Desde que se inventaron las guerras, una de las principales premisas a cumplir por parte de los que toman parte en ellas es que hay que pasar hambre. Una guerra sin hambre es como un tinto de verano sin hielo. Si no se pasa hambre, las tropas pierden su agresividad, se tornan perezosas, les domina la molicie y solo piensan en dormir y vaguear todo el santo día. Es de todos sabido que cuando se tiene el buche lleno de aire el personal es más peligroso que un alacrán con escarlatina, pero si lo tiene lleno de rancho es capaz de rendirse con tal de no mover el culo de la trinchera. El hambre hace que a las tropas les entre prisa por volver a casa a deleitarse con los deleitosos guisos que les preparan sus parientas para, a continuación y a modo de premio por su buena mano con los fogones, darse un restregón como Dios manda. Pero para ello antes hay que ganar la guerra, así que le fórmula es fácil; hambre 𝑥 (mugre + castidad interminable) = ímpetu arrollador.
Cocinas de campaña británicas durante la guerra de Crimea |
Dicho esto, y tras hacer un somero balance de los temas que llevamos tratados a lo largo de estos años, he caído en la cuenta de que aún no hemos hablado nada acerca de la alimentación de los ejércitos modernos. Se han publicado entradas sobre el condumio entre los romanos, pero no sobre tiempos más recientes, así que con esta iniciaremos una serie de entradas dedicadas a las raciones de combate. Al cabo, tan necesario es el pan como las municiones para triturar bonitamente a los enemigos, y tan importante es estar bien pertrechado como alimentado para obtener una victoria razonablemente rápida. Obviamente, la Gran Guerra marcó un antes y un después en lo tocante a la intendencia que, ya en el siglo XIX, empezó a tomar forma tal como la conocemos hoy día. Los ejércitos eran cada vez más numerosos, y las guerras cada vez más largas.
Transportando el rancho a través de las trincheras en el sector de Arrás |
Ya no se trataba de mesnadas de unos cientos de hombres que luchaban durante 40 días al año, tras los cuales volvían al terruño para proseguir al año siguiente, sino de decenas, centenares de miles o incluso millones de hombres que combatían los siete días de la semana durante años e incluso lustros enteros. Como es lógico, los ejércitos modernos no podían subsistir con lo que obtenían sobre el terreno rapiñando todo lo que podían a los atribulados habitantes de las granjas o poblaciones que pillaban a su paso, como se hizo hasta el siglo XVIII aproximadamente, ya que las cantidades de vituallas necesarias eran astronómicas. A modo de ejemplo, un millar de hombres, o sea, los efectivos de un batallón, requerían a diario unos 600 kilos de pan, media tonelada de patatas y unos 350 kilos de carne. A eso, añadir las menudencias como el café o el té, las galletas, la mermelada y la mantequilla o margarina, leche y queso, que se repartían en función de la disponibilidad, más el tabaco y la bebida alcohólica que se consumiera en función de las tradiciones de las tropas: vino entre los gabachos (Dios maldiga al enano corso), ron entre los british (Dios maldiga a Nelson), schnaps entre los tedescos o vodka entre los hijos del padrecito Nikolái Aleksándrovich Románov. Por cierto que no debemos desdeñar el aporte calórico de las bebidas alcohólicas, especialmente las de elevada graduación ya que un litro de vodka contiene unas 2.800 calorías mientras que el ron alcanza nada menos que las 4.000. Es decir, que salvo por el hecho de que el hígado se les convertiría en comida para gatos, un ruso o un british podrían vivir a base de vodka o ron sin problemas.
Cuando el Cuerpo Expedicionario británico cruzó el Canal en 1914 pensando que la guerra era una mera aventura emocionante, la dieta reglamentaria les aportaba 4.193 calorías, con lo que quedarían cubiertos de sobra los requerimientos del organismo para funcionar adecuadamente por muchos saltos y carreras que diesen. De hecho, semejante aportación de calorías en hombres que no tuviesen una actividad cotidiana notable los cebaría como gorrinos en pocas semanas pero, como ya podemos imaginar, una cosa era lo que decía el reglamento y otra la posibilidad de suministrar la cantidad de alimentos necesarios para ello. Básicamente, la ración diaria de un british además del café y el té cotidianos constaba de 450 gramos de pan, 450 de carne, 115 de tocino, 250 de vegetales (patatas y legumbres sobre todo), 85 de azúcar, 55 de queso, 170 de mantequilla o margarina y 55 de mermelada. Como es obvio, estas cantidades podían verse dramáticamente reducidas si las cosas se ponían chungas, y del mismo modo podían verse bastante menguadas como castigo o bien aumentadas con alguna golosina si había ocasión o motivo para ello. La ración de ron era de ¼ de pinta (118,3 ml.), pero esta se distribuía a discreción del comandante de la unidad. En cuanto al tabaco, la ración semanal era de dos onzas (56 gramos). Lógicamente, los productos mencionados no eran una regla fija porque era conveniente variar la dieta, así que se cambiaban por alimentos con un aporte calórico similar en función de la disponibilidad de los mismos.
Gabachas ofreciendo a los british golosinas caseras en Étaples, población costera cercana al Paso de Calais donde se encontraba el mayor campamento base de la BEF (British Expeditionary Force) |
Bien, así estaban las cosas a inicios de la contienda pero, como ya podemos imaginar, no pasó mucho tiempo antes de que llegara la carestía de determinados alimentos, especialmente el queso, la mantequilla y la carne fresca, teniendo que recurrir al corned beef enlatado que tanta fama ganó. La solución si uno quería aumentar sus tristes raciones radicaba en adquirir las vituallas que los paisanos gabachos de los pueblos situados a la retaguardia les ofrecían o bien comprarlas al ejército francés. Generalmente se podían encontrar alimentos básicos como pan, que costaba 40 céntimos el kilo; té, que salía a 6 francos y 50 céntimos el kilo; mermelada por 1 franco con 10 céntimos el bote o carne de carnero por 2 francos con 25 céntimos el kilo. El cambio estaba en aquella época a razón de 25 francos por libra esterlina.
Varias cocinas de campaña británicas a pleno rendimiento |
Postal que muestra Picadilly Circus. En el centro, en el edificio que hace esquina, se ve la tienda de Fortnum & Mason |
Catálogo de Fortnum & Mason de 1914 |
Fortnum & Mason ya habían hecho sus pinitos en conflictos anteriores. Durante las guerras contra el enano corso (Dios lo maldiga por los siglos de los siglos amén) enviaron grandes cantidades de frutos secos y conservas a la aristocrática oficialidad británica. Recordemos que, en aquella época, los rangos en el ejército se compraban, de modo que solo los miembros de familias pudientes podían optar a mandar a uno de sus retoños al ejército sin ser, naturalmente, un soldado raso. Posteriormente, durante la guerra de Crimea, mandaron cantidades masivas de cubitos de caldo por encargo personal de la reina Victoria con destino a los hospitales de campaña donde la proba Florence Nightingale creaba la enfermería moderna. Pero cuando vieron la oportunidad para forrarse aún más de lo que ya estaban fue a raíz de la Gran Guerra. Estos fulanos eran unos linces, porque para la Navidad de 1914 ya habían distribuido un catálogo en el que los abnegados british podían adquirir todo tipo de artículos para regalarse el paladar, desde latas de conserva de todo lo imaginable a vinos, licores o los tabacos más selectos. Si tenemos en cuenta que la guerra empezó en agosto, ya se dieron prisa, ¿no?
El catálogo era simple y llanamente asombroso. Se podía encontrar de todo. Casi 40 páginas de chorraditas capaces de hacer perder la chaveta a cualquier cuñado hambriento y sediento. Un ejemplo: solo de galletas de agua ofrecían SESENTA Y DOS, sí, 62 variedades distintas. Esas galletas, para los que las desconozcan, se suelen usar para untar patés y cosas por el estilo. Además de eso, tés de las más diversas procedencias y mezclas, cafés de trece tipos, frutas glaseadas, maceradas en licor, tabaco turco, egipcio, virginiano, cubano, aceitunas españolas, tropocientos tipos de chocolates, licores, champagnes, vinos de Jerez e incluso combinados ya previamente preparados... ¡Ah!, y sopa de tortuga, como no. En fin, la archidescojonación. Pero, ojo, los surtidos no solo podían ser de lujo, sino también de productos más asequibles para bolsillos menos llenos de money. Los que vemos en la imagen superior costaban solo una libra, y en vez de tantas chorradas contenían cosas más corrientes y, al mismo tiempo, más necesarias para la penosa vida en las trincheras como caramelos, leche condensada, chocolate, queso, tubos de vaselina, cepillos de dientes, calcetines de lana, linternas a pilas, cordones para las botas y cosas así.
La idea tuvo tanto éxito que la firma decidió aumentar su oferta de productos creando un "Catálogo de Guerra" de casi 70 páginas en el que, además de provisiones, se podía comprar cualquier objeto de uso militar o personal, desde un uniforme a un correaje pasando por prismáticos, calzado, sábanas, ropa interior, paraguas, artículos de aseo, cerillas, corta-uñas y tropocientos chismes más. Por cierto, en su surtido de jamones incluían "spanish highly flavoured" por un precio de 2 chelines y 6 peniques la libra, un importe el doble de caro que el resto de la lista. Obviamente, el mejor jamón del mundo hay que pagarlo, qué carajo... Pero lo más peculiar eran las diversas formas en que podían adquirirse estos lotes. En la imagen superior tenemos una de ellas, que consistía en paquetes con determinados surtidos que salían bastante módicos, oscilando desde los 15 chelines a una libra y un chelín. En la parte inferior de la relación de cada surtido figura el importe con los gastos de envío incluidos dependiendo si era a Francia o a Egipto o Turquía. Estos surtidos consistían principalmente en productos más corrientes, como salchichas, leche condensada, caramelos, budines, bizcochos, té, chocolate, queso, etc.
Pero también había otros más sencillos en plan, digamos, más unipersonal que eran nombrados por los meses del año. Como vemos, salen todos por el mismo precio, 15 chelines, por lo que un simple teniente podría comprarse una de esas cajas con la paga de dos días y medio, que tampoco es para echarse las manos a la cabeza. Por enumerar el contenido de una de ellas para los que desconozcan la abominable lengua de los anglosajones, veamos qué venía dentro de la caja "Febrero", todo a razón de una lata por producto: tubos de consomé, langosta, chuletas de cordero con tomate, pudin de ciruelas, crema inglesa, cerezas con sirope, bizcochos surtidos, sardinas,chocholate, caramelos de limón y café con leche. Un almuerzo regio que, obviamente, era una utopía en las trincheras. Estos paquetes tardaban entre cuatro y cinco días en llegar a destino, y solo aumentaban el precio en poco más de un chelín. No obstante, no se distribuían a las tropas de primera línea, así que quedaban a la espera de que sus destinatarios fueran relevados para efectuar su entrega.
Otro acierto de la Fortnum & Mason fue la creación de paquetes destinados a los prisioneros de guerra que languidecían en la tenebrosa Germania por volver a ver de nuevo la brumosa Albión. Estos envíos se hacían llegar a través de la Cruz Roja. Se trataba de paquetes que contenían productos más básicos para hacer la vida mas llevadera a los POW. No obstante, había uno más costoso por si el prisionero era un mandamás que no estaba por trasegar sopa de nabos a todas horas. Por lo tanto, había para todos los bolsillos, desde surtidos muy suntuosos que costaban una libra a los que vemos en la página de la izquierda, que salían por 4 chelines y 6 peniques. En este caso se trataba de alimentos básicos como latas de carne, de sardinas, leche condensada, chocolate, mermelada y lo que llaman bollos escoceses, un bizcocho sustituto del pan ya que, ante la demora que sufrían estos envíos, que podía ser incluso de tres semanas, llegaría a destino duro como un cuerno. Cada bollo pesaba 2 libras, costaba un chelín y 9 peniques y se fabricaban de forma que los envolvía una gruesa corteza que los mantenía frescos durante varias semanas.
Por último, el fastuoso catálogo alimentario ofrecía unas cajas con provisiones para seis u ocho oficiales con las que podían ponerse como el quico durante una semana y que vemos en la página derecha de la foto anterior. No deja de ser curioso que en el catálogo las menciona así, como específicamente concebidas para oficiales, lo que no deja de ser un claro testimonio de lo que es una sociedad clasista hasta la médula. Obviamente, su precio no estaba al alcance de todos los bolsillos, pero siempre podían juntarse el sargento Williamson y sus muchachos para pagarla a escote, digo yo... En todo caso, la presentación del producto era, como no, digno del contenido ya que los envíos se realizaban en una caja provista de candado y su correspondiente llave, que en el frente había mogollón de chorizos. Cada caja pesaba nada menos que 25 kilos, y en este caso no cobraban gastos de envío. Es evidente que por 3 libras, 7 chelines y 6 peniques que cobraban no iban a ser tan cicateros, porque hablamos de la paga de tres días de todo un coronel. Ojo, esas eran las más baratas. La caja más cara costaba 5 libras, 17 chelines y 6 peniques, e incluía incluso polvos insecticidas para despiojarse adecuadamente antes se sentarse a la mesa, jabón y loción repelente de insectos para no llenarse de piojos mientras estaban en la mesa y papel higiénico para largarse contentito a la letrina tras dejar la mesa. Ah, también incluían velas especiales y cerillas de seguridad para darle ambiente a la mesa. Las cosas como son: son una raza de piratas y bellacos, pero cuidan el detalle al máximo. De hecho, hasta ofrecían una caja con servicio de mesa para siete oficiales que podemos ver en la foto superior. Además de la vajilla y la cubertería incluía una sartén, sacacorchos, abrebotellas, un par de linternas plegables por si había que salir echando leches de repente, siete jarras de una pinta de capacidad para ponerse ciegos de zumo de cebada, dos paquetes de velas con sus cerillas, dos paños para abrillantar la cristalería e incluso una bolsa cilíndrica de cuero para guardar la vajilla. El material se enviaba en una sólida caja de madera reforzada con flejes de hierro en las esquinas.
Y como el negocio bélico iba viento en popa, pues incluso idearon lotes fuera de catálogo para que la familia obsequiara a sus seres queridos que se morían de asco en el frente incubando pie de trinchera, neumonías y neurosis de guerra. A la derecha vemos la oferta navideña que se editó en The Times en noviembre de 1917 ofreciendo "lotes navideños de 30 chelines", o sea, una libra y media, más un chelín por los gastos de envío y un seguro por si un U-Boot tedesco mandaba a pique el barco donde viajaba el paquete. El surtido navideño no contenía mantecados y alfajores, naturalmente. Según la lista vemos que constaba de sopa de tortuga, filetes de salmón, urogallo asado (!¡), pavo asado, paté de jamón (de York, por supuesto), guisantes, judías verdes, pudin de Navidad, salsa de brandy y guindas maceradas en brandy. He señalado con signo de admiración lo del urogallo porque la temporada de caza de esos plumíferos se había abierto unos días antes, y estos fulanos ya disponían de ellos para los pedidos que, por cierto, se cerraban el 14 de diciembre.
En fin, como hemos visto las cajas de Fortnum & Mason aportaron su granito de arena para elevar la moral del personal. Entre tanta miseria, muerte y apocalipsis artillero diario, tener en el refugio a buen recaudo una lata de alguna delicadeza gastronómica siempre era un acicate aunque, por desgracia, la metralla no sabía de eso. En todo caso, no deja de ser admirable el espíritu emprendedor que mostró esta centenaria firma para, aparte de forrarse con sus catálogos de guerra, dejar claro tanto a amigos como enemigos que en ese sentido estaban varios grados por encima de ellos. Sí, debo reconocerlo a pesar de mi proverbial abominación contra los british porque ni a los gabachos ni a los tedescos se les ocurrió nada por el estilo. Como colofón y a modo de curiosidad curiosa por si lo narrado no les basta para apabullar a sus cuñados, añadir que la Fortnum & Mason fueron los primeros en suministrar víveres para la primera "Cantina para Soldados Británicos" creada el 14 de noviembre de 1914 por lady Angela Forbes en Boulogne y, posteriormente, en Étaples. Esta dama, noble tanto de linaje como de espíritu, se desplazó a Francia como muchas mujeres de todas las clases sociales para ayudar a las tropas como enfermeras.
Al desembarcar en Boulogne vio como ingentes cantidades de tommies heridos esperaban durante horas sin que nadie les facilitara comida ni bebida, así que salió echando leches de vuelta a Londres, donde se gastó 8 libras en víveres para aliviar a sus dolientes paisanos. Llegaba a servir 4.000 bocadillos y 1.500 huevos fritos al día, muchas veces contando solo con la ayuda de un asistente y una cría francesa que iba metiendo los huevos en pan a medida que lady Angela los freía. Por cierto que en septiembre de 1917 y a raíz de un altercado en un campo de entrenamiento que se estaba construyendo en Étaples, el imbécil del general Haig, que alguna vez lo hemos mencionado por estos lares, la acusó de ser la causante y ordenó que fuera expulsada de Francia. La excusa solo podía ser digna de un memo integral como Haig ya que afirmó que su conducta era indecorosa porque alguien la escuchó decir "maldita sea" y, el colmo de la falta de decoro, se había lavado el pelo en la cantina. En fin, para mear y no echar gota. La cosa es que el cantamañanas incompetente de Haig tenía atravesada a esta buena mujer porque, simplemente, pasaba de sus paranoias ordenancistas y se la tenía jurada.
En fin, así fue la historia de las suculentas raciones de combate de Fortnum & Mason. Como ya comentamos al principio, esta empresa sigue ofreciendo en su tienda de Picadilly sus delicadezas gatronómicas incluyendo sus famosas cestas de picnic que, por cierto, son chulísimas de la muerte, las cuales siguen enviando también a cualquier escenario bélico como Afganistán o Irak.
Bueno, ya seguiremos...
Hale, he dicho
Por último, el fastuoso catálogo alimentario ofrecía unas cajas con provisiones para seis u ocho oficiales con las que podían ponerse como el quico durante una semana y que vemos en la página derecha de la foto anterior. No deja de ser curioso que en el catálogo las menciona así, como específicamente concebidas para oficiales, lo que no deja de ser un claro testimonio de lo que es una sociedad clasista hasta la médula. Obviamente, su precio no estaba al alcance de todos los bolsillos, pero siempre podían juntarse el sargento Williamson y sus muchachos para pagarla a escote, digo yo... En todo caso, la presentación del producto era, como no, digno del contenido ya que los envíos se realizaban en una caja provista de candado y su correspondiente llave, que en el frente había mogollón de chorizos. Cada caja pesaba nada menos que 25 kilos, y en este caso no cobraban gastos de envío. Es evidente que por 3 libras, 7 chelines y 6 peniques que cobraban no iban a ser tan cicateros, porque hablamos de la paga de tres días de todo un coronel. Ojo, esas eran las más baratas. La caja más cara costaba 5 libras, 17 chelines y 6 peniques, e incluía incluso polvos insecticidas para despiojarse adecuadamente antes se sentarse a la mesa, jabón y loción repelente de insectos para no llenarse de piojos mientras estaban en la mesa y papel higiénico para largarse contentito a la letrina tras dejar la mesa. Ah, también incluían velas especiales y cerillas de seguridad para darle ambiente a la mesa. Las cosas como son: son una raza de piratas y bellacos, pero cuidan el detalle al máximo. De hecho, hasta ofrecían una caja con servicio de mesa para siete oficiales que podemos ver en la foto superior. Además de la vajilla y la cubertería incluía una sartén, sacacorchos, abrebotellas, un par de linternas plegables por si había que salir echando leches de repente, siete jarras de una pinta de capacidad para ponerse ciegos de zumo de cebada, dos paquetes de velas con sus cerillas, dos paños para abrillantar la cristalería e incluso una bolsa cilíndrica de cuero para guardar la vajilla. El material se enviaba en una sólida caja de madera reforzada con flejes de hierro en las esquinas.
Y como el negocio bélico iba viento en popa, pues incluso idearon lotes fuera de catálogo para que la familia obsequiara a sus seres queridos que se morían de asco en el frente incubando pie de trinchera, neumonías y neurosis de guerra. A la derecha vemos la oferta navideña que se editó en The Times en noviembre de 1917 ofreciendo "lotes navideños de 30 chelines", o sea, una libra y media, más un chelín por los gastos de envío y un seguro por si un U-Boot tedesco mandaba a pique el barco donde viajaba el paquete. El surtido navideño no contenía mantecados y alfajores, naturalmente. Según la lista vemos que constaba de sopa de tortuga, filetes de salmón, urogallo asado (!¡), pavo asado, paté de jamón (de York, por supuesto), guisantes, judías verdes, pudin de Navidad, salsa de brandy y guindas maceradas en brandy. He señalado con signo de admiración lo del urogallo porque la temporada de caza de esos plumíferos se había abierto unos días antes, y estos fulanos ya disponían de ellos para los pedidos que, por cierto, se cerraban el 14 de diciembre.
Lady Angela Forbes (1876-1950) |
Lady Angela en una de las cantinas en 1916 |
En fin, así fue la historia de las suculentas raciones de combate de Fortnum & Mason. Como ya comentamos al principio, esta empresa sigue ofreciendo en su tienda de Picadilly sus delicadezas gatronómicas incluyendo sus famosas cestas de picnic que, por cierto, son chulísimas de la muerte, las cuales siguen enviando también a cualquier escenario bélico como Afganistán o Irak.
Bueno, ya seguiremos...
Hale, he dicho
Los que no tenían pasta para las selectas cajas de Fortnum & Mason se tenían que conformar con lo que pillaban, como estos dos british intentado asar dos gansos canijos para la cena navideña de 1914 |
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