miércoles, 17 de octubre de 2012

Mitos y leyendas: El campo de batalla 2ª parte




Como continuación a la anterior entrada del mismo título, en esta dejaremos atrás la Edad Media para adentrarnos en el campo de batalla moderno, o sea, cuando se generalizó el uso de las armas de fuego tanto ligeras como pesadas: arcabuces, mosquetes, pistolas y artillería. 

Al igual que en lo tocante al medioevo, las batallas de este período se han visto siempre rodeadas de un halo glorioso y, además, sumamente estético debido a los vistosos uniformes al uso en la época. Las monarquías absolutas del siglo XVI dieron lugar a la creación de ejércitos permanentes que, aparte de mejorar de forma notable la preparación del soldado, dejaron de lado las añejas milicias nobiliarias o concejiles donde la tropa se componía de labriegos vestidos de cualquier forma y armados con cualquier cosa incluyendo útiles de labranza, como ya se ha explicado en varias entradas al respecto (véanse las entradas etiquetadas como Armas de circunstancias).

Así pues, del villano harapiento armado pobremente y aterrorizado por la perspectiva de enfrentarse a un caballero cubierto de hierro aupado sobre un descomunal bridón, se pasó a un soldado profesional entrenado, equipado con buenas armas y, generalmente, uniformado con ropa adecuada. Sin embargo, esto no supuso una relajación en la fiereza del combate y, además, el soldado no solo se enfrentaba a las heridas punzantes o contusas de siempre, sino a las producidas por las armas de fuego ( conviene echar un vistazo a las entradas dedicadas a este tipo de heridas, tanto la como la parte). Dicho esto a modo de introito, veamos el panorama de la época:

LOS EJÉRCITOS

Lo más significativo de esta época, a partir del siglo XVI en adelante, es el notable aumento de efectivos. De las huestes medievales compuestas por lo general de algunos cientos o, si acaso, miles de hombres (juntar veinte mil ya era toda una proeza nada común), se pasa a ejércitos compuestos por varios miles de combatientes de todo tipo: piqueros, arcabuceros, mosqueteros, ballesteros, caballería ligera, caballería pesada y artilleros. En el siglo XVIII ya desaparecen los cuadros de picas para dar lugar a una infantería formada exclusivamente por fusileros, y la caballería de antaño se transforma en unidades de caballería ligera compuesta por húsares y caballería pesada formada por coraceros y lanceros. Apareció además un nuevo tipo de jinete, el dragón, equipado tanto para combatir a caballo como, llegado el caso, echar pie a tierra y luchar como la infantería. En lo tocante al número de efectivos, nos encontramos que ejércitos formados por cuarenta o cincuenta mil hombres son habituales, llegando en el siglo XIX incluso a cifras cercanas a los 100.000 o más. Estas cifras era simplemente irreales en una Edad Media en que la población de una ciudad importante no alcanzaba ni un tercio de esa cifra.

LA DISTRIBUCIÓN TÁCTICA DE LAS TROPAS

Las armas de fuego permitían matar a más distancia e hicieron inservibles las carísimas armaduras de tiempos anteriores, pero la suerte de la batalla la seguía decidiendo el cuerpo a cuerpo. Los cuadros de infantería avanzaban en buen orden hacia el enemigo mientras recibía una descarga tras otra de fusilería que, poco a poco, iba mermando sus efectivos. Aunque la velocidad de recarga era muy lenta, el tiempo que una compañía o un regimiento empleaban en cubrir los pocos cientos de metros que los separaban del enemigo eran suficientes para sufrir cuantiosas bajas. Por norma, y a fin de asegurar la puntería en las aún  poco precisas armas de la época, no se abría fuego hasta que el enemigo no estaba a unos cien metros. Pero eso no significa que antes no recibieran su castigo, en este caso causado por la artillería que disparaba contra ellos diferentes tipos de munición en función de la distancia a la que se encontraran.

Así, cuando estaban a más distancia, empleaban pelotas macizas para tiro de rebote, sumamente mortífero porque la bola, con una carga adecuada para ello, cuando impactaba contra el suelo salía rebotada a gran velocidad como cuando tiramos una piedra contra el agua, llevándose por delante a filas enteras de infantes hasta que se detenían finalmente. También se usaban granadas cuyas mechas, calculadas para hacer estallar la carga cuando aún estaban en el aire, producían al detonar un cono de metralla devastador. Lo mismo en el caso de polladas, bombas, etc. (véanse las entradas dedicadas a los proyectiles de artillería para mejor compresión del tema). Finalmente, se recurría a los saquetes de metralla rellenos de balas de fusil o, simplemente de fragmentos de hierro, clavos, etc. 

Así pues, tenemos que el infante de la época se veía obligado a avanzar estoicamente mientras recibía descarga tras descarga y sus compañeros caían como moscas alrededor suyo con heridas mucho peores que un mazazo o un flechazo. Al llegar al contacto, se emprendía un feroz combate a bayonetazos, sablazos, culatazos, tiros a bocajarro o a mordiscos si era necesario hasta poner en fuga al enemigo o verse obligados a retirarse. Así pues, vemos que el compendio de heridas inciso contusas medievales se veía aumentado por las producidas por los disparos o la metralla enemiga.

LOS HERIDOS

Ya en el siglo XVIII se crean cuerpos de médicos militares, especializados en el tratamiento de heridas de guerra. De igual modo, unidades de camilleros van recogiendo del campo de batalla a los que van cayendo durante el avance para enviarlos a los hospitales de sangre situados a retaguardia. Sin embargo, eso no garantizaba en absoluto que el sufrimiento del combatiente disminuyera lo más mínimo por la inexistencia de medicamentos adecuados, analgésicos, antibióticos, anti-inflamatorios y, sobre todo, anestésicos. 

Cuando el herido era trasladado a la mesa de operaciones, lo que veía era aún más terrorífico que el campo de batalla sembrado de muertos y heridos aullando pidiendo ayuda. Junto a la mesa veía al cirujano y su ayudante con unos mandiles de cuero, como si de unos carniceros se tratase, ambos embadurnados de sangre. En un rincón se amontonan brazos y piernas amputados sobre los que revolotean nubes de moscas, y el hedor a sangre y vísceras produce nauseas. No se molestan en lavarse las manos siquiera antes de proceder a inspeccionar su herida, y el examen de la misma le produce aún más dolor. Inmovilizado por dos sanitarios para que no patalee demasiado, el cirujano decide rápidamente qué debe hacer: si es una herida limpia o en sedal, la lavará y la coserá sin más. 

Si se trata de una fractura, intentará poner el hueso en su sitio mientras el herido berrea como un cerdo en plena matanza, le entablillará el miembro afectado y pasará a formar parte de la masa doliente que, en cualquier granja usada como hospital de circunstancias, forman un coro de gritones desesperados por el dolor sin que nadie pueda aliviarlos. Si la bala está dentro del cuerpo y aparentemente no ha producido daños importantes, procederá a su extracción con una sonda. Si el destrozo en el miembro es excesivo o tiene rota una arteria o vaso importante, el cirujano no lo dudará un instante: procederá a la amputación del mismo. 

Su ayudante aplicará un torniquete para impedir la hemorragia y, en menos de dos minutos, habrá aserrado el miembro. Para no perder tiempo cosiendo muñones, se le aplicará brea hirviendo para cauterizar la herida. Muchos no sobrevivían al shock producido por la escabechina. Otros, con un palo o un trozo de cuero en la boca para que no se mordieran la lengua e inmovilizados a la mesa, soportaban el más insufrible de los dolores mientras la sierra del cirujano desgarraba su carne y sus huesos a cada corte que daba. Imaginemos por un instante lo que pasaría por la mente del que esperaba su turno viéndose con un miembro casi destrozado y escuchando los alaridos del que le precedía. Inquietante, ¿no?

Tras la batalla eran evacuados en carromatos a modo de rudimentarias ambulancias. Los que van muriendo por el camino son inmediatamente apeados y enterrados en una cuneta o, simplemente, abandonados, dejando así más espacio libre a los demás en el abarrotado carro. Las infecciones ya han hecho acto de presencia, y el hedor de la gangrena lo impregna todo. Muchos que escaparon de la amputación ven como su brazo o su pierna comienza a necrosarse, poniéndose de un preocupante color negro y a despedir un olor a podrido bastante asqueroso. En algunos casos incluso aparecen gusanos en la herida. No queda otra que pasar por el serrucho del cirujano si no quieren que la gangrena progrese hasta llegar al cuerpo y los mate de forma irremisible. Otros se ven afectados por el tétanos, sufren tremendas convulsiones y sus cuerpos se arquean de forma increíble, hasta el extremo de que los huesos se les parten por la tensión. Los más afortunados son los que, debido a una septicemia brutal, entran en coma debido a la altísima fiebre y se mueren entre delirios sin darse cuenta. Los heridos leves deben seguir a las ambulancias a pie. El Nolotil y el Ibuprofeno aún están por inventar, así que cada paso que dan es un verdadero martirio. Y contra los casos de congelación no hay tratamiento que valga: hay que amputar sin pérdida de tiempo o la gangrena avanzará a una velocidad peligrosísima. ¿Y en qué consistían básicamente las heridas de esta época? Veamos:

*  Heridas incisas por bayonetas, espadas y armas blancas en general.
* Heridas contusas y fracturas óseas producidas por culatazos (de fusil o pistola). Recordemos que las culatas de ambas armas iban reforzadas por gruesos culatines de bronce o hierro.
* Heridas de bala, con diversos niveles de gravedad en función de la zona afectada incluyendo el tiro entre ceja y ceja que lo aliñaba a uno es un santiamén.
* Heridas por metralla, que sumaban al desgarro de la carne quemaduras, fracturas o la directa amputación de un miembro.
* Heridas producidas por caídas de caballo, o por el impacto de un caballo contra un infante. Estas podrían producir desde aplastamientos y fracturas a lesiones internas que, irremisiblemente, acababan con la vida del afectado. 
* Cegueras parciales o permanentes a causa de explosiones o por el estallido del arma propia.
* Quemaduras en mayor o menor grado a causa del impacto de fragmentos de metralla a elevadas temperaturas o por explosiones de granadas o bombas.
* Lesiones internas como consecuencia de la onda expansiva producida por las explosiones.

Todas estas heridas se trataban sin aplicar el más mínimo medio para aliviar el dolor, la inflamación o la infección. Una comparativa: una simple quemadura al agarrar el cazo de agua hirviendo, o al poner el dedo en la plancha caliente, es de lo más irritante a pesar de ponernos la cremita esa para las quemaduras, ¿no? Pues imaginemos lo que será un trozo de metal lleno de aristas del tamaño de una tarjeta de crédito a una temperatura elevadísima penetrando en la carne y que nadie nos pondrá ni cremita ni leches y que el cirujano coserá los bordes irregulares de la herida a pelo, tras lo cual nos dejarán en el suelo cubierto con una manta llena de piojos y chinches, con una fiebre de caballo y esperando a que alguien nos acerque un poco de agua para mitigar la sed abrasadora.  

Y a este compendio de males, sumar las enfermedades venéreas que, como una plaga, se propalaban entre la tropa a causa de las hordas de putas que seguían a los ejércitos de la época. Sífilis, gonorrea (llamada también gota militar) y ladillas las hacían pasar canutas al personal. Y encima, no había cura para las dos primeras. Está de más decir que las advertencias por parte de médicos y mandos al respecto eran desoídas por una tropa que, un poco harta de castidad forzosa, andaban siempre deseosos de desfogarse con cualquier hembra que se les pusiera a tiro. 

LAS BAJAS EN COMBATE

Como se ha visto, el surtido de causas de muerte era mucho más amplio que en tiempos anteriores, y la medicina no había progresado tanto como para disminuir el numero de bajas de forma notable. Debido pues a que el número de efectivos era muy superior, obviamente también lo era el de muertos y heridos. 

Para concluir, veamos una comparativa de los efectivos y las bajas de batallas medievales y las habidas en tiempos modernos:

Batalla de Uclés, 29 de mayo de 1108
Castellanos contra almorávides
Efectivos: Unos 2.300 y 2.500 aproximadamente
Bajas: desconocidas, pero por el número de contendientes ya podemos imaginar que pocas

Batalla de Azincourt, 25 de octubre de 1415
Ingleses contra franceses
Efectivos: Unos 6.500 ingleses y entre 25 y 40.000 franceses aproximadamente
Bajas: Unos 1.500 contra unos 10.000 respectivamente

Batalla de Mühlberg, 24 de abril de 1547
Imperio español contra la Liga de Esmalcalda
Efectivos: 29.500 contra 18.000
Bajas: 200 contra 8.000 respectivamente

Batalla de Rocroi, 19 de mayo de 1643
Imperio español contra Francia
Efectivos: 27.000 contra 23.000
Bajas: 3.000 contra 4.500 respectivamente

Batalla de Eylau, 7-8 de febrero de 1807
Francia contra coalición de Rusia y Prusia
Efectivos: 75.000 contra 76.000
Bajas: 25.000 contra 15.000 respectivamente

Guerra Franco-Prusiana, desde el 19 de julio de 1870 al 10 de mayo de 1871
Francia contra coalición estados alemanes
Efectivos: 909.951 contra 1.400.000 (cuentan todos los movilizados durante toda la guerra)
Bajas totales del conflicto: 282.871 contra 116.696

Ante las cifras, sobran más comentarios, supongo.

Bueno, s'acabó lo que se daba.

Hale, he dicho




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