sábado, 23 de julio de 2011

Los perros de la guerra



Desde hace miles de años, los perros han sido utilizados en infinidad de tareas por el hombre. Eso lo sabemos ya todos porque no han dejado de repetirnoslo. Lo que algunos no saben, porque no lo han repetido tanto, es el uso bélico que se le han dado a estos animales desde tiempos inmemoriales. Cuando se habla de este tema, a la mayoría se les viene a la cabeza la visión de perros con máscara anti-gás en la Primera Guerra Mundial, o los feroces pastores alemanes usados por los malvados SS en los campos de exterminio y poco más.

Pero ya desde varios siglos antes de Cristo, como podemos ver en ese bajo-relieve asirio encontrado en Nínive, el hombre se valía de enormes perros de presa para hacerle la puñeta al adversario. Molosos especialmente adiestrados para sembrar el terror entre las filas enemigas soltando dentelladas a diestro y siniestro, y espantándoles la caballería. Ese descomunal animalito del bajo-relieve, que tiene toda la pinta de un mastín español, bien podría ser un ancestro de nuestros emblemáticos chuchos ya que, según parece, fueron introducidos en la Península por los fenicios hace unos 3.000 años. Estos, junto con los temibles alanos, fueron usados prolijamente en multitud de ocasiones. 

En la época que nos ocupa, los perros de guerra fueron usados especialmente en dos cometidos concretos: lanzados contra las cargas de caballos coraza, y como instrumento de terror por los conquistadores del Nuevo Mundo.

Los indios desconocían la existencia de semejantes fieras antes de la llegada de los españoles. Entre los caballos, que también desconocían, y los mastines y alanos que fueron llevados a las Américas, la gente de Cortés, Balboa, Pizarro, etc. sembraron el pánico por doquier. Hubo un alano, llamado Becerrillo, propiedad de un tal Sancho de Aragón, que alcanzó tal fama a inicios del siglo XVI que hasta cobraba la paga de un ballestero. Bueno, la cobraría su amo, pero el caso es que tenía asignada una paga, y que esta era superior a la de un peón o un piquero. Para el que quiera conocer mejor su historia y la de su hijo Leoncico hay varios artículos en la red. No creo que haya habido un chucho más famoso tras Rintintín.

Uno de los castigos que solían imponer a los indios rebeldes era el conocido como el aperreo, que no era otra cosa que azuzarle a los desdichados de turno varios alanos o mastines con las consecuencias imaginables. La contemplación de semejante escabechina por parte de los demás miembros de su tribu era suficiente, por lo general, para convencerlos de que lo más sensato era someterse al dominio hispano, so pena de verse literalmente despedazado por las ávidas mandíbulas de sus perros. La lámina de la izquierda muestra uno de esos aperreos, quizás al que Vasco Núñez de Balboa sometió a un cacique llamado Torecha y a cincuenta de sus amantes. Amantes hombres, ojo. Ya sabemos que, en aquellos tiempos, el pecado nefando era causa de terribles castigos.

El alano, que al parecer era una raza obtenida mediante el cruce de dogo y mastín, era un animal especialmente fiero, ágil, poderoso y, sobre todo, inteligente. Aunque originariamente usados como perros de presa para guarda y agarre de ganado, sus cualidades lo elevaron a la categoría de perro-soldado. Sin embargo, quizás por el denodado empeño hispano de valorar más lo ajeno que lo propio, durante el siglo XIX esta raza quedó prácticamente extinta. Afortunadamente, en la década de los 80 del pasado siglo, grupos de aficionados buscaron por cielo y tierra ejemplares perdidos de esta raza, dando con algunos en el norte de España. Actualmente, los ancestrales alanos españoles son afortunadamente una realidad.

En Europa, el uso de perros de guerra está documentado en todas las épocas habidas y por haber. Desde los romanos y los pueblos germánicos hasta el día de hoy, no ha habido conflicto en el que no hayan participado de un modo u otro. En la Edad Media, la amplia colección de molosos disponibles fueron usados para deshacer cargas de caballería sobre todo. Es obvio que los guerreros del Viejo Mundo no se asustaban como los indios y, además, cubiertos de hierro como iban, sus dentelladas no eran tan preocupantes como una alabarda o una espada. Pero los caballos si se asustaban, y mucho, cuando venían venir sobre ellos una horda de perros cubiertos por armaduras erizadas de púas o, como vemos en la ilustración de la derecha, con un recipiente lleno de resina ardiendo del que emerge una afilada pica con la que herían las patas de los caballos. Y el problema no solo era que les mataran o inutilizaran el caballo, sino que, además, si los derribaban, los perros, enloquecidos por la furia y el olor a sangre se cebaban con el caído, o bien los peones que los seguían los remataban sin más.

Se tiene constancia, por ejemplo, del envío en 1530 por parte de Enrique VIII de Inglaterra de una hueste de 4.000 hombres y varios cientos de perros, concretamente mastines napolitanos, en ayuda de Carlos I para combatir a Francisco I de Francia. La gentil y gallarda caballería gala poco pudo hacer cuando aquellos descomunales perros, que pueden alcanzar los 90 kilos de peso e incluso más, se abalanzaron sobre ellos. Para su defensa se les dotaba de armaduras como las de los humanos, bien de placas, como el que aparece a la derecha de la ilustración inferior, que lleva incluso escarcelas para protegerle las patas traseras; cota de malla, como el que vemos en el centro, o un perpunte acolchado como el que lleva puesto el de la izquierda. A eso, añadirle púas o cuchillas o, como también vemos en la ilustración, collares erizados de pinchos a fin de que no puedan ser sujetados si se les agarra por el cuello.



En fin, no quería dejar de hablar, aunque sea de forma muy resumida, sobre estos eficaces auxiliares en las incontables guerras que llevamos pasadas en la humanidad. El hombre, siempre extremadamente hábil para manipular hasta los instintos de otros animales, ha sido capaz de crear razas de perros para los usos más inverosímiles. Y, entre ellos, como no, para la que quizás sea nuestra mayor afición: matarnos unos a otros.

Hale, he dicho





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