La consumación de la pena capital no siempre ha sido ni fácil ni rápida, y la Justicia ha tenido infinidad de problemas a lo largo del tiempo para dar cumplimiento a la sentencia fatal aunque, por lo general, ese tipo de cosas no solían trascender o, al menos, no de la forma que hoy día se divulga todo, que a uno le da un apretón en el metro a las 8 de la mañana y, al cabo de media hora, el fulano que te grabó la jeta de terror ante el inesperado retortijón tiene ya más de 800.000 visitas en el Youtube ese con 173.952 "me gusta". La gente es mala, y se regodea con las desgracias ajenas, ¿que no?. Bueno, como hoy ando con el ánimo sombrío y estoy de mala leche por cuestiones que no vienen al caso, dedicaremos esta entrada a una serie de curiosidades curiosas sobre determinadas situaciones absurdas o especialmente extrañas dadas a lo largo del tiempo en nuestro pellejo taurino hispánico.
1. El agarrotado fusilado
Los hierros, como denominaban en argot carcelario al instrumento de ejecución. El de la foto es un garrote de alcachofa de la Audiencia de Sevilla |
Sí, hubo un condenado a garrote que fue fusilado. Y no por haberse dado de baja el verdugo el día de la ejecución ni por haber cambiado de opinión el juez, sino por cuestiones más prosaicas. El reo en cuestión era un tal Juan Baquedano, condenado a muerte por un consejo de guerra en 1822 por conspiración. Llegado el momento supremo, el verdugo Juan (o José según el autor) Bellver estuvo media hora intentando finiquitar al reo sin lograrlo. Ante semejante escabechina, la autoridad militar presente en la ejecución ordenó al piquete de tropas que rodeaba el patíbulo pasar por las armas a Baquedano porque el personal que presenciaba el espectáculo ya empezaba a protestar como cuando en una corrida de toros el matador no acierta con la espada. Por otro lado, el ejecutor aseguró que el mecanismo se había estropeado y aquello ya no apretaba más. Tras ser fusilado y certificarse por fin la muerte del reo se comprobó que la tardanza no se debió a una supuesta impericia del verdugo, sino a que, en efecto, el garrote se había averiado.
2. Plazas de verdugo vacantes
José Monero Renomo, el último verdugo de España |
Aunque parezca raro, muchas veces no se lograba dar con nadie que se aviniera a ejercer tan siniestro oficio. Y no ya en tiempos modernos, en los que la sensibilidad del personal era mayor que antaño, sino desde siempre. Un ejemplo sería la escasez o, más bien, la ausencia total de candidatos que padecieron en algunas provincias vascas allá por el siglo XVII. La carencia de ejecutores llegó a tal extremo que, en noviembre de 1604, la Junta de Mondragón ordenó que se comprara un esclavo en San Sebastián para que ejerciera de verdugo. Y como no dieron con ninguno aceptable, optaron por añadir a los cien ducados anuales de salario el cargo de pregonero, el cual ejercería mientras no ahorcaba a nadie con su estipendio correspondiente. Bueno, pues ni por esas. Al final, en 1608, lograron dar con un fulano que aceptó ser verdugo. Era un turco converso por nombre Juan Bautista al que hasta hubo que pagarle dos camisas y un vestido porque no tenía ni ropa decente que ponerse. A eso, añadirle dos reales diarios para que pudiera comer, todo ello a cuenta de los cien ducados anuales, ya que el turco estaba más tieso que sus futuros "clientes" tras pasar por sus manos.
Puede que algunos recuerden la entrada que se publicó sobre este peculiar castigo romano destinado a los parricidas, y si no lo hicieron pues les invito a que lo hagan porque era bastante interesante. En todo caso, aunque de forma simbólica, este método de ejecución tuvo sus reminiscencias en tiempos tan cercanos como el siglo XIX, concretamente en 1838, sobre las personas de Cecilia Almiral y su progenitor, Francisco. Estos dos prendas habían pasaportado a la eternidad al marido de la tal Cecilia, Pedro Rosell, que hasta la había dejado preñada antes de ser apiolado. Hubo por ello que esperar a que, conforme a la ley, diera a luz y transcurrieran 40 días antes de ser ejecutada. Tras consumarse la sentencia en agosto de ese mismo año, los cadáveres de ambos reos fueron metidos en un tonel en el que se había pintado un perro, un mono, un gallo y, en vez de la serpiente tradicional del castigo romano, un alacrán. Eso sí, luego se recuperaba el tonel para darle tierra a los cadáveres. Otro caso similar fue el practicado con una tal Teresa Guix, la cual había escabechado a su maromo de una puñalada. Tras ser ajusticiada en agosto de 1839 en Lérida, tiraron su cadáver en el tonel de marras en el Segre, cuya corriente hizo bastante complicado recuperarlo.
4. Verdugos inventores
El invento de Nicomedes |
Al parecer, el que ideó lo de añadir una puya al garrote para apuntillar a los reos y, con ello, abreviar el proceso, fue un verdugo de la Audiencia de Barcelona llamado Nicomedes Méndez, un célebre ejecutor durante su época de actividad entre 1877 y 1908, años estos en los que ejecutó entre 50 y 80 reos. El que estrenó el invento de Nicomedes fue un anarquista por nombre Santiago Salvador Franch, el cual fue condenado a muerte por ser el causante del terrible atentado con bomba en el Liceo barcelonés el 7 de noviembre de 1893, causando 22 muertos y 35 heridos. Fue apuntillado por el novedoso garrote ideado por el verdugo el 21 de noviembre del siguiente año. No obstante, la innovación no tuvo difusión entre los demás garrotes hispanos ya que en el resto de las audiencias provinciales se siguieron utilizando los de siempre.
5. El muerto ejecutado
El coronel tras dejar al verdugo con un palmo de narices |
6. El malvado Sacamantecas
Puede que vuecedes hayan escuchado alguna vez ese apelativo, muy utilizado antaño para acojonar a los críos que no se tomaban la sopa o no se querían ir al catre. "¡Niño, como no comas vendrá el Sacamantecas y te llevará", le decían al nene anoréxico e insomne que, acoquinado por la amenaza del siniestro personaje, arremetía briosamente al plato cuchara en mano. Bien, pues el Sacamantecas fue el primer asesino en serie conocido ya que violó y mató a seis mujeres entre los años 1870 y 1879. Su nombre era de lo más aristocrático: Juan Díaz de Garayo y Ruiz de Argandoña, a pesar de lo cual era un simple gañán analfabeto. La ejecución se consumó el 11 de mayo de 1881 en Vitoria, y el Sacamantecas jamás podría haber imaginado que su mote sería usado durante décadas para asustar a los nenes como el duque de Alba aún asusta a los críos belgas y holandeses.
7. Ejecuciones múltiples
Ejecución de siete miembros de la Mano Negra en Jerez, en 1884 |
En la época en que aún se efectuaban las ejecuciones públicas, cuando se trataba de varios condenados estos eran llevados al patíbulo todos juntos. O sea, que no iban pasando por la horca o el garrote uno a uno, sino todos a la vez si bien eran liquidados por un mismo verdugo. De ahí que, en esos casos, fuera necesario fabricar un entarimado con el tamaño suficiente para dar cabida a tantos garrotes como reos hubiese. La que quizás fue más numerosa fue la de 16 bandoleros ejecutados en Salamanca en 1802, y en este caso se recurrió a tres verdugos porque sino aquel espectáculo duraría demasiado. Como curiosidad añadida, uno de los reos había sufrido previamente la amputación de una pierna tras haber sido alcanzado por una bala durante su detención. Debido a ello, fue trasladado al cadalso en unas angarillas en vez de montado sobre un burro. Tras las ejecuciones, los cadáveres fueron cuarteados y los restos repartidos entre las picotas de los lugares donde perpetraron sus crímenes, como era habitual en aquella época.
8. Protocolos y costumbres
Ejecución de Angiolillo, el asesino de Cánovas. Se aprecian perfectamente la hopa y el birrete que viste el reo. |
En los años de las ejecuciones públicas, el verdugo era el encargado de entregar al reo la hopa y el birrete negros con que sería ejecutado. Previamente, le pedía perdón por liquidarlo, aunque colijo que lo hacían más por tradición que por convicción ya que no creo que les supusiera ningún cargo de conciencia enviar al Más Allá al personal con y sin perdones de por medio. No se acostumbraba a cubrir la cabeza del reo durante la ejecución, sino que se le tapaba el rostro con un pañuelo negro. Cuando las ejecuciones dejaron de ser públicas, se colgaba en la puerta de la prisión un paño o bandera negros para indicar que la sentencia había sido cumplida. Así mismo, se suprimió la norma de ejecutar a todos los reos de un mismo proceso a la vez, por lo que se instalaba un solo garrote por el que iban pasando uno a uno. Tras el volteo del garrote se dejaban pasar unos 10 o 15 minutos una vez que el médico presente certificaba el deceso, tras lo cual el cadáver era introducido en un ataúd para ser entregado a los familiares o, caso de no tenerlos, a los hermanos de las órdenes religiosas o de seglares dedicadas a esos menesteres. El verdugo comprobaba si era preciso limpiar el instrumento de sangre en caso de haberse producido alguna herida, o bien del asiento por si, al sobrevenirle la muerte, se había vaciado por los bajos.
9. El clero también paga
La Justicia debe ser ante todo justa, por lo que no puede permitir que nadie escape de ella valiéndose de su condición civil, social o religiosa. De ahí que cuando un cura haya querido enviar a Dios nuestro Señor más ciudadanos de la cuenta, haya recibido el castigo preceptivo. Un ejemplo sería el del cura Martín Merino Gómez, que un día se levantó con el colmillo retorcido y le dio por quererse cargar a la reina Isabel II a cuchilladas. Aprovechando una procesión en el Palacio Real a la que asistía la reina, el cura, que no levantó sospechas precisamente por ir vestido de cura, se abalanzó sobre ella y le endilgó una puñalada en el pecho, la cual no pasó de ser un simple rasguño ya que la gruesa pechera del vestido de corte que llevaba puesto frenó el cuchillo. Condenado a muerte por regicida, antes de ser ejecutado fue degradado de su rango sacerdotal y enviado al patíbulo vestido con hopa y birrete amarillo, color de mal fario reservado a parricidas y regicidas, y apiolado a la misma hora en que cometió el atentado. Por cierto que palmó sin mostrar el más mínimo arrepentimiento en febrero de 1852. Otro ejemplo, en este caso de parricidio, lo tenemos en Julián Anguita García, párroco de Castillo de Locubín, en Jaén. Este elemento se cargó a su padre alentado por la arpía de su madre y ayudado por dos cuñados de ella (si ya lo digo siempre. Los cuñados...) a causa del cochino dinero. Y como no quería fallar en el intento, primero envenenó al autor de sus días, pero como tardaba en hincar el pico le soltó un balazo que le destrozó literalmente la cabeza, dejando los sesos desparramados por el suelo. Luego, por si acaso, molió a palos al cadáver para, finalmente, apuñalarlo. Menos mal que era cura, porque sino igual remata la faena comiéndose a su padre con tomate el muy hideputa. Total, que dejaron al muerto tirado en mitad del camino donde se perpetró el parricidio y se tardaron dos años en averiguar qué había pasado allí. Recordemos que eso del CSI es un invento moderno, y las investigaciones policiales no eran tan eficaces como ahora. En todo caso, pagó su crimen el 9 de julio de 1901, agarrotado en la cárcel de Granada.
9. El clero también paga
El cura Merino en su último paseo |
10. Y los santos también
San Juan del Triple Homicidio |
Bueno, se acabó lo que se daba. Ya seguiremos.
Hale, he dicho
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