El colapso de una muralla era el momento decisivo de un asedio. Bien por la acción de una mina, bien por la de las máquinas de batir, la cuestión es que instantes después de que se abriera una brecha en las defensas de la fortificación se decidía en muchas ocasiones el resultado final del cerco. Obviamente, dicho colapso no se producía de forma sorpresiva ya que la guarnición sabía que el enemigo estaba preparando una mina cuando, en el silencio de la noche, escuchaban el ruido sordo de la zapa que emergía de la tierra. Si en vez de minas se recurría a un ariete, pues aún era más evidente por donde se iniciaría el asalto final ya que el martilleo de la máquina lo recordaba con machacona insistencia cada vez que la cabeza de la misma golpeaba la muralla, deteniéndose solo el tiempo necesario para terminar de remover las piedras de su sitio o para eliminar el migajón desprendido por los golpes. Y, naturalmente, lo mismo podemos decir si era un fundíbulo o incluso una bombarda los encargados de ir derruyendo poco a poco la muralla a golpe de bolaño.
En casos así los defensores podían optar por levantar una barrera tras la muralla que sería tarde o temprano abatida, pero para ello había que disponer de los medios, los materiales y, sobre todo, del tiempo necesario. Así pues, en muchos casos solo restaba esperar a que la muralla se derrumbase y, concentrando todas las fuerzas disponibles ante la brecha, intentar por todos los medios rechazar la tromba de enemigos que intentarían colarse por la misma y acabar con la resistencia de la guarnición. Pero la cuestión es que la brecha no solo era un punto flaco por donde acometer a los defensores, sino que, de forma un tanto contradictoria, era precisamente donde estos podían llevar a cabo una mejor defensa tanto en cuanto era donde podrían concentrar sus fuerzas y donde mejor podrían defender la fortaleza ya que se formaba un embudo relativamente fácil de defender. No era lo mismo contener a unos asaltantes procedentes de varias torres de asedio emplazadas en puntos distintos de la muralla, lo que obligaba a la guarnición a repartir sus efectivos y mermar con ello su capacidad defensiva, que aguardar su embestida en un angosto frente de pocos metros. De hecho, para los atacantes era más fácil invadir una fortaleza mediante una bastida como la que vemos en la ilustración superior ya que, mientras ellos podían lanzar una verdadera tromba de asaltantes hacia el recinto, los defensores apenas podían contenerlos debido a que la estrechez del adarve no les permitía concentrar tropas suficientes para resistir el asalto.
Por todo lo dicho, una cosa queda bastante clara y es que tanto atacantes como defensores se jugaban en un solo envite el éxito de la jornada, y de contener o rechazar el asalto dependía para los segundos mandar de vuelta a casa a los primeros, o acabar con sus vapuleados envoltorios carnales colgando de la muralla y sirviendo de pasto a toda la volatería carroñera de la comarca. De ahí que muchos tratadistas militares de diversas épocas se estrujaran los magines para dar con algún medio para impedir que los defensores, aprovechando el poco espacio a defender, los apiolaran bonitamente encima mismo de los escombros.
En las imágenes superiores tenemos algunos ejemplos de los varios que aparecen en el BELLIFORTIS de Konrad Kyeser, obra compuesta hacia 1405 en la que ofrece soluciones de todo tipo para fabricar las máquinas más peculiares. Ojo, no nos dejemos llevar por las apariencias o la comicidad de algunas porque, si las analizamos con frialdad, tienen su enjundia. Básicamente, los ingenios que vemos se basan en carretones, provistos o no de manteletes para proteger a los que los manejan, armados con petos de diversas morfologías y hoces en las ruedas. La idea consistía en que estos artefactos serían los que encabezarían el asalto a la brecha y empujar hacia dentro a los defensores que intentaran rechazar la oleada de enemigos. Uno o más de estos carretones, dependiendo de la anchura de la brecha, podían poner las cosas muy difíciles a los defensores ya que las cuchillas y petos les causarían bastantes bajas si no retrocedían y las hoces, girando con las ruedas, eran capaces de rebanar una pierna como quien corta un salchichón canijo.
Especial mención merece el cabezón provisto de cuernos que también vemos en una edición francesa de 1535 del DE RE MILITARI de Vegecio y que nos puede resultar especialmente absurdo. Pero no debemos mirar estos artefactos con nuestros ojos de hombres modernos, sino con los de una guarnición compuesta por hombres analfabetos y supersticiosos hasta la médula a los que causaba terror todo lo que no fuera su cotidianidad. Así pues, ver emerger entre la polvareda del derrumbe a uno de esos cabezones posiblemente pintados de vivos colores y erizados de cuchillas afiladas como navajas barberas debía ser para ellos tan terrorífico como para nosotros ver como un carro de combate derrumba el muro de la casa en la que nos ocultamos y nos dispara un proyectil de fósforo blanco. En cuanto al grabado que vemos a la izquierda se trata de un animal quimérico de amenazador aspecto ideado obviamente con la misma finalidad de espantar al personal.
En esa otra serie de grabados, también procedentes de la misma edición de la obra de Vegecio, vemos unos carretones más o menos similares a los diseñados por Kyeser. No hay grandes diferencias salvo en lo tocante al realismo del dibujo en sí, y en todos los casos la idea es la misma: carretones provistos de un amplio surtido de petos, cuchillas y hoces que, empujados por varios hombres, actuarían como un ariete anti-persona contra los defensores que aguardaban el asalto tras la brecha que se acabaría de producir en la muralla.
Finalmente, debemos también reparar en los manteletes rodantes de que se valían para abrirse paso a la hora de asaltar la brecha y cuyo aspecto podemos ver en el grabado de la izquierda. Como podemos apreciar, cinco largos y puntiagudos petos alejarían a cualquiera que intentara aproximarse al mantelete tras el que intenta abrirse paso un nutrido contingente de asaltantes que, protegidos por el ingenio, pueden avanzar sin temor a verse convertidos en un acerico de virotes de ballesta. Ciertamente, no debía ser fácil rechazar un trasto semejante impulsado por una horda de enemigos deseosos de tomarse venganza por tantos días de asedio que les habían supuesto multitud de privaciones e incomodidades, por lo que los defensores debían echar mano a todo su coraje para rechazarlos. Para ello se valían especialmente de armas enastadas provistas de enormes moharras capaces de propinar unos golpes de una contundencia abrumadora, pero ese tipo de armamento lo veremos en la próxima entrada porque por hoy ya he escrito bastante.
Así pues, se acabó lo que se daba, amén y tal.
Hale, he dicho
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