Uno de los estereotipos más incrustados en los magines del personal son esos poderosos navíos con que supuestamente los piratas robaban sin escrúpulos hasta el libro de recetas a sus abuelas. El cine, como es habitual, ha sido de forma mayoritaria el fautor de la propagación de semejante camelo ya que, de lo contrario, no habrían podido rodar los espectaculares combates navales en los que esos malvados osaban incluso enfrentarse a buques de guerra por todo lo alto.
Estos eran los piratas que nos vendían: tipo cachas, con la agilidad de un gato, más temerarios que Belmonte y, por supuesto, una chica de las de antes, sin nada postizo y que quitaban el resuello |
Tanto en la filmoteca del Jolibú de los años 50 como en la de los últimos 25 años vemos barcos piratas representados como navíos de línea con dos puentes, artillería a mansalva y tripulantes tan sumamente diestros en el manejo de las armas que no había infantería de marina que pudiera someterlos. Sí, cierto es que Emilio Salgari ya empezó a marcar la pauta con sus entretenidísimas novelas de Sandokán pero, al menos, este no era un mangante, un desertor o un político sino un príncipe malayo que, más que piratear, lo que hacía era putear bonitamente a los british (Dios maldiga a Nelson) y a los perversos miembros de la secta thug, obligaciones ambas de todo buen cristiano, budista, sintoísta, pagano e incluso ateo que se precie. Por otro lado, no hay pirata sin tesoro. Según los bulos y camelos que nos vienen contando, tenían ocultos en sus bodegas más doblones que billetes morados un ministro dentro del "LoMonaco" que, aunque te deja baldado (son malos de cojones, doy fe. A mí también me timaron), a pesar de haber sufrido siete registros por parte de la UDEF aún no han podido descubrir el alijo. Y hablando de relatos de piratas, si quieren pasar una deleitosa tarde de mantita y sofá con lluvia y chimenea, lean "El escarabajo de oro". Es un relato corto de Edgar Allan Poe absolutamente fascinante, pongo a mis augustas barbas como testigo.
Bien, la cuestión es que los medios navales de los piratas que tanta fama adquirieron desde finales del siglo XVI principios del XIX se parecían más a los que actualmente usan los somalíes que a esos barcos de tres palos y con más artillería dentro que el arsenal de La Carraca, y su avidez de oro se cortaba en seco cuando divisaban a lo lejos el velamen de cualquier navío de guerra español, inglés, gabacho u holandés (Dios maldiga al enano corso y a Orange a partes iguales). De hecho, ¿nunca se han preguntado cómo se hacían con esos barcos tan fabulosos que debían costar un pastizal? ¿Los encargaban en un astillero? ¿Con qué dinero los pagaban si aún no habían podido robar nada? ¿Y cómo se las aviaban para llevar a cabo las continuas labores de mantenimiento que requerían? ¿Firmaban acaso una tregua para poder ponerlos en dique seco y limpiar los cascos de toda la fauna parasitaria que se adhería a ellos? No, claro que nunca se lo han preguntado. Los barcos piratas siempre han sido demasiado molones como para surgir de la nada y no sufrir ni un arañazo, y si tras un fiero combate acababan con unas cuantas tracas astilladas, sus hábiles carpinteros las reparaban en media hora. Entonces, ¿cómo eran en realidad los barcos piratas?
Henry Morgan (1635-1688) Su especialidad era asaltar ciudades costeras. Palmó en buena hora en Jamaica por obra y gracia de una cirrosis clase A extra superior |
Ante todo, debemos saber cómo se creaba un pirata. Obviamente, no eran los apuestos galanes que nos vendió el Jolibú de los 50 ni los cochambrosos pero divertidos y, a la par, siniestrillos colegas del capitán Jack Sparrow. Digamos que, en líneas generales, podríamos establecer dos tipos de piratas, a saber: en primer lugar, marinos que obtenían de la corona una patente de corso para chinchar a las potencias extranjeras robándoles sus cargamentos y convirtiendo sus rutas marítimas en zonas potencialmente peligrosas. Los ejemplos más conocidos serían Francis Drake y Henry Morgan, dos buitres que, aparte de ostentar cargos relevantes bajo el gobierno de sus respectivos monarcas, Isabel, la bastarda que Enrique VIII le engendró a la promiscua Anne Boleyn, y Carlos II, se dedicaron a robar a calzón quitado. Cuando por motivos políticos se les acababa el chollo y se les retiraba la patente, pues optaban por seguir mangoneando aunque, en ese caso, por su cuenta y sin mirar la bandera del barco que apresaban. Es decir, que les daba una higa sacarle los cuartos incluso a sus compatriotas. Obviamente, cuando actuaban de esa forma se convertían en auténticos piratas, y cuando a lo largo del siglo XVIII el tema de las patentes se empezó a controlar con más minuciosidad, la fina línea que separaba a los corsarios de los piratas quedó mucho mejor marcada, y si un corsario pirateaba de vez en cuando se convertía en candidato a la soga sí o sí.
Arca de caudales. Obsérvese el intrincado mecanismo de cierre en el interior de la tapa. Estas no solían ir en cualquier barco, expuestas a que un mangante arramblara con ella |
Con todo, los más habituales eran el segundo tipo, formado por amotinados, desertores de las marinas y ejércitos de sus respectivos países, esclavos fugitivos y simples chorizos que veían en el latrocinio marítimo una forma más rápida de enriquecerse, si bien el concepto de riqueza en este tema se aleja bastante de los cofres atestados de monedas y joyas que se suelen imaginar. Hay que tener en cuenta una cosa, también bastante estereotipada: la mayoría de las presas no eran barcos cargados de tesoros, sino de mercaderías que, aunque valiosas, los piratas tenían complicado convertir en dinero. Si topaban con un mercante cargado de azúcar, especias, tabaco, cordajes, ron o artículos similares no les resultaba fácil dar salida al género. En los puertos de partida figuraban minuciosamente detallados los roles de cada flete, y presentarse vendiendo mercancía robada no era tan fácil como pueda parecer aunque aún no existía la Interpol ni los teléfonos. Y, por otro lado, los barcos que sí iban hasta las trancas de oro y plata eran galeones fuertemente armados que, a su vez, iban escoltados por un convoy de naves igualmente poderosas, así que ningún pirata en su sano juicio osaría siquiera acercarse so pena de acabar alimentando peces. Con estas alimañas no se tenían contemplaciones, y por lo general ni se molestaban en incoarles proceso cuando eran atrapados. Se les ahorcaba ipso-facto o, simplemente, se les arrojaba por la borda para que se ahogasen apaciblemente.
Así pues, la gran mayoría de los ciudadanos que elegían la piratería como medio de vida solo podían obtener una nave para ejercer su oficio de tres formas: una, dimitiendo como corsario y sacándose un máster de filibustero. Dos, tripulantes de un barco, generalmente mercante, que se amotinaban y se apropiaban del mismo. Y tres, robando el barco. Sí, trincándolo por la cara. Evidentemente, no robaban una fragata de 30 cañones, sino lanchas, esquifes, balandras y demás embarcaciones pequeñas que, por razones obvias, estaban en cualquier pantalán sin vigilancia o, a lo sumo, con algún centinela con cirrosis en estado terminal y que no ofrecería mucha resistencia. Y estos, aunque a más de uno pueda parecerles increíble, eran los barcos piratas más habituales. Más aún, no solo eran los habituales, sino los preferidos para sus fechorías. De hecho, muy pocos piratas llegaron a poseer navíos que podían hacer frente a un barco de guerra tipo fragata o un navío de línea de quinta o sexta clase o a los mercantes que, a la vista de cómo estaba el patio, sus armadores optaron por artillarlos para proteger tanto a sus cargamentos como a los tripulantes y pasajeros que viajaban en ellos.
Por citar algunos ejemplos, tenemos el Adventure Galley, una fragata de remos de 34 cañones con la que el famoso capitán William Kidd llevó a cabo sus fechorías antes de acabar ahorcado en Londres en 1701. La fragata, que curiosamente había sido comprada por un grupo de mercaderes precisamente para proteger sus convoyes, fue puesta al mando de Kidd hasta que Kidd decidió que era más rentable trincar que proteger lo trincable. Otro navío similar fue el Charles II, un galeón de 30 cañones al mando del capitán Gibson que había obtenido una patente de corso de la corona española para hacerle la puñeta a los mercantes gabachos (Dios maldiga al enano corso) que viajaban a La Martinica. Pero Gibson no contó con que su primer oficial, Henry Every, amotinó a la tripulación y se hizo con el control del barco, encerrando bajo cubierta al capitán y a los escasos marineros que permanecieron fieles a Gibson. Every también decidió que la piratería era más rentable, así que rebautizó su presa como Fancy se dedicó a merodear por la costa africana en busca de los barcos negreros, que si no llevaban pasta gansa para pagar los esclavos, llevaban negros que podían vender en la otra punta del mundo sin que nadie les pusiera pegas. Por desgracia el tráfico de carne humana solía incitar a mirar para otro lado si los precios eran lo bastante jugosos como para aceptar que el rol del cargamento se lo había llevado una ventolera. Con todo, Every fue uno de los piratas más exitosos, logrando presas de lo más suculentas para, al final, palmarla alcoholizado y abandonado por su propia tripulación en la isla de Mauricio. Y por no alargarme más en este punto, citaremos finalmente a los dos barcos piratas más potentes que surcaron los mares.
Una de las muchas recreaciones del barco de Teach, cuyo aspecto real se desconoce ya que encalló en Beaufort Inlet, en Carolina del Norte, el 10 de junio de 1718 |
Por un lado tenemos el Queen Anne's Revenge, una fragata de 300 Tm. que había sido originariamente un mercante artillado bajo el nombre de La Concorde, que fue posteriormente capturado por los gabachos y usado como barco negrero para, finalmente, acabar en manos del más famoso pirata de todos, Edward Teach, más conocido como Barbanegra. Teach convirtió su barco en un arma temible, aumentando sus bocas de fuego hasta las 4o piezas- o sea, una artillería similar a la de un navío de línea de 5ª clase- con una tripulación de 150 hombres. De este prenda ya hablaremos más despacio un día de estos porque Teach llegó a formar una flota pirata en toda regla, con el Queen Anne's Revenge como buque insignia y varias naves menores como apoyo. El otro era el Royal Fortune, un navío francés de 5ª clase capturado por Batholomew Roberts en La Martinica que, a pesar de sus 42 bocas de fuego, tuvo una vida operativa más bien corta ya que el casco estaba devorado por la broma. Naturalmente, Roberts aprovechó la potencia de fuego de su presa para hacerse con otro en mejor estado, el Onslow, una fragata de la Royal African Company a la que trasladó el armamento y el nombre de su anterior barco. Por cierto que Roberts, al igual que Teach, también acabó formando una flota como Dios manda nutrida por tres potentes naves: el Royal Fortune, el Good Fortune y el Ranger. Roberts había iniciado su carrera como pirata con el Rover, un balandro de diez cañones, así que ya vemos que con audacia y mucha suerte podía uno medrar en el oficio si bien casi todos acabaron palmando de mala manera: o muertos en un enfrentamiento contra naves de guerra, o ahorcados o, simplemente, reventaban en buena hora con el hígado convertido en foie gras o de una apoplejía. Eso de la dieta mediterránea, los dos litros de agua al día y la vida sana aún estaban por inventar.
Bergantín de 8 cañones. Este tipo de barco era mucho más frecuente que los potentes navíos de Teach o Roberts |
Así pues, ya vemos que, salvo contadas excepciones, los piratas no actuaban en esos poderosos barcos de las pelis, sino en naves que iban desde simples lanchas a remos a, con suerte, goletas o bergantines mercantes reciclados para ejercer el oficio de mangante marítimo. Obviamente, un mercante, por grande que fuese, no tenía nada que hacer si era sorprendido por un balandro o una pinaza armados con ocho o diez cañones, y esas eran por lo general las ocasiones que aprovechaban para trocar sus naves de pequeño porte por otras de más envergadura. Una vez que se hacían con el control del barco y despachaban a sus anteriores ocupantes, modificaban por completo la distribución de la nave para adaptarla a sus necesidades. Un barco pirata necesitaba ante todo dos cosas: espacio interior para maniobrar y manejar los cañones, así como para almacenar el producto de sus rapiñas, y velocidad, que era vital tanto para dar caza a sus presas como para huir de los barcos de guerra.
Cañón de pivote, muy eficaces para barrer las cubiertas enemigas o, simplemente, acojonar a los tripulantes de un mercante para que se rindieran sin más |
Balandra española de 18 cañones. Por su reducido tamaño eran uno de los barcos preferidos por los piratas, así como por las armadas que tenían que darles caza donde navíos de más porte no podían llegar |
naves mucho más pequeñas como esquifes, balandros, pinazas, periaguas y demás embarcaciones de entre 40 y 80 Tm. provistas de uno o dos mástiles y cuya relación entre el peso, la forma del casco y la carga de velas fuera óptima para obtener el máximo de velocidad posible. Con esto les bastaba y les sobraba para desvalijar un mercante solitario o, con más frecuencia aún, asaltar cualquier población costera, rapiñar a toda velocidad con nocturnidad y alevosía todo lo posible y, amparados por la oscuridad, salir echando leches. Obviamente, es más fácil perseguir a un ladrón que huye por tierra que a uno que toma las de Villadiego por la inmensidad del mar. De hecho, las depredaciones terrestres eran bastante rentables ya que podían irrumpir en los almacenes de las navieras y elegir las mercancías que les interesaban o que ya sabían que estarían allí, mientras que el cargamento de un mercante siempre era una sorpresa porque igual se encontraban con que iba repleto de ron, mercancía que siempre tenía buena salida, o por el contrario llevaba las bodegas hasta arriba de porcelana de Macao que nadie querría sabiendo que procedían de un robo.
Pero los barcos pequeños tenían más ventajas, y no despreciables por cierto. La primera radicaba en el mantenimiento. Un barco de la época necesitaba pasar por el dique seco con cierta regularidad para eliminar los parásitos marinos que se adherían al casco y calafatearlo. Un buque legal no tenía problemas para ello. Bastaba llevarlo a cualquier puerto y santas pascuas. Pero un barco pirata no era obviamente bien recibido en esos sitios, y sus cabezas pregonadas peligraban si se atrevían a intentarlo, por lo que tenían que realizar estas tareas de mantenimiento por su cuenta, varando el barco en alguna cala o estuario bien lejos de miradas indiscretas. De hecho, más de una tripulación pirata fue sorprendida en plena faena, que por lo general les llevaba entre una y dos semanas dependiendo de la eslora y de la cantidad de porquería a eliminar, y se veían obligados a salir de naja viendo como sus perseguidores metían fuego a su preciada herramienta de trabajo. Por otro lado, en algunos mares como el Caribe tenían una elevada densidad de broma, el teredo navalis, un repugnante gusano equivalente a la carcoma terrestre que devora literalmente los cascos de las naves. Su nociva presencia en estas aguas hacía que un barco tuviera una vida operativa de, a lo sumo, diez años, muchos menos si se trataba de embarcaciones pequeñas que eran carcomidas en menos tiempo.
Las goletas, barcos de poca manga, rápidos y poco calado, eran ideales para armarlos con 8 o 10 cañones y pasearse por zonas donde otros barcos embarrancaban de inmediato |
Edward Low (1690-1724), representado bajo los efectos de un huracán en el Caribe, la zona donde ejercía su vil oficio. Low fue uno de los más sádicos y crueles piratas de su época |
Enterrando el tesoro en alguna isla desierta. Las leyendas sobre los botines ocultos ya eran muy divulgadas en su época, como dejó claro el mismo Stevenson cuando escribió su maravillosa novela |
Ejecución de Stede Bonnet en Charleston en noviembre de 1718. A pesar de las leyendas y los tesoros, la mayoría acabaron colgando de una soga. No merecían menos |
El pasatiempo favorito de los piratas cuando no tenían nada que hacer: comer y, sobre todo, beber hasta entrar en coma |
En fin, ya seguiremos hablando de estos viles ciudadanos, que dan tema para rato.
Hale, he dicho
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