domingo, 28 de octubre de 2018

ASPIS, el escudo del hoplita


Hoplita espartano con su panoplia habitual.
Apoyado en la pierna vemos su aspis donde
ha dibujado una gorgona, bicho mitológico
al que se le atribuía entre otras cosas el poder
de convertir en piedra al que lo miraba, o sea,
lo mismo que un inspector de Hacienda
Hace ya tiempo dedicamos una serie de artículos a algunos tipos de yelmos usados por los belicosos griegos, así como a la dory, la lanza de empuje usada por los hoplitas para convertirse en brochetas unos a otros. Así pues, y ya que hace varios meses que no hablamos de estos probos inventores de la democracia, tiempo es de estudiar con detalle la que quizás fuera la pieza más emblemática de su panoplia, el escudo. Pero antes de entrar en materia conviene aclarar una cuestión que, aunque probablemente muchos ya la conozcan, también es posible que haya quién aún identifique al hoplon (όπλον) con el escudo cuando la realidad es que no se llamaban así. El típico y emblemático escudo de los griegos recibía el nombre de aspis (άσπις), mientras que hoplon era como denominaban de forma genérica al conjunto de armas que portaban los guerreros, es decir, su panoplia completa que incluía tanto el armamento ofensivo como defensivo. Así pues, un hoplita era un "hombre armado". Puede que esta confusión provenga de la afirmación de Diodoro Sículo según la cual "los hombres fueron llamados hoplitas debido a sus escudos", y que sin dicho escudo no se podía ser un hoplita. En cualquier caso, ya vemos que no era el escudo el que daba nombre a este tipo de guerrero, sino su armamento en general. Por otro lado, a pesar de que por norma se asimila al hoplita con el mundo griego, la realidad es que otros pueblos de la ribera mediterránea también usaron ese tipo de combatiente, como los macedonios, los samnitas, los etruscos e incluso los primitivos romanos por la sencilla razón de que combatían de la misma forma, en falange, formación táctica que mostró su obsolescencia definitiva cuando las legiones del cónsul Lucio Emilio Paulo, mucho más flexibles que las grandes y torpes masas de infantería, les dieron las del tigre a los macedonios en la jornada de Pidna (168 a.C.). Y aclarado estos puntos, vamos al tema...


Los primeros testimonios gráficos de la existencia de escudos redondos aparecen hacia el 1300 a.C., a finales del período micénico. Anteriormente, los guerreros de aquella zona usaban de forma indistinta dos tipologías muy peculiares, los llamados "escudos en ocho" y los "escudos de torre", unos enormes mamotretos que cubrían prácticamente todo el cuerpo del que los portaba como podemos ver en las ilustraciones de la izquierda y de los que hablaremos detenidamente en una entrada dedicada exclusivamente para ellos. Como podemos suponer, estos grandes escudos estaban concebidos para ser usados exclusivamente por una infantería pesada y estática ya que correr con semejantes trastos colgando del hombro debía ser enormemente complicado, por lo que la creación de una nueva tipología tuvo que deberse a la aparición de un tipo de tropas con un uso táctico más flexible o con un cometido en el campo de batalla que le obligara a emplear un escudo más ligero y que le permitiese más libertad de movimientos. Ojo, la aparición del escudo redondo no significó la desaparición de estos dos tipos, sino que coexistieron a lo largo del tiempo hasta, al menos, el siglo VIII a.C., cuando se extendió de forma generalizada la falange como unidad básica de infantería.


Pero aparte de la evidente diferencia de tamaño, las tipologías más primitivas tenían la particularidad de que, al menos según muestran las representaciones artísticas de la época, no se empuñaban con la mano izquierda como es habitual, sino que iban suspendidos del hombro mediante una correa llamada telamon. Este peculiar sistema estaba concebido para tener ambas manos libres y poder así empuñar las grandes lanzas que usaban, independientemente de que además dispusieran de una manija para agarrarlo con la mano izquierda si era preciso empuñar la espada. En la imagen de la derecha vemos una escena de caza recreada en la hoja de una daga datada en el siglo XVI a.C. que muestra en su extremo izquierdo a un guerrero adoptando esa forma de llevar el escudo mientras enfila su lanza hacia el león. En el centro aparece otro guerrero con un escudo de torre en la misma pose, mientras que los de la derecha los mantienen delante del cuerpo para defenderse de la acometida de la fiera.


Vaso de los guerreros
Como está mandado, no ha llegado a nuestros días ningún resto de estos primeros escudos circulares, por lo que solo podemos conjeturar acerca de los materiales con que estaban construidos si bien la opinión más generalizada es que, al igual que sus homólogos de mayor tamaño, consistían en una estructura de mimbre forrada de cuero que podría estar reforzada en los bordes con piezas de bronce, o incluso que estuvieran recubiertos enteramente de este metal, bien liso, bien repujado, y muy pulido para darle vistosidad. Para sujetarlo estaba provisto de un brazal que sujetaba el antebrazo, y una manija permitía empuñarlo con firmeza y manejarlo con facilidad mientras que la mano derecha quedaba libre para usar la lanza, cuyo tamaño se había reducido de forma notable y ya no requería de ambas manos para combatir con ella. Conviene tener en cuenta que en esta época la lanza de empuje era el arma principal de la infantería, siendo la espada un arma secundaria. Uno de los testimonios más relevantes acerca de la existencia de este tipo de escudo es el llamado "Vaso de los guerreros", una crátera hallada por Schliemann en la acrópolis de Micenas y datada hacia el siglo XII a.C. En la detallada decoración de la pieza podemos ver una serie de guerreros micénicos armados con casco, grebas, corazas, lanza y el tipo de escudo que nos ocupa.


Hacia el siglo VIII aparece la figura del hoplita como todos la conocemos, y con él el aspis, un escudo redondo obviamente evolucionado de los antiguos escudos micénicos que fueron sustituyendo poco a poco a los de torre y en forma de ocho. Contrariamente a sus ancestros, el aspis no solo defendía a su usuario, sino también al compañero que estaba a su izquierda en la formación. Al enfrentarse a los enemigos, el cuerpo se colocaba terciado hacia ellos, dejando la mitad derecha del torso descubierta para acometer con la lanza. Si una fila de combatientes solapaban sus escudos formaban un muro como si se tratase de una hilera de escamas como la piel de una serpiente, pudiendo igualmente ofender al adversario blandiendo sus lanzas por encima de los escudos, tal como vemos en la ilustración superior. Esta forma de combatir, que no era otra cosa que la falange que ya conocemos, convertía los cuadros de infantería en formaciones monolíticas que, bien disciplinadas y sabiendo que si mantenían firmes sus filas, eran prácticamente invencibles contra cualquier atacante, ya fuesen infantes, arqueros, caballería, carros o incluso elefantes cabreados. 


El tamaño del aspis permitía no solo más movilidad al que lo manejaba, sino también una protección más que aceptable. Un guerrero provisto de casco y grebas solo mostraba al enemigo el rostro o, en todo caso, parte del mismo dependiendo del tipo de yelmo que usase. En caso de verse bajo una lluvia de flechas, les bastaba con agacharse y colocarlo apoyado en el suelo tal como vemos en la figura de la izquierda. Su peso, de alrededor de los 6 o 7 kilos, lo hacían ligero y manejable para un hombre adiestrado en el uso de las armas desde niño, y su forma cóncava permitía desviar tanto los golpes de espada como los pequeños pero diabólicos glandes de honda lanzados por del enemigo. De estos proyectiles ya se habló en su día y, como recordaremos, podían incluso penetrar en la carne como si de una bala moderna se tratase, así que no eran precisamente unos chismes despreciables en manos de un hondero capaz de acertar en la cabeza de un enemigo situado a 25 o 30 metros de distancia.


Reverso del "Escudo Bomarzo", que se conservan en el
Museo Gregoriano Etrusco del Vaticano
Aunque la infinidad de testimonios gráficos procedentes de la cerámica griega nos permiten conocer de forma bastante aproximada el tamaño del aspis solo con compararlo con los personajes que los portan, así como su decoración y las guarniciones, en lo tocante a los materiales con que estaban construidos disponemos de un ejemplar etrusco datado hacia el siglo V a.C. y milagrosamente bien conservado que apareció en 1930 en Bomarzo, Italia. Eran piezas muy elaboradas compuestas por varios materiales que veremos más adelante y que en poco se asemejan a los escudos medievales, mucho más básicos y menos refinados que estos. Pero, temas constructivos aparte, lo más significativo de este escudo eran los elementos de sujeción, que permitían bloquear literalmente el antebrazo en el mismo para poder manejarlo con soltura, rapidez e incluso con la contundencia necesaria para usarlo como arma. Un golpe propinado con ese chisme en plena jeta o dejándolo caer con fuerza sobre la espinilla del enemigo debía ser, además de sumamente doloroso, capaz de dejarlo fuera de combate sin problemas. 


Una vez que el aspis adquirió la morfología que marcó el cenit de su evolución permaneció prácticamente inalterable, variando solo en lo concerniente a la decoración de los mismos dependiendo del pueblo que lo usase. Al parecer, en sus primeros tiempos cada hoplita solía decorar su escudo conforme a su gusto personal con bichos totémicos, repujados o, simplemente, dejándolo liso y bruñido, pero de ese tema hablaremos con más detalle más adelante. Lo que sí conviene señalar es la existencia de escudos aparecidos en Olimpia con apliques de bronce en su parte externa, lo que ha hecho suponer que se trata de exvotos ofrecidos a los dioses por alguna batallita ganada o, más importante tal vez, como muestra de agradecimiento porque su cuñado no volvió vivo a casa. En el templo de Artemisa Ortia de Esparta también fueron hallados discos votivos de marfil empleados con el mismo fin de tipo religioso. En la imagen superior vemos un ejemplo, en este caso una gorgona broncínea que, como se ha dicho, apareció en Olimpia junto con otros ornamentos del mismo metal. Veamos ahora los entresijos de estos escudos basándonos en el ejemplar aparecido en Bomarzo...

El aspis tenía un diámetro aproximado de entre 90 y 120 cm., y estaba fabricado con madera de álamo cuya veta debía quedar en posición horizontal cuando se empuñaba. El núcleo del escudo consistían en planchas de este material de entre 20 y 30 cm. de ancho que se pegaban con algún tipo de resina. Se le daba forma cóncava dejando un borde que, posteriormente, era recubierto con piezas sueltas para darle un perfil trapezoidal. En el gráfico inferior lo veremos mejor



En la figura 1 vemos el anverso del escudo. Como se puede apreciar, el borde está forrado con un añadido formado por varias piezas cuya sección vemos en el detalle. Su finalidad no era otra que hacer más resistente el borde del escudo contra los golpes y tajos de espada. La parte central está formada por tres planchas de madera de álamo cuyo grosor variaba según la zona. Curiosamente, la parte central era la más fina, con alrededor de 10 mm. de ancho, mientras que la parte externa llegaba a los 12-18 mm. La figura 2 nos muestra el reverso donde se aprecia su forma de plato sopero, con una amplia cavidad para alojar las guarniciones que veremos a continuación. Por último, la figura 3 nos permite apreciar la sección del escudo, muy adecuada, como comentamos anteriormente, para desviar los golpes de espada, lanza, etc. 


El siguiente paso consistía en pegar en el reverso una fina capa de cuero para preservar la madera de la humedad, bichos, etc. A continuación se fijaban las guarniciones que, en sí, eran el alma de este tipo de escudo. En la figura 1 vemos el porpax, un brazalete provisto de dos pletinas cuyo tamaño y forma era variable pero que, en todo caso, debía estar sólidamente fijado al escudo ya que toda la fuerza que se hacía para manejarlo se centraba en esa pieza. Cabe suponer que el porpax estaba hecho a medida para que el antebrazo se ajustase a la perfección. Cuanto mejor fuese su ajuste más eficaz sería el escudo. Para agarrarlo con la mano tenía a cada lado un antilabe, o sea, una manija formada por dos presillas (figura 2) unidas con un cordón  o una tira de cuero. El motivo de que hubiera dos en vez de una era simple: en caso de romperse, bastaba girar el escudo 180º para disponer de una nueva manija y no verse en pleno combate con el aspis inservible. Los espartanos, siempre recelosos de la fidelidad de sus ilotas, cuando no estaban matando gente por ahí tenían por norma desmontar el porpax de sus escudos para que, en caso de rebelión, no pudiesen usarlos contra sus amos. En la figura 3 podemos ver el reverso de un aspis terminado a la espera del siguiente paso. Ambas piezas, el porpax y el antilabe, se fijaban al escudo con clavos desde la parte de dentro, volviendo las puntas que sobresalían por la parte exterior para asegurarlas bien tal como vemos en la figura 4.


Por último se fijaban cuatro tachones provistos de argollas por donde se pasaba un cordón que rodeaba el interior del escudo. Se dan dos teorías para este accesorio: una, usarlo como tiracol para poner llevarlo a la espalda durante las marchas, y dos disponer de un repuesto de emergencia en caso de las dos antilabe se partieran. En el detalle vemos el aspecto del tachón que, al igual que el resto de las piezas que componían la guarnición interior del escudo, se fijaba mediante un clavo cuya punta era vuelta y remachada contra la madera. Los borlones, que aparecen en las representaciones artísticas de la época, no parece que tuvieran otra utilidad que no fuese meramente decorativa. Para que su rendimiento fuese óptimo se le daba especial importancia tanto a las dimensiones como al montaje de dichas guarniciones para que el aspis fuera, en palabras de Jenofonte, eurhythmos, o sea, que quedase perfectamente ajustado al antebrazo de su dueño de forma que el porpax llegara justo al final del mismo cuando la mano se cerraba en el antilabe.

Llegados a este punto solo quedaba darle el acabado final. Para ello, se fijaba, posiblemente con brea, una fina capa de bronce en el anverso del escudo. Esta lámina, de menos de 1 mm. de espesor, obviamente carecía de potencial defensivo y solo tenía como finalidad darle una apariencia vistosa con la aplicación del episema, o sea, el motivo decorativo que generalmente se pintaba en el aspis



Una muestra de algunos episema de los muchos que
han llegado a nosotros gracias a la prolífica industria
ceramista de los griegos
La variedad de motivos era inmensa. Con los bordes pintados en colores lisos, con figuras geométricas, repujados, etc. En el interior, que también podía ser pintado o dejarlo con el metal a la vista, pues mogollón de bichos, tanto reales excluyendo cuñados como mitológicos: las gorgonas citadas al principio, caballos alados, y toda la pléyade de criaturas legendarias del extenso surtido disponible entre los pueblos griegos. Solo hay un tema que es objeto de dudas, y es precisamente uno de los motivos que solemos ver con más frecuencia en las ilustraciones que se hacen sobre hoplitas. Se trata de la típica inicial de la ciudad de la que eran naturales, que en teoría se empezaron a usar hacia finales del siglo V a.C. Una sigma Σ en el caso de los procedentes de Sición, una lamda Λ carmesí los espartanos- por Lacedemonia-, etc. Sin embargo, en la enorme cantidad de representaciones artísticas en las que figuran hoplitas no hay ni una sola en la que aparezcan letras, teniendo solo escasos testimonios escritos como el de Jenofonte, que menciona que un ejército de Argos pudo identificar a sus enemigos de Sición por la letra sigma pintada en sus escudos. Respecto a la famosa lamba de los espartanos, solo tenemos una referencia bastante tardía de Focio, un lexicógrafo bizantino que vivió en el siglo IX d.C.  que mencionó que los lacedemonios escribían la Λ en sus escudos de la misma forma que los mesenios ponían la letra mu Μ. Algunos incluso tenían sentido del humor, como el caso que narra Plutarco de un espartano que pintó una mosca a tamaño natural en su escudo. Cuando un colega le dijo que nadie vería su emblema, el fulano le replicó muy ufano que ya se preocuparía de acercarse tanto al enemigo como para que vieran perfectamente la dichosa mosca. 


Por último, comentar que mientras que reinaba la paz, lo que entre los griegos era tan raro como ver a dos cuñados bien avenidos durante un bodorrio, los escudos permanecían a buen recaudo guardados en unas fundas llamadas sagma. A la derecha podemos ver un fragmento de la decoración de un kylix en la que se ve a un epheboi ayudando a quitar el sagma del escudo de su mentor, mientras que a la derecha vemos a otro hoplita armándose para la batalla. En cuanto a la otra ilustración, corresponde a una recreación de un añadido que aparece en alguna vasija y que, como vemos, es un faldón de cuero más o menos decorado que se sujetaba al escudo para proteger las piernas de las flechas y los glandes. Con todo, conviene aclarar que el aspis no era tan resistente como, por ejemplo, un SCVTVM romano ya que, aunque resistía sin problemas los tajos de las espadas enemigas, al parecer era susceptible de ser perforado por las lanzas. Un testimonio nos lo da Plutarco cuando cita al general espartano Brasidas, que fue herido por una lanza que atravesó su escudo y, cuando le preguntaron como había sido posible, respondió que "mi escudo me traicionó". Cabe pensar que, en realidad, el escudo no traicionaba a nadie, sino que esa debilidad se debía a su escaso grosor precisamente por el centro, que era donde irían a parar la mayoría de los golpes del enemigo.


En fin, criaturas, con esto creo que está todo dicho. Como ya sabemos, a medida que el poder de Roma fue aumentando las falanges al uso fueron decayendo como formación táctica hasta su total desaparición. No obstante, el hoplita fue un tipo de guerrero más longevo que el legionario romano, y sus escudos los acompañaron sin sufrir modificaciones relevantes durante toda su trayectoria. Por lo demás, gracias a las fuentes escritas y gráficas como la que vemos a la izquierda podemos conocer con el máximo detalle cómo era su apariencia, cosa que por desgracia no se ha dado en otro tipo de combatientes de tiempos menos remotos. Bueno, espero que en breve pueda elaborar la "precuela" de este artículo, o sea, los escudos de ocho, de torre y el dyplon que, aunque no lo hemos mencionado hoy, convivió con todos ellos. 

S'acabó lo que se daba.

Hale, he dicho

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Probos ciudadanos recreacionistas mostrando una formación de combate para defender las neveras llenas de zumo de
cebada ante la proximidad de sus cuñados. La foto muestra perfectamente como se solapaban los escudos unos con
otros, formando un muro infranqueable. Solo si la línea flaqueaba podría abrirse una brecha que sería aprovechada por
los enemigos para romper la formación. Así mismo, se puede apreciar como el aspis protege totalmente el cuerpo de
sus portadores, no dejando apenas sitio donde poder herirlos como no les acierten en un ojo

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