lunes, 4 de febrero de 2019

BESTORRES


Panorámica de las bestorres del castillo de Loarre, posiblemente las primeras de este tipo construidas en la Península
Juraría por un kilo de cigalas con sobrepeso que, ante la contemplación de torres como las que vemos en la foto de cabecera, más de uno ha pensado que se trata de restauraciones en las que se ha omitido la reconstrucción completa del edificio para ahorrar materiales y mano de obra o, mejor dicho, para que parte del presupuesto en materiales y mano de obra vayan a parar a la faltriquera del político de turno. Es decir, que se trata de torres incompletas a las que la carencia de gola no impide hacerse a la idea de cómo podrían ser en su época dorada, de forma que hasta un cuñado lo entendería. Sin embargo, no es el caso. Se trata de torres que, contrariamente a lo habitual- macizas hasta el adarve y coronadas por una cámara y su azotea- están enteramente huecas. Son las bestorres, una tipología que, como las pentagonales en proa que vimos hace unos días, tienen también su origen en tiempos bastante remotos.

Bestorre del castillo de Relleu, en Alicante. Construida por los andalusíes
con tapial sobre una base de mampostería, los agujales de las tongadas no
permiten discernir si tuvo cámaras interiores
Hay diversas opiniones acerca del motivo de construir torres con esta peculiar fisonomía que intentaremos dilucidar en este artículo estudiando los ejemplares más representativos de los que se conservan, que no son pocos, así como su distribución en Oriente Próximo y Europa. De hecho, todas esas opiniones pueden tener un fundamento lógico y aceptable, pero según en qué circunstancias son más o menos aplicables, y en algunos casos incluso contradictorios, de forma que la razón que puede valer para un determinado emplazamiento está justificada mientras que para otro no solo no lo estaría, sino incluso es improcedente. Añadir antes de dar término a esta breve introducción que las bestorres las veremos mayoritariamente en cercas urbanas o en los primeros perímetros defensivos de las fortalezas, mientras que son inexistentes o, al menos, no quedan restos que lo demuestren, en los reductos principales o zonas más comprometidas en la defensa de un castillo. Esto lo iremos viendo a lo largo del artículo, que por cierto he intentado ilustrar con el máximo posible de imágenes por aquello de que valen por no sé cuántos millones de palabras. En fin, vamos al grano sin más dilación...

Bestorre de la cerca urbana de Mansilla de las Mulas (León)
En este caso no dispone de cámaras intermedias, sino de una
escalera adosada al muro interior que conduce directamente
al adarve. Obsérvese el generoso espesor de sus muros
Por definición, como anticipábamos al comienzo, una bestorre es un tipo de torre de flanqueo, bien cuadrangular, bien semicircular, y carente de gola, pudiendo estar su interior compartimentado en varias plantas, estar enteramente vacías y disponer solo de la azotea o un adarve o ser aprovechadas para abrir en ellas postigos o puertas secundarias que no dieran mucho cante a posibles sitiadores. En todo caso, su cometido de cara a la defensa era el mismo que el de sus hermanas: flanquear las tropas enemigas cuando llegara la hora de intentar el asalto a las murallas de cualquiera de las formas que ya conocemos. En realidad, el hecho de estar huecas permitía abrir en sus muros un mayor número de aspilleras o troneras con trayectoria vertical, aumentando con ello su capacidad ofensiva y permitiendo batir las murallas eliminando el más mínimo ángulo muerto que se pudiera presentar cuando los enemigos lograban alcanzar el pie de las mismas. 

No se conoce ni el origen ni la fecha en que surgió esta tipología si bien la opinión más extendida es que proceden de los sistemas de fortificación helenísticos que, por mera proximidad geográfica, se extendieron hacia la península de Anatolia y Oriente Próximo. El ejemplar más antiguo que se conserva lo tenemos en Aso, la antigua Tróade helenística, una población situada en el extremo occidental de la actual Turquía. Esta población, ocupada en 334 a.C. por el macedonio Alejandro cuando decidió empezar a comportarse como un cuñado con Darío haciéndole visitas constantemente, aún conserva parte de su perímetro defensivo, pasando en 241 a.C. a manos del rey de Pérgamo. La antigua muralla construida posiblemente por colonos lidios en el siglo VI a.C. fue sufriendo reformas a lo largo del tiempo, y en el caso que nos ocupa seguramente fueron obras llevadas a cabo bajo el dominio de Pérgamo si bien pueden ser anteriores, de tiempos de Alejandro. En la foto 1 vemos uno de los ejemplares, construido con paramentos de sillería de pequeño tamaño con un relleno y el paramento interior a base de cantería enripiada. La nº 2 es de aspecto similar, pero desprovista de las aspilleras que se abren en la fachada de la torre anterior. Dichas aspilleras, en un número de cinco, estaban dispuestas de ese modo para albergar en la cámara interior una balista o un escorpión que bastaría girar sobre sí mismos para disparar en una dirección u otra. La anchura interior de estas aspilleras, de apenas 20 centímetros, hace suponer que, en efecto, se trataba de máquinas de este tipo, y que en la azotea es donde podría posiblemente emplazarse una balista de mayor tamaño o una catapulta capaz de lanzar bolaños o pellas. 

Otro ejemplo datado a inicios de la Edad Media es la bestorre que se conserva en la muralla urbana de Amasya (c. siglo VI d.C.), al norte de la actual Turquía y, como el caso anterior, bajo la influencia helenística y luego romana durante siglos. Su morfología es bastante similar a las de Aso si bien en esta ocasión basa su defensa en una banqueta que permitía a la guarnición hostigar a los enemigos protegidos por el parapeto. Como vemos en la foto, para acceder a la torre se disponía de una escalera que daba a una plataforma. No debe engañarnos su escasa altura ya que la perspectiva es desde el interior de la muralla. El acusado desnivel del terreno hace que por la parte de fuera sea mucho más alta.

Al igual que ocurrió con las torres pentagonales en proa, las bestorres viajaron hacia Europa de la mano de los cruzados que tuvieron ocasión de verlas en las fortificaciones bizantinas que heredaron los estilos arquitectónicos de griegos y romanos. Curiosamente, y basándonos en las fechas en que se fueron construyendo en Europa, siguieron la ruta habitual de retorno de los cruzados: Italia, sudeste francés, en aquel tiempo bajo el dominio de los Saint-Gilles, condes de Tolosa, para luego extenderse hacia Inglaterra y la Península Ibérica, tanto en Aragón como Castilla y Portugal. Así pues, el ejemplo más antiguo lo tenemos en la Puerta Soprana de la cerca urbana de Génova, construida en tiempos de Federico Barbarroja entre 1155 y 1159. Esta puerta, cuyo impresionante aspecto podemos ver en las láminas superiores, estaba defendida por dos altísimas bestorres cuya parte interior, como vemos en el grabado de la izquierda, se dividían en tres plantas más una azotea coronada posiblemente por un cadalso según los usos de la época. Como podemos apreciar, las cámaras están totalmente abiertas al exterior (actualmente las cámaras bajas aparecen tapiadas y su acceso se limita a un pequeño vano en ambos casos), mientras que en la parte central que unía ambas torres se encontraban los tornos del rastrillo. Según hemos ido viendo hasta ahora, en ningún caso se preveía la colocación de parapetos o cualquier otro elemento defensivo. Recordemos este detalle para más adelante.

Del norte de Italia se empezó a extender por la Europa. Las bestorres más antiguas de Francia (Dios maldiga al enano corso) se construyeron en la cerca urbana de Gisors entre 1161 y 1184 para, pocos años después, llegar a la brumosa Albión (Dios maldiga a Nelson). Hablamos del castillo de Framlingham, en el condado de Suffolk, cuyo patio de armas vemos en la foto de la izquierda. Esta fortaleza, que originariamente era una mota castral construida por los normandos, era propiedad de los condes de Norfolk. Lo que vemos en la imagen es la reconstrucción que tuvo lugar entre 1189 y 1213 comenzada por Robert Bigod, II conde de Norfolk, a raíz de la ascensión al trono de Ricardo I. Su padre, Hugh Bigod, tuvo que ver como el edificio anterior era demolido y el foso cegado por orden de Enrique II como castigo por unirse a una conspiración contra su persona. Robert logró que Ricardo I le permitiese la reconstrucción del mismo. La muralla, que en este caso no era una cerca urbana sino la del propio castillo, contaba con trece bestorres que, como vemos, cortaban el adarve para impedir que posibles invasores lograran apoderarse de todo el perímetro. Solo tenían una cámara superior y, en este caso, es probable que se optara por esta tipología para abaratar los costos. Los Norfolk ya habían tenido que pagar a Enrique II la friolera de 666 libras (manda cojones la cifra) para recuperar parte del patrimonio que se les había confiscado, así que no andarían sobrados de peculio. 

El ejemplo que mejor se conserva en Francia lo tenemos en la cerca urbana de Aviñón, construida por Inocencio VI, quinto pontífice de la saga aviñonense, a partir de 1355 debido a que la muralla anterior se había quedado pequeña. Mandada derribar por Luis VIII en 1226, fueron los mismos habitantes de la ciudad los que la reconstruyeron entre 1234 y 1237, pero el papa no estaba por la labor de ver su sede pontificia protegida de mala manera, así que acometió la construcción de la nueva muralla, cuyo formidable aspecto podemos ver en la foto de la derecha. Estas bestorres, provistas de una cámara cubierta inferior, una intermedia abierta y una azotea, tenían además un matacán corrido que no solo permitía hostigar a los invasores que se acercasen desde el exterior, sino también a posibles asaltantes que hubiesen logrado alcanzar el adarve. Como en el caso de Framlingham, las bestorres cortaban el paso en los adarves, por lo que quedaban convertidos en ratoneras en las que los ocupantes de las torres podían asaetearlos bonitamente y obligarlos a salir del castillo o palmarla allí mismo.

Para concluir con los ejemplos foráneos no podemos dejar de mencionar las bestorres de la cerca urbana de Carcassonne. Esta ciudad, vinculada a la poderosa familia de los Trencavel desde 1067, se vio involucrada en todos los sucesos derivados de la cruzada albigense debido a las simpatías de dicha familia por la secta herética de los cátaros, y sus murallas contienen una mezcla de reformas llevada a cabo durante siglos, desde las de origen romano-visigodo datadas entre los siglos II y VII al perímetro externo actual (en origen tenía solo uno, que posteriormente se vio reforzado por un segundo cinturón de murallas) obra de Felipe II el Audaz, duque de Borgoña, datadas a partir de 1370. El grabado que vemos a la izquierda corresponde a la famosa y controvertida restauración llevada a cabo por Viollet-le-Duc entre 1852 y 1879. En este caso se trata de edificios dotados de tres plantas más una azotea con un tejado a dos aguas. Las ventanas, provistas de manteletes con aspilleras, permitían a sus defensores hostigar a los atacantes, y carecían de puertas para acceder desde los adarves. La entrada a la torre era por la planta inferior, que Viollet-le-Duc imaginó con esa peculiar escala levadiza. Sea como fuere, o si la interpretación del insigne arquitecto era o no correcta, lo cierto es que Carcassonne es una de las murallas más representativas provistas de este tipo de torres.

Ya en la Península tenemos también varios ejemplos muy notables, empezando por el archifamoso castillo de Loarre. Hay cierta controversia acerca de quién ordenó su construcción, habiendo opiniones para todos los gustos. Aunque generalmente se adjudica su autoría a Sancho Ramírez en fechas comprendidas entre 1065 y 1092, en la sillería del arco de la puerta del monasterio aparece grabado el año 1087 (de la Era Hispánica), que correspondería al 1045 de la Era de Cristo, por lo que en tiempos del padre de Don Sancho, el rey Ramiro I de Aragón, ya estaba construido o, al menos, comenzado. La muralla exterior se construyó posteriormente, durante la segunda mitad del siglo XIII. Como vemos en la recreación de la derecha, las bestorres de Loarre tienen el mismo patrón constructivo que las de Carcassonne: tres plantas abiertas y una azotea. Desconocemos si estaban o no techadas, de la misma forma que tampoco podemos afirmarlo en el caso de Carcassonne. En todo caso, queda claro que su morfología es muy similar si bien en el caso de Loarre se alternan bestorres de planta semicircular y una de planta cuadrangular. 

En la bestorre de planta cuadrangular se da el caso de que era usada para abrir en uno de sus costados una puerta secundaria- no es tan pequeña como para ser un mero postigo-, con la que se buscaba un acceso/salida discreto. El vano lo vemos en la foto de la izquierda sombreado de rojo. La muralla y el monasterio de Loarre fueron objeto de una restauración entre los años 1913 y 1916 dirigida por Don Luis de la Figuera y Lezcano que, aparte de reconstruir y consolidar las zonas más deterioradas, eliminó los elementos añadidos en el siglo XVIII, como una hospedería que se demolió y se trasladó a cierta distancia del castillo, y se procedió a la eliminación del retablo barroco de la capilla románica, que pegaba allí lo mismo que a un santo dos pistolas. Gracias a esta intervención, Loarre es hoy por hoy uno de los castillos románicos mejor conservados de Europa y el mejor de España.

Bien, con lo visto ya tenemos una idea bastante clara del origen y la estructura de estas construcciones, por lo que solo nos resta comentar las hipótesis acerca de su morfología. Según Mora Figueroa, uno de los motivos a los deben su peculiar aspecto con la gola abierta era para permitir una mejor circulación del aire, que justifica su construcción en zonas de clima especialmente cálido. Obviamente, esta teoría no se tiene en pie ya que, precisamente en Europa, se localizan en las zonas más frías: León, Huesca,  zonas pirenaicas de la antigua Marca Hispánica y, por supuesto, las cercas francesas o el castillo de Framlingham. Solo los emplazamientos del castillo y la cerca de Alcaudete, en Jaén, y el citado castillo de Relleu, podrían pasar por "climas cálidos" si los comparamos con el frío polar del sur de los Pirineos. Por esta razón, coligo que el motivo más lógico es, y recordemos que prácticamente todos los casos que hemos visto salvo el inglés lo tienen en común, se trata de bestorres que flanquean cercas urbanas o perímetros exteriores de fortalezas: impedir que, en caso de que lo asaltantes lograran desalojar a la guarnición, se hicieran fuertes en esas torres, atacando desde ellas al interior de la ciudad o el castillo que defendían. Si observamos la ilustración de la derecha, que recoge un ejemplo válido para todas, la guarnición podía combatir como si fuera una torre normal, pero la carencia de gola la hace totalmente inservible para defenderla "hacia dentro". En realidad, es exactamente el mismo principio adoptado por las fortificaciones pirobalísticas, en las que las obras exteriores, colocadas de forma escalonada a cotas inferiores respecto al reducto principal y también desprovistas de gola, eran inservibles para el enemigo en caso de apoderarse de ellas.

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Un ejemplo bastante gráfico lo tenemos a la izquierda. Se trata de las imponentes murallas de Albarracín, en la provincia de Teruel, un sitio por cierto donde tampoco se puede decir que tengan un clima caluroso. Como vemos tanto en la foto como en el plano, la zona norte y este de la muralla fue completada por bestorres para flanquearla. Su construcción data de finales siglo XIII por orden de Pedro III tras apoderarse de la ciudad en 1284 de manos de la familia Azagra, y sufriendo sucesivas reformas hasta tiempos de Fernando el Católico. En este caso, las torres cortan también el paso de los adarves, no habiendo restos de escaleras que permitieran bajar al interior de la población. Solo cabe pensar que se efectuaba a través de una torre que, a su vez, cerraba el paso al adarve siguiente, por lo que el acceso sería de forma escalonada. 

Cerca urbana y castillo de Caernarfon, en Gales. La muralla, construida
por orden de Eduardo I de Inglaterra entre 1283 y 1292, costó 3.500 libras.
En su perímetro podemos ver las bestorres que la defendían
Para ir concluyendo, que bastante me he enrollado ya para ser lunes, las conclusiones a las que creo que podemos llegar quedan razonablemente claras a la vista de lo que hemos ido analizando. Lo del clima se me antoja un motivo totalmente irrelevante ya que muchas de ellas están en zonas muy frías que hace 800 años lo eran aún más. El ahorro de materiales tampoco se me antoja como una razón de peso por varios motivos, a saber: en primer lugar, una muralla no se construía en seis meses con un presupuesto previamente aprobado por una caterva de vampiros, sino que era una labor de años que podía abarcar incluso varios reinados, avanzando las obras en función de los fondos disponibles. Es decir, que cuando había pasta se construía, y cuando no había las obras se paraban y santas pascuas. Y dos, el macizado de una torre o una muralla era precisamente lo más barato del conjunto ya que el migajón con que se rellenaban los paramentos no estaba compuesto por sillería y demás materiales caros, sino con escombros, tierra, restos cerámicos de los alfares cercanos, cantería menuda y alguna paletada de cal como mucho, todo ello colmatado a golpe de pisón y aprovechando las lluvias de otoño y primavera que compactaban al máximo los materiales. En resumen, que poco se ahorraba dejando la torre hueca, y a cambio del ínfimo ahorro se construía un elemento defensivo de vital importancia que sería uno de los primeros objetivos a batir por los zapadores enemigos.

Así pues, y a mi entender, la construcción de una bestorre solo tenía el fin antes mencionado: impedir que los agresores lograran hacerse fuertes en la misma muralla que debía defender la ciudad o, llegado el caso, incluso servir como precaución ante posibles rebeliones y/o traiciones por parte de la guarnición o, ya puestos, de mercenarios contratados para defender la ciudad cuya lealtad se evaporaba en el momento en que el enemigo les ofrecía más dinero del apalabrado por los que en teoría debían defender. No olvidemos que en la Edad Media no siempre era posible disponer de tropas propias, o bien no en el suficiente número, por lo que la contrata de mercenarios era una pauta habitual sobre todo en Italia, un territorio lleno de ciudades estados bajo el dominio de la nobleza o el papado en los que la disponibilidad de tropas de calidad era escasa. 

Bueno, con lo dicho creo que está todo explicado, ¿no?

Hale, he dicho

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