Al hilo de la entrada dedicada anteriormente a los terribles efectos de las armas medievales, esta estará dedicada a un detalle que, aunque escabroso, no deja de resultar de interés. Me refiero a los restos humanos encontrados que, por la marca indeleble de las heridas recibidas, muestran que fueron rematados tras caer, bien como consecuencia de una herida, bien por haber simplemente perdido el equilibrio o tropezado durante el combate y haber quedado a merced de sus enemigos, o bien tras la batalla, cuando se procedía a aliviar de sus miserias a los heridos del bando derrotado y aliñarlos de un certero golpe para que dejasen de berrear.
Como cabe suponer, el golpe fatal se propinaba en la cabeza y con armas sumamente contundentes. Los ejemplos que veremos a continuación no dejarán lugar a dudas: los que los recibieron fueron escabechados en un santiamén, lo cual no dejaba de tener sus ventajas en una época en que la curación de las heridas era poco menos que milagrosa, y la agonía a la que se veían abocados sumamente espantosa, entre tremendos dolores y viendo como el miembro herido se gangrenaba en cuestión de pocas horas, aspirando el hedor de la propia carne ya en putrefacción. Qué desagradable, ¿no? Bueno, vamos al grano...
Ahí tenemos el primer ejemplo, que corresponde a un difunto pasaportado al más allá como consecuencia de un hachazo que le ha partido la cabeza en dos. Los restos pertenecen a la colección de osamentas procedentes de Visby (1361), en donde tuvieron especial protagonismo las hachas danesas, una de las cuales fue casi con seguridad la causante de tanto destrozo. Por el ángulo del corte, casi perpendicular al cuerpo, podemos deducir que la víctima debía estar en el suelo cuando lo recibió. Con un hacha danesa, que obligatoriamente había que manejar con ambas manos debido a su tamaño y peso, si se golpeaba a un enemigo en pie se hacía de arriba abajo, o bien volteándola. En ese caso, la herida sería perpendicular, pero estaría localizada en el lado izquierdo del cuerpo caso de ser un diestro el que manejaba el hacha (véase imagen de cabecera).
En la imagen del detalle se puede ver el cráneo frontalmente, con lo que se aprecia con claridad la mayor profundidad de la herida por el lado izquierdo del mismo, lo que indicaría igualmente que el caído estaba en el suelo ya que en esa posición la parte superior del filo del hacha tiene un ángulo más acusado que el filo inferior. Si observamos la imagen de la izquierda quizás se entienda mejor. Resumiendo: el primer lugar donde golpeó el arma fue en el pómulo izquierdo para, a continuación, hendir el lateral del mismo lado y después el pómulo derecho hasta detenerse. Finalmente, concretar que el cráneo aún conserva al almófar de malla, el cual le debió resbalar hacia atrás al caer al suelo o recibir el brutal golpe que finiquitó a su dueño el cual, por su buena dentadura, podemos deducir que debía ser un hombre joven.
Aquí tenemos otro similar al anterior. Fue hallado en Inglaterra, y posiblemente perteneciera a un vikingo de los que se divertían llevando a cabo incursiones en las poblaciones costeras de la isla para saquear y violar bonitamente al personal. A este no debió irle bien del todo, porque acabó tal como lo vemos en su tumba cerca de Tammaskirk. El golpe que lo acabó fue también propinado con un hacha de grandes dimensiones que le cercenó medio cráneo. No deja de ser relevante el hecho de que, al igual que en el ejemplo anterior, dicho golpe no fuera dirigido a la zona frontal del cráneo, sino en mitad de la cara. Cabe suponer que era debido a que la cabeza, al estar protegida por el yelmo, solo dejaba el rostro a merced del enemigo. En cualquier caso, una herida en esa zona debía producir una muerte prácticamente instantánea.
Y ni siquiera los monarcas se libraban de ser víctimas del remate. Aquí podemos ver la parte trasera del cráneo de Ricardo III que tanto ha dado que hablar en estos días atrás, cuando apareció en un lugar tan poco digno de la realeza y tan peculiar como el subsuelo de un aparcamiento público. Ricardo III, el cual fue jubilado anticipadamente del dulce peso de la corona en la batalla de Bosworth (1485), fue herido en combate por sir William Stanley tras lo cual fue rodeado y recibió varias heridas más que acabaron con él. Una de ellas, posiblemente la definitiva, es la que vemos en la foto: un enorme agujero en la zona occipital que casi llega al foramen magnum y que, con seguridad, fue propinado con una maza o un martillo de dos manos. Esa zona es prácticamente imposible de alcanzar en un hombre que combate en pié y que, además, lleva la cabeza cubierta por una celada gótica, yelmo muy al uso en aquella época en Inglaterra y provista de una amplia ala que cubría enteramente la nuca. Así pues, solo cabe una interpretación: el golpe fue asestado con el rey postrado en el suelo y con la cabeza descubierta, ya que con la celada era imposible infligir una herida semejante. Resumiendo: fue rematado como un villano cualquiera.
En fin, como vemos era una costumbre bastante extendida eso de rematar al personal. Cierto es que no hay mejor enemigo que el enemigo muerto, y así se evitaba que el caído, en un postrero arrebato de furia, decidiese vender cara su vida y, haciendo acopio de sus últimas fuerzas, se fuera a la tumba llevándose a alguien por delante. No se andaban con bromas esta gente.
Bueno, ya vale por hoy.
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