban a echarle un vistazo por encima, porque hasta cuando salían del horno ya empezaban a comprobar si había alguna grieta o marca para solucionar el desperfecto cuando la pieza estaba aún caliente como la sala principal del infierno. Para la prueba de fuego se trasladaban los cañones a un polígono de tiro previamente acondicionado para este fin. La prueba era revisada por un oficial artillero y un controlador experto en fundición que era el encargado de comprobar los posibles fallos que salieran a relucir a lo largo de la prueba. Tras comprobar que el aspecto exterior era el deseado y que no había señales de fatiga en el material, se inspeccionaba cuidadosamente el ánima con una candela atada al extremo de una caña, o bien con la ayuda de un espejo, reflejando la luz del sol hacia el interior del cañón para comprobar que no mostraba grietas, hernias, irregularidades o cualquier otro defecto. Una vez corroborado que todo estaba conforme a las especificaciones requeridas, se procedía a efectuar tres disparos de la siguiente forma:

Colocando la pieza en su afuste
El cañón se colocaba en el suelo, sin su afuste, meramente apoyado sobre unos gruesos maderos con la forma de la pieza para lograr un asentamiento estable y sólido. La culata era apoyada en un espaldón para contener el retroceso tras cada disparo. Las piezas de a 24, 18, 16 y 12 se disparaban inicialmente con una carga de dos tercios del peso de la bala; el segundo disparo se efectuaría con una carga equivalente a tres cuartos del peso de la bala, y finalmente un tercer disparo con una carga igual al peso de la bala. Las piezas de a 8, 6 y 4 también se disparaban tres veces, pero en las tres con una carga equivalente al peso de la bala. Para detectar posibles grietas que escaparan a la vista del controlador, se taponaba el fogón con cera y se llenaba el ánima de agua. A continuación se introducía una lanada con el calibre justo del ánima para que actuase como un émbolo a presión, permitiendo de ese modo comprobar que no había ninguna fuga de agua hacia el exterior. 

Si todo era correcto, aún se efectuaba una última prueba más que garantizase el buen acabado interior del ánima tras la prueba de fuego. Esta se efectuaba con un gato, que es el chisme que vemos arriba. Eran varios flejes de acero cuyas puntas, muy afiladas, detectaban la más mínima imperfección cuando eran arrastradas por una superficie pulida. Así, se introducía el gato hasta el fondo y, muy lentamente, se iba tirando del mismo hacia fuera. El tacto experto del controlador era capaz de detectar el más mínimo tropiezo que delatase algo extraño, y este repetía la operación las veces que fuesen necesarias hasta dar el visto bueno. Por cierto que el aro que vemos al final del mango era para cerrar los flejes, pudiendo de esa forma usar la misma herramienta en cualquier calibre. Si esta prueba era pasada, el cañón se montaba finalmente en su afuste y lo mandaban a pegar tiros a mogollón para masacrar bonitamente a los enemigos de España, que no eran ciertamente pocos, juro a Dios.

Vista lateral del torno horizontal. Como se puede apreciar, no era
lo  que se dice una estructura ligera.
En fin, así es como, de forma muy resumida porque no imaginan vuecedes lo extenso de los procedimientos a seguir en la fundición de cañones, se fabricaban las piezas que acababan armando nuestros navíos de guerra, nuestras fortificaciones y nuestros ejércitos. Como hemos visto, era de todo menos fácil, y estoy seguro de que más de uno se habrá quedado sorprendido al ver el nivel tecnológico que ya se había alcanzado hace la friolera de más de doscientos cincuenta años. Mucha gente no imagina que ya funcionaba una industria metalúrgica de primera clase, compleja y eficaz, así como máquinas capaces de hacer lo mismo que una similar de nuestros días con la diferencia de que la energía que empleaban era la tracción animal o la del agua impulsando una noria. Sin embargo, eran capaces de exprimir al máximo los medios de que disponían, lo que les permitía fabricar un armamento extremadamente letal, preciso y fiable.

Y como es la hora sacrosanta, me piro a tomarme unas cervecitas absolutamente heladas, deleitoso néctar que se deslizará a lo largo de mi abrasado gaznate para tonificar tanto mi cuerpo como mi alma atormentada, amén y tal.

Hale, he dicho

POST SCRIPTVM: Por su interés, recomiendo la lectura de esta entrada en la que se explicó el proceso de fabricación de una bombarda mediante hierro forjado. Así se podrá comparar este sistema con el explicado hoy.

Fotograma de la película "El oficio de las armas", dirigida en 2001 por Ermanno Olmi. En la imagen podemos ver como
unos fundidores acaban de extraer del molde un falconete. En esa época aún se fundían con el ánima ya perforada



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