domingo, 12 de febrero de 2017

Coletos, cueras y búfalas


Hacia finales del siglo XVI se pusieron de moda una serie de prendas destinadas a aminorar el roce con la parte superior de las armaduras, algo similar a los antiguos jubones de armar, así como otras cuya misión sería sustituir a dichas armaduras para, a cambio de menos protección, proporcionar al combatiente mucha más movilidad, que a veces se defiende uno mucho mejor brincando y haciendo fintas que esperando la estocada en la confianza de que el arnés resistirá el golpe. Al cabo de no mucho tiempo, este tipo de prendas evolucionó conforme a las necesidades del momento, pasando a formar parte de la defensa pasiva de infantes y jinetes ya que, debido a la imparable proliferación de las armas de fuego, las armaduras empezaron a caer en una imparable obsolescencia. Por otro lado, las que se seguían fabricando eran cada vez más caras ya que el proceso de acerado, imprescindible para detener una bala de arcabuz, las encarecía de forma notable. Por ello, salvo la caballería pesada que aún siguió empleando las armaduras de fajas espesas a lo largo del siglo XVII, tanto la infantería como la caballería ligera prefirieron protegerse por una combinación de estas prendas con corazas y/o golas con el añadido de una borgoñota o un morrión para impedir a los enemigos desparramar sus vísceras y su masa cerebral por el suelo y ponerlas perdidas de porquería y boñigas procedentes de los gallardos pencos de los reitres.


En primer lugar, veamos el origen del primer palabro, coleto. Según la RAE proviene del italiano colletto, cuya primera acepción es collar al igual que en francés, collier (del latín COLLVM, cuello), que a su vez lo cede al alemán para designarlos en esa lengua como koller. Sin embargo, y a mi entender, esto no cuadra ya que una prenda similar a un jubón no tiene nada que ver con los pescuezos del personal. Pero si nos fijamos en otra acepción del italiano colletto nos encontramos con la palabra camisa, y aquí sí casa con el uso que se daba a dicha prenda ya que una camisa es algo que se viste bajo la ropa, siendo en este caso la ropa la coraza. De aquí que, siguiendo mi razonamiento, el término francés, al igual que el español, procede también del italiano por lo que no sería ningún dislate conceder la paternidad de los coletos a los probos descendientes del Imperio. En resumen, el coleto bien pudo ser adoptado por los Tercios de Nápoles y, de ahí, difundidos por Europa Occidental para evolucionar posteriormente incluso como indumentaria civil, vertiente esta que omitiremos porque se sale de nuestra temática. No obstante, citaremos a Legina para tener clara la definición española del coleto, que consistía en una prenda de piel, generalmente de ante, provista de faldones y que se usaba tanto para defensa como para abrigo, o sea, lo que vemos en la foto superior. Al parecer, su acabado estaba en consonancia con la categoría de su usuario ya que hay constancia de que se elaboraban coletos ricamente guarnecidos con telas de precio, bordados, etc., siendo los usados por gente de menos posibles lisos y sin ningún tipo de ornato.

Así pues, el tipo de coleto más primitivo sería una prenda ajustada, desprovista de mangas y con brahones o con mangas cortas y con un pequeño faldón para proteger la parte inferior del abdomen y la superior de los muslos. Su alto cuello estaba concebido para proteger esa parte del cuerpo tanto de las rozaduras producidas por la gola o la coraza como de un tajo de espada. Pero, además, con un tratamiento adecuado para endurecer la piel, el coleto podía servir de defensa contra los golpes de filo, y hacer las veces de armadura para piqueros o arcabuceros con pocos medios económicos, así como para su uso en la vida civil a la hora de salir a darse un garbeo nocturno por calles en las que en cada encrucijada te esperaban varios matasietes para escabecharte por mil razones o sin ninguna y, de paso, robarte hasta las lagañas y dejarte tirado en el arroyo como uno vino al mundo. En aquella época era fácil comprar la vida de un odioso cuñado por unos cuantos maravedíes, jeje...


En cuanto a las cueras, nos enfrentamos a un pequeño dilema: ¿era lo mismo que un coleto o, por el contrario, se trataba de una prenda diferente? Por su definición "oficial" se podría confundir con el coleto ya que era "una jaqueta de piel que se ponía sobre el jubón", especificando que una cuera de armar era la que se vestía bajo la armadura. Leguina concreta que la cuera podía ser tanto de piel como de tela, lo que se ve corroborado en multitud de representaciones artísticas de la época en las que aparecen personajes de postín ataviados con prendas de este tipo ricamente ornadas con ribetes, estofas y demás adornos propios de la gente de alcurnia. Un ejemplo lo podemos ver en la ilustración de la derecha, que pertenece a un detalle de la obra de Antonio de Pereda "El socorro a Génova por el marqués de Santa Cruz", pintado en 1634. El personaje de la derecha viste una cuera amarilla  festoneada bajo la que lleva un jubón. El del centro usa una similar pero teñida de verde con la pechera bordada y cerrada mediante una interminable hilera de botones. Así pues, es evidente que no hay diferencias notables entre coletos y cueras salvo, si acaso, en la longitud de los faldones, más acusada en estas últimas. En cuando a las búfalas, serían una mera variante que se distinguía únicamente por el material con que estaban confeccionadas, en este caso piel de búfalo.


Arcabucero a caballo español plasmado por el
talentoso pincel de Ferrer Dalmau. Como vemos,
viste una cuera amarilla bajo la coraza
Pero, cuestiones semánticas aparte, de lo que sí podemos estar más seguros es que, a la vista de los testimonios gráficos que han llegado a nuestros días, la cuera fue la prenda militar que tuvo más popularidad a lo largo del siglo XVII y que, de hecho, en algunos países se convirtió en la base de lo que podría ser el germen de los uniformes militares. Quizás el ejército donde el uso de la cuera fue más significativo fue el inglés, cuya caballería, durante los años de la guerra civil, convirtió en un símbolo de identidad sus ironsides equipados con cueras amarillas sobre la que vestían una coraza y sus inconfundibles borgoñotas barradas. Básicamente hablamos de una prenda elaborada con pieles gruesas y resistentes, impermeabilizadas y provistas de mangas largas y faldones para proteger brazos y muslos de las cuchilladas propinadas por la infantería. No debemos olvidar que, aunque las armas de fuego se habían implantado en los ejércitos de aquella época, las espadas y las picas seguían siendo la base del armamento de los infantes, y que una moharra bien afilada lo aviaba a uno en un periquete.


En la foto de la derecha vemos a un probo ciudadano recreacionista vestido con una cuera sobre la que lleva una coraza. Los largos faldones de la prenda le cubren los muslos y los brazos de forma que los tajos de las armas blancas tendrán poco efecto sobre esas zonas gracias al grosor y la flexibilidad de la misma. Los acabados eran de lo más dispar, habiendo grandes diferencias entre las cueras confeccionadas para nobles y gente de posibles o los simples peones si bien eran por norma unas prendas caras. Por ejemplo, en Inglaterra una cuera monda y lironda costaba alrededor de 5 libras, mientras que un ejemplar de mejor calidad duplicaba ese importe, o sea, más dinero de lo que había que pagar por un coselete, cuyo precio era de 10 chelines y 6 peniques, o sea, aproximadamente poco más de media libra según el absurdo sistema monetario inglés de la época. Curiosamente, en el ejército sueco que tanta fama alcanzó en aquella época a raíz de la guerra de los Treinta Años, las cueras eran una prenda inalcanzable para la mayoría del personal, y solo los nobles muy pudientes se podían permitir pagar una importada del extranjero a pesar de que los alces eran muy numerosos en Suecia y que la piel de esos animales era la mejor para la fabricación de cueras. El motivo no era otro más que una antigua ley por la que todas las reses del reino pertenecían al monarca, así que nadie podía cazarlas para aprovechar sus pieles. Por ese motivo, mientras que un coselete corriente para la tropa costaban entre cuatro y cinco riksdaler (moneda anterior a la corona sueca actual), una cuera tenía un importe de entre 10 y 20. 


Su confección era laboriosa debido al grosor de las pieles que se usaban, de entre 1,5 y 5,5 mm., lo que no permitía el solapado de las piezas que componían la prenda, por lo que era preciso juntarlas y coserlas por los bordes con agujas curvas en direcciones distintas, pasándolas dos veces por el mismo orificio. Esta técnica se basaba en introducir la aguja por el borde y extraerla por el canto de la piel, formando los típicos cordones que se ven en el detalle de la foto de la izquierda, donde tenemos un ejemplo de cuera cuyas mangas estaban formadas por una de piel más fina cubiertas por otras más cortas y gruesas, de unos 5 mm. de espesor, con la cara interna del codo abierta para no restar flexibilidad al brazo. Eran prendas pesadas, y dependiendo del grosor de la piel empleada en su confección podía oscilar entre los 2 y los 3,5 kilos. En cuanto al interior, las cueras se forraban con lino o seda y una capa de tejido grueso entre el forro y la piel, lo que contribuía a mejorar la capacidad defensiva contra las armas blancas y, no lo olvidemos, contundentes. Las mazas y los martillos de guerra aún estaban en uso, y un buen relleno era la única forma de impedir que una de estas armas le partiera a uno un brazo o le dejara el codo convertido en sémola.


No obstante, también se fabricaban cueras sin mangas como la que vemos en la foto de la derecha. En este caso, la movilidad de los brazos no se veía mermada por la prenda si bien perdían la defensa que proporcionaba salvo que se vistiera bajo la cuera una camisa de malla. Para abrocharlas se recurría casi siempre a lazos o cordones pasados por ojales u orificios cuyo número era variable, pudiendo ir desde 14 a 34. Por otro lado, en los ejemplares que se muestran en la foto se ve la disposición de los faldones, que se solapan e incluso se abrochan sobre el opuesto mediante un gancho o una lazada para impedir que se abrieran, como vemos en la cuera sin mangas, la cual debía pertenecer a un infante ya que un jinete no podía cerrar dichos faldones por razones obvias.


A la izquierda vemos una cuera de postín similar a una de las mostradas más arriba, con las mangas cubiertas por otras de piel más gruesa. En la imagen se puede apreciar el forro en el interior del cuello que, como vemos, tiene una altura notable para proteger esa parte del cuerpo de los tajos enemigos. Así mismo, salta a la vista el generoso grosor de las sobremangas, que solo mediante una cuidadosa técnica de curtido alcanzaban la flexibilidad necesaria para no dejar a su usuario convertido en un Madelman más tieso que una estaca. Debemos tener en cuenta que las pieles de ante con que se confeccionaban en principio las cueras eran excesivamente caras, por lo que se acabaron imponiendo las de vacuno, mucho menos suaves y flexibles pero más baratas. En primer lugar se empapaban las pieles con una solución de cal que eliminaba la grasa y los restos de carne. A continuación se raspaba hasta llegar a la dermis y, por último, se efectuaba un curtido a base de aceite de bacalao, para lo cual se sumergía la piel en un recipiente y se pateaba de la misma forma que se pisa la uva hasta impregnarla bien. Luego se colgaban y se dejaban secar, repitiendo el proceso de aceitado varias veces hasta que el maestro curtidor consideraba que había alcanzado el punto adecuado. Esta técnica era la que daba a la piel el característico color amarillo de las cueras y, además, las impermeabilizaba de tal forma que han llegado a nuestros días muchos ejemplares que, si hubiesen sido tratados mediante otra técnica, habrían desaparecido hace mucho tiempo.


En fin, esto es todo. Solo señalar que la vida operativa de estas prendas no fue más allá de mediados del siglo XVII. Su elevado precio no compensaba la protección que brindaba en unos campos de batalla donde los mosquetes acabaron por imponerse en detrimento de los añejos cuadros de picas, que poco podían hacer contra un enemigo que los fusilaba bonitamente a distancia. Un ejemplo palmario podemos verlo en la foto de la derecha, que muestra la cuera que vestía el rey Gustavo Adolfo de Suecia cuando fue aliñado en la batalla de Lutzen el 6 de noviembre de 1632. En el costado derecho se puede ver el orificio de la bala que lo envió gloriosamente al Más Allá por no poder usar armadura debido a una antigua herida de bala en el cuello. Un reitre le endilgó un pistoletazo que lo derribó del caballo para, a continuación, ser herido por varias estocadas y rematado de un tiro en la sien que le pasó la cabeza de lado a lado, abriéndole un boquete del tamaño de una albóndiga. Sea vuecé rey para acabar así.

Bueno, ya tá.

Hale, he dicho

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