martes, 14 de agosto de 2018

Asesinatos. Cánovas del Castillo


Archifamoso grabado obra de V. Ginés que muestra el instante en que el anarquista italiano Michele Angiolillo dispara
sobre Antonio Cánovas. Para su elaboración el autor se basó en una recreación del crimen realizada por la policía

Acabo de darme cuenta de que hace un trillón y medio de eones que no dedicamos una entrada a algún asesinato decente, así que aprovechando que estamos en el inmundo mes de agosto, cuando el puñetero infierno sube a la tierra para mortificarnos a base de bien con la joía caló, pues narraremos el alevoso atentado que acabó con la vida del eximio don Antonio Cánovas del Castillo, de cuyo deceso se cumplió el pasado día 8 el centésimo vigésimo primer aniversario. Veamos pues...

Retrato de Cánovas obra de Madrazo, realizado un año antes
de su muerte. 
Don Antonio era un político a la antigua usanza. Es decir, era un hombre culto, educado y polifacético que, además de dedicarse a la cosa pública, era un buen escritor, historiador, ensayista, conferenciante y, lo más importante, un patriota. Es decir, todo lo opuesto a los actuales trepas e indeseables sin oficio ni beneficio que han convertido la política en el oficio más ruin, indigno y abyecto de cuantos se conocen y que, para colmo de males, por lo único que miran es por robar a calzón quitado aún a costa de arruinarnos a todos y de vender la sacrosanta Patria al mejor postor. Pero, además, Cánovas no dudaba en actuar con la resolución necesaria en una época en que la plaga del anarquismo estaba entregada por entero a sembrar el terror en la Europa toda. Sus orcos ávidos de sangre no paraban de cometer desmanes y actos terroristas contra la población civil, políticos e incluso monarcas con la sempiterna milonga tan repetida por esa chusma que afirmaban luchar por la libertad. La libertad de matar a mansalva a todos los que no pensaban como ellos, naturalmente. En fin, hay información sobrada sobre la vida de nuestro hombre así como los movimientos libertarios de la época, de modo que bástenos esta brevísima semblanza para poner en antecedentes a los que, por el motivo que sea, desconozcan la existencia de este personaje.

Grabado que muestra el instante en que detonó la bomba en plena procesión
del Corpus. Ya se estaban pasando siete pueblos los anarquistas con tanta
bomba y tanto terrorismo
El desencadenante del atentado que acabó con la vida de Cánovas fue la represión llevada a cabo tras el acto terrorista perpetrado por los anarquistas en Barcelona el 7 de junio de 1896, para más recochineo durante la procesión del Corpus Christi, evento este de gran importancia para los católicos y que, en aquella época, congregaba en las calles de cualquier ciudad a cientos y cientos de probos ciudadanos. Un hideputa anarquista puso una bomba que mató a 20 personas e hirió de mayor o menor consideración a unas 70 más, lo que era una preclara muestra de la alevosía y la bellaquería de estos "luchadores por la libertad" que Dios confunda. En fin, la ETA o la yihad del siglo XIX. El gobierno, presidido por Cánovas, no dudó en aplicar mano dura porque en aquellos tiempos eso del buen rollito, del diálogo con terroristas y de las soplapolleces de la reinserción aún no habían contaminado la política, así que la policía llevó a cabo mogollón de redadas para echar el guante a cientos de anarquistas y meterlos en el castillo de Montjuich para ponerles las peras a cuarto a aquella gentuza. 

El castillo de Montjuich
Al parecer, la policía se entregó a fondo para averiguar quiénes fueron los autores materiales del atentado, así como sus fautores. Las denuncias por torturas y malos tratos empañaron la investigación lo que, como está mandado, hizo que mucha gente pusiera en entredicho el resultado del proceso. Del consejo de guerra celebrado para depurar responsabilidades salieron 28 condenas a muerte, de las que finalmente se conmutaron 23 y se consumaron solo cinco, y 59 condenas a cadena perpetua que se quedaron en 20. A muchos de los investigados, aunque no se pudo probar su relación con el atentado, los mandaron por si acaso a hacer puñetas a Río de Oro, al sur de lo que posteriormente sería el Sáhara Español. Está de más decir que los anarquistas no perdonaron a Cánovas el revolcón que les acababa de dar.

Michele Angiolillo
El vengador sería un italiano llamado Michele Angiolillo, un sujeto natural de Foggia, en la Apulia, donde había nacido enhoramala el 5 de junio de 1871 en el seno de una humilde familia en la que el cabeza de familia, sastre de oficio, tendría que darle a la aguja a base de bien para sacar adelante a su prole de seis retoños, tres varones y tres hembras incluyendo al criminal este. Sus andanzas como anarquista debieron empezar desde muy jovencito, y según su propio testimonio ya había sido procesado en rebeldía en Lucera, no lejos de su ciudad natal, por haber publicado un manifiesto socialista. La pena impuesta fue de 18 meses de cárcel que, obviamente, no cumplió porque previamente había puesto tierra de por medio, largándose a Marsella y de allí a Barcelona, donde llegó en diciembre de 1896. Hay cierta confusión en lo referente a sus andanzas durante aquella época ya que otras fuentes lo sitúan en la ciudad condal en noviembre de 1895 para, a continuación, viajar por Francia, Bélgica y Londres, retornando a Madrid en marzo del año siguiente. Sea como fuere, la cuestión es que llegó a su destino final bien recomendado por sus conmilitones, y rápidamente pudo colocarse en una imprenta ubicada en la calle Santa Margarita bajo el nombre de José Souto debido a que figuraba en los archivos de la policía como un elemento bastante peligroso.

La reina regente Dª María Cristina
De hecho, Angiolillo se había introducido sin problemas en el ambiente anarquista de Barcelona a pesar de su carácter introvertido, nada comunicativo y desconfiado como una serpiente. Al parecer, solo con un reducido número de compañeros de partido se mostraba más abierto. Respecto a la planificación del atentado, este prenda se llevó a la tumba el secreto. Al día de hoy aún se plantean teorías de todo tipo, desde la más extendida que afirma que fue cosa suya a la que sugiere que detrás de todo estaba la siniestra mano de los yankees y los rebeldes cubanos que veían en la persona de Cánovas el más serio obstáculo para lograr sus abyectos propósitos. En cualquier caso, lo cierto es que, ya estuviesen o no los yankees y los rebeldes detrás del atentado, la desaparición de don Antonio supuso un duro golpe para España, y que apenas un año más tarde perdimos los últimos restos de nuestro otrora inmenso imperio.


Vista del balneario de Santa Águeda. Tras su cierre fue convertido en un
hospital psiquiátrico
Bien, así estaban las cosas cuando el sábado, 7 de agosto de 1897, Cánovas terminaba de despachar con doña María Cristina de Habsburgo-Lorena, a la sazón reina regente durante la minoría de edad de don Alfonso XIII, que veraneaba en San Sebastián, ciudad que en aquella época era junto a Santander el destino estival tanto de la realeza como de la aristocracia española. Tras atender sus asuntos de gobierno se marchó de vuelta al balneario de Santa Águeda, en Mondragón, donde estaba alojado desde hacía pocos días junto a su mujer. Este tipo de establecimiento estaba muy de moda por aquel entonces entre la alta sociedad. Para los que no lo sepan, eso de "tomar las aguas" consistía en pasar unos días de asueto en estos balnearios cuyos manantiales tenían una serie de propiedades para aliviar determinados tipos de males, y cada cual acudía al que mejor se ajustaba a sus dolencias, V. gr., piedras en la vesícula, en el riñón, problemas gástricos, reuma, etc. Pero, además, servían de punto de encuentro para cotillear a diestro y siniestro y ponerse al tanto de los últimos chismes acerca de los personajes más relevantes de la sociedad, la política e incluso la milicia, hoy día denominados con los ridículos términos de "celebrities" o "influencers", como si en la lengua española no tuviésemos las palabras celebridad e influyente. Hay que ser patético, paleto y cursi para usar términos foráneos teniendo los propios, ¿que no?

Galería donde tuvo lugar el atentado. Cánovas estaba sentado en el banco
que aparece junto a la puerta. Al fondo a la derecha se encontraba el comedor
No sabemos cómo tuvo noticia el asesino de que Cánovas pasaría unos días en Santa Águeda, pero es más que probable que obtuviera la información de sus colegas, que en aquellos tiempos estaban infiltrados en todas partes. De hecho, llegó al balneario cinco días antes del crimen, así que sabía perfectamente dónde iba, y que dispondría de tiempo para estudiar los movimientos de la víctima a fin de elegir el momento óptimo para perpetrar el atentado. Se registró bajo el nombre de Emilio Rinaldi y, según decía en la tarjeta de visita que presentó en la recepción del establecimiento, era tenedor de libros, o sea, contable. Sin embargo, prefirió identificarse como corresponsal del diario italiano "Il Popolo", si bien no se especificó en su momento a qué "Il Popolo" se refería, si a "Il Popolo Italiano", un periódico genovés fundado aquel mismo año que apenas duró hasta 1899 o, con más probabilidad, al "Il Popolo Romano", un diario de más categoría que se estuvo publicando entre 1890 y 1922. Sea como fuere, cabe suponer que registrarse como corresponsal de un periódico le ayudaría a no levantar sospechas ya que, como se ha dicho, al ser los balnearios lugar de encuentro de personalidades no llamaría la atención la presencia de periodistas para rellenar las secciones de cotilleos.

Cama en la que falleció Cánovas
Sin embargo, Angiolillo representó penosamente su papel de corresponsal. Desde su llegada llamó la atención de todos los huéspedes por su distanciamiento, su desinterés por trabar conocimiento con nadie y mucho menos por arrimarse a las tertulias que se organizaban en los confortables salones del establecimiento. Por otro lado, aunque su aspecto y su indumentaria eran correctos, no casaban con la apariencia de un corresponsal cosmopolita habituado a moverse en ambientes selectos, así que su paso por el balneario rápidamente fue la comidilla de todo el mundo. Sin embargo, de forma inexplicable el inspector jefe de la escolta presidencial, un tal Puebla, que junto a ocho policías tenía encomendada la vigilancia de la persona de Cánovas, no hizo ni caso del alevoso italiano a pesar de que, a la vista de como estaba el patio, antes de partir hacia Mondragón el gobernador civil de Madrid había insistido a Puebla en que no bajase la guardia en ningún momento. Es más que evidente que en aquellos tiempos no había tantas paranoias con la seguridad como ahora, pero también es cierto que los anarquistas llevaban ya muchos desmanes cometidos y, peor aún, estaban tan fanatizados que les importaba un bledo arrostrar con las peores consecuencias con tal de salirse con la suya. Así pues, y a pesar de los recelos que levantó la presencia de este personaje en el balneario, Puebla no se molestó siquiera en indagar acerca de Angiolillo, un personaje extraño, que nadie había visto nunca por allí y que encima era extranjero. De haberlo hecho, seguramente habría podido evitarse el atentado ya que era sobradamente conocido por la policía judicial de Barcelona pero, en fin, es evidente que el destino ya había sellado el devenir de los acontecimientos.

EL ATENTADO

Foto tomada el día del atentado en la que aparecen Cánovas, en el centro
con traje oscuro, y su mujer al salir de misa. Dos horas después ya estaría
muerto
A las 11 de la mañana del domingo, 8 de agosto, Cánovas fue con su mujer a oír misa, al parecer seguido por su asesino. Angiolillo lo acechaba como una raposa a un gazapo porque, según declararon algunos testigos, dos días antes lo había seguido mientras paseaba a la cercana ermita de Ntra. Sra. de la Esparanza, si bien no vio la ocasión para perpetrar el asesinato. Al término de la misa volvieron al balneario para cambiarse de ropa (en aquella época había una indumentaria para cada ocasión) y subieron a su habitación situada en el primer piso. Hacia las 12:30 bajaron para dirigirse al comedor situado en la planta baja. Para llegar al mismo había que cruzar una galería porticada ante la que se extendía un amplio jardín. En la escalera se encontraron con una conocida y, como mandan los cánones, ambas señoras se quedaron en el descansillo dándose palique mientras que Cánovas pasaba del cotorreo mujeril y bajó a la galería. Allí se sentó en un banco situado junto a la puerta y se puso a leer "La Época" mientras su señora ejercitaba las cuerdas vocales. Angiolillo, que no había parado de vigilar, vio que era la ocasión propicia.

Recreación del atentado en el lugar de los hechos
Sin dudarlo ni un momento sacó un revólver Bulldog y, según testimonio de los que presenciaron el asesinato, se agarró con la mano izquierda a la hoja de la puerta acristalada como para asegurar la puntería a pesar de que el disparo fue efectuado prácticamente a bocajarro. Cánovas, sumido en la lectura, no se dio ni cuenta de lo que se le venía encima, por lo que no hizo ningún movimiento defensivo. Todo fue tan rápido que ni siquiera los que presenciaban la escena tuvieron tiempo de dar una voz de alarma. El anarquista disparó contra la cabeza de su víctima, penetrando la bala por la sien derecha y saliendo por la izquierda, casi encima del ojo. Curiosamente, en vez de desplomarse, Cánovas se levantó dando un respingo para, a continuación, caer al suelo. En aquel momento solo había cuatro personas más en la galería: el conde de Soto-Ameno, un abogado llamado Ignacio Suárez, un ingeniero apellidado Aspiazu y el redactor del diario madrileño "La Correspondencia de España", un tal Torres que, por cierto, fue el primero en telegrafiar a Madrid a dar cuenta del suceso. Al sonar el primer disparo, Torres y Aspiazu se abalanzaron contra el asesino, pero Angiolillo no pensó en huir, sino solo en rematar al caído a pesar de que un disparo así sería mortal de necesidad. Tras empujar a un lado a Aspiazu efectuó un segundo disparo que le alcanzó en el pecho y le salió por la espalda (otras fuentes dicen que le acertó en el cuello), y añadió un tercero más para asegurarse, esta vez en la espalda ya que el cuerpo de Cánovas había girado quedándose boca abajo.

Doña Joaquina se había casado con
Cánovas en noviembre de 1887, cuando
él tenía ya 59 años y ella solo 32. Además
de bragada era al parecer excesivamente
altiva y de carácter muy fuerte
Al oír los disparos su mujer, doña Joaquina de Osma y Zavala, dejó de chismorrear con su amiga y bajó las escaleras para encontrarse con la terrible escena: su marido tirado en el suelo en mitad de un charco de sangre y, al lado, su matador tan campante empuñando aún la pistola y poniendo jeta de ángel vengador el muy hideputa. Doña Joaquina, que al parecer era brava como un alano español, se abalanzó contra el asesino hecha una fiera para sacarle los ojos. A la derecha podemos verla en su juventud con atuendo propio de su rango ya que era hija de los marqueses de Sotomayor y La Puente.

-¡Asesino! ¡Asesino!- le gritó mientras algunos huéspedes que acudieron alarmados por los disparos intentaban sujetarla no fuera a darle al cabronazo del italiano por liquidarla también.

-A usted la respeto porque es una señora honrada- le replicó Angiolillo sin inmutarse en un correcto español con apenas un poco de acento-, pero yo he cumplido con mi deber y estoy tranquilo. He vengado a mis hermanos de Montjuich.

Grabado hecho sobre una foto tomada por el conde de
Aldama que muestra a Cánovas en su cama ya muerto.
Se puede ver perfectamente el orificio de salida de la bala
que le atravesó la cabeza encima del ojo izquierdo
Los policías también acudieron al lugar del crimen- a buenas horas mangas verdes- y redujeron a Angiolillo, que no opuso la más mínima resistencia en plan héroe que ve consumado su elevado destino en la vida. De hecho, hasta aquel momento seguía plantado en mitad de la galería mirando con aire altivo y desafiante a los pasmados testigos del atentado. Se lo llevaron dándole de collejas para ponerlo a buen recaudo en una habitación de la oficina de telégrafos del balneario mientras que a Cánovas, que aún respiraba a pesar de los tres balazos, lo trasladaron al cercano despacho del administrador donde fue atendido por el médico del establecimiento. Pero poco pudo hacer salvo constatar que las heridas eran mortales de necesidad y que la suerte de la víctima estaba echada, por lo que recomendó que se llamara rápidamente a fray Fernando Argüelles, el dominico que había impartido misa aquella misma mañana, para que le echara el santóleo antes de que se muriera. Cánovas fue trasladado a su habitación, donde expiró a las 13:35 sin haber recuperado el conocimiento.

EL DÍA DESPUÉS

Habitación de la oficina de telégrafos del balneario donde estuvo preso
Angiolillo hasta el día siguiente al atentado, cuando fue trasladado
a la cárcel de Vergara
A las 8 de la mañana del día 9, Angiolillo fue trasladado a la cárcel de Vergara en un coche celular escoltado por un teniente de la Guardia Civil y cuatro números, dos en el coche y dos a caballo. Tras el registro efectuado en su habitación, la nº 110, solo se encontraron dos cepillos, un peine, un par de botas y varios pañuelos. En cuanto al asesino, solo llevaba encima un billete de 25 pesetas y una moneda de 5. Está de más decir que el personal reunido ante el balneario le dedicaron un amplio surtido de denuestos, además de cuestionar seriamente de decencia de su madre y la honorabilidad de su padre en cuanto lo vieron salir hacia el coche celular. Con todo, en ningún momento perdió su aplomo, y pasó por el corrillo escoltado por la Guardia Civil mirando a los presentes con más ínfulas que un infante de León. Total, que lo metieron en el coche y se lo llevaron a Vergara, distante apenas 15 Km. al norte de Mondragón. Según comentaron algunos que pudieron hablar con él tras su detención, tenía asumido que de aquel brete no saldría con vida, por lo que debía hacerle ilusión eso de convertirse en mártir de la causa. Posiblemente le habría gustado más que lo hubieran dejado seco allí mismo, junto al cuerpo de su víctima, pero en los países serios hay que incoar proceso a los hijos de puta aunque los pillen in fraganti. En todo caso, Angiolillo era carne de patíbulo y lo tenía asumido sobradamente.

Traslado del féretro con el cadáver de Cánovas desde el balneario a la
estación de Zumárraga para su traslado a Madrid
Por lo demás, no creo que haga falta dar detalles sobre el cirio que se formó en cuanto se supo la noticia. Solo señalar que doña Joaquina, que indudablemente tenía dos ovarios, no consintió en separarse del cadáver de su marido ni siquiera cuando le practicaron la autopsia hacia las doce del día siguiente al atentado, presenciando incluso como los médicos le extraían la masa encefálica hecha puré como consecuencia del disparo. El 11 de agosto, el gobierno acordó proponer a la reina regente que se le concediese el título de duquesa de Cánovas del Castillo con grandeza de España de 1ª clase, y que se votase en las cortes concederle una pensión de 30.000 pesetas anuales, que en aquella época era un pastizal ganso. Está de más decir que se la concedieron sin problemas, que para eso había tenido que ver a su marido acribillado por el mierdecilla del italiano.

Respecto al arma homicida, parece ser que la adquirió durante su breve estancia en Londres. Se trataba, como hemos dicho, de un revólver British Bulldog de calibre .44 Webley fabricado por la firma Webley & Son,  de Birmingham. Este arma, como puede que algunos recuerden, también fue utilizada por el chalado de Charles Guiteau para aliñar al presidente Gardfield. Tras el proceso, el arma fue entregada al Capitán General del Norte, don Basilio Augustín Dávila, cuyos descendientes lo donaron la Diputación Foral de Álava en 1966, conservándose actualmente en el Museo de Armería de dicha ciudad. A lo tonto a lo tonto, con el mismo modelo ya había caído dos presidentes, que es un siniestro récord a tener en cuenta. Por cierto que cuando se le incautó a Angiolillo solo le quedaba un cartucho, por lo que solo lo había cargado con cuatro ya que el tambor era para cinco. En la foto podemos verlo tal y como se conserva en el museo, con su placa informando a los ciudadanos que, en efecto, se trata del arma con la que el alevoso Angiolillo dio boleta al ilustre don Antonio Cánovas.

En cuanto al cadáver del extinto presidente, se le concedieron honores de general con mando en plaza. El traslado hasta Madrid se llevaría a cabo en un vagón con escolta militar permanente hasta su llegada a la residencia familiar en el palacio de La Huerta, donde se instalaría la capilla ardiente. El día 13 de agosto, a las 3 de la tarde- una hora espléndida para organizar un entierro en pleno verano- se levantó el féretro del túmulo erigido en la capilla ardiente y fue colocado en una carroza de ébano tirada por ocho caballos negros con penachos del mismo color. Como podemos ver en la foto, el cortejo fúnebre fue simplemente regio, con mogollón de gente importante, políticos, militares, tropas a caballo, varios coches atestados de coronas de flores y todo Madrid contemplando la lúgubre procesión con una mezcla de preocupación y respeto. Una curiosidad y una paradoja a propósito de la teoría de que los yankees estaban en el ajo: el primer embajador que transmitió su pésame por la muerte de Cánovas fue el de los Estados Juntitos, y en los años 50 se edificó la embajada de dicho país en una parte del solar donde había estado el palacio de La Huerta. Curioso, ¿que no?

EL CONSEJO DE GUERRA

Habitación nº 110 en la que se alojó Angiolillo. Para cometer
el atentado se calzó unas alpargatas, dejando las botas en la
habitación
Ni el gobierno ni la Justicia estaban por la labor de demorar mucho el proceso a Angiolillo. Por otro lado, tampoco había mucho que investigar ya que hubo testigos del crimen y él mismo no negó en ningún momento que fuese el asesino. Si acaso, lo más sensato habría sido no tener tanta prisa y sacarle al italiano información que habría sido vital para, no solo saber quién más podría haber estado tras un supuesto complot, sino también para recabar datos acerca de los anarquistas de Madrid y Barcelona, así como de su organización y tal. Pero me temo que, en esta ocasión, primó ante todo las ansias de vengar la muerte de Cánovas, así que se dejaron de historias e incoaron el proceso a toda velocidad. Y para ir rápido nada mejor que poner el asunto en mano de los militares. Para ello se procedió a la inhibición de la jurisdicción civil en base a la analogía del crimen de Angiolillo con el atentado del Corpus Christi, formándose un consejo de guerra cuya composición era la siguiente:

Presidente: teniente coronel Eduardo Eleceigui
Vocales: capitanes José Carreras, Antonio Fernández Landa, Juan Cerez0 Melgarejo, Francisco Rodríguez González, Alejandro Landa Videgain y Atanasio Díez Martín
Fiscal: teniente auditor Carlos Escosura
Defensor: teniente primero Tomás Gorria, nombrado de oficio y al que intuyo no debió hacerle nada de gracia tener que defender a semejante bicho sabiendo además que era más culpable que un cuñado de vaciar de un trago el malta de 24 años que guardamos como oro en paño.

Angiolillo durante el consejo de guerra
El día 15 de agosto comenzó el consejo de guerra, que duró lo suficiente como para escuchar a los testigos cuyas declaraciones todos se sabían de memoria. La cosa estaba clarísima: Angiolillo era más culpable que Caín de matar a Abel. El fiscal calificó el atentado como asesinato con premeditación y alevosía contra una autoridad constituida y sin apreciar ningún tipo de atenuante o eximente, por lo que pidió la pena de muerte como no podía ser menos. El defensor, muy en su papel, alegó que su defendido había perdido la chaveta, que estaba como un cencerro y que por ello era incapaz de calibrar el alcance de sus actos. Finalmente, se permitió al acusado ejercer su derecho a decir la última palabra. Angiolillo se levantó, dio las gracias al defensor por defender lo indefendible y, con voz pausada, empezó a contar historias chorras, asegurando que no había tenido nada que ver con los procesados de Montjuich, los mismos a los que con voz altanera dijo haber vengado el día de autos, y a soltar historias sobre el anarquismo que no venían al caso, por lo que el presidente del consejo de guerra lo cortó en seco diciéndole que eso no tenía nada que ver con los motivos por los que estaba siendo juzgado. Pero el italiano siguió con la misma monserga, empezando incluso a hablar acerca de los rebeldes cubanos y filipinos. El presidente acabó retirándole el uso de la palabra porque aquello olía a libelo anarquista, y no estaba por la labor de permitirlo.

-Necesito justificarme- alegó Angiolillo, que era cansino de cojones.

-Eso no es justificarse, y además no convencerá Vd. a nadie con esas doctrinas- replicó el teniente coronel Eleceigui.

Angiolillo intentó seguir con su discurso, pero ya no le permitieron más historias. El presidente del consejo de guerra dejó el caso visto para sentencia y ordenó despejar la sala. Los dos guardias que lo escoltaban le pusieron los grilletes y se lo llevaron en custodia hasta que el consejo de guerra deliberase. No tardaron mucho. A las 14:15 se dictó sentencia conforme a la petición del fiscal, disponiéndose que se aplicara al reo el Código Penal Ordinario. Esto significaba que, aunque había sido juzgado por un consejo de guerra, la pena no se consumaría por fusilamiento, sino mediante garrote vil.

El día 18, la sala de justicia del Supremo de Guerra y Marina se constituyó a las 8 de la mañana presidida por el general Gamir para dar el visto bueno a la sentencia. En una hora se había completado la lectura del proceso y, tras retirarse a deliberar, poco antes de las 11 dieron la conformidad a la petición del fiscal. Solo mediante un indulto por parte de la reina regente o si la tierra se tragaba al italiano se podría impedir la ejecución, y no ocurrió ninguna de las dos cosas.

LA EJECUCIÓN

Gregorio Mayoral Sendino
Tras la confirmación de la pena de muerte por parte del Supremo de Guerra solo restaba llevarla a cabo. El día 19 se levantó un cadalso en un patio interior de la cárcel de Vergara ya que el alcalde de la población se negó a que, como era costumbre, la ejecución fuera pública y se paseara al reo montado en un borrico desde la cárcel al patíbulo. Bien para prevenir desórdenes, bien para impedir que, en un momento dado, algún grupo de anarquistas intentara salvar al reo, la cosa es que se prefirió proceder a su ejecución en sitio seguro si bien la escasa altura del muro permitía contemplarla desde el exterior. Para acabar con la vida de Angiolillo se requirió la presencia de Gregorio Mayoral Sendino, verdugo titular de la Audiencia de Burgos.  El patíbulo, como vemos en las fotos del párrafo siguiente, debió ser levantado a toda prisa porque no presenta un aspecto muy cuidado que digamos. Por otro lado, siendo la ejecución en el interior de la cárcel no habría hecho falta, pero sin el siniestro entarimado no habría sido posible que el vecindario hubiese podido presenciar la ejecución que, por cierto, tampoco tuvo al parecer mucho público

Hacia las 11 de la mañana, el reo fue conducido al patíbulo donde lo esperaba Mayoral con su garrote, un artefacto perfeccionado por él mismo que resultaba mucho más eficiente que el tradicional garrote de alcachofa usado hasta entonces. Como ya narramos en su momento, cada Audiencia Provincial tenía su propio garrote que era recogido por el verdugo antes de la ejecución y entregado tras la misma, pero en este caso era el mismo Mayoral el que se paseaba de un lado a otro con sus hierros metidos en un maletín negro. A la derecha tenemos dos imágenes de la ejecución, en las que podemos ver que apenas hubo testigos salvo algunos militares y civiles, estos últimos fuera de encuadre porque no subieron al patíbulo. En la imagen superior se aprecia al reo, vestido con hopa y birrete negros, con Mayoral sujetándolo al poste. La imagen inferior muestra el momento supremo en el que el verdugo voltea con ímpetu el manubrio del garrote. Según Mayoral, bastaban tres cuartos de vuelta, y en menos de dos segundos desnucaba al reo dejándolo en el sitio sin que sintiera "... ni un pellizco, ni un rasguño, ni nada".

Y así, con mucha más pena que gloria, el criminal Angiolillo pasó del Más Acá al Más Allá con las cervicales y la traquea aplastadas a manos de un burgalés bajito y rechoncho que, tras apiolarlo bonitamente sin que se le moviera un músculo de la cara, le tapó la jeta con un trapo negro. A continuación, un funcionario colgaría de una ventana de la cárcel una bandera negra según era costumbre cuando tenía lugar una ejecución y, conforme al procedimiento legal, el cuerpo del reo permaneció en el patíbulo hasta las 6 de la tarde, para a continuación bajarlo y meterlo en una fosa común del cementerio de Vergara, donde se convertiría en pasto para una legión de gusanos libertarios. Y, mira por donde, dos días después apareció en el New York Times, un periódico que nunca se ha distinguido por su aprecio a España, el titular que vemos a la derecha ensalzando al memo del italiano como si fuera un héroe víctima de la maldad hispana. Colijo que como las cosas entre los yankees y España ya estaban calentitas, los cagapoquito del periódico ese se preocuparon de caldearlas aún más. Para los que desconozcan la abominable lengua de los anglosajones, el panfleto viene a decir:


ANGIOLILLO MURIÓ VALIENTEMENTE
Las notificaciones del correo dicen que se mantuvo
sereno y habló desde el patíbulo de Vergara 
ESPAÑA CENSURA LAS NOTICIAS
El asesino pronunció claramente la palabra "Germinal" antes de morir,
después de vestirse él mismo con la bata negra (la hopa) y la gorra (el birrete)


Capilla ardiente instalada en el vagón de la Dirección General de Obras
Públicas durante el traslado del cadáver a Madrid. A la izquierda vemos a
Dª Joaquina, que solo se separó de su marido cuando lo metieron en el hoyo
La chorrada esa de "germinal" hacía referencia entre los anarquistas a algo así como "otros nacerán". Era como una consigna o un grito de guerra alusivo a que si ellos morían otros seguirían sus pasos. Pero ni Angiolillo dijo una palabra ni España censuró nada. Simplemente lo sentaron en una silla de nea, el verdugo le ajustó el collarín de hierro en el pescuezo y, en menos que un cuñado se ventila una cigala, estaba listo de papeles. En todo caso, ya vemos que eso de las "fake news" últimamente tan de moda son más antiguas que el hilo negro, y que los yankees ya eran bastante diestros en eso de mentir como bellacos de la misma forma que mintieron echándonos la culpa del hundimiento del "Maine". Bien nos pagaron los muy hideputas la ayuda que España les prestó para obtener su independencia de la maldita Albión (Dios maldiga a Nelson) pero, al cabo, ¿qué se puede esperar de un anglosajón? 

Bueno, con esto concluimos, que bastante me he enrollado hoy. Por cierto que la próxima entrada la dedicaremos a las diferencias entre los garrotes convencionales y el ideado por Mayoral. Sí, es un tema asaz escabroso, pero me consta que al personal le chiflan estas cosas y, además, no deja de tener su interés histórico de la misma forma que lo tuvo la guillotina.

Hale, he dicho

Entradas relacionadas:



Sepulcro de Cánovas en el Panteón de Hombres Ilustres de Madrid, obra de Agustín Querol. El sepulcro no fue terminado
hasta 1906, por lo que inicialmente fue sepultado en el panteón familiar de su mujer

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