domingo, 21 de enero de 2018

Protección antigás. Limpieza de refugios y trincheras

Dos british sacan a un compañero de una trinchera que se está llenando de gas a una velocidad preocupante. La
acumulación en su interior podía suponer que, mientras en la superficie no fuese precisa la máscara, en la trinchera
había que llevarla puesta para no palmar asfixiado

A lo largo de varias entradas hemos ido dando cumplida cuenta de lo asquerosa que era la guerra química, y no ya por el número de bajas que produjo, que si lo comparamos con las de la artillería o las ametralladoras fue un número insignificante, sino por el terror visceral que despertaba entre las tropas enfrentarse a un ataque de gas. Incluso desencadenó un nuevo trastorno psicológico denominado neurosis de gas que llegaba al extremo de que cualquiera que lo padecía prefería mil veces ser herido por la metralla antes que verse como los desdichados a los que afectaba de forma más agresiva el fosgeno, el gas de cloro o la iperita: escupiendo trozos de pulmón calcinados, asfixiándose hasta morir en medio de una terrible agonía a causa del edema pulmonar, o cegados con las retinas achicharradas.

Trinchera gabacha bajo un ataque de gas. En esos momentos era cuando
la ansiedad y el miedo podían jugar una mala pasada ya que un ataque de
pánico podía empujar a despojarse de la máscara y palmarla en un periquete
Por lo general, cuando se habla de los ataques con gas, ya fuese mediante proyectiles de artillería o con cilindros proyectores aprovechando que el viento era favorable, se piensa que nada más dar la alarma todo el mundo se enfundaba la jeta con la máscara antigás y esperaban pacientemente a que el aire disipase la nube tóxica y, salvo los que estaban en babia y no se la habían puesto a tiempo, el resto sobrevivía sin mayor problema. Sin embargo, las cosas no eran tan simples, y el viento solo ayudaba en parte a liberar la superficie de la mortífera y espesa neblina amarillenta que tanto acojonaba al personal. Este tipo de substancias eran más pesadas que el aire, por lo que la acumulación en el interior de las trincheras y, aún más, en los refugios, complicaba enormemente despejarlos de gas. El viento barría la superficie del terreno, pero los cráteres, trincheras y, en resumen, cualquier zona situada a un nivel inferior, permanecían llenas porque el aire pasaba por encima sin empujar el tósigo.

Portada de un ejemplar del Daily Mirror de mayo de 1915 que muestra
a unos poilus aparentemente dormidos pero que, en realidad, sufrieron
un ataque con gas mientras descansaban, matándolos a todos. El titular,
muy estudiado por la propaganda, decía: "Maldad, tu nombre es Alemania"
Esto produjo no pocas bajas en los comienzos de la guerra química ya que había quien no se percataba de este detalle, y al ver a sus camaradas situados en posiciones más elevadas sin las máscaras daban por hecho que el peligro había pasado, se quitaban las suyas y adiós muy buenas. En esas zonas la concentración de gas era además mucho mayor ya que, como decimos, por su densidad buscaba las partes del terreno más deprimidas, así que bastaban un par de bocanadas buscando aire fresco tras un largo rato con la máscara puesta para que fuese mortal. Los efectos ya los conocemos: quemazón en los ojos, irritación en el aparato respiratorio y, a partir de ahí, una agonía indescriptible. En fin, algo muy desagradable.

Así pues, había que buscar la forma de evacuar las trincheras y los refugios de las masas de gas que permanecían acumuladas en el interior de los mismos ya que, de no hacerlo, podrían permanecer inundadas de porquería durante horas y horas o incluso días enteros. Y como este es un tema que, por lo general, es bastante desconocido, pues dedicaremos esta entrada a describir los métodos seguidos por los sufridos combatientes para despejar de gas sus miserables trincheras y sus pútridos refugios tras sufrir un ataque de cualquiera de ellos, lacrimógeno, cloro, fosgeno, etc., salvo la iperita ya que esa porquería actuaba de otra forma y, como ya se comentó en su momento, los medios antigás convencionales no funcionaban con los vesicantes. Bueno, al grano...

Hasta se diseñaron palomares a prueba de gas
para las palomas mensajeras
Cuando se generalizó el uso del gas quedó bastante claro que había que idear formas para limpiar las posiciones, especialmente los refugios que, por razones obvias eran donde más tiempo quedaría acumulado al carecer de más medios de ventilación que la entrada y, a lo sumo, un respiradero en el techo para renovar un poco el aire viciado del interior. Por norma, se recomendaba no entrar sin máscara antigás en un refugio una vez limpio hasta pasadas tres horas, y había que dejar pasar al menos doce para dormir en el interior, tiempo este que podía alargarse notablemente si el ataque había sido especialmente intenso o en el caso de haber empleado vesicantes. Inicialmente se pensó en neutralizar el gas mediante productos químicos que, con la reacción consiguiente, en teoría anularía la toxicidad del mismo. Para los que no entiendan el proceso, es lo mismo que cuando tomamos bicarbonato para quitarnos la acidez de estómago. Una sal como el bicarbonato neutraliza el exceso de ácidos al convertirlos en una base. Eso me lo enseñaron en una clase de química de 8º de E.G.B. y aún lo recuerdo, lo que son las cosas... 

En los albores de la guerra química se probó rociar los refugios con una solución a base de hiposulfito sódico y bicarbonato con la ayuda de un pulverizador Vermorel, un chisme como el que vemos en la foto de la derecha y que funciona exactamente igual que los que hoy día se emplean para fumigar plantas, árboles o cuñados. En teoría, la solución mencionada neutralizaba el gas de cloro, pero con el fosgeno no daba los resultados apetecidos, por lo que se añadió tetramina de hexametileno pero, sin embargo, la mezcla resultante no era capaz de eliminar el gas cuando se hallaba en altas concentraciones, y en el interior de un refugio no es que fuesen altas, es que se podía cortar con un cuchillo. A la vista de los resultados la pulverización de este tipo de substancias quedó relegada a la limpieza del material depositado en los refugios como ropa, mantas, etc. ya que si no se eliminaban los restos de gas podían producir lesiones de menor entidad, pero lesiones al fin y al cabo, tanto en los ojos como en el tracto respiratorio.

Los tedescos, siempre dados a métodos más expeditivos, idearon un cartucho cuya sección vemos en el gráfico de la derecha. Se trata del Entstankerungspatrone, palabro impronunciable salvo que se tengan 6 juegos de cuerdas vocales y dos lenguas que viene a significar cartucho desodorizante. Ojo, no era para que los sobacos del personal despidieran aroma a lavanda, sino para rociar con su contenido las zonas donde el gas acumulado no se podía evacuar. El invento consistía en un cartucho fabricado de cartón-piedra para ser disparado con las pistolas de señales reglamentarias. En su interior contenía una ampolla de vidrio protegida por tacos de fieltro en los extremos y una envuelta de papel corrugado. La rotura y expulsión del contenido de dicha ampolla se lograba mediante una carga de 1,4 gramos de pólvora negra, y el conjunto estaba sellado en su parte superior con una capa de pegamento y un disco de cartulina. La ampolla podía contener dos tipos de substancia y, en función de la misma tenía una denominación concreta. Los cartuchos marcados como E-I estaban cargados con 7 gramos de dimetil anilina, y el E-II con una mezcla de dimetilpiridinas. Llegado el momento, se disparaban dos cartuchos, uno de cada tipo, en el interior de los refugios inundados de gas, y en caso de que fuera lacrimógeno solo se usaba el E-II. Pero, al igual que el rociador usado por los aliados, esto tampoco lograba limpiar la atmósfera en el interior de los refugios, dejando en lugar del gas un ambiente tan enrarecido y tan irritante que, aunque ya no era venenoso, era igualmente irrespirable. 

Alarma por un ataque de gas. Escuchar las campanas, sirenas
o carracas que avisaban de la presencia de gas en las
trincheras era para muchos como oír las trompetas del
apocalipisis
Así pues, quedaron claras dos cosas: una, que evacuar el gas de refugios y trincheras con seguridad solo era posible mediante un proceso de ventilación. Y dos, que en el caso de los refugios más valía prevenir que curar, por lo que se idearon protecciones que impidieran la entrada de gas en el interior. Si despejar una trinchera ya era trabajoso, hacer lo propio en un reducto bajo tierra era todo un reto. Inicialmente se probó a efectuar una evacuación mediante bombas que extraían el aire del interior gas incluido, pero la manipulación de dichas bombas, manuales o accionadas mediante un motor eléctrico, era engorroso y en modo alguno se disponía del suficiente número de unidades para limpiar todos los refugios del sector afectado por el ataque. 

Por lo tanto, se recurrió a la prevención a base de proteger la entrada de los refugios con una especie de persianas  o cubiertas enrollables como las que vemos en el gráfico de la derecha. Se trataba de dos bastidores, uno hacia el exterior y otro hacia el interior según hemos marcado con una línea roja. Se fabricaban con listones de madera de 10 𝑥 2,5 cm. y formando un ángulo de entre 15 y 20º. En la parte superior de cada bastidor vemos enrollado un lienzo o una manta en cuyos lados se cosían unos pesos de plomo que se fijaban a los laterales para lograr un mejor ajuste. Estas cubiertas eran unos 20 cm. más largas que la altura total de la entrada para que la barra de hierro colocada en el extremo inferior de las mismas ayudase a sellar el acceso. Entre ambos bastidores debía haber una distancia que permitiera entrar y salir del refugio de forma que antes de abrir una de las persianas se pudiera cerrar perfectamente la anterior, como si fuera una cámara de descontaminación moderna.

Enfermera practicando la evacuación de un
refugio. Era muy importante habituarse a respirar
con la máscara puesta, lo que no todo el mundo
lograba a la primera.
Las cubiertas se empapaban con agua o con una solución de glicerina rociada con el Vermorel que vimos anteriormente, teniendo que remojarlas cada vez que se secaban. Los tedescos empleaban una manta o lo que denominaban como Schutzsalzdecke, una especie de edredón cuyo relleno consistía en turba humedecida con una solución de carbonato de potasio. Para obtener su máxima eficacia se insistía en entrenar a las tropas de forma que aprendieran a entrar y salir de los refugios de forma que la pérdida de aire limpio del interior o la entrada de gas desde el exterior fuese mínima. Con esas medidas se pudieron tener refugios a prueba de gas en primera línea para albergar puestos de primeros auxilios, de mando, de comunicaciones, etc. Lo único que había que tener en cuenta era que, por ejemplo en caso de los puestos sanitarios, había que poner los bastidores a una distancia tal que permitiera entrar con una camilla pudiendo, tal como se dijo antes, cerrar una persiana antes de abrir la siguiente. Este sistema era eficaz contra cualquier tipo de gas incluyendo vesicantes.  

Otra solución de circunstancias para evacuar gases del interior de los refugios y que se mostró mucho más eficaz que el rociado de productos químicos fue mediante fogatas que, en base al tamaño y el número de respiraderos disponibles, se debían ubicar en un sitio determinado. La intención es evidente: crear un tiro natural de forma que el calor de la fogata empujase al gas hacia el exterior a través de los respiraderos o directamente por la entrada. Para entenderlo mejor echemos un vistazo en el gráfico de la derecha, donde hemos representado un refugio convencional, o sea, con una única entrada de aire que era el acceso al mismo y a cosa de un metro de profundidad respecto al fondo de la trinchera. En ese caso, la fogata había que colocarla en el centro del reducto y a unos 15 cm. de altura sobre el suelo para obtener los mejores resultados. Se consideraba que había que emplear aproximadamente medio kilo de combustible, preferentemente madera seca o cualquier otro material que emitiese poco humo, por cada 3 m³ de capacidad interior. Se recomendaba mantener el combustible dentro de una lata con su tapa para protegerlo de la humedad y tenerlo siempre a punto para usarlo tras un ataque. Era necesario dejarlo arder al menos 10 minutos para que se despejase el ambiente, o más en caso de que el refugio fuese más grande, como es lógico. 

En lo tocante a las trincheras, la limpieza de gas no resultó tan problemática ya que, al fin y al cabo, estaban a cielo abierto. Para despejarlas de porquería se recurrió a algo tan básico y al mismo tiempo tan eficaz como un simple pai-pai a lo bestia. En la foto de la derecha podemos ver tres modelos diferentes empleados por los british (Dios maldiga a Nelson). En sí, el método era más simple que la mononeurona de un político ya que solo había que coger a un grupo de hombres y ponerlos a abanicar la trinchera con ímpetu y denuedo hasta lograr expulsar del interior todo el gas acumulado tras un ataque. Estos chismes, denominados como canvas trench fans, o sea, ventiladores de lona para trincheras, no eran más que lo que ven: una estructura formada por varillas de madera como si fueran cometas y forradas por una lona resistente para soportar el afanoso meneo que les deban para limpiar las míseras zanjas trincheriles.

En la ilustración de la derecha vemos la forma de empleo de estos abanicos. Era denominada como "out of step", que podríamos traducir como "fuera de sintonía" o sea, que mientras uno golpeaba el suelo el que le seguía levantaba el abanico, y así sucesivamente. Aunque parezca una chorrada, una hilera de hombres podía limpiar una trinchera en cuestión de segundos mientras avanzaban aporreando el suelo sin descanso. La turbulencia creada por los pai-pais estos hacían que el gas se elevase, y en el momento en que salían de la trinchera el aire lo empujaba o lo disipaba. También se podían poner dos hombres enfrentados y separados varios metros que iban avanzando uno contra el otro mientras echaban aire, de forma que cuando se encontraban habían limpiado todo el trayecto dejado tras de sí. 

También eran válidos para despejar el gas acumulado en los refugios si bien era más laborioso. En primer lugar había que despejar el tramo de trinchera donde estuviera el acceso al mismo. A continuación, un hombre, o mejor dos, se dedicaban a echar aire muy lentamente a ras del suelo y hacia el interior para permitir la salida del gas a medida que iba entrando aire puro. Una vez limpiado el interior siempre era conveniente entrar en el refugio y dar un último repaso para procurar extraer los posibles restos de gas acumulado entre las tablas del suelo, lo jergones, etc. y, caso de disponer de un respiradero, intentar que dichos restos salieran por el mismo. En caso no haber abanicos como los que se han mostrado valía cualquier cosa, desde un saco al pellejo del lomo de un cuñado, un capote o, en resumen, cualquier cosa que echase aire en cantidad incluyendo los gaiteros del regimiento, que debían tener una capacidad pulmonar envidiable. Por cierto, en el vídeo pueden ver una breve secuencia en la que varios british limpian una trinchera en un periquete. La calidad de la imagen es una birria, pero es muy ilustrativa.


En fin, con esto vale por hoy. Como vemos, la protección contra el gas iba mucho más allá de ponerse la máscara. De hecho, contiene todo un mundo ya que era preciso proteger todo lo habido y por haber, desde la ropa a las cajas de munición para impedir que el gas se adhiriese a cualquier objeto y produjese lesiones en la piel o los ojos del personal. Es más, algunas substancias podían incluso atacar determinados componentes metálicos de los proyectiles de artillería o de mortero como el latón de las espoletas o los estopines, lo que tendría unas consecuencias fastuosas a la hora de manipularlos. Incluso las mismas cintas de lona de munición para las ametralladoras podían verse afectadas por la acción del gas, así que ya vemos que su nociva presencia no se limitaba a fastidiarle a uno los bronquios o las retinas. En todo caso, de esos pormenores ya iremos hablando en sucesivas entradas

Bueno, supongo que este tema no era muy conocido para vuecedes, así que ya saben: denle un toque al cuñado belicista que asegura que lo sabe todo y lo humillan a su sabor delante de la suegra para clavar un clavo más en su ataúd. 


El profesor Fritz Haber (señalando con el dedo), padre de la guerra química y artífice del empleo de gases asfixiantes de
todo tipo en el ejército alemán, donde sirvió con el grado de capitán. La foto muestra a Haber explicando los pormenores
de los proyectiles de gas de cloro que aparecen en el suelo. La posibilidad de lanzar gas de este modo permitía llevar a
cabo ataques muy precisos contra las posiciones enemigas sin tener que contar con el factor meteorológico

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