La evolución del yelmo cónico dió lugar a la calota, cuya innovación consistió en colocar una máscara de hierro ante la cara que la protegía por completo de golpes y proyectiles.
Como se ve en la ilustración de la izquierda, tiene forma cilíndrica y está rematado con un cono capaz de repeler los tajos desde arriba. Su máscara, provista de visor y respiradero, ofrece un ángulo con el mismo fin de desviar los golpes dirigidos hacia la cara. Sin embargo, la calota seguía teniendo un punto débil: la nuca y los lados de la cabeza de su portador eran aún vulnerables a los golpes de armas contundentes. De ahí la necesidad de crear un yelmo completamente cerrado que protegiese totalmente la cabeza del combatiente.
Así fue como apareció el yelmo de cimera. Este nombre, como cabe suponer, es actual. Debe el apelativo a la costumbre de colocar sobre ellos una cimera que distinguiese a su portador de otros guerreros, como ya se habló en su momento. En los países de habla anglo-sajona los llaman great helm, o sea, gran yelmo.
Basta mirar la lámina de la derecha para ver claramente que el yelmo de cimera es la consecuencia del desarrollo de la calota. De hecho, los modelos más primitivos, como éste, son prácticamente la misma cosa, con el añadido en éste caso de un cubrenuca. Éste tipo de yelmo hizo su aparición en la primera mitad del siglo XIII. Como se ve, ya cubría por completo la cabeza del combatiente. En este caso, no ha alcanzado aún el masivo aspecto que tendrían unas décadas más tarde. Al ser pequeño y quedar la cabeza literalmente embutida en el yelmo, obsérvese como la parte que cubre la nuca ofrece cierto ángulo a fin de permitir mover el cuello de arriba abajo. La protección que ofrecía era mucho mejor que los tipos anteriores, ya que preservaba la cabeza de golpes tanto de filo como de armas de percusión. Sin embargo, el cuello aún permanecía indefenso.
A finales del siglo XIII, estos yelmos crecieron de tamaño, ofreciendo una protección más adecuada en el cuello, ya que los bordes del mismo casi bajaban hasta el pecho. Sin embargo, aún persistía el punto flaco de los modelos más primitivos, que era la calva plana, incapaz de repeler un golpe vertical. Por el contrario, se reforzó la parte frontal con las típicas pletinas en forma de cruz que, además de resultar un adorno simbólico, ayudó bastante a mejorar la resistencia de estos yelmos. El que aparece en la lámina izquierda nos permitirá hacernos una idea del desarrollo que tuvieron en esa época. Es una pieza fabricada en la segunda mitad del siglo XIII. Como se ve, dos gruesas pletinas de forma prismática refuerzan su zona frontal, mientras la parte superior es aún plana. Obsérvese que los respiraderos están en su parte derecha, a fin de impedir en lo posible la entrada de algún arma punzante por uno de los orificios.
A principios del siglo XIV, el yelmo de cimera creció aún más de tamaño y de peso, convirtiéndose en una defensa casi invulnerable para el combatiente que se lo pudiese costear. En ese punto, muy pocas armas podían hacer daño al que portase uno de estos yelmos. El filo de una espada no podía abrir una brecha en su gruesa chapa. Una maza podía hundirlo, pero la distancia entre la cabeza o la cara hasta la pared interna del yelmo hacía que un golpe así no resultase en modo alguno letal. Sólo el pico de un martillo de guerra o un hacha muy pesada podrían tal vez provocar una herida mortal. La protección era muy superior al básico yelmo cónico que se había usado de forma masiva hasta ese momento.
El modelo que aparece en la lámina derecha es de inicios del siglo XIV. Su visor es muy rudimentario, ya que se ha fabricado practicando un corte en la chapa inferior, que queda unida al conjunto mediante remaches. Pero se puede observar como en la zona frontal se ha aumentado el ángulo, haciéndolo más obtuso y, por lo tanto, más adecuado para repeler golpes, proyectiles o la moharra de una lanza. Sin embargo, aún en los albores de ese siglo, la parte superior seguía siendo plana.
Pero la protección tenía un precio. La visión estaba muy limitada, ya que las estrechas rendijas del visor apenas dejaban ver lo que uno tenía delante. Obviamente, la visión lateral era prácticamente nula, y la escasa renovación de aire a través de los agujeros del respiradero contribuían a crear una atmósfera sofocante. También limitaba bastante la capacidad auditiva.
Hacia mediados del siglo XIV, nuevas modificaciones mejoran mucho el diseño del yelmo de cimera. En la lámina izquierda podemos ver como la calva ya tiene forma globular, permitiendo con ello ofrecer una superficie capaz de desviar golpes verticales. Los orificios del respiradero se han reducido de diámetro para impedir la entrada de puntas de martillos o virotes de ballesta. Y conviene observar las rendijas del visor. No solo se han estrechado, sino que llevan un reborde hacia fuera para detener puntas que salgan desviadas hacia el visor, entrar por él y producir heridas en los ojos. Conviene también reparar en el orificio con forma de trébol de cuatro hojas que aparece en el vértice inferior del frontal. Era para, mediante una argolla, unir con una cadena el yelmo al cuerpo del combatiente, a fin de evitar su pérdida en combate o para portarlo a la espalda durante las marchas, ya que su enorme peso resultaba agotador como para llevarlo puesto sin necesidad.
Como ya hemos visto, la introducción del yelmo de cimera en la panoplia de los combatientes de la época supuso un enorme avance en lo tocante a la protección de una zona tan vulnerable como la cabeza, si bien su elevado precio no lo ponían al alcance de cualquiera. Pero su capacidad para repeler los golpes verticales se convirtió en determinadas situaciones en un inconveniente, ya que un tajo de hacha o un mazazo podían terminar en el hombro, protegido solo por la cota de malla y el perpunte. Para evitar heridas en esa zona, a finales del siglo XIII se pusieron de moda unas hombreras llamadas aletas que, fabricadas al principio de cuero endurecido y luego con láminas de metal, se llevaban anudadas bajo las axilas. Como se ve en la ilustración de la derecha, del Salterio Lutrell, eran unas simples protecciones rectangulares que, a pesar de lo básico de su diseño, tenían una importancia enorme si el filo de un hacha caía sobre el hombro. La energía cinética del arma podía producir una tremenda herida o incluso separar limpiamente el brazo del cuerpo. Por lo demás, era habitual pintar en las aletas el blasón de su portador. Estas piezas fueron las primeras láminas metálicas que se colocaron sobre las cotas, siendo así el inicio de las futuras armaduras de placas.
Para ajustar este tipo de yelmos a la cabeza, al igual que la calota, era preciso un burelete encajado en la cofia. En algunos casos, sus portadores añadían como protección extra un pequeño capacete o un bacinete, lo que suponía un aumento extra de peso. En la lámina izquierda se aprecia mejor lo dicho. Como se ve, sobre el almófar lleva el bacinete con su burelete acolchado que, además de permitir el encaje del yelmo y evitar que éste baile sobre la cabeza, absorbe los tremendos impactos que recibían. Para sujetarlos se empleaba la misma correa que, a modo de barbuquejo, se anudaba bajo el mentón.
A lo largo del siglo XIV, el uso del yelmo de cimera fue relegándose cada vez más ante el del bacinete, más ligero y con una morfología más adecuada para repeler impactos. Estos yelmos eran demasiado pesados y engorrosos, por lo que los combatientes de la época optaron finalmente por los bacinetes, que ofrecían una protección similar pero eran más versátiles y ligeros. Finalmente, su uso se limitó a los de torneos, creándose modelos específicamente diseñados para tal fin y de los que hablaremos en otra entrada dedicada a los baúles de justa.
Fabricación
La construcción de estos yelmos era siempre por piezas. Generalmente, dos para la parte frontal, otras dos para la parte trasera, y una para la superior, todas ellas unidas mediante remaches. Los adornos en los visores, las diferentes perforaciones en el respiradero, etc. quedaban al gusto del propietario o la moda imperante. También se les añadían penachos de plumas o, más frecuentemente, cimeras con las más variopintas formas y colores, generalmente fabricadas con cuero o madera para no añadir peso extra al ya de por sí masivo yelmo. Ésta costumbre nació con la heráldica a fin de poder ser identificados en el fragor del combate. También se les añadían un velo o mantelete por la parte trasera para evitar recalentamientos cuando se combatía en épocas demasiado cálidas.
En la ilustración de la izquierda, procedente del Códice Manesse, podemos ver un armero terminando de elaborar uno. Obsérvese que dispone de dos yunques de superficie redondeada para darle forma al metal. Así irá obteniendo las diferentes piezas necesarias para fabricarlo. Cuando cada parte era terminada, se le practicaban los orificios para los remaches y, una vez concluidas todas, se procedía a su montaje. Los orificios de los respiraderos, como ya se ha dicho, sólo solían hacerse en el lado derecho del mismo a fin de no ofrecer resquicios en el izquierdo, que era donde se recibirían todos los golpes salvo en el caso de enfrentarse con un zurdo. Así, una punta de lanza no tendría un lugar por donde poder colarse dentro del yelmo.
En caso de rotura de una de sus partes, bastaba sustituirla por otra pieza igual. Debido a que la chapa no se aceraba aún, el grosor de sus paredes era mucho mayor que el de los yelmos que se fabricaron en el siglo XV lo que, como ya se comentó, los hacía muy pesados, de hasta 7 kilos o incluso más.
El que quiera saber algo más, que pregunte. He dicho.
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