sábado, 17 de diciembre de 2016

Curiosidades: las balas rojas


La escena muestra a los servidores de un cañón en el fuerte Niagara, en el río del mismo nombre, durante la Guerra
de 1812 entre los Estados Unidos y el Reino Unido. En la ilustración vemos a la valerosa Betsy Doyle, integrante de la
población cercana al fuerte y que se sumó a la guarnición del mismo antes del ataque inglés, acercando una bala roja recién extraída del horno que se ve a la izquierda

Puede que a algunos ya les suene este término de "bala roja", mencionado en alguna que otra entrada dedicada a las municiones empleadas en la artillería naval durante los siglos XVIII y XIX. Pero como solo ha sido muy de pasada y, por otro lado, es un tema bastante curioso y desconocido para la mayoría del personal, pues qué menos que dedicarles una entrada que permita a mis dilectos lectores, no solo ampliar sus conocimientos, sino inspirarles para elaborar un concienzudo atentado contra algún abyecto cuñado aprovechando estos días invernales en que solemos tener en casa la chimenea encendida y, como no, a la familia dando el coñazo con más frecuencia de lo habitual. Qué mejor espectáculo navideño sería sacar de entre las brasas una esfera de hierro al rojo vivo y depositarla cariñosamente en su regazo mientras dormita en nuestra butaca predilecta tras haberse ventilado casi sin respirar la botella de Hennessy X.O. que teníamos reservada para celebrar la Primitiva que jamás toca, ¿verdadddddd? Emociona solo pensarlo, ¿no? Bueno, vamos al grano...

Fotografía tomada en 1863 que muestra los efectos del bombardeo
confederado sobre el fuerte Sumter, en Charleston, Carolina del Sur, los días
11 al 13 de abril de 1861. Entre los escombros se puede ver prácticamente
intacto el horno para balas.Sobre su chimenea posan dos soldados 
No se sabe a quién se le ocurrió eso de calentar una bala de cañón para usarla como arma incendiaria, teniendo la primera referencia acerca del uso de este tipo de munición en 1579, en el contexto de la campaña contra el ducado de Livonia llevada a cabo por el rey de Polonia Esteban Bhátory para arrebatarle la ciudad de Polotsk al terrible zar Iván el Terrible. Dicha ciudad, defendida por fortificaciones lignarias, fue asediada por las tropas polacas entre el 11 y el 29 de agosto de aquel año. 

Las balas rojas ofrecían una serie de ventajas de las que carecían proyectiles incendiarios convencionales como las carcasas ya que eran disparadas por cañones de tiro tenso, lo que permitiría apuntar y acertar en el lugar deseado para hacer el mayor daño posible. Esto no era óbice para que no pudieran ser disparadas por obuses para intentar propalar fuegos en el interior de fortificaciones, pero como en este caso se tiraba sin saber donde impactaría el proyectil, solía ser preferible una carcasa o una bomba cuyos efectos siempre eran más devastadores. De ahí que el principal objetivo para estas municiones fueran los barcos que, por razones obvias, eran susceptibles de arder bonitamente gracias a una de estas balas bien colocada en el casco o, mejor aún, si lograba alcanzar la cámara donde se almacenaban las velas y cordajes de repuesto o, premio gordo, la santabárbara.

Cubo para acarrear balas rojas en los barcos. Si la bala
se caía a la cubierta, adiós muy buenas
Pero, como ya hemos comentado alguna vez, el uso de este tipo de munición en los buques de guerra era muy peligroso. Si una de esas balas caía sobre la cubierta y empezaba a dar bandazos de un lado a otro nadie podría detenerla (estaba un poco calentita), y a su paso podría incendiar las ingentes cantidades de cordaje repartido por todas partes y convertir el navío en una tea en cuestión de minutos. Sin embargo, su empleo desde fortificaciones terrestres no entrañaba más peligro que al torpe de turno si se le caía en un pie, y los fuertes costeros tenían en ellas unas valiosas aliadas para disparar contra las naves enemigas que pasasen ante ellos y mandarlas a pique envueltas en llamas. Así mismo, el uso de balas rojas se mostró muy eficaz empleada por la artillería de plaza contra las fortificaciones de circunstancias de los sitiadores: fajinas, salchichones, blindas y candeleros podían ser eliminados en un periquete con un tiro directo bien colocado, lo que dejaba a los enemigos sin posibilidad de defender sus propios cañones emplazados tras dichas defensas.

Grabado que muestra a la población de Lille durante el bombardeo con
balas rojas. Algunos vecinos las atrapan con cucharas y las arrojan dentro
de toneles de agua. Otras, por el contrario, alcanzan su destino iniciando
pavorosos incendios ante la impotencia del personal
Y, por otro lado, incluso la artillería de sitio era susceptible de emplear esta municiones durante los asedios a la ciudades ya que, en aquella época, primaba la madera como material de construcción, y siempre sería más barato y cómodo usar balas rojas disparadas a mansalva contra el caserío urbano que, al fin y al cabo, acabaría siendo pasto de las llamas. Podemos citar como ejemplo el asedio de Lille por parte de las tropas austriacas en 1792, el cual tuvo lugar a raíz de la declaración de guerra por parte de los franceses contra Austria y Prusia por oponerse estas potencias a la revolución que estaba dejando descabezada a la realeza y la aristocracia gabacha. El 10 de octubre de aquel año, el periódico L'Ami Jacques, en un preclaro ejemplo de la influencia propagandística que empezaba a tener la prensa sobre los conflictos bélicos, informó de que la artillería austriaca había disparado balas rojas contra el interior de la plaza con los efectos que podemos imaginar, y que habían crucificado (¡!) a los belgas y voluntarios que habían hecho prisioneros. Así mismo, acusó a la archiduquesa Cristina, la Arpía Austriaca (era en aquella época gobernadora de los Países Bajos y, además, hermana de la difunta reina María Antonieta), de haber acudido a presenciar "aquel espantoso teatro de barbarie y ferocidad" y de alentar a los generales austriacos a llevar a cabo el bombardeo  con las malditas balas rojas. Por cierto que algunos periodistas de ideología más conservadora negaron airadamente las acusaciones hechas a la archiduquesa, pero lo de las balas rojas fue un hecho.

Hornillo de hierro usado por la
artillería británica en Gibraltar
Así pues, mientras que el uso de las balas rojas fue cada vez más restringido a bordo de los buques de guerra por los riesgos que entrañaba, gozaron de bastante popularidad como municiones para la artillería de plaza y sitio y, de hecho, estuvieron operativas hasta tiempos tan tardíos como la Guerra de Secesión, donde comenzó una rauda obsolescencia debido a la aparición de barcos de hierro, los ironclads que empezaron a mandar al baúl de los recuerdos los milenarios buques fabricados enteramente de madera. Y, por otro lado, como arma incendiaria terrestre ya carecían por completo de vigencia gracias a la aparición de nuevos tipos de municiones mucho más precisas y efectivas. Sea como fuere, lo cierto es que la balas rojas dieron bastante que hablar durante los siglos en que estuvieron operativas.

Bien, esta es grosso modo la historia de estas municiones. Pero, a pesar de todo lo dicho, puede que más de uno aún se cuestione la efectividad de una bala roja. Puede que no acaben de ver claro como una bala calentada al rojo podría ser tan dañina ya que, por lo general, solemos tener en el magín la imagen de que algo puesto al rojo se enfría en un periquete si le echamos encima un cubo de agua. Así pues, para despejar dudas al respecto, nada mejor que dar cuenta de los efectos que se constataron en su época y que, ciertamente, eran extremadamente eficaces.

Grabado que muestra la explosión de una batería flotante española,
alcanzada por una bala roja durante el asedio a Gibraltar en 1782
De entrada, veamos la temperatura. Por norma, las balas se calentaban hasta el rojo cereza, lo que equivale a unos 800º. Si a alguien le parece poca cosa, bástele compararla con la temperatura de fusión del plomo, 300º, o las temperaturas de ignición de la madera, entre 310º y 350º las blandas- pino, ciprés, abeto y coníferas en general- y entre 313º y 393º las duras- nogal, roble o haya-. Algunas de las pruebas llevadas a cabo en su momento son así mismo asaz reveladoras. Por ejemplo, una bala roja depositada en el suelo durante 30 minutos, con la consiguiente cesión de temperatura a la tierra sobre la que descansa, aún conservaba la suficiente como para inflamar de forma instantánea la pólvora. Otra prueba consistía en introducir la bala durante un minuto en agua fría y, a continuación, dejarla al aire otros 30, a pesar de lo cual podía incendiar un puñado de pólvora vertida sobre ella en apenas dos segundos. Así mismo, tras dejarla en el suelo durante cuatro minutos y sumergirla tres veces seguidas en agua fría podía inflamar el cordaje de un barco tras estar en contacto con el mismo durante siete minutos. Y tras apagar el fuego echando agua encima durante diez minutos, aún conservaba en su interior un remanente de temperatura suficiente como para, pasados 50 minutos más, aflorar a la superficie del proyectil y volver a prender las cuerdas. Por último, una bala roja incrustada solo a medias sobre una plancha de madera era capaz de hacerla arder de forma instantánea. Como vemos, no era ninguna tontería, y su capacidad destructiva notable.

¿Y cómo se calentaban? En el caso de no de disponer de hornos adecuados, se excavaba cerca de la batería una pequeña zanja de unos 20 cm. de profundidad que, a continuación, se llenaba de carbón. Las brasas se cubrían con una rejilla lo suficientemente gruesa como para que no se deformara a causa de la temperatura y se colocaban tantas balas como cupiesen en la misma. Finalmente se cubría todo con más carbón y se esperaba a que las balas tomasen el color indicado. Si por cualquier circunstancia no era posible disponer estos pozos de fuego cerca de la batería, se iban trasladando las balas a unas cajas de hierro o cobre enterrados en cisco ardiendo que, por su tamaño, no suponían impedimento alguno y eran más manejables. De esta forma se mantenían perfectamente durante más de dos horas. Otra opción eran los típicos hornillos de hierro si bien en este caso se tardaba más tiempo en alcanzar la temperatura adecuada por haber una notable pérdida de calor. No obstante, a base de fuelles siempre se podía compensar. En cualquier caso, lo que sí debía vigilarse atentamente era que la temperatura no fuese subiendo hasta el extremo de deformar la bala o incluso fundirla.

Sin embargo, este método limitaba bastante el número de proyectiles disponibles, y más si consideramos que, en caso de tener que ofender a toda una flota que amenazaba la costa, era imprescindible contar con un flujo constante de proyectiles, que por cierto tardaban bastante en alcanzar el rojo cereza. Para ello, en muchos fuertes costeros se fabricaron hornos como el que vemos a la izquierda, con capacidad para varias decenas de balas que, además, se irían reponiendo a medida que eran consumidas. De hecho, a raíz del intento por parte de los british (Dios maldiga a Nelson) de recuperar sus antiguas colonias en 1812, todos los fuertes estadounidenses de la costa atlántica fueron provistos de hornos en función del número de bocas de fuego en dotación, distribuyendo dichos hornos por todo el recinto en base a los cañones que debían abastecer.

En el gráfico de la derecha tenemos una vista en sección que nos permitirá conocer su funcionamiento. Básicamente, todos los que se conservan tenían un diseño similar y solo variaban en lo referente a su capacidad. El que mostramos presenta a la izquierda la boca del horno, tras la cual había una serie de raíles de piedra o cualquier otro material capaz de resistir las elevadas temperaturas que alcanzaba el interior del mismo. Sobre dichos raíles se iban depositando las balas, las cuales rodaban hacia el interior gracias a la inclinación que se les daba. Por último, cuando alcanzaban la temperatura correcta iban cayendo en el antepecho de piedra provisto de una moldura para que no se cayeran al suelo. Para manejar estos hornos bastaban tres hombres: uno para ir introduciendo las balas y alimentar el fogón de combustible, otro para sacarlas cuando estaban al rojo, y otro para transportarlas hasta la batería.

El tiempo necesario para poner el horno a pleno rendimiento era de entre una hora y hora y media, dependiendo del tamaño del horno. Una vez que el interior alcanzaba la temperatura correcta bastaban unos 25 minutos para poner al rojo una bala de 24 libras, y poco más para proyectiles de 32 o 42 libras, los más pesados de la artillería de la época. En las imágenes de la izquierda podemos ver algunos ejemplos: la foto A muestra el horno del fuerte de San Marcos, construido por los españoles en San Agustín, Florida. La foto B pertenece al fuerte Macon, en Carolina del Norte. La foto C muestra el interior del horno A, y en la misma podemos apreciar los raíles para las cuatro hileras de balas que podía contener.


Para manejarlas se empleaban básicamente dos útiles: las tenazas y las cucharas. En la ilustración de la derecha tenemos varios ejemplos: la figura A es una cuchara con dos mangos, ideada para acarrear y poner ante la boca del cañón balas cuyo peso requería a dos hombres. La figura B es una tenaza, útil imprescindible para extraer las balas del horno y/o transportarlas hasta la batería. La C es una tenaza para el mismo uso empleada por la artillería americana durante la Guerra de Secesión. Finalmente, la figura D muestra la tenaza reglamentaria de la artillería española según el Tratado de Artillería de Morla. Esta tenaza, que en honor a la verdad parece ser la que con más firmeza y seguridad permitía agarrar una bala, debía fabricarse de varios tamaños en función del calibre del proyectil ya que su forma curvilínea no permitiría agarrar balas excesivamente pequeñas o demasiado grandes. 

Pero no siempre se disponía de hornos de obra, bien por falta de espacio o, simplemente, porque el número de bocas de fuego no eran tan elevado como para invertir en la construcción de uno de ellos. En ese caso se recurría a hornos portátiles como los que vemos en la ilustración de la izquierda. En la foto A podemos ver un horno empleado por la artillería noruega (c. 1860) el cual presenta un curioso y, a la par, práctico transportín para acarrear las balas sin peligro. Como vemos, es un depósito provisto de ruedas en cuya parte superior tiene una puerta corredera que se acciona mediante una palanca, lo que impediría que la bala se cayera durante el ajetreado traslado desde el horno a la batería bajo el fuego enemigo. Una vez in situ bastaba abrir la puerta, volcar la bala, agarrarla con las tenazas que hemos visto en el párrafo anterior y cargarla. El B es un diseño del capitán inglés Addison, el cual fue probado el 13 de diciembre de 1845 y causó muy buena impresión tanto por su precio, apenas 8 libras, como por sus prestaciones. Como combustible solo precisaba de medio bushel de carbón y 2,5 bushels de coque, lo que suponía un gasto de solo 2 chelines. El bushel era una antigua medida de volumen equivalente a 0,035 m³. Con un poco de viruta y astillas se encendía el combustible, y en apenas 20 minutos ya estaba listo para su uso. Tenía capacidad para quince balas de 32 libras, las cuales alcanzaban el rojo cereza en una hora y cuarto; a partir de ese momento bastaban 20 minutos para calentar al rojo cada tanda siguiente siempre que se mantuviese alimentado el horno, lo cual debía hacerse cada 15 minutos. Una vez dejado apagar conservaba la temperatura de la última tanda durante cuatro horas.

Bien, solo nos resta ya mencionar el proceso de carga que, como podemos imaginar, se diferenciaba en algunos aspectos del empleado con una bala normal. La primera consistía en la cantidad de pólvora, por lo general reducida a una cuarta o una sexta parte de la empleada en caso de usar una bala normal. La intención era que el proyectil no atravesase el casco de los barcos o las fortificaciones de madera terrestres, quedándose incrustado en ambas superficies con la intención de que el fuego se iniciase inmediatamente. Por otro lado, había que preservar la pólvora de la altísima temperatura de la bala. Para ello, según vemos en la figura A, lo más básico consistía en atacar la carga con tierra o greda. Otro método, más elaborado, lo vemos en la figura B. En este caso se colocaba un taco normal para, a continuación, introducir otro de barro húmedo o filástica mojada. (la filástica eran los restos de cáñamo procedente de las fábricas de cordajes y que se usaban para fabricar tacos). Luego se introducía la bala y, en caso de que el ángulo de tiro fuese negativo, se introducía otro taco de filástica para impedir que se saliera del ánima produciendo algún desastre. En cualquiera de ambos casos se tenía por norma apuntar y cebar el cañón a fin de no retrasar el momento del disparo, de forma que cuando estuviese todo dispuesto se introdujese la bala y, sin más demora se efectuase el disparo.

En fin, así funcionaban estas eficaces municiones. Cuando una flota se aproximaba a una costa defendida por algún fuerte y empezaban a llover sobre ellos balas rojas debían pensar seriamente si proseguir su avance o virar en redondo y largarse a toda vela porque un barco no tenía defensa alguna contra ellas. Ya vimos más arriba como el remanente de temperatura de una bala roja era capaz de provocar un incendio incluso tras ser mojada repetidamente, y una vez desencadenado el fuego en un barco era casi imposible apagarlo. Como colofón y a modo de curiosidad curiosa, a la izquierda vemos un intento de mantener aún más tiempo la temperatura de la bala. Se trata de un taco ideado por un tal Charles James durante la Guerra de Secesión y que, como vemos, consistía en un cilindro de hierro fundido que permitía mantener la bala bien separada de la carga pero sin que la humedad del taco de arcilla o filástica mojada le hiciera disminuir la temperatura. En realidad, como hemos visto, esto último era irrelevante y, por otro lado, el taco de hierro solo servía para restar precisión al disparo, así que solo se fabricaron unos cuantos ejemplares para pruebas.

Bueno, sanseacabó.

Hale, he dicho

Foto estereoscópica del horno para balas del fuerte Moultrie, situado en la isla de Sullivan, en Charleston, el mismo lugar
desde donde zarpó el submarino Hunley para hundir el USS Housatonic, hecho al que dedicamos una extensa entrada.
Obsérvese la generosa longitud del horno, cuya utilidad se vio reducida a medida que los ironclads de la Unión
iban ganando terreno a los barcos convencionales.

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