jueves, 26 de octubre de 2017

La masacre de Avignonet


"La masacre de los legados en Avignonet" (1960), obra de Jacques Fauché. A pesar de su estilo modernista, el
autor supo captar y transmitir la brutal escena

Es más que probable que los que nos leen no hayan oído hablar en sus vidas de Avignonet, una pequeña población occitana de apenas 1.500 habitantes situada en lo que antaño era la vasta comarca del Aude, que formaba parte de los dominios del poderoso condado de Tolosa. Sin embargo, en esa apacible ciudad tuvo lugar a mediados del siglo XIII un luctuoso hecho que modificó la historia en muchos aspectos. Sí, no es una exageración, como veremos en esta entrada. De hecho, ya sabemos que muchos sucesos en apariencia irrelevantes han dado lugar a acontecimientos que desviaron el curso de la historia, y este fue uno de ellos.

Vista panorámica de Avignonet. Sobre el conjunto de la población destaca
la torre de la iglesia de Ntra. Sra. de los Milagros, que se comenzó a
construir en 1385
En entradas anteriores ya hemos hablado acerca de la terrible vorágine que sumió a la Occitania por la proliferación del catarismo entre gran parte de sus habitantes, así como de algunos de sus más renombrados protagonistas en la represión que se llevó a cabo para erradicar la herejía, como el cruel abad de Cîteaux o el desmedido Simón de Montfort, el León de la Cruzada. En dichos relatos se dio cuenta de la extrema fiereza que mostraron los cruzados para exterminar esta secta herética, para lo que tuvieron carta blanca tanto del pontificado como de los monarcas más afectados por la misma, los reyes de Francia y Aragón. 


Sello de Raymond VII de Saint-Gilles
(1197-1249)
Sin embargo, cometeríamos una injusticia si omitiéramos determinados actos de venganza llevados a cabo por algunos buenos hombres, como se denominaban a sí mismos los cátaros, y sobre todo por creyentes que eran miembros de la más linajuda aristocracia occitana y que, precisamente por su condición de nobles, tenían muy difícil eso de someterse a los dictados de Roma y de la inquisición de Tolosa, y mucho más el dejarse conducir como borregos a las piras que con que los inquisidores pretendían limpiar de infectados los otrora extensos dominios de los condes de Tolosa, la poderosa familia de los Saint-Gilles que pasaron de ser miembros destacados de la I Cruzada predicada por el papa Urbano para liberar Tierra Santa de los agarenos a poco menos que unos proscritos en sus propias tierras, muy menguadas por cierto debido a los constantes conflictos con el papado y la corona de Francia. En la época que nos ocupa, el conde Raymond VII de Saint-Gilles estaba pagando muy caro su empeño en querer estar a buenas tanto con los faidits, los nobles despojados de sus bienes por su pertenencia a la secta, como con el papa Gregorio IX y la implacable Blanca de Castilla, madre del futuro rey San Luis y a la sazón regente de Francia durante la minoría de edad del príncipe.

Lucio III
Para ponernos en antecedentes deberemos remontarnos a 1231, cuando el papa Gregorio decide abolir la inquisición episcopal creada en 1184 por Lucio III mediante la publicación de la bula AD ABOLENDAM para combatir el pujante catarismo, así como otras sectas heréticas cuya proliferación empezaba a resultar preocupante. En dicha bula señalaba claramente quiénes eran los enemigos a batir, que no eran pocos, condenando "...con anatema perpetuo a los cátaros y patarinos, y a aquellos se se llaman a sí mismos con el falso nombre de Humillados o Pobres de Lyon, a los Pasaginos, Josefinos y Arnaldistas". Con todo, los verdaderamente peligrosos para el pontífice eran los cátaros por ser los que empezaron a destacarse de las demás sectas, llegando al punto de que poblaciones enteras se habían convertido a la herejía. Pero ante los escasos, por no decir nulos, resultados, Gregorio, un hombre de naturaleza enérgica, decidió atacar por derecho la infección, como denominaban a la herejía cátara, publicando la bula EXCOMMVNICAMVS, por la que la inquisición, nutrida por la Orden de Predicadores (luego dominicos en honor a su fundador Domingo de Guzmán), pasaba de estar a las órdenes de obispos timoratos, volubles e incluso simpatizantes de los herejes, a estar bajo el control directo de Roma.


Gregorio IX departiendo con un
franciscano, orden de la que fue
protector por la gran amistad que
le unió con su fundador, Francisco
de Asís, al que él mismo canonizó
el 16 de julio de 1228
Esto supuso la llegada de una nueva hornada de inquisidores que ya no estaban por la labor de convencer, como pretendía Domingo de Guzmán, sino de erradicar como fuera la herejía. De hecho, el mismo Domingo acabó tan harto de los interminables e infructuosos debates que mantenía con los heresiarcas cátaros que acabó soltando una rotunda sentencia antes de mandarlos a hacer puñetas: "Allí donde no prevalece la convicción prevalecerá el bastón", lo que ya dice mucho del santo castellano tanto en cuanto puso todo su empeño en convencer a los buenos hombres de que su fe era una herejía de tomo y lomo, y que eso de afirmar que Satanás era el verdadero hijo de Dios y que Jesucristo no era un hombre de carne y hueso, sino una especie de figuración, un espejismo que vino a soltar cuatro palabras bonitas, estaba muy feo. Pero su empeño fue inútil, lo que obligó a Roma a adoptar medidas más expeditivas.

Honorio III aprobando la regla de la Orden de los Predicadores.
Postrado ante el pontífice aparece Domingo de Guzmán
Así pues, fueron enviados a la Occitania varios predicadores para restablecer el orden en el Santo Oficio con instrucciones muy concretas del papa Gregorio, entre las que destacaban apretarle las tuercas al voluble conde Raymond y, ante todo, erradicar como fuera a los cátaros, bien enviándolos a la puñetera hoguera o al Muro, la siniestra prisión de la Inquisición de Tolosa. Los elegidos para esta tarea fueron Peire Seila, Arnaud Cathala, Guillaume Pelhison, Pierre d'Ales y Guillaume Arnaud, a los que luego se sumó un franciscano llamado Etienne de Saint-Thibery, cuya misión fue inicialmente la de sujetar un poco el excesivo celo mostrado por sus colegas y, por otro lado, aprovechar la fama de hombres dialogantes y afables que tenían los miembros de su orden, mucho menos severa que los predicadores, para intentar meter por vereda a los irreductibles herejes. Ciertamente, la actuación de los inquisidores levantó ampollas desde el primer momento porque arramblaron con todo y con todos, estableciendo una eficaz red de EXPLORATORIS, o sea, chivatos, que cobraban una prima de dos marcos de plata por cada denuncia que llegase a buen fin, bien con el denunciado convertido en torrezno o emparedado en el Muro. Pero lo que cabreó de verdad al personal fue que retomaron procesos inconclusos que, debido a la permisividad y/o la pasividad de la antigua inquisición episcopal, habían sido archivados sin concluir. Y como tras tantos años muchos de los imputados ya habían palmado y estaban criando malvas, pues no dudaron en desenterrar sus osamentas y quemarlas en plaza pública si el difunto era encontrado culpable de herejía, lo que solía ocurrir casi siempre ya que los cráneos descarnados tenían bastante complicado el poder desarrollar una defensa eficiente o proclamar alegatos en pro de su inocencia. Para llevar a cabo tan absurda y aberrante práctica, los inquisidores se valieron del canon nº 11 del Sínodo de Arlés, en el que se decía de forma clara y concisa que "los cuerpos de los herejes y de sus creyentes serán exhumados y entregados al juez secular", por lo que mientras estuviera vigente dicho canon tenían toda la potestad para actuar de semejante forma. La gente se cabreó de tal modo que empezaron a ir de noche a los cementerios a desenterrar hasta a sus cuñados para volver a darles tierra en lugares secretos, lejos de las garras de los predicadores.

Catedral de Saint-Etienne, en Tolosa
En fin, por no alargar más este preámbulo, que es una historia larga y sangrienta, diremos que la inquisición logró establecer un régimen de terror de tal envergadura que nadie se sentía a salvo de ser denunciado, y no ya por los EXPLORATORIS que se movían como hurones por todas partes, sino incluso por familiares que, de ese modo, veían la forma de despejar sospechas sobre ellos mismos. En fin, una situación bastante irritante a la que ni el conde de Tolosa ni los obispos de Carcassonne o Albi podían poner freno porque los predicadores solo debían dar cuenta de sus actos a Roma, y Roma solo quería acabar de una vez por todas con la infección. Y así llegamos a la primavera de 1242, cuando se empieza a gestar esta tragedia de funestas consecuencias.

Entre los cientos de legajos depositados en la catedral de Saint-Etienne de Tolosa, cuartel general del Santo Oficio, había varios de ellos que procedían de antiguos procesos inconclusos de la región de Lauragais que el antiguo obispo de la diócesis tolosana había enterrado en los archivos a pesar de que el párroco de Avignonet le advertía de que aquello era un verdadero nido de infectados, y que no solo no eran perseguidos, sino aceptados de buen grado por el resto de la población y por los prebostes del conde Raymond. En fin, un cachondeo. Así pues, era evidente que había que retomar aquellos procesos y juzgar a todos los que figuraban en los expedientes, ya estuviesen vivitos y coleando o más muertos que Carracuca. 

Murallas de Avignonet. Es de lo poco que subsiste de
la época que nos ocupa
Para llevar a cabo la tarea fueron designados Guillaume Arnaud y Etienne de Saint-Thibery, que además de pasar por Avignonet debían acudir a Saissac, Sorese, Laurac y algunas poblaciones más para dejar aquel tema zanjado. Junto a los inquisidores irían, como era habitual, una serie de acompañantes, funcionarios y criados que formaban una pequeña comitiva de once personas en total. Los componentes de la misma eran fray Bernard de Roquefort y fray Gaesias d'Aure, ambos predicadores, fray Raymond Carbonnier, franciscano, Raymond Escribe, archidiácono de Lezat acompañado de un clérigo de su congregación llamado Bernard, el prior de Avignonet y, por último, Pierre Arnaud, notario y funcionario de vital importancia para dar fe y actuar como secretario durante los procesos más dos bedeles llamados Fourtaine y Azema. La idea era llegar a Avignonet la víspera del día de la Ascensión, o sea, el 28 de mayo.

Probo ciudadano recreacionista interpretando a
Péire Roger de Mirapeis. En su escudo luce
el blasón familiar
El día 20, un correo del obispado de Tolosa llegó a Avignonet (ambas poblaciones están a unos 40 km. de distancia) para informar al preboste de la próxima llegada de los inquisidores y su séquito a fin de que dispusiera todo lo necesario tanto para alojarlos como para llevar a cabo los procesos. El preboste era Raimon d'Alfaro, casado con una hermana bastarda del conde de Tolosa y hereje contumaz que vio en aquel aviso una señal del Dios, o Satanás, o del que fuera, para tomarse cumplida venganza, especialmente en la persona de Guillaume Arnaud por haber sido uno de los principales instigadores de los procesos a los muertos. D'Alfaro era además un fanático de tomo y lomo que, a pesar de haber abrazado el catarismo, eso de ir por la vida de bondadoso no le apetecía nada de nada. En cuanto se largó el correo hizo llamar a Jordan du Mas, su sargento de armas, para que saliese a toda leche al castillo de Bram en busca de Guilhem de Planha, uno de los hombres de confianza de Péire Roger de Mirapeis (Pierre-Roger de Mirepoix en francés), co-señor de Montségur junto a su suegro Raimon de Perelha, creyente acérrimo, faidit despojado de prácticamente todos sus dominios y enemigo desaforado de Roma, del rey de Francia y, naturalmente, del Santo Oficio. Le encargó que citase a Planha en el bosque de Antioquía, un paraje situado a poca distancia al SE de Payra sur l'Hers, una aldea que estaba prácticamente a la misma distancia de ambas poblaciones, unos 30 km. aproximadamente.

Blanca de Castilla. Hija de Alfonso VIII y de Leonor
de Plantagenet ejerció la regencia con mano de hierro
 a raíz de la temprana muerte de su marido, Luis VIII 
Hay cierta controversia acerca de si el conde de Tolosa estuvo en el ajo, y algunos historiadores afirman que la orden de acabar con los inquisidores partió de él pero, la verdad, yo me sumo a los que opinan que no participó en nada o, a lo sumo, que si sabía algo no se dio por enterado, y que d'Alfaro actuó por su cuenta dando por hecho que el crimen quedaría impune. Saint-Gilles estaba en aquella época tan presionado por todas partes que verse metido en semejante complot contra el Santo Oficio era la escusa perfecta para que sus enemigos, la corona francesa y el papa, se abalanzasen como lobos para acabar definitivamente con él. Así pues, la entrevista que mantuvo d'Alfaro con Guilhem de Planha debió ser bajo su responsabilidad, y en ella se limitó a pedirle que informara de todo al señor de Mirapeis para que acudiera a Avignonet a darse el gustazo de apiolar a aquella tropa de inquisidores.

Vista aérea del castillo de Montségur. Los restos que se
conservan actualmente son producto de ampliaciones
posteriores a la época que nos ocupa. En aquel momento,
el castillo consistía en la torre y un pequeño patio de armas
Mirapeis estaba recluido en el castillo de Montségur junto a una pequeña guarnición y una población de herejes que habían convertido aquel nido de águilas en una especie de Jerusalén cátara a base de construir cabañas en la parte norte del cerro, el único sitio donde había espacio disponible para establecer un mínimo poblado. De hecho, un grupo de damas nobles convertidas al catarismo tenían allí montado su chiringuito espiritual incluyendo a su propia mujer, Filipa, y a su hermana Azalaïs. Además estaban su suegra, Corba Hunaud de Lanta, y Esclermonda, hermana de Filipa e hija también de Raimon de Perelha. Montségur era también la residencia permanente del heresiarca de Tolosa, Bertrand Marty, que solo salía de allí cuando iba a predicar a otras poblaciones de la zona y siempre escoltado por mercenarios profesionales porque los inquisidores tenían sueños húmedos con solo imaginarlo aullando en una pira. El día 26 de mayo, Planha llegó a Montségur a dar cuenta de todo, y está de más decir que cuando informó a su señor de la visita que esperaban en Avignonet casi le da un síncope de alegría al fiero Mirapeis.

Montségur en una postal antigua. Cansa solo imaginar como sería la subida
para llegar a la cima
Cuando este comunicó la noticia a su gente pidiendo voluntarios para tomar parte en la fiesta hubo bofetadas para apuntarse. Al final tuvo que elegirlos él mismo porque, de no ser así, el castillo se quedaba sin defensa. Por cierto que el heresiarca no se molestó siquiera en intentar persuadir a Mirapeis de que eso de asesinar probos inquisidores, por muy malvados que fueran, estaba mal, y contravenía los más sagrados dogmas de su fe. Sin embargo, Marty optó por ponerse a mirar al infinito y pasar del tema, quizás porque sabía que Mirapeis no le haría puñetero caso. No obstante, sea como fuere, la cosa es que no intervino ni para bien ni para mal. Por lo demás, tras la selección de personal para el atentado se formó una pequeña hueste de 15 caballeros entre los que se incluían sus sobrinos Oth y Alzieu de Massabrac, apenas unos adolescentes, y 40 hombres de armas. La verdad es que 55 guerreros para apiolar a menos de una decena de curas y tres funcionarios era un poco exagerado, pero tal vez pensó en que podría darse de narices con la gente del senescal del conde de Tolosa o el de Carcassonne, que en aquellos tiempos estaba ya en manos de la corona francesa. En todo caso, el día 27 los 55 miembros del contingente se dispusieron para partir hacia Avignonet, que estaba a un buen paseo. Unos 65 o 70 km. si nos basamos en las carreteras modernas, pero valgan como referencia porque en aquella zona no creo que los trazados hayan variado mucho a lo largo de los siglos debido a lo abrupto del terreno.

Restos de la casa solariega donde pernoctaron los
inquisidores a su llegada a Avignonet
El día 28 por la tarde, víspera del día de la Ascensión, la comitiva de inquisidores llegaba puntualmente a Avignonet, donde fueron recibidos por el preboste y conducidos a una amplia estancia situada en un extremo de la casona que servía tanto de vivienda a d'Alfaro como de cuartel y de sede de la magistratura local. Una vez aposentados les sirvieron una buena cena para alegrarles la jornada, momento que aprovechó el preboste para sacarles información sobre sus movimientos. Ni Arnaud ni Saint-Thibery sospecharon lo más mínimo, así que le contaron que tras Avignonet tenían previsto dirigirse a Les Casses y Saint-Felix para proseguir la ronda de procesos pendientes. Tras la cena volvieron al aposento a descansar, que al día siguiente tenían mucha faena por delante. Pero lo que no sabían es que sus carreras religiosas estaban a punto de concluir de forma un tanto repentina y, sobre todo, desagradable.


Gaja la Selve
Mirapeis y su gente esperaban en el bosque de Antioquía el aviso de la llegada de la comitiva a Avignonet, y mientras duraba la espera se les sumaron otros 25 hombres de armas procedentes de la cercana Gaja la Selve por si algún fraile sacaba una pistola desintegradora y se ponía chulo con ellos. Manda cojones más de 75 hombres armados de punta en blanco para acabar con unos cuantos frailes, lo que por otro lado quizás sea una muestra del miedo que en el fondo inspiraban a todo el mundo. En fin, la cosa es que cuando d'Alfaro fue informado por un criado que el personal roncaba a pierna suelta, mandó a Guillaume-Arnaud de Golairan, uno de sus hombres de confianza, a que fuera a dar aviso a Mirapeis. La distancia entre Avignonet y el bosque de Antioquía era de unos 1o o 15 km. más o menos, por lo que tenían tiempo de sobra para llegar en plena noche y no dejar títere con cabeza. Recordemos que en aquella época la gente se acostaba con las gallinas y no como ahora, que con la caja tonta nadie se va a la piltra antes de las 11 o las 12 de la noche. Mirapeis dividió su mesnada en dos grupos: uno de 30 hombres al mando de tres faidits llamados Balaguier, Bernard de Saint-Martin y Guillaume Lahille, que serían los que perpetrarían el atentado, mientras que él se quedaría con el resto a esperarlos y, llegado el caso, cubrirles la retirada por si alguien se había ido de la lengua y había informado a los senescales de Tolosa o Carcassonne del complot y se presentaban allí con sus hombres de armas. Antes de que partieran le hizo un encargo muy especial a Jean de Acermat, un criado de su total confianza:

-Recuerda lo que te he dicho: debes traerme la cabeza de Arnaud. No dejes de traérmela porque será el trofeo de esta jornada, mi copa triunfal.

Grabado que muestra la masacre a manos de la
gente de Mirapeis. En la parte superior, los frailes
asesinados se presentan ante la Virgen con la
palma del martirio en la mano.
No se andaba con tonterías Mirapeis por muy cátaro que fuese, ¿verdad? Cuando llegaron a Avignonet entraron en la ciudad por un postigo que les habían abierto para que pudieran entrar sin levantar sospechas. Golairan indicó a los conjurados que dentro les esperaba d'Alfaro, al que podrían identificar por vestir un perpunte blanco, junto a una veintena de vecinos que se habían sumado a la fiesta. Desde luego, los inquisidores levantaban pasiones entre el personal. Seguro que para ir a la guerra contra el inglés no se apuntaban tantos, los muy hideputas. 

El preboste condujo a aquel pequeño ejército por las calles oscuras y vacías de la ciudad hasta la casona donde se alojaban los inquisidores. Provistos de antorchas les señaló la puerta de la estancia que, como era costumbre en la época, estaba cerrada por dentro con su alamud. Tres hombres provistos de hachas se plantaron ante ella y la emprendieron a golpes para echarla abajo. Naturalmente, el estruendo hizo saltar a los durmientes de sus piltras sin saber a qué venía aquello. Por supuesto, en cuando la puerta cayó hecha pedazos se dieron cuenta de la que se les venía encima. Una tromba de desaforados herejes entró en la estancia y se abalanzaron contra los indefensos frailes, que imagino que no esperaban alcanzar la palma del martirio de aquella forma tan inopinada. Ni la mitad de los asesinos pudieron llegar a actuar porque no cabían en la estancia, pero los que entraron se sobraban y se bastaban para machacar a los inquisidores, cebándose con ellos a golpes de maza y de hacha aunque tampoco pudieron ofrecer la más mínima resistencia. Cuando todo se hubo consumado aquello parecía el patio de una carnicería, todo inundado de sangre y de cuerpos destrozados.

Vista de Payra sur l'Hers. En sus cercanía estaba el lugar conocido como
bosque de Antiquía, llamado así al parecer por la existencia de una torre o
un viejo castro que dieron por asimilar a la Antioquía de Tierra Santa
A continuación, los asesinos registraron las dos arcas que llevaban consigo los difuntos inquisidores para llevarse algún recuerdo de tan gloriosa jornada. El botín fue bastante magro ya que, aparte de los legajos con los expedientes de los procesos, que fueron destruidos allí mismo, solo pudieron aprovechar alguna ropa de cama, un candelabro y un par de libros de horas. Tras el vil expolio salieron todos muy contentitos por la hazaña. D'Alfaro acompañó a la gente de Mirapeis al postigo por donde habían entrado y allí terminó la fiesta. Al amanecer del día 29, el grupo estaba de vuelta en el bosque de Antioquía, donde Mirapeis esperaba ansioso el resultado del crimen. En cuanto vio aparecer a su gente saltó en busca de Jean de Acermat a reclamarle la cabeza de Arnaud, pero este le respondió que no había podido traerla porque había quedado destrozada a mazazos, lo que enojó enormemente a su señor.

-¡Necio!- bramó Mirapeis furioso-. ¡Habría mandado engarzar con oro los trozos y podría haberla usado como copa durante el resto de mi vida!

Además, de hereje, fetichista y un sádico de tomo y lomo, ¿no? En todo caso, se quedó sin su anhelado trofeo.

Mapa donde podemos seguir el itinerario seguido por Mirapeis y demás
herejes para darle matarile a los probos inquisidores
La noticia del crimen fue, como dirían hoy día, un trending topic de esos, pero bastante dispar. Mientras que los cadáveres eran llevados a Tolosa para ser enterrados y tratados como mártires, el rey de Francia y el papa lo tomaron como una declaración de guerra total. Por otro lado los seguidores de los herejes vieron la oportunidad para librarse de una vez de las presiones del francés. Hasta el mismo Saint-Guilles se apuntó a la revuelta esperando así sacudirse de encima a sus enconados enemigos con la ayuda del rey Enrique III de Inglaterra, que aprovechaba para hacerle la pascua al francés cada vez que tenía ocasión. Pero las cosas no salieron como esperaban. Saint-Gilles fue excomulgado por fray Ferrier, inquisidor de Carcassonne, que además lo puso en entredicho como perjuro y salteador de caminos. Y de paso, tanto al conde como al vizconde de Bèziers, a Olivier de Termes y, en definitiva, a todos los más allegados al conde y que, por ello, pensaba que estarían en el ajo. Y, para colmo, el rey inglés fue derrotado en Taillebourg cuando acudía en ayuda de Saint-Guilles, que tuvo finalmente que doblegarse al rey Luis y aceptar lo que llevaba años intentando evitar, que no era otra cosa que el cumplimiento del Tratado de Meaux (1229) mediante el cual se estipulaban, entre otras cosas, que al carecer de hijos varones sus dominios irían a parar a su hija Juana que, casada con Alfonso, hermano del rey Luis, se convertiría en conde de Tolosa a su muerte, por lo que los ancestrales dominios de la familia Saint-Gilles serían finalmente fagocitados por la corona francesa.

Ilustración de la Canción de la Cruzada Albigense en la que se refleja
la masacre de Avignonet
Y en cuando a las consecuencias del atentado para los cátaros, no pudieron ser peores. El crimen fue la gota que colmó el vaso, y el rey Luis ordenó acabar con el principal santuario cátaro, Montségur, siendo el principio del fin de la controvertida secta. El 16 de marzo de 1244, casi dos años después de la masacre de Avignonet, los inquisidores fueron sobradamente vengados por Hugues d'Arcis, el senescal real. Por cierto que tanto Guillaume Arnaud como Etienne de Saint-Thibery fueron beatificados como mártires por la fe, así que debieron disfrutar como enanos viendo como más de 200 cátaros eran quemados en la ladera de Montségur por negarse a abjurar de su fe. Sin embargo, Péire Roger de Mirapeis, el verdadero cerebro del atentado, salió vivo del brete e incluso logró que d'Arcis amnistiara a los que participaron en el crimen, si bien no se sabe cómo lo consiguió. En todo caso la cuestión es que, mientras sus correligionarios se convertían en pavesas y su suegro Raimon de Perelha era apresado aún sin haber tomado parte en el atentado, él se largó bonitamente. No se sabe casi nada de su existencia posterior, salvo que murió hacia 1284, fecha esta que a mi entender es un tanto cuestionable ya que, de ser cierta, este sujeto fue un Matusalén para su época ya que habría palmado con unos 90 años.

En fin, así fue como se perpetró la cruel e innecesaria matanza ya que no sirvió para detener la autoridad del Santo Oficio, y mucho menos para acojonar a los inquisidores. Los que quieran saber más acerca de los cátaros, ahí dejo un recordatorio de todas las entradas publicadas sobre ese interesante tema para que se ilustren a base de bien.

Hale, he dicho

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