Como era de esperar, tras el amago de avenate de hace un par de semanas me ha vuelto a invadir la molicie. En fin, nada nuevo a estas alturas. Sin embargo, he aprovechado para ponerme como el quico de vídeos de Yutub sobre el aberrante conflicto iniciado por el camarada Vladimiro el cual, retomando la vetusta y apolillada retórica del comunismo más rancio y casposo, se pasa el día amenazando a todo el planeta con el enésimo apocalipsis nuclear en vista de que sus aguerridos orcos no están dando la talla y, muy a su pesar, están recibiendo una soba de antología.
Es indudable que, además de en el campo de batalla, los ucranianos están mostrando una capacidad fastuosa como propagandistas. La red está rebosando de escenas en las que, de forma mayoritaria, aparecen mini-derrotas rusas en forma de apolillado T-72 de cuyas escotillas salen potentes llamaradas, y todo provocado por una pequeña bombita lanzada por un aún más pequeño dron comercial. No deja de causar pasmo que una poderosa máquina de guerra que vale cientos de miles de euros pueda ser eliminada como si tal cosa por una bomba de mano reciclada en bomba aérea que cuesta cuatro duros o, a lo sumo, por una granada anticarro igualmente arrojada desde un dron manejado por los ucranianos, que han sentado cátedra en el arte de obtener el máximo rendimiento con el mínimo esfuerzo y, en este caso en concreto, con el mínimo gasto.
Estas impactantes imágenes, obtenidas por la cámara del dron homicida o testigo silente de la matanza, nos regalan la contemplación en vivo del instante supremo en que varios hombres, ignorantes de lo que se les viene encima, y nunca mejor dicho, van a palmarla en breve por obra y gracia de las paranoias expansionistas del camarada Vladimiro, un extraño híbrido de remembranzas zaristas y reminiscencias comunistas empeñado en emular al ciudadano Adolf y, encima, cometiendo sus mismos errores. La verdad es que no sé para qué carajo querrá ese psicópata aumentar aún más sus ya de por sí inmensos territorios cuando hablamos del país más grande del planeta, pero de los locos puede esperarse cualquier cosa. Bien, sea como fuere lo cierto es que algunos de estos vídeos, breves por lo general, dan que pensar. Somos testigos de cómo uno o varios hombres fenecen sin que puedan, no ya impedirlo, sino siquiera imaginar que antes de 10 segundos serán historia. OMNES VVLNERANT VLTIMA NECAT ("Todas hieren, la última mata", en referencia a la horas), solían poner en los siniestros carrillones de antaño, como un aviso de que el tiempo pasa y que, antes o después, abandonaremos nuestros atribulados envases cárnicos para partir a no se sabe dónde.
BMP-2 ruso un poco bastante muy achicharrado. A la vista del lamentable estado que presenta el vehículo ya podemos imaginar cómo quedarían sus ocupantes |
En fin, la tecnología permite ser testigos de la consumación final de todo acto de guerra: matar al enemigo. Y, ciertamente, estos drones no solo se han convertido en unas hábiles máquinas de destrucción, sino también en fedatarias de la misma. Aquí no hay ya lugar a dudas ni a interpretaciones, fruto de las cocinas de los departamentos de propaganda que antaño tanto velaban por que todo lo malo quedase oculto y solo lo bueno trascendiese. En un mundo globalizado, un dron provisto de una cámara que hace 20 años parecía cosa de ciencia ficción muestra al mundo entero la verdad palmaria e inexorable cuando deja caer una de sus pequeñas bombas en una trinchera enemiga o se cuela alevosamente por una escotilla abierta. Imágenes carentes de sonido pero sumamente explícitas dan testimonio del pequeño holocausto cuando vemos una humareda y, a los pocos instantes, unas furiosas llamaradas salen del vehículo alcanzado, dejando claro que sus tripulantes han sido incinerados a una velocidad increíble, y que de ellos no quedará nada que enterrar porque, simplemente, han sido reducidos a pavesas.
Este desgraciado no podría imaginar que la última vez que amenizó a sus cuñados interpretando "Katyusha" con su garmón y su bien timbrada voz de tenor ruso fue, efectivamente, la última |
Sin embargo, y a pesar de su dramatismo, estas imágenes son superadas por las que muestran la muerte en toda su crudeza, que es cuando contemplamos a las víctimas palmarla sin dar lugar a la imaginación. En este caso no hablamos de ver un carro de combate en llamas, dando por sentado que sus tripulantes están siendo reciclados en torreznos con sabor a gasoil, sino de hombres que son víctimas del fuego enemigo y caen heridos o muertos. Y, ciertamente, dan que pensar porque se percata uno de forma palmaria que, en efecto, la muerte es cierta y la hora en que nos llega totalmente incierta. Cuando se miran, lo primero que se piensa es si esos desdichados podrían imaginar que estaban viviendo los últimos instantes de sus existencias, y que ya nunca más verían, al menos con sus ojos carnales, a sus familias y seres queridos o incluso a sus miserables cuñados. En fin, nadie está a salvo de que la Parca se aproxime a cualquiera de nosotros con aviesas intenciones y que, con un fulgurante movimiento, siegue nuestras vidas con su siniestra címbara. Estas secuencias que veremos a continuación son una buena muestra de lo dicho, y en este caso no aparecerán monstruos de acero fundiéndose envueltos en llamas, sino jóvenes enviados a la muerte para que un fulano en Moscú crea que así se gana el respeto del mundo cuando, en realidad, solo ha cosechado hasta ahora desprecio y odio. Vean, vean...
Un grupo de 10 homicidas - algunos fuera de encuadre- trota por un sembrado totalmente expuestos al fuego enemigo. Cuatro de ellos acarrean a un colega herido que podemos ver en el centro de la imagen. Lo llevan sobre una manta o algo similar. A pesar del miedo y del dolor físico, el herido sentiría en ese momento la gratificante sensación de saberse camino de un hospital. Sus compañeros han acudido en su ayuda, le han hecho una primera cura y en poco rato estará completamente a salvo. Con suerte incluso puede que lo manden a casa con un surtido de cicatrices de esas que tanto morbo dan a las señoritas en edad de merecer y que, sin duda, le brindarán la oportunidad de darse algún que otro restregón una vez restablecido.
Pero, por desgracia, este es un mundo cruel que no perdona el más mínimo error, y en el campo de batalla menos aún. Un malvado dron que hace menos ruido que un ventilador a pilas revolotea sobre ellos como pájaro de mal agüero. Va armado con una bombita pequeñaja pero lo suficientemente matona como para darles el último gran disgusto de sus maltrechas vidas de esbirros del camarada Vladimiro, que a esas horas estaría en el Kremlin diseñando el desfile de la victoria para cuando sus tropas retornen al terruño. No obstante, esos esbirros en concreto no podrán desfilar ni aunque ganen la guerra, si es que la ganan, naturalmente.
La bombita alevosa explota hacia el final de la formación. Todos menos uno caen al suelo y se revuelcan haciendo gestos de dolor mientras se llevan las manos a las piernas. La alevosa ha esparcido un mortífero haz de metralla a menos de un metro de altura, lo suficiente para alcanzar a los probos esbirros en sus miembros inferiores.
El herido ni se mueve, así que no sabemos si es porque lo han rematado o porque iba hasta las cejas de morfina y ni se ha enterado. Solo uno, el que encabezaba la fila, parece que ha salido ileso y galopa en busca de protección pasando de socorrer a sus colegas. La secuencia dura unos siete segundos. ¿Qué dirían estos probos homicidas si les advierten que, en breve, se les aparecería un ángel y les diría que en menos que canta un gallo elevarían el vuelo y partirían con él hacia no se sabe dónde? Chungo, ¿qué no?
Fin de la historia. Ahí ven una panorámica del desastre. Los nueve probos esbirros y el colega herido se empiezan a plantear que sus existencias pueden dar término en un plazo irritantemente corto mientras que Iván (flecha roja), el más miserable cuñado de todo el batallón, corre como un galgo hacia unos árboles para escaquearse de la quema. Sabe que los ucranianos, esos antiguos paisanos que los odian a muerte de un tiempo a esta parte, pueden hacer acto de presencia de un momento a otro y finiquitar a sus compañeros para que no den más guerra. Piensa que quizás sea más sensato no estar presente, no sea que también le pasen factura a él.
Pero si estas imágenes han podido resultar perturbadoras, las que vienen a continuación creo que lo son aún más tanto en cuanto sus protagonistas no son un grupo de hombres, sino solo dos. La escena transcurre en un pequeño claro donde se abren algunos pozos de tirador. En uno de ellos vemos emerger la cabeza de Pyotr (flecha blanca), que se gira para ver como su cuñado Igor (flecha roja) gatea hacia él. Por la lentitud de sus movimiento se deduce que puede estar herido ya que delante del hoyo de Pyotr los proyectiles enemigos hacen saltar la tierra. Tienen un panorama francamente negro ya que ante ellos y a su izquierda hay varios ucranianos deseosos de filetearlos.
Igor alcanza el pozo y se deja caer dentro, quedando completamente oculto. Pyotr intenta, como poco éxito por cierto, mantener a raya a sus enemigos disparando su fusil y lanzando una granada a escasos metros de distancia. El ucraniano que se encuentra a su izquierda ha arrojado una bomba de mano que ha caído en el agujero del que acaba de salir Igor, que se ha largado a tiempo.
La bomba de mano explota, dejando a Pyort aturdido. Igor sigue metido en el hoyo sin que, de momento, sepamos qué ha sido de él.
Pyotr estira la cabeza para atisbar su entorno, pero en ese momento una ráfaga de disparos lo alcanza. Se le cae el casco y queda inmóvil, con la espalda apoyada en el borde del pozo. Un último disparo saca polvo del pecho, lo que nos hace saber que Pyotr no volverá con vida al terruño. Igor sigue oculto, quizás pensando que, con suerte, los enemigos igual lo dan por muerto y se largan en buena hora.
Pero no, no se largan. Ese día no prometía nada bueno. El ucraniano que los hostiga desde su flanco izquierdo se aproxima como una culebra gorda dispuesta a trincar un gazapo y, sin prisa pero sin pausa, saca otra bomba de mano y la arroja hacia el hoyo donde se escondía Igor. Se aparta, se produce la explosión y vuelve para rematar la faena. Abre fuego contra el difunto Pyort, que ya ha causado baja. Igor comprende que el panorama es francamente desagradable. Solo tiene dos opciones: una, intentar rendirse y rezar porque al ucraniano no le de por finiquitarlo in situ; y dos, seguir a su cuñado Pyort al Más Allá, dándose muerte por su propia mano antes de caer en manos enemigas. Se decanta por la opción nº 2 y, finalmente, vemos una nube negra que nos hace saber que acaba de palmarla de forma rápida e indolora.
Así termina la cosa. Dos minutos escasos han bastado para que Pyotr e Igor completen su periplo en este mundo. La verdad es que la contemplación de su final, tan vívido y crudo, da que pensar. Dos jóvenes han pasado a mejor vida sin más, y todo para nada. Al camarada Vladimiro se la trae al pairo que esos dos, así como los miles que ya son historia, no vuelvan a casa porque a él lo que le importa es pasar a formar parte de la galería de personajes ilustres de su país. No oirá los llantos de sus padres, de sus hermanos ni de sus novias o mujeres. Tampoco los de los civiles supervivientes que hoy se han escapado por los pelos de ser convertidos en comida para gatos en Kiev. Ese hideputa solo oye voces diciéndole que el zar Pedro le aplaude desde el infierno, y que el padrecito Iósif le tiene envidia porque siempre pensó que se quedó corto con lo del Holodomor. En fin, criaturas, las guerras no solo son peligrosas, sino terriblemente desagradables.
Vladimiro, eres un canalla, un asesino y un imbécil. Así revientes.
SLAVA UKRAINI, y que te den por donde amargan los pepinos.
Hale, he dicho
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