En las entradas dedicadas a la artillería de plaza y sitio ya tuvimos ocasión de estudiar estas peculiares piezas, si bien, por el contexto histórico de dichas entradas, no hubo ocasión de hablar de el origen de las mismas. Así pues, y a fin de completar la historia de las piezas de tiro parabólico, voy a dedicar esta precisamente a su génesis. Sí, ya sé que debía llevar otro orden, pero mi esencia espiritual radica en el caos. De todas formas, ¿qué más da el orden? Bueno, al grano...
Según muchos tratadistas, fue durante las operaciones previas a la reconquista de Granada, en el último cuarto del siglo XV, cuando la artillería se transformó en un arma independiente. O sea, que su uso, además de generalizarse, se "profesionalizó" de forma que, a la hora de establecer un cerco, ya no se acudía con dos o tres bombardas alquiladas a un maestro artillero, sino que los ejércitos ya contaban con diversos tipos de piezas disponibles para cualquier circunstancia.
Así pues el origen de las piezas de tiro parabólico se debe a la necesidad de producir daños en el interior de las fortificaciones sometidas a asedio. Como ya creo haber comentado anteriormente, la bombarda fue destinada a batir murallas en sustitución de los milenarios arietes, así que para colocar proyectiles en el interior en sustitución de los trabucos, se diseñó una pequeña bombarda capaz de enviar un bolaño a los sitiados. Esta, por la trayectoria parabólica de los proyectiles que disparaba, recibió el nombre de bombarda trabuquera. No debemos confundir esta pieza con la bombardeta normal, que era simplemente una bombarda de menor calibre. En este caso, hablamos de una pieza similar, pero con una caña mucho más corta y destinada a realizar disparos en parábola.Su recámara tiene el mismo diámetro que el ánima, y en el croquis en sección de la izquierda podemos ver la pieza cargada: en primer lugar la pólvora, que aún no se introducía en la recámara previamente ensacada sino a granel, un taco de estopa y, finalmente, el bolaño. Sin embargo, el pequeño calibre de esta bombarda no permitía lanzar bolaños con un peso lo suficientemente elevado como para causar verdaderos estragos en las dependencias interiores de una fortificación, lo que llevó a la creación del mortero, un arma de un calibre muy superior, rondando entre los 30 y 50 cm., y que lanzaba bolaños de hasta 150 kg. de peso.
Muchos historiadores sitúan el origen de estas piezas en España, precisamente por el impulso que conoció la artillería en la segunda mitad del siglo XV, cuando tuvo lugar el empujón final de la Reconquista. Originariamente se les daba, al parecer, el nombre de cuartegos, y eran definidos como piezas de escasa longitud y gran calibre.
En el dibujo de la derecha podemos ver su aspecto. Como ya se puede suponer, debe su nombre a los almireces convencionales: cortos, rechonchos y con una boca enorme. Precisamente por eso, hubo que fabricar sus recámaras con un diámetro sensiblemente inferior al calibre de las piezas, ya que de otra forma no se conseguiría un quemado uniforme de la pólvora ni, por ende, el impulso adecuado para lanzar un bolaño de varias arrobas de peso. Aunque el peso de los mismos era inferior a las posteriores pelotas de hierro, su sistema de fabricación no toleraba presiones elevadas, por lo que su alcance era similar al de sus sucesores. En cuanto al afuste sobre el que iban montados, como vemos en la ilustración, no permitía ningún tipo de corrección en el ángulo de tiro, por lo que había que mover la pieza hasta el emplazamiento adecuado para hacer blanco donde se quería.
El mortero tenía una ventaja añadida a la bombarda trabuquera, y era que, además de lanzar bolaños más pesados, podía disparar cestos de piedras, primitiva metralla que ya se mencionó en una entrada anterior y, aunque parezca poco efectiva, basta imaginar los efectos de un canto de apenas medio kilo si nos lo dejan caer sobre la cabeza desde 80 ó 100 metros de altura. En física soy un cero a la izquierda pero, y me corrijan si me equivoco, el pedrusco llegaría al suelo a unos 39 metros por segundo. Eso daría unos 38 Kgm. de energía, que viene a ser algo más que la que desarrolla una bala de 9 mm. Parabellum. O sea, para dejarte en el sitio o causarte heridas muy graves. A veces, en el cesto se incluía un canto más grande, destinado a hacer destrozos en dependencias o estructuras del interior si, por causalidad, acertaba en alguna.
En cuanto a los bolaños, ya se ha hablado bastante de ellos. Mencionar aquí que, en aquella época, se solían fabricar de piedra caliza, un material más fácil de trabajar que el granito y con la suficiente consistencia como para hacer verdadero daño. Por lo visto, era especialmente valorada la piedra de Tordesillas. Pero si la provisión de bolaños se terminaba, para eso acompañaban a los artilleros varios canteros que, o bien obtenían bolaños de la piedra disponible en las inmediaciones del sitio, o bien readaptaban los que les lanzaba el enemigo desde sus murallas. Hay que recordar que, en aquel tiempo, no había uniformidad en los calibres, y un bolaño siempre podía ser reducido de diámetro para ser adaptado a una pieza propia. Para tal fin, iban provistos de una especie de plantilla como la de la imagen de la derecha, con los círculos de un calibre similar al de las piezas en servicio. De esa forma, varios canteros podían poner a punto la suficiente cantidad de proyectiles para mantener el fuego sobre la fortaleza sitiada.
Y aunque estos bolaños y cestos fueron la munición habitual durante mucho tiempo, ya en el cerco de Ronda, en 1484, se empezaron a usar balas de fuego, proyectiles huecos rellenos de pólvora que antecedieron a la bomba. Obviamente, la espoleta aún no se había inventado, por lo que cabe suponer que detonaban mediante una mecha prendida un instante antes del disparo, y con una longitud adecuada para cubrir el tiempo necesario hasta su impacto.
En cuanto a su sistema de fabricación, estas piezas se construían mediante forja. La foto de la izquierda, que muestra un mortero con la recámara reventada, nos lo hará ver más claro. Como podemos contemplar, era a base de duelas de hierro que, como si de un tonel se tratara, conformaban el ánima de la pieza. Para darle al conjunto mayor solidez, se forraban con aros del mismo material. Finalmente, se le añadían otra serie de aros, distantes entre sí, donde se podían fijar las argollas para unirlos al afuste, y se soldaba al final de la recámara una pieza de hierro para cerrarla.
Este método, aparte de laborioso, conllevaba una serie de inconvenientes. El peor de ellos era la poca elasticidad del hierro que, unido al sistema de construcción en sí, hacía que las piezas, al calentarse demasiado, se agrietasen y/o reventasen sin más, causando verdaderos estragos entre sus servidores y personal cercano a la misma. Además, las pólvoras de la época aún no tenían unos estándares mínimos de uniformidad, por lo que se puede decir que cada pieza requería su granulación concreta, cosa que solo sabía el maestro artillero de turno. Si este cometía un error en la carga, o algún ayudante actuaba por su cuenta sin saber lo que hacía, lo más probable es que un reventón se llevase por delante a la pieza, a sus servidores, y a todo aquel que tuviera la mala fortuna de estar cerca. Imaginaos los devastadores efectos de las barras de hierro de la foto, convertidas en fragmentos cortantes como cuchillos.
En esa otra foto, en este caso de una pieza sin daños, podemos ver las duelas de hierro asomando en la boca de fuego, así como los aros exteriores y los que refuerzan la pieza a la altura del inicio de la recámara, donde se genera más presión en el momento del disparo. Basta ver la imagen para hacerse una idea clara del enorme trabajo que conllevaba su fabricación y, al mismo tiempo, la de sus imperfecciones e irregularidades si las comparamos con las obtenidas mediante fundición.
Además, debido al calentamiento, la cadencia de tiro era muy baja. Constantemente había que refrescar la pieza, y revisarla por si habían aparecido grietas que indicasen la inminencia de un reventón. Debido a ello, apenas se podían realizar un disparo cada hora u hora y media, lo que hacía imposible mantener un fuego sostenido aún poniendo varias piezas en batería.
En todo caso, la efectividad de estas armas se hizo patente en pocos años, y su desarrollo, como el de las demás piezas de artillería, convirtieron estas armas en elementos esenciales para cualquier ejército moderno. Fue precisamente este avance el que condenó a la obsolescencia a la altivas fortificaciones medievales, obligando a los ingenieros militares a renunciar a la altura de las murallas en favor del grosor de las mismas, y a enterrarlas en el suelo para ofrecer menos blanco a las cada vez más potentes y demoledoras piezas de artillería de la Edad Moderna.
Bueno, no se me olvida nada...creo. En cualquier caso, he dicho
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