domingo, 7 de julio de 2019

Puylaurens, el último refugio


Impresionante vista aérea del castillo de Puylaurens encaramado sobre el monte Ardu. Las guías turísticas dicen que desde
la base de la roca se tardan 15 minutos en subir, pero debe ser un camelo para que el personal no se acojone, acuda y,
una vez allí, acometan el arduo ascenso. Fumadores, corazones averiados y ciudadanos con sobrepeso, mejor se quedan
en los merenderos que hay junto a la taquilla fumándose un cigarrito o comiéndose unos filetitos empanados

Lotario di Segni, Inocencio III para los amigos y promotor
de la Cruzada Albigense que acabó con la pujanza del
catarismo aunque sus rescoldos aún duraron un siglo más
Ya hemos hablado anteriormente de algunas de las fortificaciones que los cátaros usaron como refugio y/o santuario durante la larga y sangrienta cruzada albigense. Estas fortalezas, situadas en el corazón del Rasés, eran nidos de águilas en los que tanto el rey de Francia como los nobles que apoyaban la aniquilación de los infectados, despectivo término con que se solían referir a estos sufridos herejes, veían como sus mesnadas se estrellaban una vez tras otra contra ellas, y solo a base de dinero, esfuerzo y con el constante acoso con que poco a poco la Inquisición los acorralaba en las ciudades de la Occitania pudieron ir apoderándose de ellas. Como hemos visto en los artículos dedicados a este tema, los cátaros contaban con la ayuda de los faidits, nobles pertenecientes a la más rancia nobleza del Languedoc que, contrariamente a la proverbial mansedumbre de los buenos hombres, eran extremadamente belicosos, gente fiera habituados a los trabajos de la guerra desde que apenas salían de la infancia y, además, muy cabreados por verse esquilmados por los cruzados, la Iglesia y los reyes de Francia. Sus tierras y castillos habían ido a parar a manos de sus enemigos, y solo en casos excepcionales podían conservar algo de su antiguo patrimonio a base de rendir pleito de homenaje a nobles de más rango o al rey de Aragón, que solía mirar para otro lado de vez en cuando para chinchar a su colega gabacho.

Montségur, otro castillo cómodo y accesible no apto para asmáticos
Tras la caída de Montségur en marzo de 1244, a los atribulados herejes solo les quedaban dos reductos razonablemente seguros en lo que antaño había sido poco menos que el patio trasero de su casa, Quéribus y Puylaurens, aparte de las cuevas del Sabarthès, ubicadas en lo más profundo y más salvaje del Rasés, donde ni los hombres de armas del senescal de Carcassonne se atrevían a adentrarse. En resumen, lo tenían bastante chungo. Los inquisidores habían establecido una red de chivatos tan tupida que no escaparía ni un chanquete herético, los vecinos que antaño les mostraban simpatía o incluso les apoyaban no solo se cambiaban de acera con tal de no cruzarse con un infectado, sino que daban media vuelta y salían echando leches a denunciarlo a los Predicadores que, sin prisa pero sin pausa, habían sabido inculcar auténtico miedo entre el personal a base de multas, penas de prisión, penitencias o, peor aún, acabar en el Muro (la prisión del Santo Oficio en Tolosa) de por vida. 

En fin, el panorama era de lo más desalentador. Del final de Quéribus ya hablamos largo y tendido en su momento, así que hoy toca Puylaurens, el último refugio de esto probos herejes en el Languedoc. 

Flanco sur del castillo. En la foto se aprecia el zizagueante y empinado
sendero que conduce al acceso principal. Al final del mismo se pueden
ver los restos de la barbacana que lo defendía
La historia de este castillo es, como la de sus hermanos occitanos, compleja y difícil de seguir en muchas ocasiones. En las fuentes que podemos consultar no es raro encontrar contradicciones, lagunas en el tiempo, fechas alteradas y, en resumen, datos que nos resultan bastante complicados de corroborar, así que nos ceñiremos a lo que, a mi entender, es lo más fiable en lo tocante a este peculiar castillo. Y dicho esto, al grano que para luego es tarde.

No se sabe quién fortificó el risco donde actualmente vemos el castillo de Puylaurens si bien se le atribuye un origen muy antiguo, de la época galo-romana. Es probable que, inicialmente, fuese una simple atalaya para controlar el paso de Campérié, en el camino que une Perpiñán con Foix. Su etimología no ofrece dudas ya que en documentos del siglo X se cita el lugar como CASTRVM PODIO LAVRENTI, el castillo de la montaña del laurel, que en occitano se traducía como puèg laurenç. Actualmente el risco de 697 metros de altura donde se yergue recibe el nombre de Mont Ardu, el Monte Difícil, así que ya nos podemos imaginar que llegar arriba no era un paseo agradable, y menos si los ocupantes del castillo te esperaban para recibirte como si fueras un cuñado de visita dominical. 

El conde Sunifredo (915-968) 
Aunque no hay datos al respecto, cabe suponer que Puylaurens tuvo gran importancia durante los conflictos entre visigodos y la posterior formación de la monarquía carolingia porque ya aparece a mediados del siglo X, concretamente en 958 cuando Sunifredo II, conde de Cerdaña y Besalú y señor de Fenouillet, dona a Pons, abad de Saint-Michael de Cuxa, el valle de Boulzane incluyendo el castillo, donde parece ser que ya existía o que se edificó una iglesia consagrada a Saint-Laurent, San Lorenzo, como obviamente no podía ser menos. En 1162, la comarca pasa a estar bajo el dominio del rey de Aragón si bien los señores de Fenouillet conservan el castillo en feudo hasta que en 1209, con el comienzo de la Cruzada Albigense, empieza la persecución tanto de los herejes como de todos los que de una forma u otra los apoyan.


Blasón de los Fenouillet
En 1203, Ava, señora de Fenouillet recién enviudada de Hugues de Saissac y, por lo visto, fiel seguidora del catarismo, ya debía presentir que las cosas se iban a poner bastante chungas. En efecto, apenas un año más tarde ve como le arrebatan sus dominios en favor de Dalmau de Creixell, un caballero aragonés al servicio de Pedro II. En 1209 y a fin de hacer valer sus derechos y recuperar sus tierras se larga con su hijo Peire,  de unos nueve o diez años, a rendir pleito de homenaje a Aymeri III, vizconde de Narbona y enemigo poco entusiasta de los cátaros, pero no le quedaba otra que posicionarse a favor de los cruzados. Estando bajo la protección del narbonese, los Fenouillet pudieron recuperar de momento sus dominios. Veinte años más tarde, Ava de Fenouillet se desprende de su miserable envoltura carnal y, siendo noble, imagino que algún perfecto le impartiría el CONSOLAMENTVM antes de palmarla para no tener que volver a reencarnarse más, y su hijo Peire, ya con unos 30 años, se ha convertido en un combativo noble que se había casado al menos unos nueve o diez años antes con Giraude o Geralda de Calders, que también era cátara. Al parecer, durante sus algaras había corrido las tierras de Nuño Sánchez, señor del Rosellón, y siendo como era un faidit en potencia prefirió ceder el señorío de Fenouillet antes de verlo confiscado, de modo que así mataba dos pájaros de un tiro. La verdad es que no tengo del todo claro si este hombre llegó a ser un cátaro convencido o, simplemente, se dedicó a ir de un lado a otro conforme le interesase más, porque la cosa es que cuando murió en el verano de 1243 fue enterrado en el cementerio de la comandancia templaria de Mas-Dieu, por lo que habría abjurado de su fe herética y de alguna forma estaba vinculado a la orden si bien no sabemos de qué modo ya que se desconoce si estaba viudo, en cuyo caso sí podía ser miembro de pleno derecho. Sea como fuere, la cosa es que los Saissac ya no eran los dueños de Puylaurens.

Blasón de los Barbeira
Sin embargo, el cambio de dueño parece que no afectó a sus ocupantes porque un faidit fue puesto al frente de la fortaleza, concretamente Chabert de Barbeira que, como recordaremos, fue el defensor de Quéribus. Por este motivo, Puylaurens no cerró sus puertas a todos los infectados que acudían en busca de refugio. Se tiene constancia de que Benoit de Termes, heresiarca del Rasés, habitó en el castillo varios años, entre 1233 y 1241, falleciendo en el mismo. Hacia el final del verano de 1242 (según otras fuentes en 1246), un caballero llamado Pons-Roger de Salses escoltó hasta Puylayrens a un grupo de cátaros encabezados por Peire Paraire, un perfecto que había ejercido como diácono en Frontiers-Cabardès, una población fundada en 1203 por Sicard de Puylaurens (se refiere a la ciudad, situada a unos 88 km. al norte del castillo) y Olivier de Saissac, y a la que Ava de Fenouillet logró asociar a su hijo Peire, que tendría apenas tres o cuatro años en aquel momento. La cuestión es que Puylaurens solo ejerció de refugio temporal de todos los infectados que, ante la creciente inseguridad del territorio y el acoso constante, buscaban un sitio donde poder ponerse a salvo de los hombres de armas del senescal de Carcassonne para, posteriormente, buscar una ruta de escape hacia cualquier zona donde no hubiera peligro. Muchos, la mayoría, se largaron a Lombardía. De hecho, mientras que en 1250 había más de 200 perfectos en el Languedoc, en los 40 años siguientes, entre 1259 y 1299, el número de estos se ve reducido a apenas a 35.

Plato del día, barbecue cathare. Cientos y cientos de estos controvertidos
herejes acabaron en las piras por negarse a abjurar. Al considerar la muerte
como una liberación definitiva de este perro mundo, preferían pasar un mal
rato con tal de no tener que volver por aquí jamás de los jamases
Pero Puylaurens, afortunadamente para sus ocupantes, no se vio sometido a un férreo asedio ni a tener que elegir entre abjurar de su fe o arder como teas. Aunque algunas fuentes afirman que en 1250 pasó definitivamente a manos del rey de Francia, es más probable que la caída de Puylaurens tuvieran lugar cinco años más tarde, seguramente tras la caída de Quéribus a manos del senescal de Carcassonne. A partir de aquel momento ya no quedaban más sitios donde meterse, y es más que obvio que Puylaurens estaba el siguiente en la lista del senescal. Es posible incluso que Chabert de Barbeira se viese obligado a entregar la plaza tras la caída de Quéribus. En cualquier caso, en 1255 Puylaurens pasó definitivamente a manos de Luis IX y el último refugio de los cátaros se fue al garete. Tres años después con la firma del Tratado de Corbeil en mayo de 1258 en el cual y entre otras cosas Jaime I renunciaba a los castillos de Termes, Niort, Quéribus, Peyrepertuse y Puylaurens, que pasaban a ser la frontera sur de Francia. A cambio, Luis IX renunciaba a sus derechos sobre los condados de Barcelona, el Rosellón y Cerdaña.

Luis IX con su madre Blanca de Castilla, que ejerció la regencia con mano
de hierro durante la minoría de edad del monarca. Logró acabar con la
amenaza de la herejía para dedicarse a masacrar agarenos en Tierra Santa
y, finalmente, palmarla miserablemente en Túnez de disentería en 1270
Aquí acaba la historia de Puylaurens como castillo cátaro, pero en modo alguno su vida operativa. Al convertirse en un enclave de gran importancia estratégica, en 1260 Luis IX mandó mejorar sus defensas y guarnecerlo con 25 hombres de armas al mando de Odon de Monteuil porque, tratados aparte, los reyes de Aragón y Francia se seguían haciendo amables visitas de vez en cuando para recordarse mutuamente que se caían fatal. De esta época datan la torre del homenaje, las torres y murallas que se conservan actualmente y la torre situada en el extremo sudoeste, conocida posteriormente como la Torre de la Dama Blanca (luego contaremos el origen de este nombre). Tras la muerte del rey Luis su hijo Felipe, III de su nombre, prosiguió con las obras de fortificación, que duraron hasta 1285. A principios del siglo XVI se dio forma a su característico sendero en zigzag, quedando el conjunto con el aspecto con que lo conocemos hoy día. Su ocaso comenzó a raíz del Tratado de los Pirineos (1659), que desplazó la frontera francesa más hacia el sur, por lo que su importancia estratégica era ya irrelevante, y más tratándose de un castillo medieval en una época en que la artillería se había enseñoreado de los campos de batalla y los asedios. No obstante, siguió manteniéndose una pequeña guarnición nutrida principalmente de veteranos ya un poco inútiles para servicios normales hasta que, finalmente, con la llegada de la Revolución en 1789 fue definitivamente abandonado. Como dato curioso añadir que Puylaurens, que no pudo ser conquistado ni por el mismísimo Simón de Monfort, que lo intentó una vez durante la cruzada aunque sin éxito, fue tomado y ocupado temporalmente por tropas españolas en 1635 en el contexto de la Guerra Franco-Española (1635-1659). Para chulos nosotros, qué carajo...

Bien, esto es lo que hemos podido asacar sobre esta singular fortaleza, verdadero paradigma de los castillos roqueros porque solo imaginar como debieron desenvolverse los albañiles que lo construyeron produce vértigo, moviéndose prácticamente sobre el vacío para colocar piedras de varios quintales de peso sobre andamios a base de palos y pasarelas de madera en los que lo mejor era no mirar nunca hacia abajo. Pasemos ahora a dar una somera descripción del recinto con sus partes más relevantes ya que en la red hay mogollón de fotos para recrearse largo y tendido. Veamos...


Bien, empecemos por el principio, que es lo más razonable. Antes de llegar al castillo hay que subir por el sendero en zigzag que da repeluco solo verlo en foto. Los nueve muros, como avanzamos anteriormente, son un añadido del siglo XVI. Su misión no era otra que frenar o ralentizar a hipotéticos asaltantes y obligarlos a subir poco menos que en fila india, con lo que su ímpetu quedaría tan mermado que con pocos defensores situados en la barbacana podrían pararlos en seco. Avenates patrioteros aparte, parece ser que la única vez que fue ocupado se debió a que la mitad de la guarnición estaba en la población costera de Leucate cuando un pequeño ejército español de 800 hombres logró apoderarse del castillo en 1635, así que de poco sirvió en eta ocasión el enrevesado y traicionero camino de ascenso.


Si logramos coronar el cerro sin escupir el hígado en cualquier sitio, nos encontramos con la barbacana, un pequeño recinto formado por una camisa que en su época estaría almenada y con un adarve construido de madera para su defensa. Si observamos el plano superior, junto a donde hemos puesto la letra B hay un pequeño tramo del muro que se introduce en el recinto y que creo que es un postigo. No he podido dar con ninguna foto que lo muestre claramente, pero tampoco hace falta echarle imaginación porque ese rehundido no pinta nada en semejante sitio salvo eliminar ángulos de visión desde el exterior que delaten la presencia del postigo. En todo caso, para escaparse por semejante sitio ya había que echarle testiculina, las cosas como son. Bien, una vez que traspasamos la barbacana nos contramos con el acceso principal, una puerta con arco rebajado protegida por una buhedera que también vale, llegado el caso, como buzón matafuegos. La muralla donde se abre la puerta está flanqueada por el noroeste por la del reducto, así que llegar solo era toparse con un obstáculo más.


Tras la puerta nos encontramos un pequeño patio que da acceso al patio de armas. La foto, que puede inducir a engaño, muestra la puerta de acceso sobre la cual vemos el arco donde se abre la buhedera más su correspondiente parapeto. El engaño o efecto óptico puede hacer pensar que las aspilleras que se ven en primer término se abren en el muro donde está la puerta, pero en realidad están en el interior del muro del patio. Para despejar dudas he marcado de rojo los límites del vano de la puerta que, además, presenta el hueco del alamud en el lado izquierdo de la foto. Esta obra debió llevarse a cabo durante la campaña emprendida por Luis IX, y ciertamente suponía una dificultad extra en caso de que los asaltantes lograran traspasar la puerta principal del recinto, que solo podría ser eliminada metiéndole fuego porque en el escaso espacio disponible en el sendero y en el interior de la barbacana lo más que cabría sería un pequeño ariete.


Esta imagen corresponde al interior del patio. En el muro vemos las aspilleras que en la foto anterior hemos visto por dentro. Con esta obra tendríamos tres obstáculos difícilmente salvables antes de poder entrar en la fortaleza propiamente dicha, y aún una vez alcanzado el patio de armas las dificultades para seguir avanzando no menguaban ni un ápice. Francamente, no es habitual ver castillos que de por sí sean complicados de conquistar solo por su posición geográfica y que, además, contengan tal cúmulo de obras defensivas para ponerlo aún más difícil.



Esta vista aérea nos permite apreciar mejor el patio de armas, un amplio recinto en forma de trapecio irregular de unos 1.500 m² de superficie que se extiende en dirección este-oeste. En su época, además de las dos dependencias de fábrica de las que quedan algunos restos, el contorno del recinto estaría ocupado con otras de madera adosadas a la muralla, como era habitual. El círculo señala el postigo del lado este (véase el detalle), donde imagino tendrían un paracaídas en un armario junto a la puerta porque, como se puede ver, la salida daba directamente al vacío. La flecha señala la escalera que permitía acceder al estrecho adarve por el que se llegaba a la puerta del reducto. Para ponerlo aún más difícil, el adarve estaba cortado y solo se podía cruzar mediante una pasarela que era retirada desde el interior. Las murallas, como vemos, no son especialmente gruesas, apenas 120 cm. porque, simplemente, era imposible adosar máquinas de batir, por su posición y su altitud quedaban fuera del ángulo de tiro de los fundíbulos, y su base rocosa hacía literalmente imposible el minado. Igual tocando todos a una varias trompetas lograban derribarlas, aunque creo que después de lo de Jericó semejante hazaña no se ha vuelto a repetir.


En esa otra foto vemos el acceso al reducto.  En primer término vemos el muro del patio interior con sus aspilleras abocinadas, y a la derecha una barandilla de la pasarela de madera que conduce a la puerta, que como la de acceso principal también estaba defendida por una buhedera. El reducto se componía de una amalgama de dependencias unidas unas a otras de forma que da la impresión de haber sido construidas en épocas distintas, formando un conjunto bastante poco homogéneo. Bajo una de ellas se encuentra la cisterna que permitía el suministro de agua en caso de que el enemigo lograra apoderarse del patio de armas. El reducto era de por sí un castillo dentro del castillo, y hasta el acceso al adarve solo podía llevarse a cabo desde el mismo. Por cierto, aunque visto desde el aire pueda parecer que había patinillos interiores o espacios abiertos, no era así. La realidad es que todo el reducto estaba compartimentado en dos niveles al menos, y por supuesto techado dando lugar con ello a dependencias entre los edificios principales: la torre del homenaje y las dos torres redondas. Hay mogollón de fotos en la red donde pueden darse espléndidos garbeos virtuales para corroborarlo.



En esa vertiginosa foto cenital nos podemos hacer una idea del interior del reducto. En la parte inferior vemos la Torre de la Dama Blanca, que debe su nombre al espectro- un castillo sin fantasma es como unas gambas sin zumo de cebada helaíto der tó- de Blanca de Borbón, la desdichada tataranieta de Luis IX que fue casada con Pedro I, el taimado y vesánico monarca de Castilla. Puede que todos se pregunten qué leches pinta ahí la phantasma de la pobre doña Blanca, a la que le pilla un poco lejos el castillo gaditano donde fue vilmente apiolaba, pero la cosa es que, según cuentan, en algún momento de su breve vida antes de ser enviada a Castilla pernoctó o vivió unos días en Puylaurens. En todo caso, como está mandado, de vez en cuando dicen que se la ve dándose un garbeo por las murallas envuelta en un halo vaporoso y tal, como no podía ser menos. Bueno, ectoplasmas regios aparte, en rojo hemos marcado el estrecho pasadizo donde se encuentran las letrinas del castillo, cuya morfología no deja de ser también un tanto peculiar.



Ahí tenemos las letrinas, que tras un buen tramo empotradas en la muralla caen en la ladera oeste del risco. Dos de ellas son como que aparece en el detalle inferior, unas meras abertura sin apoyo ni nada por el estilo. O sea, había que apalancarse en cuclillas y si te pillaba en plena tormenta o cayendo una nevada de antología supongo que el personal optaría por orinales antes que salir ahí en plena noche y palmarla de una pulmonía. La del detalle superior es un tabuco abierto en el grosor de la muralla que quizás en su época tuviese algún asiento de madera o similar. En fin, que no son precisamente inodoros de diseño.


Para terminar, algo verdaderamente inusual: un tubo de voz o, al menos, eso afirman. En uno de los muros de la Torre de la Dama Blanca, junto a una nervadura de la bóveda, se ve una acanaladura tallada en la piedra que, según vemos en el detalle inferior, se pierde en dirección a la planta superior de la torre. Cabe suponer que contendría un tubo de cobre porque así, sin más, no creo que sirviese de mucho, y bastaría un simple agujero en el techo para, dando un berrido, hacerse oír por el que estaba abajo. A mí, si les digo la verdad, más bien me parece un tubo destinado a recoger el agua de lluvia de la azotea para conducirla a la cisterna del reducto, que se me antoja más práctico que tomarse tanto trabajo para chismorrear sin tener que andar subiendo y bajando escaleras. En fin, no he logrado encontrar ninguna foto que muestre el recorrido íntegro de la acanaladura en el muro, así que me limito a exponer la impresión que me causa y que, ciertamente, no coincide con algo tan sofisticado e inservible para la época. Más me inclino a pensar que los gabachos han querido ver algo único en innovador antes que algo tan corriente como un conducto de aguas pluviales y darle así ese matiz de exclusividad a su castillo.

Bueno, criaturas, ya me he enrollado en demasía. Con lo expuesto creo que, aparte de la cosa histórica, podemos hacernos una idea de cómo era esta peculiar fortaleza. Si no me pillase tan lejísimos y no me diese tanta pereza me animaría a visitar todos los castillos cátaros que, ciertamente, deben ser espectaculares tanto por su morfología como por el entorno donde se encuentran pero, en fin, también me gustaría ir a la luna pero lo que no pué sé no pué sé, y ademá é imposible.

Hale, he dicho

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