Con estos implacables calores estivales, la verdad, hablar de armamento y castillos me resulta muy sudoroso, así que prefiero este tipo de historias que son como más ligeritas y, sobre todo, menos cansadas de elaborar.
Bueno, eso que vemos en la foto es, tras la Giralda, lo que quizás sea el símbolo más universal de Sevilla. Creo que todos, incluidos los nenes de la ESO que vivan en la capital hispalense, la conocen. La torre del Oro o, como la llamaban los andalusíes, Borj al-Azajal, era una torre albarrana (véase la entrada referente a las torres, que no voy a explicar lo que era una albarrana de nuevo), que quedaba unida a la cerca urbana mediante un paño de muralla. En concreto, dicho paño conectaba esta torre y otra de menor porte conocida como Torre de la Plata, ubicada actualmente dentro de un aparcamiento público en la calle Santander. La mandó construir, como ya creo haber dicho anteriormente, Ibn Uhla allá por 1221, a fin de cerrar el paso al arenal que, como si de una playa se tratara, se extendía desde la muralla hasta el caudaloso río Grande, wadi al-qebir, como decían los moros, así como para controlar el paso del río.
En esa vista de la ciudad, creada por Joris Hoefnagel durante la segunda mitad del siglo XVI, se ve claramente. En el óvalo rojo tenemos la torre, y en el blanco su hermana menor, ambas unidas por una coracha. Se ve que carece del templete superior, un añadido del siglo XVIII realizado tras las obras de refuerzo llevadas a cabo cuando el apocalíptico terremoto de Lisboa, en noviembre de 1755. Bueno, creo que con esta mínima reseña histórica se puede poner en antecedentes al que desconozca la dichosa torre. El objeto de la entrada es hablar sobre su parte legendaria, que la tiene, como está mandado.
Como ya hemos visto, la torre fue creada con meros fines defensivos. Su topónimo, al parecer, proviene de la decoración original con que contaba la torre, basada en unos azulejos situados en la zona superior del primer cuerpo y que despedían reflejos dorados, si bien hay varias teorías sobre eso. En todo caso, y como cada vez que se menciona el áureo metal todo el mundo empieza a ponerse nervioso y a inventar historias, pues el vulgo pronto dio por sentado que aquella potente torre servía más de hucha que de defensa. Una de las leyendas que se narraban sobre ella es la siguiente. La recuerdo de mi niñez, de haberla leído en aquellos libros para la clase de Lectura que, además de edificantes e ilustrativos, me sirvieron para hacer nacer en mi la pasión por la historia. Bueno, es como sigue:
En tiempos del vesánico monarca Pedro I, conocido como el Cruel por todos y como el Justiciero por Felipe II, al que le sentaba fatal tener un ancestro con tan mala leche, le fue llevada ante su presencia un judío acusado de practicar la usura, cosa esta que estaba terminantemente prohibida por la Iglesia. Don Pedro, que aparte de ser cruel se caracterizaba por dictar unas sentencias un tanto peculiares y con cierto aire de broma pesada, condenó al judío, ya que tanto le gustaba manosear dinero, a contar las monedas de su tesoro depositado en la torre y que, una vez hecho el inventario, sería liberado. El judío se relamía de gusto, ya que daba por sentado que su cabeza tomaría un camino distinto al de su cuerpo y, además, eso de contar monedas se le daba estupendamente.
Así pues, el judío salió del salón del alcázar donde el rey dictó sentencia doblado como una bisagra, muy agradecido y contento, no solo de salir con vida del brete, sino además con una pena muy blanda, ya que daba por hecho que tendría liquidado el trabajo en pocos días. Fue encerrado en una de las cámaras de la torre (originariamente eran cuatro. La baja fue macizada a raíz de las obras de refuerzo del siglo XVIII) y allí, sin prisa pero sin pausa, se puso a contar.
Pero pasaban los días y los días, y aquello no terminaba nunca. Jamás pudo el judío imaginar lo descomunal de los ahorros del monarca. Así pasaron los meses y los años hasta que, finalmente, el judío estiró la pata sin haber podido terminar de contar las monedas. Lo que pensaba era una leve pena se convirtió en una cadena perpetua. Y tanto contó y contó y contó, que dicen que, si uno pega la oreja a las paredes de la torre, se escucha en la lejanía la doliente y mortecina voz del judío, con su interminable cantinela contable de ultratumba.
Chula la historia, ¿que no? Bueno, pues supongo que, como esa o parecidas se debieron contar a montones. La torre perdió su utilidad militar una vez que el peligro de un contra-ataque musulmán quedó conjurado, así que tuvo usos varios, principalmente como prisión. Pero nunca fue la hucha regia que la gente piensa. Hoy día alberga un pequeño museo naval porque, ignoro el motivo, su propiedad o administración la ostentaba el Ministerio de Marina (hoy sería el Ministerio de Defensa) o, al menos, así era hasta hace pocos años.
La fisonomía de la torre varió a lo largo del tiempo. La original constaba solo del cuerpo principal ya que, como torre defensiva que era, no precisaba de más. Obviamente, las ventanas que vemos hoy día tampoco existían. En sus muros solo se abrían aspilleras. Más tarde, el mentado don Pedro, que era un enamorado de Sevilla, mandó construir el segundo cuerpo siguiendo la misma línea estética que el anterior. Aparte de eso, embelleció el alcázar hasta el punto de que, lo que visitamos hoy día, procede en gran parte de las obras que mandó llevar a cabo. Finalmente, el templete superior fue, como ya dije, un añadido del siglo XVIII, concretamente de 1760, edificado bajo la traza del ingeniero militar Van der Borcht, un belga que llevó a cabo toda su carrera militar en España. Abajo podemos ver, gracias a San Fotochó del Píxel Bendito, una recreación de sus tres fases. Bueno, vale por hoy.
Hala, he dicho
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