Como ya vimos en las dos entradas anteriores referentes a la espada, desde el comienzo del milenio hasta unos dos siglos después su diseño estaba fundamentalmente dirigido a herir de filo, ya que la máxima protección a la que tenían que enfrentarse era una cota de malla o un perpunte. A tal fin, sus hojas eran anchas, de sección lenticular y dotadas de una gran acanaladura que les daba un buen equilibrio y flexibilidad. Con ellas podían infrigirse tremendas heridas en los cuerpos apenas protegidos de los peones de la época, y daños bastante severos en los de los caballeros y hombres de armas.
Eso dio lugar a la aparición, como ya se comentó en la entrada referente a las armaduras mixtas, de una serie de defensas en forma de protecciones de cuero hervido y/o placas metálicas que eran mucho más difíciles de atravesar con el filo de una de aquellas espadas. Las hojas de estas carecían de puntas aguzadas, y por su flexibilidad no valían para herir de punta, así que los maestros espaderos de la época tuvieron que estrujarse el magín para crear un tipo de hoja que, aunque mantuviera su capacidad de corte, también pudiera penetrar en las cada vez más numerosas armaduras mixtas. Así, lo primero que hicieron fue eliminar la acanaladura, ya que esta debilitaba demasiado la hoja cuando se trataba de empujar en vez de tajar. Y, del mismo modo, se cambió la sección de la misma por una romboidal, que proporcionaba más rigidez que la añeja lenticular que estuvo operativa durante siglos.
Estos cambios dieron lugar a una espada diferente a las habituales hasta aquel momento. Como vemos en la lámina de la izquierda, la hoja tradicional, ancha y con los filos casi paralelos en toda su longitud dio paso a una hoja triangular, y la punta redondeada casi inservible para clavar a una aguzada punta capaz de atravesar las nuevas defensas al uso. A veces, para darle aún más rigidez a la hoja, se las forjaba con una nervadura central, en el mismo sitio donde anteriormente iba la tradicional acanaladura. Estas espadas surguieron a finales del siglo XIII.
Pero estas armas aún seguían teniendo una carencia importante. Desde siempre, las empuñaduras estaban concebidas para ser agarradas con una sola mano. Los enormes pomos discoidales que remataban dichas empuñaduras permitían un agarre sólido y firme, y como el brazo izquierdo estaba destinado a embrazar el escudo, no era preciso elaborar empuñaduras de dimensiones mayores que lo justo para la mano. Además, era preciso para lograr un buen equilibrio de la misma que dicha empuñadura no se alargase demasiado, a fin de no variar el centro de gravedad. Para un golpe de filo, era lo más indicado. Pero la fuerza de un brazo no bastaba a veces para perforar las nuevas defensas al uso, salvo que el que manejase la espada tuviera una fuerza superior a lo normal.
Así pues, se optó por desarrollar un nuevo tipo de empuñadura más larga, que permitía dos cosas: una, el agarre a dos manos a fin de desarrollar más energía en los golpes de filo. Y la otra, y más importante, ayudarse con la mano izquierda para imprimir más empuje a la hora de clavar. Así nació lo que se conoce como espada bastarda o espada de mano y media. Al mismo tiempo que se alargó la empuñadura, que pasó de tener unos 10 cm. de largo a los 25 cm., hubo por razones obvias que alargar también las hojas para mantener un buen equilibrio, teniendo estas armas unos 90 cm. o incluso más de hoja contra los 75-80 cm. de las espadas convencionales de una mano.
Esto no quiere decir que las tradicionales espadas de una mano con capacidad de corte fueran desechadas. Antes al contrario, estas estuvieron en uso durante toda la Edad Media tanto en cuanto la cota de malla seguía operativa, ya que no todos los combatientes podían optar por una armadura de placas y, al mismo tiempo, muchos peones y milicianos seguían luchando sin más protección que un escudo y poco más. Para estos, era más viable mantener las tradicionales espadas de corte por su facilidad a la hora de herir (para clavar hay que tener más pericia que para golpear), y sus efectos eran demoledores sobre combatientes mal protegidos. De ese modo, a lo largo del siglo XIV, a medida que los caballeros aumentaron el número de placas de sus defensas para acabar cubiertos de armaduras completas, las espadas no les iban a la zaga en su capacidad para hendir dichas armaduras. Sin embargo, eso implicó poco a poco el pase a un segundo plano de estas armas, ya que a la hora de combatir contra un hombre cubierto de hierro era más factible hacerlo con un armamento más contundente y, por esa razón, más adecuado para ello. Así, las mazas, los martillos y los martillos de mango largo fueron relegando a las milenarias espadas a un segundo plano que, con la llegada del Renacimiento, supuso que estas armas se convirtieran más en un ornato y en un símbolo de estatus social.
Así fue pues la transición de la tradicional espada de corte a una espada, digamos, mixta, capaz de cortar y clavar. Pero la cosa no quedó ahí, ya que desde el siglo XIV hasta finales de la Edad Media aún surgieron otros tipos específicos, como en su momento aparecieron el chafarote o el mandoble, de los que ya se habló en su momento. Así pues, he dicho. Hala...
Así pues, se optó por desarrollar un nuevo tipo de empuñadura más larga, que permitía dos cosas: una, el agarre a dos manos a fin de desarrollar más energía en los golpes de filo. Y la otra, y más importante, ayudarse con la mano izquierda para imprimir más empuje a la hora de clavar. Así nació lo que se conoce como espada bastarda o espada de mano y media. Al mismo tiempo que se alargó la empuñadura, que pasó de tener unos 10 cm. de largo a los 25 cm., hubo por razones obvias que alargar también las hojas para mantener un buen equilibrio, teniendo estas armas unos 90 cm. o incluso más de hoja contra los 75-80 cm. de las espadas convencionales de una mano.
Esto no quiere decir que las tradicionales espadas de una mano con capacidad de corte fueran desechadas. Antes al contrario, estas estuvieron en uso durante toda la Edad Media tanto en cuanto la cota de malla seguía operativa, ya que no todos los combatientes podían optar por una armadura de placas y, al mismo tiempo, muchos peones y milicianos seguían luchando sin más protección que un escudo y poco más. Para estos, era más viable mantener las tradicionales espadas de corte por su facilidad a la hora de herir (para clavar hay que tener más pericia que para golpear), y sus efectos eran demoledores sobre combatientes mal protegidos. De ese modo, a lo largo del siglo XIV, a medida que los caballeros aumentaron el número de placas de sus defensas para acabar cubiertos de armaduras completas, las espadas no les iban a la zaga en su capacidad para hendir dichas armaduras. Sin embargo, eso implicó poco a poco el pase a un segundo plano de estas armas, ya que a la hora de combatir contra un hombre cubierto de hierro era más factible hacerlo con un armamento más contundente y, por esa razón, más adecuado para ello. Así, las mazas, los martillos y los martillos de mango largo fueron relegando a las milenarias espadas a un segundo plano que, con la llegada del Renacimiento, supuso que estas armas se convirtieran más en un ornato y en un símbolo de estatus social.
Así fue pues la transición de la tradicional espada de corte a una espada, digamos, mixta, capaz de cortar y clavar. Pero la cosa no quedó ahí, ya que desde el siglo XIV hasta finales de la Edad Media aún surgieron otros tipos específicos, como en su momento aparecieron el chafarote o el mandoble, de los que ya se habló en su momento. Así pues, he dicho. Hala...
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