L'Entreprenant en plena batallita |
En una entrada anterior, dedicada a los albores de la artillería autopropulsada, ya hicimos referencia a los globos cautivos ya que estos cañones automotrices fueron ideados inicialmente para derribar tanto dirigibles como los globos de observación que, desde las alturas, eran capaces de detectar cualquier movimiento incluyendo hasta si algún tontaina se salía de la trinchera a echar una discreta meadita. En dicha entrada, cuya lectura recomiendo para no tener que repetir todo lo referente a la gestación de estos simpáticos chismes flotantes, ya se comentó como L'Entreprenant (El Intrépido), el primer globo de observación destinado a fines bélicos, fue decisivo en la batalla de Fleurus, ganada por los gabachos (Dios maldiga al enano corso por siempre en el más profundo abismo llameante) contra las monarquías europeas aliadas en aquella ocasión para reinstaurar el antiguo régimen y mandar a hacer puñetas a los revolucionarios que habían tenido la osadía de amputar la cabeza del ciudadano Capeto, antes Luis XVI, y de su adorable y pizpireta reina María Antonieta. Sin embargo, y a pesar de que L'Entreprenant mostró sus cualidades, el enano acabó desechando el invento porque, aparte de engorroso, en aquellos tiempos la tecnología disponible para la elaboración del hidrógeno necesario para inflarlos era incapaz de producirlo con la presteza y en la cantidad necesarios, así que se conformó con seguir contemplando el campo de batalla desde una loma, como se llevaba haciendo desde tiempos inmemoriales.
El Intrepid en acción. Lo que no sé es si al decir intrépido se referían al globo o al insensato que lo tripulaba, porque ya había que echarle valor... |
No obstante, el invento no acabó arrumbado para siempre en los archivos de los estados mayores, sino todo lo contrario. De hecho, en el momento en que la capacidad de fabricar hidrógeno a un ritmo adecuado se hizo posible, inmediatamente desempolvaron todo lo referente a los globos cautivos y los pusieron nuevamente en liza aunque, eso sí, de manos de personal civil porque los militares de la época igual habían olvidado donde habían guardado los expedientes referentes a estos aparatos. En el caso que nos ocupa, fue en la Guerra de Secesión cuando el uso de globos de observación empezó de nuevo a tomar fuerza, en esta ocasión a manos del ejército de la Unión. Concretamente fue Thaddeus C. S. Lowe, un probo autodidacta inventor, meteorólogo y aficionado a los aerostatos, el que puso sus conocimientos al servicio de la causa para hacerle la pascua a base de bien a los rebeldes esclavistas. Tras las gestiones oportunas se acordó llevar a cabo una prueba ante el mismísimo Lincoln el 17 de junio de 1861 en la que se hizo ascender el globo "Intrepide" a unos 150 metros de altura, pudiendo tener contacto con tierra en todo momento mediante un hilo telegráfico. De esa forma, lo que el observador veía desde su globo podía ser re-enviado de forma casi instantánea a la misma Casa Blanca si era preciso, lo que en aquellos tiempos sonaría a ciencia-ficción. Tanto le entusiasmó la idea a Lincoln, que era un sujeto inteligente abierto a toda innovación válida para ganar la guerra, que ordenó la creación de un Balloon Corps, un Cuerpo de Globos que, desgraciadamente, nació con un defecto garrafal: estaba nutrido por civiles bajo el mando de militares que pretendían en todo momento arrogarse los éxitos derivados del empleo de estos artefactos.
Lowe y LaMountain |
Para rematar la cosa, a Lowe le salió un competidor, John LaMountain, otro pionero de los aerostatos que ya había hecho sus pinitos antes de la guerra llevando a cabo travesías a bordo de su globo "Atlantic". LaMountain fue contratado directamente por el general Benjamin Butler, y puso en su punto de mira a Lowe para apartarlo y convertirse en el jefe del Balloon Corps. De hecho, desde el primer momento se convirtió en una mosca cojonera, no parando de hostigar a Lowe restándose méritos y vanagloriándose de que su globo fue el primer en entrar en combate de forma efectiva. Al final, tanta disputa solo sirvió para crear tan mal rollo ante los militares que, en agosto de 1863, se decidió finalmente disolver el Cuerpo de Globos a pesar de los buenos resultados obtenidos.
Y gran parte de esos buenos resultados se debieron a que en aquella época aún no existía ningún tipo de arma antiaérea como no fuesen las enormes escopetas de calibre 8 o 10 para matar patos, las cuales obviamente no servirían de nada en este caso. Incapaces de dar con una solución inmediata, se limitaron a algo tan básico como lo que vemos en el esquema de la derecha: una pequeña zanja para permitir que la cureña quedara por debajo del nivel del suelo, ganando así varios grados de elevación ya que la artillería de la época no contemplaba abrir fuego sobre algo que estuviera a más de 8 o 10 metros de altura, o sea, la muralla de un fuerte o algo por el estilo. Sin embargo, esta no era ni remotamente una solución eficaz ya que lo más que podían conseguir era perforar el globo disparándole un bote de metralla, pero sus efectos se limitaban a que este empezara a desinflarse lentamente, dando tiempo de sobra de bajarlo a tierra para proceder a su reparación. O sea, que dejarlos fuera de combate para siempre jamás era complicadillo.
Tropas de la Unión inflando un globo en Fair Oaks, Virginia, en 1862 |
Bien, así quedó la cosa a lo largo de la segunda mitad del siglo XIX. Los globos de observación habían demostrado claramente su utilidad si bien adolecían de un defecto de diseño que aún se tardó en corregir, y es que su forma esférica o de pera era extremadamente sensible a la acción del viento. A pesar de permanecer en todo momento unidos a tierra, los cambios de dirección o la fuerza del mismo los volvían bastante inestables, girando sobre sí mismos o dando bandazos según soplara el viento en una dirección u otra, lo que se traducía, aparte de en la vomitona del tripulante a causa de tanto meneo, en las grandes dificultades que entrañaba sacar fotos o levantar mapas adecuados. Eso se compensaba, como hemos dicho, con la casi total impunidad con la que operaban ya que, a pesar de los avances que experimentó la artillería hasta la llegada del nuevo siglo, a nadie se le ocurrió diseñar algo capaz de echar por tierra aquellos irritantes artefactos que delataban de inmediato cualquier movimiento en el campo enemigo, fastidiando al glorioso general de turno su taimada estrategia para sorprender al enemigo y derrotarlo bonitamente con un audaz golpe de mano.
Globo de observación británico hacia 1908 que, como vemos, aún conserva la tradicional forma esférica |
El estallido de la Gran Guerra supuso una gran proliferación de los globos de observación. Habiéndose convertido la artillería en la que cortaba el bacalao en un campo de batalla en el que las tropas eran invisibles desde tierra por estar metidos en sus trincheras, era imprescindible disponer de capacidad de visión a gran altura tanto para localizar las posiciones enemigas como para corregir el tiro de la artillería. De ese modo, los globos pasaron de ser meras moscas cojoneras a tábanos sumamente irritantes porque, desde ellos, un observador podía informar en todo momento de lo que ocurría en el frente, bien mediante un hilo telefónico o, un poco más avanzada la guerra, con aparatos de radio-telegrafía, lo que les liberaba de la posibilidad de que una rotura del cable los dejara incomunicados. Pero, además, tenían una serie de ventajas que eran a veces inasumibles para la incipiente arma aérea, empezando por el hecho de que un globo podía permanecer durante horas y horas estacionado en el aire, mientras que los aviones disponían de una autonomía muy limitada y eran más fáciles de derribar tanto por la artillería antiaérea como por los cazas enemigos. Pero vayamos por partes y no nos adelantemos...
Drachen a punto de ser soltado. Obsérvense la gran cantidad de tirantes que ayudaban a darle el máximo de estabilidad horizontal |
Ante todo, conviene aclarar que el diseño de los globos experimentó un cambio radical a fin de favorecer la estabilidad de la que carecían sus ancestros esféricos. Los primeros en sacar un globo capaz de mantenerse en el aire sin acusar tanto los cambios de dirección del viento fueron, como no, los alemanes, con el modelo Parseval-Sigsfeld. Este aerostato fue diseñado por August von Parseval y Hans Bartsch von Sigsfeld a finales del siglo XIX, obteniendo la licencia para su construcción en 1901. Era un chisme con forma de salchicha al que se le añadieron dos estabilizadores laterales más otro inflable situado en la parte inferior-trasera que daban al globo la apariencia de un miembro reproductor masculino a lo bestia, lo que dio lugar a motes muy inspirados. Para aminorar el posible cabeceo se le añadía llegado el caso una cola como las que usan las cometas, pero en vez de ponerle lacitos les colocaron una especie de estabilizadores en forma de varios conos similares en su aspecto a los de una pantalla de mesa puestas en fila una tras otra.
A nivel oficial se les llamaba Drachen (Dragón) término que, además de resultar más elegante, se debía a su similitud con esas cometas chinas que se parecen a esos animalitos mitológicos. El Drachen se inflaba con hidrógeno excepto el estabilizador con aspecto de escroto, que disponía de una abertura frontal en la parte inferior para que se llenase con el aire que venía de cara, lo que le permitía permanecer casi inmóvil como una veleta salvo que el viento variase de posición, en cuyo caso se limitaba a girar lentamente sin más problemas. Dicha abertura podía abrirse o cerrarse a voluntad por el tripulante del globo, y en caso de que hubiera una pérdida de hidrógeno esta se vería compensada por el aire acumulado en el estabilizador. Para inflarlo, cada globo disponía de un generador de gas de hidrógeno como el que vemos en la parte superior de la foto, capaz de producir 56.634 litros de gas a la hora, mientras que en la foto inferior tenemos en cabrestante accionado por un motor de gasolina que permitía recoger el globo con toda rapidez en caso de peligro. Los belgas adquirieron algunas unidades mucho antes de estallar la guerra, lo que permitió a los aliados copiarlo de cabo a rabo una vez iniciadas las hostilidades ya que, hasta aquel momento, tanto los british como los gabachos (Dios maldiga a Nelson y al enano corso fifty-fifty) aún seguían con los globos esféricos de siempre.
Globo Caquot |
La réplica al Drachen llegó en 1915 de manos del capitán Albert Caquot. Se trataba de otro aerostato en forma de salchicha gorda provisto de un timón vertical inspirado en el que usaba el Drachen pero que, sin embargo, solo provocó graves problemas de cabeceo. Unos meses más tarde llevó a cabo otro diseño, en este caso provisto de tres estabilizadores colocados a 120º que si se mostró sumamente eficaz, hasta el extremo de que, a partir de 1917, fue copiado por los tedescos bajo la denominación de Tipo AE y que incluso fue sustituyendo a los Drachen a medida que estos iban siendo derribados o quedaban inútiles para volar. En todo caso, ambos modelos dieron un servicio más que satisfactorio ya que fueron los dos únicos tipo de globos de observación empleados en todo el conflicto, lo que nos hace suponer que sus características se ajustaron desde el primer momento al cometido para el que fueron diseñados.
En cuanto a su principal accesorio, la cesta, básicamente era similar en ambos tipos. Se trata del típico receptáculo fabricado con mimbre para aligerarlo de peso para uno o dos tripulantes. La que vemos en la foto corresponde a un Caquot tripulada por el observador, a la izquierda, y el radio-telegrafista, a la derecha. Las dos bolsas cónicas que penden de la cesta son los paracaídas que, en aquella época, aún no se usaban colgados a la espalda. El tripulante llevaba puesto el arnés, y solo tenía que saltar para que con su propio peso sacase el paracaídas del envoltorio y caer lo más elegantemente posible. Los primeros en hacer uso de estos salvavidas aéreos fueron los tedescos si bien los aliados no tardaron mucho en imitarles. Ya comentamos en una entrada anterior que, absurdamente, los paracaídas estaban vedados a los pilotos de caza o los bombarderos porque se pensaba que la confianza de salir vivos de una situación apurada les restaría agresividad, así que ajo y agua.
Así pues, los que se veían favorecidos por el uso de estos gratificantes moqueros gigantes eran solo los tripulantes de los globos, a los que bastaba ver que las cosas se ponían chungas para salir del cesto echando leches porque si el globo se incendiaba se caía con él. En la foto de la izquierda vemos como un observador british no lo ha dudado ni un instante y se arroja al vacío. En la foto se aprecia perfectamente el atalaje del paracaídas, así como las cuerdas que salen de la parte inferior del saco que lo contiene. Las cosas como son: había que echarle muchos, pero que muchos cojones a eso de saltar a la nada dando por sentado que el paracaídas saldría y se desplegaría sin problemas. Basta ver la altura a la que se encuentra para, encima, tener la sangre fría de mirar hacia el suelo. Da grima, carajo...
Porque la cuestión es que una vez que el globo se inflamaba ardía como una tea a una velocidad increíble, por lo que la cesta y su contenido, o sea, el observador, iniciarían una caída inquietantemente veloz hacia el suelo conforme a la inexorable ley de la gravedad. Eso querría decir que, ya que el paracaídas actuaba por tracción, el tripulante se podría ver en la desagradable situación de caer al mismo tiempo que la cesta, por lo que el invento no funcionaría y seguiría cayendo y cayendo hasta estamparse contra el suelo sin lograr que el maldito paracaídas saliese del envase. Y luego me dicen a mí que por qué me dan tanto susto los aviones... En fin, los fulgurantes efectos de la combustión del hidrógeno podemos verlos en esa curiosa instantánea tomada desde un aeroplano, quizás el mismo que lo derribó. Vemos como el globo prácticamente ha desaparecido, mientras que del tripulante no se ve ni rastro, por lo que podemos deducir que tomó las de Villadiego a tiempo.
Sugestiva foto que recoge el instante en que un piloto aliado se dispone a ametrallar un globo alemán |
Bien, esto sería grosso modo como se desarrolló la evolución de los globos de observación a lo largo del conflicto. Su presencia en los campos de batalla los convirtió en un elemento de vital importancia por motivos diversos. El primero y más importante era dirigir el tiro de la artillería ya que hablamos de una época en que los cañones ya disparaban sin ver al enemigo, situados a varios kilómetros tras la línea del frente. De ahí que fuera imprescindible conocer de primera mano si las andanadas acertaban en el objetivo señalado para llevar a cabo las correcciones necesarias hasta alcanzar una precisión cuasi quirúrgica. Pero, además, detectaban los movimientos previos al inicio de cualquier ofensiva en forma de llegada al frente de tropas de refresco, pertrechos, municiones, etc. Detectaban el inicio de un ataque y la posición de la infantería enemiga durante su avance para que el fuego de barrera los machara impunemente y, en fin, les caían fatal a todo el mundo. Eso los convirtió en objetivo de primera clase, y su destrucción en una necesidad para quitar de en medio a aquellos enojosos testigos de todo lo que pasaba en el frente.
Secuencia en que se ve como un globo empieza a inflamarse tras ser alcanzado mientras el piloto enemigo se eleva para esquivar el fuego proveniente de tierra |
Llegado a este punto tras este kilométrico introito para ponernos en situación es cuando trataremos cómo se llevaba a cabo el derribo de los globos de observación que, según hemos explicado, eran tan chinchantes. Muchos pensarán que derribar algo tan grande y, encima, estático en el aire era algo así como un pim-pam-púm aerostático, un agradable pasatiempo con el morbillo añadido de convertirlos en una bola de fuego visibles a varios kilómetros de distancia. Sin embargo, nada más lejos de la realidad. De hecho, los pilotos que derribaban estos globos son los grandes desconocidos de la guerra aérea a pesar de sus hazañas, e incluso para muchos aficionados a estos temas son algo ignoto. Es más, ninguno de los grandes ases de la aviación se enfrentó jamás a un globo cautivo o, a lo más, a alguno que otro y sin saber donde se metían. Por el contrario, los que tenían en su haber el mayor número de derribos de globos, curiosamente, abatieron poquísimos aviones. Parece un sinsentido, ¿no? Pues veamos algunos ejemplos:
Von Richthofen, el máximo as de todo el conflicto con 80 victorias, jamás se enfrentó a un puñetero globo. René Fonck, máximo as francés con 75 victorias, tampoco, y encima diciendo que "no me gusta enfrentarme a ese tipo de enemigos, y prefiero dejarlos para los especialistas en ese tipo de ataques", tócate el níspero con Fonck. William Bishop, as canadiense con 72 victorias, no se acercó a ni uno en toda la guerra. El único que se enfrentó a un globo, que por cierto fue su primera victoria confirmada, fue el máximo as británico, Edward Mannock, con 61 victorias, y tras la experiencia cosechada juró por sus muertos que era la primera y última vez que se dedicaba a atacar un globo de observación. Como vemos, estos artefactos producían severas urticarias entre el personal, hombres que son el paradigma del valor, del arrojo, de la testosterona en dosis masivas. ¿Cómo pues pasaban de llevar a cabo misiones de tanta importancia para sus respectivos ejércitos?
Ametralladora Maxim Flak 14 de 37 mm. Si un avión fabricado con madera y tela era alcanzando por ese chisme lo convertía en un puñado de astillas y jirones de trapos |
En primer lugar debemos tener en cuenta que los globos jamás se estacionaban en primera línea. Antes al contrario, su emplazamiento siempre se encontraba varios kilómetros tras la línea del frente, lo que obligaba a los pilotos a cubrir esa distancia expuestos al fuego enemigo. Por otro lado, los globos no solo no carecían de protección sino que estaban fuertemente defendidos por baterías antiaéreas tanto de cañones como de ametralladoras. De hecho, incluso los mismos tripulantes podían estar provistos de una ametralladora ligera tipo Lewis o MG-08/15 con las que podían escabechar al piloto sin más historias. Incluso en un perverso alarde de ingenio, cuando se tenía constancia de que había en el sector un piloto especialmente dotado para derribar globos disponían uno en una determinada situación que lo convertía en una verdadera perita en dulce, un blanco al que ningún piloto podría resistirse a intentar el derribo. Sin embargo, el globo tenía trampa. Consistía en colocar un monigote haciendo las veces de observador, pero al que se le añadía una gran cantidad de explosivos en la cesta. Cuando el piloto se aproximaba para ametrallarlo, lo detonaban desde tierra, alcanzando la onda expansiva al avión enemigo además de la enorme llamarada del hidrógeno almacenado en el globo. Qué malvados, ¿no?
Cañón antiaéreo de 7,7 cm. sobre plataforma móvil. Esos ya no dejaban ni rastro del avión enemigo si lo alcanzaban de lleno |
Y, por último y por si todo lo detallado no fuese bastante, debían enfrentarse a los cazas enemigos que acudían como un enjambre para defender su globo como los zánganos acuden a proteger a la abeja reina de cualquier agresor. O sea, que solo aproximarse al dichoso globo ya era de por sí un acto heroico. A todo ello debemos añadir que los globos solían estacionarse a una altura por lo general inferior a los 1.000 metros para permanecer en todo momento bajo el alcance de las armas antiaéreas que lo defendían. Además, tenían la ventaja añadida de que, al estar a una altitud exacta y conocida en todo momento por los artilleros, estos ya tenían las espoletas de sus proyectiles calibradas a esa altura, por lo que fallar era cuasi imposible al no tener que estar probando distintas altitudes hasta dar con la correcta aún con la ayuda de telémetros como el de la foto superior.
Secuencia del lanzamiento de una bomba de fósforo sobre un Drachen y su posterior inflamación |
Pero las dificultades no acababan ahí. El hidrógeno era ciertamente muy inflamable, pero para ello era necesario usar munición adecuada. Por otro lado, no bastaba con penetrar en el globo ya que el hidrógeno no arde si no se mezcla previamente con el oxígeno del aire, así que una bala incendiaria que perforaba la cubierta del globo no servía de nada si no se producía un escape de gas al exterior. Para ello hubo que desarrollar determinados tipos de proyectiles que veremos a continuación pero, en todo caso, lo que queda claro es que echar por tierra un globo de observación era lo más parecido a tener todas las papeletas para acabar chafado contra el suelo convertido en una momia calcinada. ¿Qué era pues lo que empujaba a algunos hombres a embarcarse en semejante reto y que, encima, a que su abnegado heroísmo pasase desapercibido incluso para sus mismos camaradas?
No solo los aliados derribaban globos. El que vemos en la foto fue el máximo as alemán con 20 victorias más 8 aviones. Se trata del teniente Friedrich, ritter Von Röth |
De entrada, eran por norma voluntarios. No se obligaba a nadie a tomar parte en uno de aquellos ataques por la sencilla razón de que eran casi un suicidio cantado. Sin embargo, los que se presentaban ya de por sí eran considerados como unos insensatos, una especia de suicidas en potencia dominados por un ansia irrefrenable de sentir la adrenalina corriendo a raudales por la sangre y con cierta paranoia tendente a la piromanía, tipos a los que eso de convertir en una bola de fuego uno de aquellos artefactos producía espasmos de placer. Balloon busters, quemadores de globos, los llamaban los aliados, y muchos de ellos no llegaron a conocer el fin de la guerra, precisamente porque pagaron muy cara su osadía. Otros, como el teniente Leon Boujarde, máximo as francés con 27 globos derribados más un avión que debió pillarle de camino, decía que se apuntaba a estas movidas para vengarse de las escabechinas que la artillería enemiga llevaba a cabo contra sus camaradas gracias a los puñeteros globos.
Para llevar a cabo sus misiones recurrieron a munición incendiaria con balas de fósforo blanco que se inflamaba al contacto con el aire. Este tipo de proyectil, fabricado por la firma Buckingham al precio de 2 chelines por unidad, tenía en su interior hueco la carga de fósforo sellada con una fina capa de plomo que se fundía al ser disparada, dando lugar a la típica cola fosforescente durante su trayectoria. Para agrandar el orificio que permitiese la salida del hidrógeno para que se produjera la inflamación del mismo, esta munición tenía una punta chata similar a las aborrecidas Dum-Dum, lo que hizo que más de un piloto capturado por los tedescos fuera pasado por las armas ipso-facto si veían que sus ametralladoras estaban cargadas con las Buckingham pensando que eran Dum-Dum, que estaban prohibidas por la Convención de La Haya. En prevención de esas medidas tan expeditivas, los pilotos llevaban encima una especie de certificado expedido por sus superiores en el que se garantizaba que dicha munición estaba destinada exclusivamente a los objetivos marcados, y nunca para ser usadas contra personas. Obviamente, ese alarde de supuesta caballerosidad le daba una higa a los alemanes, y salvo que algún oficial especialmente puntilloso estuviese de por medio, al british lo dejaban seco sin más historias. Los tedescos solían recurrir a otros métodos para producir grandes boquetes en los globos, como combinar los distintos tipos de munición: la ametralladora izquierda la cargaban con una cinta alternando un cartucho normal cada cuatro incendiarios, mientras que la derecha llevaba la misma proporción, pero al revés: un incendiario cada cuatro normales. De esa forma, de una ráfaga de apenas 20 disparos por arma salían 20 balas de fósforo y 20 normales, lo que solía bastar para inflamar un globo.
Pero el que sería el más sofisticado armamento para derribar globos lo desarrolló el capitán de navío Ives Le Prieur, que ideó lo que sería el primer misil aire-aire de la historia. En realidad no eran más que ocho cohetes emplazados en los puntales de un avión Nieuport 16 provistos de un disparador eléctrico que, en teoría, convertirían en una tea cualquier globo sin las complicaciones que conllevaba ametrallarlos. El estreno se llevó a cabo el 22 de mayo de 1916 con ocho voluntarios procedentes de las escuadrillas 23, 31, 57, 65 y 95, todos al mando del capitán Louis Robert de Beauchamp. Como vemos, no debió haber peleas para formar parte de la expedición, consistente en derribar ocho globos localizados al norte del río Mosa. La misión salió razonablemente bien ya que pudieron ser abatidos seis de los ocho globos, si bien el Nieuport del adjutant (un rango equivalente a sargento mayor) Henri Réservat fue obligado a tomar tierra acosado por los aviones tedescos que se le echaron encima. En la foto podemos ver el aparato conservando la mitad de sus proyectiles, lo que delató el mismo día del estreno la existencia del invento.
No obstante, este tipo de cohete no se mostró a la larga satisfactorio. De entrada, la aproximación debía llevarse a cabo por el costado del globo con un ángulo de 45º y a una cota inferior, lo que le exponía aún más al fuego antiaéreo enemigo. El lanzamiento se debía efectuar como mucho a unos 120 metros de distancia por lo que, una vez efectuada la salva, el piloto se encontraba a 100 metros o menos de la enorme masa del globo que, obviamente, debía esquivar sí o sí. Pero lo peor era que, casi siempre, estos cohetes llevaban una trayectoria totalmente errática, siendo lo habitual que no acertase ni uno solo. Eso obligaba al piloto a jugarse el pellejo por partida doble y llevar a cabo una segunda pasada para ametrallar el objetivo, lo cual era, más que un riesgo enorme, un suicidio casi declarado. La foto de la izquierda muestra un Nieuport 16 que acaba de lanzar sus cohetes, cuyas trayectorias no parecen ser muy uniformes que digamos. Al final se acabó imponiendo el ametrallamiento porque los Torpilleurs Le Prieur, como se les designaba oficialmente, no fueron ni remotamente lo eficaces que se esperaba.
Otro artificio fue una especie de bomba cargada con 10 kilos de fósforo blanco que era lanzado sobre el globo, lo cual resultaba infalible en caso de acertar teniendo en cuenta que eran lanzadas a ojo por un piloto que, además de dirigir el aparato, debía intentar evitar el infierno de fuego antiaéreo que se desencadenaba sobre él en aquellos momentos. Con todo, si por un casual no acertaba al menos tenía garantizado hacerle la pascua a base de bien a los enemigos que controlaban el globo desde tierra ya que la carga de fósforo podía destruir todos los pertrechos que acompañaban al mismo. El grabado de la derecha nos muestra precisamente un Drachen alcanzado de lleno por una de esas bombas lanzada por una S.E.5a británico. En fin, ya vemos que el surtido para echar por tierra estos chismes no era especialmente extenso, pero el arrojo de los pilotos acometidos por la fiebre del globo, como llamaban de forma coloquial a esas incomprensibles ansias por destruir estos artefactos, era ya de por sí un arma temible. De hecho, la mayoría de ellos no vieron el fin del conflicto, bien derribados por la artillería antiaérea, bien por los cazas enviados a acabar con ellos. Precisamente, uno de los Nieuport que partieron el día antes de la acción del 22 de mayo a reconocer el terreno para buscar una ruta de ataque más adecuada fue abatido por el gran Oswald Boelcke que, por cierto, apenas vivió cuatro meses para contar la batallita ya que fue abatido con apenas 25 años y 40 victorias en su haber.
Personal de tierra inflando un Drachen. Obsérvense la gran cantidad de bombonas de hidrógeno necesarias para llevar a cabo la operación |
Bien, ya solo nos resta comentar como se llevaban a cabo las operaciones contra estos artefactos. Lo habitual era intentar dar un rodeo esquivando la presencia de armas antiaéreas para atacar desde atrás ya que, obviamente, la atención de los defensores de las baterías solía dirigirse hacia el frente. De ese modo, aprovechando la sorpresa, efectuaban la aproximación al blanco descendiendo hasta la altura precisa y efectuando una única pasada que, si salía bien pues cojonudo, pero si salía mal apaga y vámonos porque dar la vuelta para un segundo intento era tener todas las papeletas para dejarse el pellejo debido a la intensidad del fuego antiaéreo. Así mismo, era habitual llevar a cabo la acción formando dos grupos: uno atacaba directamente a los globos mientras que el otro aguardaba situado a una cota más alta a la espera de que apareciesen los cazas enemigos que debían repeler el ataque, apoyando de ese modo la retirada de sus compañeros. No obstante, a las dificultades anteriormente mencionadas habría que añadir una más, y es que en cuanto los observadores avistaban los aviones enemigos se apresuraban a comunicarlo para que hicieran descender el globo lo antes posible, de forma que la escasa altura hiciese el ataque tan peligroso que los hiciesen desistir. Sea como fuere, si no lograban que el globo se incendiase bastaba con repararlo, volverlo a llenar de hidrógeno y santas pascuas.
Bueno, espero que esta entrada haya sido del interés de vuecedes, ya que imagino que muchos de los que me leen no conocían la existencia de este tipo de guerra aérea tan arriesgada y, al mismo tiempo, tan desconocida. Fueron decenas de hombres los que pasaron de las glorias que proporcionaba la caza pura al estilo de la que practicaban Richthofen y demás famosos ases, pero su esfuerzo y su anónima valentía permitió salvar miles de vidas cada vez que un globo de cualquiera de los bandos en liza era abatido.
Hale, he dicho
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