Soldado perteneciente a un regimiento escocés haciendo sus pinitos con un fusil equipado con lanzador de granadas |
Abnegada operaria de una fábrica de municiones británica repasando un lote de granadas Mills |
Una de las principales protagonistas de la guerra de trincheras fueron las granadas de mano. Millones y millones de estas pequeñas pero mortíferas armas fueron arrojadas por todos los bandos en liza para hacerse la puñeta a base de bien. Servían para todo: matar o herir a los atacantes que se aproximaban a una posición, limpiar trincheras cuando los atacantes lograban aproximarse a las mismas, fabricar trampas explosivas o destruir posiciones fortificadas introduciéndolas por las troneras. Eran baratas, cada soldado podía transportar varias de ellas- los british podían llevar hasta dos docenas sin problema-, y en las trincheras había millares disponibles para echarles mano si las cosas se ponían chungas. Su capacidad letal no era desdeñable ya que una granada defensiva podía tener un radio de acción de varias decenas de metros, hiriendo a todo aquel que no se arrojase al suelo lo suficientemente rápido como para que el cono de metralla le pasase por encima.
Sin embargo, las granadas tenían una limitación, que no era otra que el alcance ya que este dependía de la fuerza y la destreza del que las arrojaba y que, en el mejor de los casos, no solía superar los 35 metros. De ahí que, ya desde mucho tiempo antes del estallido de la Gran Guerra, se idease una eficaz forma de lanzar granadas a muchísima más distancia y sin acabar con el brazo molido. Hablamos de los morteros de mano, que es como se conocían en aquella época. Como su nombre indica, eran morteros en miniatura acoplados, por decirlo de algún modo, a una culata de mosquete. En la foto superior podemos ver un fotograma de la aclamada cinta "El último mohicano" en la que vemos a un soldado junto al irritable y encoñado mayor Duncan Heyward sujetando una de estas armas durante el asedio que los gabachos (Dios maldiga al enano corso) mantienen contra el fuerte Edward. En el detalle podemos ver algunos de estos rechonchos morteros que, a partir del siglo XVI, ya estaban dando guerra. De arriba abajo tenemos uno de mecha, uno con llave de rueda y uno con llave de chispa.
Su funcionamiento era similar al de sus mastodónticos hermanos mayores. Se introducía la carga adecuada en la recámara, se atacaba, se cebaba y, a continuación, se cargaba la granada, que en aquella época contenían como carga explosiva pólvora negra. Al disparar, la deflagración prendía la mecha de dicha granada, que estaría calculada con la longitud necesaria para estallar una vez tocase el suelo o, por el contrario, para que explotase en el aire de forma que alcanzase a todo aquel que pretendiera protegerse tirándose al suelo o metiéndose en una trinchera. La foto de la derecha nos muestra a un probo ciudadano recreacionista asombrando a propios y extraños con su mortero de mano que, como vemos, no lo apoya en el hombro porque el retroceso de estas armas era bastante brusco por no decir brutal, y no por la carga de proyección, sino por la elevada masa del proyectil, en este caso una granada de hierro colado que pesaría más de un kilo. La trayectoria parabólica que trazaban las granadas disparadas con este tipo de armas permitía alcanzar el interior de las trincheras de aproximación durante los asedios, que era el contexto ideal para sacar el máximo rendimiento a los morteros de mano. Obviamente, estas trincheras estaban totalmente fuera del alcance de un granadero, por lo que ya vemos que la necesidad fue la que obligó a idear un tipo de arma capaz de poner una granada mucho más allá de donde llegaba un hombre.
Baden-Powell sentado, en el centro de la imagen, junto con la oficialidad de la guarnición de Mafeking durante el asedio |
Bien, a lo largo del tiempo, la morfología de estos chismes permaneció inalterable, cambiando solo el sistema de disparo hasta que la llegada de las armas de retrocarga obligó a reinventarlas, y esta vez no como un mortero de mano, sino como un lanzador de granadas porque la aparición de los explosivos permitió reducir de forma notable el tamaño de las granadas, y no solo sin ver mermada su potencia, sino aumentándola de forma dramática ya que bastaban unos pocos gramos de cualquier explosivo para hacer mucho más daño que una cantidad muy superior de la pólvora negra de antaño. Lo que conocemos actualmente como una granada de mano hizo su aparición durante la 2ª Guerra Anglo-Bóer y, como suele pasar muchas veces, en forma de arma de circunstancias. Fue concretamente en el asedio al que los bóeres sometieron a Mafeking, una población situada al NO de Sudáfrica, desde octubre de 1899 a mayo de 1900. La ínfima guarnición británica al mando del coronel Robert Baden-Powell (sí, el fundador de los Boy Scouts), de apenas 1.500 hombres, llevaron a cabo multitud de ardides ideados por su comandante para hacer creer a los bóeres que eran el ciento y la madre y, además, que estaban magníficamente armados. Una de dichas tretas consistió en lanzar contra los sitiadores latas llenas de dinamita que, al estallar, convertían el envase en mortífera metralla.
Tedesco manejando una ballesta lanzagranadas |
Así pues, y siendo la bomba de mano una de las armas más indicadas cuando hay trincheras de por medio, es más que evidente que el estallido de la Gran Guerra fue el sitio ideal para hacer un uso masivo de ellas. En entradas anteriores ya hemos visto algunos de los ingenios a los que recurrían ambos bandos para poder alcanzar las trincheras enemigas, situadas a decenas de metros en muchas ocasiones, dando lugar a verdaderos duelos en forma de bombardeos mutuos a base de granadas que, a lo tonto a lo tonto, provocaban no pocas bajas. Pero estos artefactos, sacados prácticamente todos del medioevo y que iban desde tirachinas gigantes a catapultas como las que se empleaban en los asedios en la Edad Media, por su tamaño, peso y manejabilidad solo podían ser empleados desde la seguridad de las trincheras, así que hubo que idear un método para lanzar granadas en cualquier sitio y sin tener que ir cargando con trastos pseudo-medievales. Qué mejor que resucitar los añejos morteros de mano, ¿no?
Pero, ojo, antes de proseguir conviene hacer una aclaración por si alguien aún no ha caído en la cuenta. No estamos hablando de las granadas de fusil, sino de dispositivos que, adaptados a los fusiles, permitían lanzar una granada de mano convencional o bien un modelo diseñado para dicho dispositivo. O sea, que sin ese complemento no era posible arrojar nada. En cuanto a las granadas de fusil convencionales, de esas ya hablaremos otro día porque eran unos artefactos que, aunque similares en su concepción y empleo táctico, tenían una serie de diferencias notables tanto en su forma como en su funcionamiento, principalmente en el hecho de que no precisaban de ningún tipo de accesorio para ser disparadas. Y dicho esto, prosigamos.
Los british (Dios maldiga a Nelson) introdujeron en 1916 un accesorio lanzador para el Enfield Nº 1 Mk III reglamentario. Pero, antes de nada, quiero aclarar un detalle que ha llevado a muchos a un error muy habitual debido a una mala traducción y en el que han caído hasta los de la controvertida Wikipedia esa. La denominación que ha llegado a nosotros de estos fusiles era con las siglas SMLE, o sea, Short Magazine Lee Enfield que, como he dicho, traducen como Lee Enfield de Cargador Corto. Bueno, de corto nada. De hecho, su capacidad era de 10 cartuchos nada menos. Y el error radica en que dichas siglas son válidas dando por hecho la ausencia de una palabra y una coma que dejó de emplearse. Su nombre era en realidad The Short, Magazine Lee Enfield Rifle, que si lo traducimos correctamente sería rifle corto con cargador Lee-Enfield. En definitiva, lo que en español conocemos como un mosquetón. Así que ya saben, cuando se hable de un SMLE, sea del modelo que sea, lo de short hace referencia al largo del arma, y magazine al tipo de cargador que emplea.
Bueno, aclarado esto, prosigamos con los lanzadores que usaba. El primero consistía en una rudimentaria bocacha denominada oficialmente como Nº1 Mk. I Grenade Cup. Consistía en un simple armazón de chapa que se acoplaba en el engarce de la bayoneta y que para bloquearlo requería armar la misma ya que, de lo contrario, saldría disparado junto a la granada. Su funcionamiento no podía ser más simple. Una vez montada la bocacha se introducía una granada Mills Nº23 Mk I, una variante del modelo anterior, la Nº 5 Mk. I, a la que, entre otras modificaciones, se le había añadido una espiga de 14 centímetros roscada en la base y que debía entrar en el cañón para quedar correctamente alineada ya que la bocacha lo único que hacía era sujetar la palanca.
En la foto de la izquierda vemos el instante en se introduce la espiga de la granada por la boca del cañón, tras lo cual se retirará la anilla, quedando así lista para ser lanzada. Esta granada tenía un peso de 770 gramos incluyendo una carga por lo general de amonal, un potente explosivo compuesto de ácido pícrico, trinitrotolueno, nitrato de amonio, carbón y polvo de aluminio empleado como potenciador. También se usaba amatol, alumatol o abelita. El detonador consistía en un tubo de cobre conteniendo 25 gramos de fulminato de mercurio que, como ya se ha explicado en alguna que otra ocasión, era el compuesto habitual en los multiplicadores y detonadores de la época.
En la foto de la izquierda vemos el instante en se introduce la espiga de la granada por la boca del cañón, tras lo cual se retirará la anilla, quedando así lista para ser lanzada. Esta granada tenía un peso de 770 gramos incluyendo una carga por lo general de amonal, un potente explosivo compuesto de ácido pícrico, trinitrotolueno, nitrato de amonio, carbón y polvo de aluminio empleado como potenciador. También se usaba amatol, alumatol o abelita. El detonador consistía en un tubo de cobre conteniendo 25 gramos de fulminato de mercurio que, como ya se ha explicado en alguna que otra ocasión, era el compuesto habitual en los multiplicadores y detonadores de la época.
Una vez preparada la granada en la bocacha se disparaba con un cartucho de proyección que, en función del ángulo que se diera al fusil, oscilaba entre los 70 y los 180 metros aproximadamente. Cuando la granada abandonaba la bocacha la palanca salía despedida, activándose un retardo de 5 segundos. En la foto de la derecha podemos ver la bocacha vacía y con su granada dispuesta para ser lanzada, apreciándose el vástago introducido en el cañón. Este sistema deterioraba el estriado con bastante rapidez, por lo que era habitual que los fusiles con las ánimas dañadas fuesen reservados exclusivamente para el lanzamiento de granadas ya que este problema no mermaba la precisión del lanzamiento, que dependía más que nada del buen ojo del que manejaba el arma. Con todo, su producción se mantuvo hasta marzo de 1918, alcanzando un total de 30 millones de unidades. Esto nos puede dar una idea de la ingente cantidad de granadas de todo tipo que se usaron durante el conflicto, pudiendo hablar decenas y decenas y más decenas de millones.
No obstante, y a la vista de que el sistema de la granada con vástago era tan nocivo para los cañones, se diseñó un nuevo tipo de bocacha que permitía prescindir de dicha granada denominado como Cup Grenade Launcher. Se trataba de un dispositivo de pinza que permitía anclarlo mediante dos uñas en los laterales del punto de mira, tal como vemos en la foto de la derecha. Obviamente, este sistema no requería el uso de la bayoneta para fijarlo. La granada que usaba era otra variante de la Mills, en este caso la Nº 36, un modelo que entró en servicio en mayo de 1918. Hay que aclarar que esta granada no era un modelo específicamente diseñado para esta bocacha, sino que era una bomba de mano convencional a la que simplemente se atornillaba un disco metálico en la base para que sirviese como granada de fusil. Este modelo en concreto estuvo en activo hasta nada menos que los años 70. Por lo demás, su funcionamiento era similar: un cartucho de proyección impulsaba la granada que, al salir de la bocacha, se desprendía de la palanca, activando un retardo de 7 segundos. El detonador era similar al modelo anterior, un tubo de cobre con 25 gramos de fulminato de mercurio y, a modo de dato curioso, estas cabronas se fragmentaban en unas 500 partes cuando detonaban, así que ya podemos hacernos una idea del estado en que quedaría cualquiera que fuese alcanzado de lleno por la explosión.
Pero lo verdaderamente importante de esta bocacha era que tenía capacidad para regular el alcance manteniendo el fusil en la misma posición y con el mismo ángulo, en este caso de 45º para tener una referencia fija. Observemos la foto de la derecha y podremos ver como en la base tiene una abertura deslizable que se ajustaba mediante un tornillo. Pues en función del grado de apertura el alcance variaba debido a la pérdida de gases producidos por el disparo del cartucho de proyección. Con la ventana totalmente cerrada se obtenía el máximo alcance, 200 yardas (183 mts.) según los manuales de la época. Con una apertura de una cuarta parte, 170 yardas (155 mts.), con media apertura, 140 yardas (128 mts.), con tres cuartos de apertura 110 yardas (100 mts.), y con la ventana totalmente abierta 80 yardas (73 metros).
Esta bocacha se transportaba en su correspondiente bolsa de lona colgada de una de las trinchas del correaje para hacer uso de ella cuando fuese necesario. Solo había que ajustarla al punto de mira y presionar hasta que las uñas de la pinza la bloqueasen. Pero a pesar de lo práctico y eficiente de ambos métodos, estos sistemas de lanzamiento tenían en común un defecto, y era el violento retroceso al que se veían sometidos los fusiles ya que, para obtener un alcance adecuado, había que recurrir a elevadas cargas de cordita o balistita. La cordita era un propelente muy habitual en la munición británica. Fue inventada por sir Frederick Abel y estaba compuesta por 55 partes de nitroglicerina, 37 de algodón pólvora y 5 de vaselina, todo ello mezclado con acetona para endurecerla. La balistita fue inventada por Nobel en 1888, y estaba compuesta de algodón pólvora mezclado con alcanfor o vaselina. Y si a dicha carga de propelente añadimos el peso de la granada tenemos un retroceso tan fuerte que no era raro que la madera saltase hecha pedazos o, cuanto menos, sufriera fisuras más o menos grandes.
Por ese motivo y para evitar sustos se recurría a una solución un tanto rudimentaria, pero que al menos era eficaz. Como vemos en la foto superior, se envolvía con alambre de cobre o acero tanto el guardamanos a la altura de la recámara como en el último tercio de la caña. Dicha envoltura, extremadamente densa, estaba soldada en ambos extremos para impedir que se soltase. En el detalle podemos ver un paquete de 13 cartuchos de proyección con una carga de 43 grains de cordita, y junto al mismo un cartucho que, como se puede ver, tenía la boca crimpada. O sea, no era como los típicos cartuchos de fogueo de la época provistos de una bala de madera. Por lo demás, añadir que como accesorio disponían de un soporte a modo de trípode como el que vemos en la foto y destinado al lanzamiento desde posiciones estáticas, tanto de granadas de fusil convencionales como las que acabamos de ver. Su utilidad era evidente ya que, una vez calculado el ángulo de inclinación correcto, un par de hombres podían pasarse horas y horas lanzando granadas sobre un sector de trinchera enemiga hasta lograr que el enemigo se rindiera a cambio de 25 kilos de aspirinas para aliviarse el dolor de cabeza producido por tanta explosión.
Por último, a la izquierda vemos las distintas posiciones de disparo. En la foto A se muestra la posición de rodilla en tierra para el lanzador Nº 1 Mk. I. Apoyando el codo en la rodilla se tenía una referencia muy aproximada del ángulo adecuado que, recordémoslo, debía ser de 45º. En la foto B aparece el granadero disparando de pie. De esta forma se podía incluso efectuar un disparo directo contra un determinado objetivo situado a corta distancia si bien al disparar con el arma apoyada en el hombro el retroceso era muy molesto. En la foto C aparece el tirador con la bocacha para la Mills Nº 36, también rodilla en tierra pero con el fusil apoyado en el suelo al revés, o sea, con el guardamonte mirando hacia arriba. Al parecer, se recomendaba esta posición para que la mano no tuviese que sujetar la garganta del fusil por si le daba por romperse, lo que también era menos probable en esa posición ya que la culata resbalaría en el suelo y no absorbería todo el retroceso que como vemos en la foto A. La mano izquierda lo sujetaría por la zona alambrada que vimos anteriormente. Finalmente, en la foto D tenemos una posición de tiro semi-recostado. En ambos casos se recomendaba mantener la cabeza lo más alejada posible del arma, por lo que podemos suponer que más de uno se fue a su casa con varios cachos de culata incrustados en la jeta.
Bueno, por hoy ya vale. En la próxima entrada hablaremos de los lanzadores de tedescos y gabachos, que también tenían unos modelos muy chulos.
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