jueves, 15 de noviembre de 2012

Heridas de guerra VI: heridas leves y enfermedades



De todas las entradas vistas hasta ahora referentes a las heridas de guerra, cabría pensar que prácticamente todas eran mortales. Como es lógico, esto no era así. Muchos de los participantes en los combates medievales salían razonablemente enteros de la lid y, aunque llenos de moretones, cortes y rasguños, sobrevivían y se curaban.

La medicina de la época ya disponía de remedios para ello. De hecho, en el siglo XI la Escuela de Salerno ya introdujo en Europa los amplios conocimientos de medicina de árabes y judíos, y en 1170, Ruggero Frugardi publicó su "Practica Chirurgiae", que precisamente se centraba ante todo en el tratamiento de las heridas de guerra. Pero, como ya podemos imaginar, los conocimientos de los galenos de la época estaban solo al alcance de los más privilegiados, así que las tropas se tenían que buscar la vida con lo poco que sabían sobre yerbas medicinales y el consejo del compadre de turno que había sufrido una herida similar y se la curó de tal manera. Veamos algunos ejemplos de las heridas más comunes para mejor entendimiento del tema:








Heridas inciso contusas en la cabeza: Producidas por armas de corte, a veces la protección del yelmo y el almófar impedían que a uno le abrieran la cabeza como un melón, de forma que la cosa quedase solo en un corte en el cuero cabelludo y, a lo sumo, una hendidura en el cráneo. Al hueso se dejaba que formase un callo óseo, mientras el corte se cauterizaba o se cosía. A mediados del siglo XIII, Teodorico Borgognoni sugiere que se proceda a una cuidadosa limpieza de la herida con vino caliente para, a continuación, coserla con hilo fabricado a raíz de intestinos de animales. En la foto de la derecha tenemos dos ejemplos: en A vemos como un espadazo ha sacado una lasca del cráneo que, seguramente, dejó esa zona sin piel o, con suerte, una herida en colgajo que pudo ser fácilmente curada. En B, un golpe de lleno que abrió una larga hendidura en la zona occipital sin llegar a hendirla y, con ello, llegar al cerebro. Para reducir la inflamación de la herida, se podía recurrir a un emplasto realizado con incienso picado mezclado con zumo de cardo, lolio (es una mala hierba que nace en los trigales) y se amasaba todo con harina de oidio (el hongo de la vid), tras lo cual se aplicaba en la herida.

Contusiones en la cabeza o cuerpo por golpes sin herida abierta: Al parecer, el tratamiento que se aplicaba en caso de no remitir la hinchazón era sangrarla a fin de disminuir la presión.



Amputaciones de dedos o manos: Como cuando estas se producían, el afectado se daba cuenta del tema cuando veía su pedazo de menos en el suelo, solo le restaba contener la hemorragia. Esto se podía realizar mediante cauterio o aplicando emplastos que contuvieran la hemorragia tras ligar los vasos sanguíneos. Uno de estos emplastos consistía en clara de huevo con incienso, y se colocaba a continuación un vendaje que no se levantaba hasta pasados cuatro días. Otro consistía en dialtea mezclada con heno e hinojo, todo ello reducido a polvo y mezclado con manteca. El sujeto de la foto de la derecha sufrió una amputación más grave, señalada con la flecha. Como vemos, un tajo le cortó limpiamente el fémur. Cabe suponer que éste no volvió vivo a casa posiblemente.

Heridas incisivas con hemorragia: Se recurría al emplasto de turno, en este caso uno a base de clara de huevo y estopa. Lógicamente, hablamos de heridas que solo hacen carne, sin tocar órganos, vísceras o vasos de importancia, en cuyo caso lo mejor era ponerse a bien con Dios y estirar la pata elegantemente. 




Fracturas: Aunque ya en el siglo XIV se conocía incluso la tracción continua para el tratamiento de determinadas fracturas, lo habitual era intentar colocar el hueso en su sitio y proceder a un entablillamiento. Lanfranco de Milán (1240-1306) incluso aplicaba emplastos consolidativos similares a los actuales escayolados. Con todo, como ya se puede suponer, a la plebe los aviaban con un entablillado y un par de muletas si lo que tenía era una pierna rota. 

Cortes de tendones: Estas heridas no eran mortales en absoluto, pero dejaban el miembro inútil para siempre. Si, por ejemplo, un corte en la muñeca cercenaba los tendones tensores, pues la mano se quedaba cerrada de por vida al carecer los tendones extensores de algo que contrarrestase su fuerza. Muchos cojos y mancos quedarían tras una batalla por esta causa.

Aplastamientos: Producidos por causas diversas, desde el pisotón de un caballo a la rueda de un carro, mal arreglo tenían en aquella época ya que abrir el miembro aplastado para recomponer los huesos de una mano o un pie era inviable. Así pues, el afectado se quedaba cojo o con la mano inútil para siempre jamás.

Bien, básicamente estas serían las principales causas de heridas leves de las que se podía salir vivo siempre y cuando, como ya he repetido varias veces, una infección no acabase con la vida del herido en forma se septicemia o gangrena. En todo caso, coligo que los hombres de aquella época debían tener unas dosis de anticuerpos muy superiores a la nuestra, que con una corriente de aire ya estamos acatarrados. Cabe suponer que, debido a la vida que llevaban, sus organismos eran bastante más resistentes a las agresiones externas, porque sino, no cabe en la cabeza que superasen heridas de este tipo sin atención médica como la que tenemos actualmente. En cualquier caso, también hay que considerar que la esperanza de vida no iba más allá de los 35 ó 40 años, y que un hombre con 50 ya era considerado un anciano. 

Pero no solo las heridas de guerra causaban bajas en los ejércitos. Junto a ellos, una verdadero reguero de enfermedades de todo tipo podían diezmarlos incluso antes de entrar en combate, siendo a veces motivo incluso de batirse en retirada sin presentar batalla por el elevado número de bajas producidas por epidemias y enfermedades de diversos tipos, causadas generalmente por la falta de higiene y la mala alimentación. Veamos las más habituales:

Disentería: Enfermedad producida por beber agua contaminada, vivero de microbios de todo tipo, entre ellos de la ameba histolytica, que es la que la produce. Si durante el avance la escasez de agua obligaba a beber en cualquier sitio, esto producía una inflamación del intestino que acarreaba elevadas fiebres, diarrea sangrante y vómitos. La muerte por deshidratación estaba garantizada, y si eran muchos los afectados, una hueste podía verse reducida de forma alarmante en cuestión de días.

Fiebres cuartanas y tercianas: Variedad del paludismo que se repite de forma intermitente cada cuatro o tres días. El término proviene del latín palus (pantano), por ser el vivero de los insectos que producen la enfermedad. La inocula la hembra del mosquito anopheles, y además de una fiebre que te funde hasta las uñas produce vómitos y diarrea. O sea, similar a la disentería. Un hombre caminando cargado de armas y equipo con 40º de fiebre poco futuro tenía por delante.

Fiebre tifoidea: Al igual que la disentería, se trata de una enfermedad bacteriana producida por beber agua y alimentos contaminados o por la manipulación de los mismos en condiciones de escasa higiene. Los síntomas son similares: fiebre alta, vómitos, diarrea, mialgias y cefaleas. Su proceso de alarga hasta cuatro semanas, si es que uno llegaba vivo, claro.

Avitaminosis: Producidas por la pésima alimentación, podían dar lugar a alteraciones de todo tipo según la carencia de determinadas vitaminas. Las más conocidas son el raquitismo y el escorbuto.

Carbunco o antrax: Enfermedad infecciosa que afectaba al sistema respiratorio. Se manifestaba en forma de pústulas, vómitos, fiebre y hemorragias. Podía aliñarte en tres días a lo sumo.

Peste bubónica: No hizo su aparición en Europa hasta el siglo XIV. Sobradamente conocida, de esta enfermedad no se libraba nadie, ni reyes, ni nobles ni obispos. El mismo Alfonso XI, por ejemplo, murió de peste durante el asedio a Gibraltar en marzo de 1350. Su transmisión era debida a la picadura de las pulgas por obra y gracia de la mínima higiene de la época.

Sarna: Producida por un ácaro y extremadamente contagiosa, no te mataba, pero te podías pasar la vida rascándote como un macaco.

Sífilis y gonorrea: Los ejércitos de la época eran seguidos por otros ejércitos, pero de putas que hacían su agosto gracias a las ansias de desfogue de la tropa. No hace falta extenderse en este tema por ser sobradamente conocido, pero las enfermedades venéreas eran causa de gran mortandad en aquella época. 



En definitiva, no hacía falta que a uno lo ensartaran con una pica para quedarse en el camino. Para todas las enfermedades enumeradas, el tratamiento habitual era la sangría, lo que ayudaba bastante a dejar al enfermo leve en estado grave, y al grave con un pie en la fosa. Muchos curanderos con conocimientos de herboristería eran acusados de brujería, y ponerse en manos de ellos suponía pasar a ser candidato a hereje, y más si el curandero era moro o judío. Así pues, el amplio surtido de males que a uno podían atacarle era tan amplio y peligroso como una carga de caballos coraza, pero con menos alardes y menos estruendo. En fin, que la vida militar en aquellos tiempos no se asemejaba en nada a las gloriosas historias de grandes batallas y conquistas. Solo unos cuantos privilegiados con medios para pagarse médicos de verdad tenían alguna posibilidad de salir con vida en una época en que una simple caries podía llevarte a la tumba. 

Bueno, creo que ya está.

Hale, he dicho...










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