Aparte de la lanza, cuyo origen es tan remoto que ya la vemos en las pinturas rupestres de todo el mundo, fueron las mejoras del armamento defensivo de los guerreros lo que obligó a fabricar armas cada vez más contundentes que pudiesen vulnerar las a su vez más sofisticadas armaduras que iban surgiendo en los campos de batalla. Para herir a un hombre enteramente cubierto de hierro ya no bastaba una simple lanza, y la sufrida infantería tenía que hacer frente en clara desventaja a diestros guerreros montados en enormes caballos de guerra. Mal armados y peor protegidos, los componentes de las milicias concejiles y demás tropas no profesionales formaban el grueso de las listas de bajas en los combates de la época, y solo aquellos con los medios económicos adecuados podían hacerse con el equipo necesario para salir vivos y enteros del trance.
Hay que tener en cuenta que a dichas milicias nadie les costeaba las armas, reservando tanto los concejos como los nobles de las grandes casas aristocráticas los medios económicos para contratar hombres de armas o caballeros a fin de disponer de tropas profesionales más capacitadas. Así pues, la infantería era presa fácil de las arrolladoras cargas de caballería que diezmaban a los milicianos sin piedad, lo que hizo necesario crear armas, muchas de ellas derivadas de útiles agrícolas, para contrarrestar en lo posible el implacable empuje de los guerreros que, montados sobre sus caballos coraza, fueron los dueños de los campos de batalla durante siglos.
Comenzaremos esta serie de entradas sobre las armas enastadas con las dos más populares entre la infantería bajo-medieval: La alabarda y la bisarma. Vamos a ello:
LA ALABARDA
Parece ser que la alabarda tuvo su origen en los países escandinavos, siendo popularizada en Europa por las cotizadas tropas mercenarias suizas. Su presencia se generalizó en el occidente europeo a partir aproximadamente del siglo XIV. Se trata de un arma enastada para infantería cuya pesada y robusta hoja estaba diseñada para varios fines. En la ilustración de la izquierda podemos ver la apariencia del tipo más primitivo. Como se ve, se trata de una enorme hoja engarzada en un asta con dos argollas. Básicamente, era un arma para herir de filo. Gracias a su peso y a la longitud del asta, podía hendir con relativa facilidad una armadura de placas y, por supuesto, una cota de malla.
En la ilustración de la derecha se ve un modelo posterior, más desarrollado. Se compone de una punta, un hacha y un pico. Cada parte tenía su cometido: la punta para usar el arma como pica, el hacha para descargar golpes de filo, y el pico para enganchar jinetes y desmontarlos, o bien para hacer palanca en las juntas de las armaduras de estos una vez derribados y herirlo hundiendo la pica por el hueco. Como se ve, la cabeza de armas va unida al asta mediante una larguísima pletina de engarce que, además, de darle a la unión más resistencia, servía para proteger el asta de golpes de filo, como ya vimos en la entrada dedicada a los martillos de guerra. Los cuadros de infantería armados con estas alabardas ya daban bastante que pensar a los jinetes que, desde hacía mucho tiempo, eran casi invulnerables. Un simple peón podía engancharlo, tirar de él hacia el suelo y una vez allí, como una tortuga panza arriba, casi indefenso, ser rematado con la pica. Esta se introducía por los sitios más vulnerables: uniones de piezas si el jinete iba enteramente cubierto con una armadura de placas, o las ingles, que estaban totalmente desprotegidas. Otro punto muy vulnerable eran las rendijas del visor, lo que hizo que, con el tiempo, las picas de las alabardas se estilizasen y aguzasen más, como veremos más adelante.
Con el paso del tiempo, las formas de estas armas se fueron volviendo más estilizadas y elegantes. Finalmente, cuando su uso como arma de guerra quedó obsoleto, siguió siendo el arma emblemática de muchas guardias reales. Hoy día la Guardia Real española mantiene su cuerpo de alabarderos para la guardia de la persona del rey en paradas militares y demás actos oficiales, y en el Vaticano todos conocemos a los Guardias Suizos que, curiosamente, siguen entrenando en el manejo de la alabarda para la defensa del pontífice.
A la izquierda podemos apreciar como estaban fabricadas. Toda la hoja estaba forjada en una sola pieza, lo que le daba una elevada resistencia, y se instalaba en un asta de entre 1,80 y 2 metros de largo, generalmente de madera de fresno o castaño de sección redonda u ochavada, proporcionando éste último un mejor agarre. Como se ve en la lámina, no llevaba cubo de enmangue, sino dos largas pletinas a cada lado sujetas al asta mediante remaches pasantes, sistema mucho más fiable y robusto que el tradicional cubo usado en las lanzas. Dichas pletinas iban soldadas a la cabeza de armas. Teniendo en cuenta el uso que se le daba a estas armas, se buscaba sobre todo una solidez a toda prueba. El peso de estas cabezas oscilaba por los 2 Kg. sin contar con el asta.
La morfología de estas armas fue variando con el tiempo, adoptando sus cabezas de armas formas cada vez más curvilíneas y elegantes, así como calados y grabados en sus hojas. A continuación varios modelos de diferentes épocas para ver mejor su evolución.
En la ilustración de la derecha vemos una alabarda de mediados del siglo XV. La cabeza de armas ya ha tomado su forma habitual, si bien con el gancho y la pica elaborados de forma un tanto burda. La moharra aún es ancha y corta en relación a los tipos posteriores debido a que aún no se ha producido la enorme expansión de armaduras de placas posterior.
En la lámina inferior es de finales del siglo XVI. La pica se ha alargado aún más, y el filo del hacha tiene forma de media luna invertida. Es de suponer que esta modificación iba encaminada a desjarretar las monturas del enemigo. Para partir las hojas de las espadas o trabar las moharras del adversario va provista en sus cantos de tres muescas.
En cualquier caso, los diseños son innumerables ya que, como hemos repetido varias veces, partiendo de un patrón predeterminado, las variaciones eran infinitas, siguiendo el gusto del armero o del que encargaba el arma. Basta mirar en la red para ver que haría falta un blog monográfico solo para abarcar los diferentes tipos de alabardas fabricadas en el período que nos ocupa.
Éste arma no sufrió evolución alguna durante su vida operativa, que se extendió desde principios del siglo XV al XVI. Con mínimas variaciones, su aspecto permaneció inalterable salvo en los piezas destinadas a uso ornamental, en cuyo caso sus hojas eran labradas y las astas adornadas con borlas.
Las bisarmas eran muy efectivas. Si el aguzado gancho hacía presa en un jinete enemigo, éste lo tenía muy complicado para no ser descabalgado. Si eso sucedía, como comentábamos al comienzo, el peso de la armadura lo volvía torpe como un galápago. En ese momento era presa fácil del infante, que no dudaba ni un instante en hundirle la pica por el visor del yelmo o por alguna abertura de la armadura. Y si no lo descabalgaba, un puntazo dirigido por debajo del peto o entre éste y las hombreras podía producir una herida que dejase al jinete fuera de combate o muerto.
Sus cabezas de armas medían entre los 80 cms. y 1 metro sin contar las pletinas de enmangue, y su peso oscilaba entre los 2 y los 3 Kg. sin contar el asta. Su fabricación era similar a la alabarda, la cabeza de armas se forjaba en una sola pieza, a la que se soldaban a cada lado las dos pletinas de enmangue.
Cuando las formaciones de infantería variaron su organización táctica a raíz de la creación de las coronelías o tercios ideados por Gonzalo Fernández de Córdoba, formando cuadros integrados por piqueros, arcabuceros y espaderos, fue cuando las alabardas y las bisarmas vieron el final de sus vidas operativas. Pero durante el tiempo que permanecieron en los campos de batalla, prestaron un muy buen servicio a la infantería, que durante décadas había tenido que soportar las arrolladoras cargas de caballos coraza valiéndose únicamente de sus lanzas y de apretar filas contra el enemigo, cosa que, casi siempre, era imposible. Para milicianos mal entrenados y más dados a labores rurales que a plantar cara al enemigo, verse enfrentados a una masa de hombres de armas a caballo no debió ser nada fácil, y menos aún echarle los redaños necesarios para aguantar impasibles el brutal choque con la caballería de la época. Las alabardas y las bisarmas contribuyeron a igualar un poco la balanza. He dicho.
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