domingo, 8 de mayo de 2011

Hombres de armas: El caballero bajo-medieval


Lógicamente, si hablamos de fortificaciones y de armas, se debe también mencionar a los que combatían en aquella época. Así pues, comenzaremos esta serie con el que quizás la mayoría de la gente tenga en la cabeza cuando se habla de castillos: El caballero.
Hay muchos estereotipos sobre estos sujetos, todos procedentes de la alta o la baja nobleza. Siempre se ha hablado de sus virtudes caballerescas, su generosidad, su arrojo, su defensa de los débiles, etc., etc., etc... Pero, como en todo, hay una parte de verdad y otra, más bien la mayor parte, que no se asemeja en nada a la imagen que se tiene de estos guerreros porque una cosa era que jurasen cumplir sus preceptos caballerescos al ser armados, y otra muy distinta que los llevasen a cabo a rajatabla.
Muchos de ellos, la mayoría, se veían obligados a combatir al servicio de nobles con el suficiente poder adquisitivo como para mantener una tropa a sueldo. Otros se tenían que buscar la vida y vagar de una parte a otra en busca de un señor al que servir. Como, por desgracia, toda la península fue un campo de batalla durante siglos, la verdad es que trabajo no les faltaba. Salvo los que ingresaban en alguna orden militar, y perteneciendo a una clase social en la que el trabajo estaba vedado por ser indigno de ellos, basaban la búsqueda del sustento en dos cosas muy simples:
1: Ascender de posición a base de combatir, intentando lograr que el monarca de turno se fijase en sus hazañas y le otorgase un título nobiliario o tierras, o al menos ganarse la vida combatiendo a sueldo de un noble de categoría y participando en los repartos de los botines que obtenían en las aceifas y algaras de turno.
2: Intentar casarse con una mujer de una posición económica superior a la suya, con lo que, al menos su vejez, la tenían asegurada.
Obviamente, solo unos pocos lograban alcanzar esas metas. La mayoría dejaban la piel en el intento, o bien, cuando ya no podían combatir por la edad o por quedar medio lisiados, vivían como podían en el terruño familiar con lo ganado durante años de esfuerzos, guerra y privaciones. De hecho, muchos miembros de la baja nobleza, los infanzones, nunca pudieron siquiera ser armados caballeros porque no podían costearse el oneroso equipo que requería su oficio, acabando como simples hombres de armas o escuderos que, aunque en la práctica combatían igual, es evidente que tenían menos categoría, cobraban menos soldada y cabían a una parte inferior en los repartos de botines.
Así pues, para poder recibir sus espuelas de oro (que en realidad supongo que serían de bronce dorado), lo primero que necesitaba era el "vehículo" propio de su oficio: un caballo. Pero no un caballo cualquiera, un palafrén o un rocín. Necesitaba un caballo de batalla, un bridón como se les llamaba aquí, o corcel o, usando el término francés, un destrier. El término bridón procede de caballos para montar a la brida, o sea, con las piernas estiradas. Esa forma de montar, contraria a la monta a la jineta usada por los árabes, parece ser que fue creada por los normandos, ya que usando una silla de arzones altos permitía al jinete dar un empuje mucho mayor cuando cargaba, así como más estabilidad si había que combatir con espada, maza, etc. Pero un bridón era un animal increíblemente caro. Tanto, que muchos hombres de armas tenían que conformarse con una simple mula. Pocos podían costearse un bridón de categoría, especialmente los caballos criados en la península para tal fin. Concretamente, los caballos españoles tenían fama en Europa por su enorme alzada y su poderosa constitución.
Obviamente, había caballeros con el suficiente poder adquisitivo para permitirselos. Y no solo un bridón, sino también un palafrén, caballos estos de menor porte, usados para trasladarse de un lugar a otro sin necesidad de cansar al caballo de batalla, aprestado siempre para el combate. Además, debía contar con alguna acémila de carga para transportar su equipo y enseres, y mantener un escudero lógicamente. Caballeros muy adinerados con varios caballos de batalla, mulas para el transporte y no solo escudero, sino también pajes y criados a su servicio los hubo, como es de suponer. Pero eso estaba reservado a los miembros de las casas de la alta nobleza, con las rentas necesarias para ese dispendio. Pero la mayoría, cuyos padres apenas tenían las rentas que les proporcionaban algún villorrio y unas cuantas fanegas de tierra, no se podían permitir tantos lujos.
Luego estaban las armas, tanto ofensivas como defensivas: espada, maza, hacha, mangual, lanzas, yelmo, almófar, cota de malla, perpunte y escudo. Todo ello costaba una fortuna. Sólo la cota de malla valía allá por el siglo XII el equivalente a siete bueyes, que no eran animales precisamente baratos. De cada una de estas armas haremos un estudio más a fondo en sucesivas entradas, porque soltarlo todo de golpe sería excesivo para leerlo del tirón.
Por lo demás, cuando un caballero entraba al servicio de un señor, incluyendo el servicio a la corona, le juraba lealtad y demás votos conforme a los usos de la época. Pero, curiosamente, si por el motivo que fuere ese caballero deseaba irse a servir a otro señor, aunque fuese enemigo del anterior, le bastaba con desnaturalizarse y largarse con viento fresco. Eso no estaba considerado como traición, sino que era una costumbre aceptada por las leyes de la época.
Por poner un ejemplo conocido por todos, tenemos a Rodrigo Díaz, el Campeador, el Sayyidi o, como también lo conocían los árabes, Ludrik al-Kabatayur. Rodrigo Díaz, miembro de la baja nobleza castellano-leonesa que, tras sus desavenencias con la corona, se fue con su pequeña mesnada en busca de señor al que servir. Y no tuvo problemas en ponerse a las órdenes del emir de la taifa de Zaragoza, combatiendo al rey de Aragón, al conde de Barcelona y, por supuesto, a los reyezuelos de las taifas enemigas de su señor. Además de eso, no dudó en entrar a saco en las tierras de García Ordóñez, su mortal enemigo, acusándole de haber instigado al emir de Toledo a llevar a cabo una razzia en tierras de Gormaz, que eran señorío de su mujer, Jimena Díaz. Sin embargo, nunca fue considerado como un traidor por ponerse al servicio de un musulmán y luchar contra cristianos. Y cuando ganó dinero suficiente para disponer de su propia hueste, no dudó tampoco en desnaturalizarse del nuevo emir zaragozano a la muerte del anterior y, por su cuenta, conquistar Valencia.
El portugués Pelayo Pérez Correa (Paio Peres Correa para los portugueses), maestre de la Orden de Santiago, estuvo casi toda su vida combatiendo junto a los reyes de Castilla. Cuando la crisis dinástica de 1383-1385 en Portugal, muchos nobles tomaron partido por Castilla. O el mismo infante don Enrique, uno de los numerosos hijos de Fernando III de Castilla, por las desavenencias con su hermano Alfonso X se puso al servicio del rey de Francia. En fin, como se puede ver, la granítica lealtad caballeresca era algo completamente relativo. Pienso que, en realidad, sólo eran leales a sí mismos.
Bueno, creo que con este resumen queda más o menos claro qué era un caballero de la época. Pero a pesar de no ser lo que la mayoría piensan que eran, no cabe duda de que fueron el núcleo de los ejércitos medievales, hombres adiestrados en el uso de las armas desde que apenas aprendían a caminar y que, gracias a ellos, los ejércitos reales podían contar con tropas de élite, sin las cuales poco podrían haber hecho ya que las milicias concejiles llamadas a la guerra cuando era necesario estaban formadas en su mayoría por simples peones que trocaban el arado por la lanza durante los 40 días a los que las leyes de la época les obligaban a servir, y eso siempre que fuese para defensa del territorio porque, para incursiones en territorio enemigo, ya había que ir poniendo dinero sobre la mesa, ya que en caso contrario nadie estaba obligado a cruzar la frontera en armas.
Bueno, ya vale de momento. Para la próxima entrada referente a los hombres de armas, hablaremos de su equipo. He dicho.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.