viernes, 14 de octubre de 2016

Cohetes de guerra 1ª parte



Cualquier cuñado ahíto de documentales sabe que los cohetes llevan inventados más años que el hilo negro. Pero, dejando de un lado los malditos cohetes verbeneros con los que en la heroica España aún nos despiertan algún que otro festivo a horas inadecuadas, por lo general la mayoría de la gente asimila estos artefactos a las siniestras baterías de cohetes empleadas por los rusos durante la Segunda Guerra Mundial o cuando aparecen en las pelis de Vietnam (¿quién no se ha entrado en pleno éxtasis místico contemplando la carga de helicópteros de "Apocalypse Now"? Sin embargo, estas armas suelen ser grandes desconocidas a pesar de que su empleo como complemento o sustituto de la artillería convencional es de hace ya más de doscientos años, habiendo participado en todos los conflictos habidos y por haber desde inicios del siglo XIX hasta nuestros días.

Batería de hwach'a en acción. No solo eran espectaculares,
sino también increíblemente efectivas
No vamos a dar cuenta de la historia de los cohetes de guerra desde sus ignotos comienzos ya que eso requeriría una entrada XXXL, así que mejor empezaremos en la época en que su empleo táctico fue más allá de lo meramente anecdótico para acojonar a los enemigos a base de artefactos infernales cuyos efectos eran más de tipo psicológico que real. Con todo, conviene hacer un par de apreciaciones para no confundirnos ya que alguno que otro podrá afirmar que los primeros cohetes surgieron de las lanzas de fuego o los dragones voladores usados por los chinos, o que su origen tal como los conocemos está en las baterías de hwach’a creadas por los coreanos en hacia 1450. Si bien el concepto del cohete moderno está basado en esos chismes, no olvidemos que, en estos casos, la carga de pólvora tenía como misión que una flecha llegara mucho más lejos que lanzada con un arco. Así, una hwach’a con capacidad para un centenar de cohetes no solo lograba una saturación de proyectiles en un espacio muy pequeño, sino que sus espectaculares colas de fuego surcando el cielo dejarían a los enemigos más acoquinados que un cuñado obligado a pagar una mariscada de fuste. En todo caso, de estos artefactos orientales ya hablaremos detenidamente en mejor ocasión.

Andanada de cohetes sembrando el caos a base de bien
En lo referente a la Europa, se tiene noticia del uso de artefactos de este tipo a partir del último cuarto del siglo XIV, concretamente en manos de venecianos y paduanos como arma incendiaria.  Las primeras referencias escritas sobre el uso de cohetes nos las legó Luis de Collado, un sesudo ingeniero militar natural de Lebrija al servicio del emperador Carlos I que, en su obra escrita en italiano "Prattica manuale dell'Artigleria" (Venecia, 1586), da cuenta del empleo de cohetes como eficaz arma ideal para incendiar poblaciones y para emplearla contra las cargas de caballería, ya que los estampidos y los chorros de fuego que producían estos chismes espantaban a los timoratos pencos hasta hacerlos totalmente ingobernables. 

Asalto final a Seringapatam. A pesar del masivo ataque con
cohetes, los defensores no lograron rechazar a los british
En todo caso, donde al parecer surgió el uso de los cohetes tal y como los conocemos surgió en la India allá por el siglo XVIII, de lo que fueron testigos y sufridores los british (Dios maldiga a Nelson), que en su empeño por colonizar a aquellos ciudadanos se las tuvieron que ver con ejércitos armados con cohetes que no se clavaban como flechas o hacían solo ruido, sino que explotaban con inusitada potencia y hasta causaban bajas entre las hordas del Gracioso de Su Majestad. Concretamente fue en el asedio a Seringapatam, en donde las tropas del sultán Fateh Ali Tipu dejaron caer sobre las testas de los british (Dios maldiga una vez más a Nelson) al mando de general Harris nada menos que cinco mil cohetes durante el cerco que mantuvo contra la ciudad entre el 5 de abril y el 4 de mayo de 1799. Y es aquí, en este lugar tan lejano, donde podríamos decir que comienza la andadura de los cohetes de guerra en Europa ya que alguien, no sabemos quien, hizo llegar a la siniestra Albión algunos ejemplares de los cohetes usados en Seringapatam junto con el relato de sus devastadores efectos, llegando todo ello a oídos de un ingenioso y polifacético  inglés que, con la típica habilidad británica para hacer creer al resto del mundo lo que no es, ha pasado a la historia como el inventor de estos chismes.

Sir William Congreve
Hablamos de sir William Congreve, barón de Walton, el cual tuvo noticia de como los cohetes usados contra sus compatriotas eran verdaderamente eficaces. De hecho, supo que les causaron muchas más bajas que la artillería convencional, lo que causó gran impacto en su mente calculadora e inquieta. Y, aunque no fue el inventor, al menos se pudo arrogar el mérito de perfeccionarlos y darles un uso táctico más eficiente, hasta el extremo de poder sustituir los caros, pesados y engorrosos cañones. Está de más decir que, como suele ocurrir cada vez que alguien intenta innovar, los elementos más conservadores del estamento militar se mostraron muy reacios a esta nueva arma, afirmando que los cohetes eran una gilipollez que jamás podrían igualar el poder destructor de los cañones. Con todo, no fue hasta 1804 cuando nuestro hombre pudo ofrecer un concepto claro y conciso de la nueva arma, afirmando con bastante sentido común que "...estando la fuerza de proyección de los cohetes en ellos mismos, y actuando sin reacción sobre el punto de partida (o sea, que no tenían retroceso), podrían usarse con éxito como arma de guerra tanto en mar como en tierra, y en mar sobre todo, puesto que en él se limita considerablemente el uso de la artillería, si no se hace imposible, por el violento retroceso que produce la explosión de la pólvora". 

Un bote británico empleado como plataforma de tiro
durante el asedio a Fort Henry en 1812
Es de todos sabido la multitud de problemas que creaban las piezas embarcadas, así como las ingentes cantidades de pólvora que se estibaba en las santabárbaras de los navíos que, si eran alcanzadas por el fuego enemigo, explotaban bonitamente y no dejaban del barco ni las astillas. Por otro lado, un cañón mal trincado que se soltaba con la mar picada era como una apisonadora dando bandazos de un lado a otro de la cubierta produciendo estragos de todo tipo, siendo casi imposible detenerlo mientras que la mar no se calmase. Y, finalmente, tal como decía Congreve, el brutal retroceso de las bocas de fuego impedía su uso en embarcaciones de pequeño tamaño mientras que los cohetes de mayor calibre podían usarse en una simple chalupa y mandar a hacer puñetas un navío de tres puentes en plan David Vs. Goliat. Así pues, nuestro hombre se puso en acción para lograr mejorar de forma notable las prestaciones de los cohetes indios que, según él mismo reconocía, tenían un alcance de alrededor de 1.000 yardas (914 metros). Así pues, pagando de su propio peculio y contando además con el mecenazgo de lord Chatham, obtuvo licencia para iniciar las pruebas pertinentes en Laboratorio Real en Woolwich, logrando aquel mismo año de 1804 llevar a cabo una demostración satisfactoria ante el Director de la Artillería y el Lord del Almirantazgo y, con ello, el encargo de llevar a cabo la fabricación de cohetes con fines militares. Debió ponerse más contentito el hombre...

Lanchones británicos armados con cohetes. El manejo de estos era
confiado al personal de la Royal Marine Artillery
El bautismo de fuego de los cohetes del sagaz Congreve no tardó en llegar. El 21 de noviembre de 1805 se preparó un ataque contra la flota gabacha anclada en el puerto de Boulogne, para lo que se dispusieron diez lanchones. Sin embargo, cinco de ellos quedaron inutilizados por lo que hubo que aplazar el ataque, el cual no pudo retomarse hasta octubre del año siguiente debido a los intentos de llegar a un acuerdo de paz. Al ver que no se alcanzaba ningún tipo de armisticio o tratado, el comodoro Owen, que estaba al mando de la flota, decidió llevar el ataque el día 18 de ese mismo mes, lanzándose 200 cohetes en menos de media hora. Según su inventor, los resultados fueron fastuosos ya que se lograron incendiar tanto la ciudad como varios buques. Los gabachos replicaron que aquello era una chorrada cuasi inofensiva, pero intuyo que optaron por quitarle importancia a la cosa por razones obvias ya que, cuatro años más tarde, el enano corso (Dios lo maldiga por siempre) ordenó la formación de una comisión presidida por el general Lariboissière para, partiendo de ejemplares que cayeron en manos de los gabachos, organizar el desarrollo de cohetes de producción propia. Así pues, queda claro que lo de Boulogne no debió ser tan chorra como lo pintaron ya que, de lo contrario, el enano no se habría tomado la molestia de organizar toda una rama artillera dedicada a estos artefactos que, dicho sea de paso, supieron aprovechar de forma muy satisfactoria en todos sus conflictos europeos.


Maqueta que muestra la formidables defensas de Cádiz a
principios del siglo XIX. Durante el asedio sufrido a manos
de los gabachos entre 1810 y 1812 se emplearon cohetes
por ambas partes
Bueno, esta es grosso modo la historia de los comienzos de los cohetes como arma de guerra. Solo añadir que el éxito de estas armas fue rotundo, y durante todo el siglo XIX fueron logrando una gran difusión en todos los ejércitos modernos de la época. En España fueron empleados por los dos bandos en liza durante la Guerra de la Independencia para echar a patadas a las hordas del enano corso (Dios lo maldiga por siempre), y como dato curioso podemos decir que los primeros cohetes fabricados en suelo patrio se manufacturaron en la Fábrica de Artillería de Sevilla cuando esta ciudad estaba ocupada por los gabachos. O sea, que fueron fabricados bajo las órdenes de un capitán francés enviado para proveer de forma directa y cercana a las catervas invasoras y usarlos contra las tropas hispano-luso-británicas. Dichos cohetes fueron probados de forma satisfactoria en el llano de Tablada en 1810, obteniéndose un alcance de casi dos kilómetros si bien sus efectos letales no fueron ninguna maravilla. En fin, ya hablaremos detenidamente de la evolución del cohete de guerra en España, que no se puede estar en misa y repicando. Ahora vamos a centrarnos en como eran y como se elaboraban estos chismes.


Los cohetes, como ya podemos suponer, se fabricaban de varias medidas. Según el sistema ideado por Congreve, había cohetes desde las 300 libras, un mamotreto de 203 mm. de diámetro y 192 cm. de largo, hasta los más pequeños de 3 libras, que tenían un diámetro de 36 mm. y una longitud de 30,5 cm. Entre ambas medidas había cohetes de 200, 100, 42 y 32 libras, siendo los más habituales los de 32 y 12 libras para su uso como armas incendiarias y para bombardear plazas. Para alojar cabezas explosivas se fabricaban de 24, 18, 12, 9, 6 y 3 libras, siendo en este caso los de uso más corriente los de 12 y 6. En primer lugar, como es lógico, había que fabricar el cuerpo del cohete. Aunque las primeras pruebas efectuadas por Congreve se usó cartón para tal finalidad, este material no era el adecuado para soportar el ajetreo propio de la milicia así que se optó por fabricarlos con una fina chapa de hierro. Inicialmente, el sistema de montaje consistía en formar un cilindro partiendo de un rectángulo enrollado sobre un mandril, tras lo cual se solapaban los extremos y se unían mediante remachado. Para ello se practicaba un hilera de orificios a una distancia de 35 mm. uno del otro. Este acabado no era precisamente fino, así que se cambió por otro más moderno a base de encastrar los dos extremos de la chapa previamente cortados en cola de milano, tras lo cual eran soldados. Sin embargo, parece ser que este método, al ser demasiado costoso y lento, no desbancó por completo al anterior. En el gráfico superior podemos ver ambos métodos, siendo especialmente reseñable el del encastre en cola de milano soldado, para lo cual habría que troquelar la chapa de forma muy precisa. Esto nos da una idea del nivel tecnológico alcanzado a principios del siglo XIX.


Martinete de finales del
siglo XIX
Bien, una vez fabricado el cilindro había que colocarle las abrazaderas en donde sería fijada la varilla que actuaría como estabilizador y de las que hablaremos más adelante. En todo caso, comentar que dependiendo del tamaño del cohete se colocaban dos- hasta los de 12 libras- o tres- a partir de 18 en adelante. A continuación había que llenarlo con la carga propelente, para lo cual se forraba el interior del cilindro con papel o tela de algodón encolados al mismo. Para ello se recurría a un mandril previamente enjabonado para que el papel o la tela no se adhiriesen. Luego se metía en el cilindro tras calentar este para que, una vez frío, el pegamento se hubiese solidificado adecuadamente. A partir de ahí comenzaba el proceso de llenado con un compuesto que variaba en función del tamaño del cohete ya que, según su peso, el propelente debía arder más o menos rápido. No obstante, como mezcla básica podemos hablar de un 53,7% de salitre, un 20,93 de carbón y un 11,37 de azufre, más un 2% de otros componentes para permitir compactar bien la mixtura. Ojo, esta mezcla no tenía nada que ver con las usadas para obtener pólvora destinada a cargar bombas, en cuyo caso había que elaborar una mezcla que ardiese muchísimo más rápidamente para generar una elevada presión capaz de hacer estallar el envase.



Para entender mejor el proceso de llenado echemos un vistazo al gráfico de la derecha. Según vemos en la figura A, en un extremo del cilindro se ha colocado una gruesa anilla de metal sobre la que hay un cono de bronce que tenía una longitud de alrededor de un tercio del largo de dicho cilindro. Este cono servía para crear un espacio hueco en el interior del cohete para que, una vez iniciada la carga, se creara el chorro de gas que lo impulsara. El propelente era compactado de forma que al retirar el cono, que actuaba como un molde en negativo, permaneciese con la misma forma. Para ello se colocaba el cilindro en un martinete de alrededor de 1,80 metros de alto y se introducía una primera dosis de mixtura, la cual era compactada gracias al disco C, que para evitar riesgos de chispas peligrosas se fabricaban con madera de fresno. Cada calibre disponía de un juego de entre ocho y diez discos en los que el orificio central se iba reduciendo para colocarlos a medida que, según vemos en la figura B, la mixtura iba llenando el cilindro y, por ende, el diámetro del cono disminuía. El último disco crecía de orificio para compactar la mixtura a partir del instante en que el cono quedaba cubierto. Para llevar a cabo la citada compactación eran precisos unos 60 martillazos y, aunque pueda parecer lo contrario, esta operación era mucho más delicada de lo que pueda parecer ya que, para obtener una combustión adecuada y una trayectoria correcta, era necesario que la mixtura estuviera distribuida de forma uniforme dentro del cilindro. Una vez lleno se sellaba la parte superior con un disco de arcilla que, a continuación, era pegado con alquitrán y perforado por el centro para permitir el paso de la mecha que iniciaría la cabeza de guerra. En cuanto a la cantidad de propelente necesario, como es evidente variaba según el calibre, así que a título orientativo diremos que para un cohete de 32 libras eran precisos 3,6 kilos.


La ilustración superior es un claro ejemplo de como unos
pocos lanchones que, en circunstancias normales no serían
enemigo para un navío de tres puentes, podían acabar con
el mismo a base de cohetazos
Una vez concluidas toda esa serie de operaciones se extraía la pieza del martinete y se cubría con una envuelta de pergamino pegado a la misma, tras lo cual se barnizaba para preservarlo de la humedad. El siguiente paso consistía en fijar la cabeza de guerra, que podía ser de tres tipos: incendiaria, explosiva o de metralla. Los cohetes mayores de 32 libras eran destinados a cargar cabezas incendiarias ya que, de ese modo, su capacidad destructiva a la hora de bombardear plazas fuertes o poblaciones era mucho mayor. Las de menos de 32 libras se destinaban a las explosivas o las de metralla.

Pero de todo ello ya hablaremos mañana, que por hoy ya vale. 

Hale, he dicho

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