Decididamente, las mañanas son menos sofocantes. Lo malo es que esto dura poco porque, a partir de las 10 más o menos, el infierno asciende un día más a la tierra y la jodimos. En fin, peor sería que a uno le cayera encima una bomba térmica de esas que lo dejan todo pelado en un kilómetro a la redonda...
Bueno, veamos... en su día ya se habló en un par de entradas acerca de las cotas de malla o lorigas mencionando en dichas entradas los artesanos que las confeccionaban si bien no en profundidad. Así pues, y ya que en su momento se habló largo y tendido sobre los armeros que confeccionaban las armaduras de placas, que menos que hacerlos de los que se dedicaban a la fabricación de sus predecesoras, las lorigas.
Para la elaboración de una loriga era precisa la intervención de varios tipos de artesanos diferentes. Recordemos que en aquella época los oficios estaban muy especializados habiendo, por ejemplo, fabricantes de tejas que no hacían otra cosa a pesar de dominar la alfarería, por lo que no se les ocurría elaborar un cántaro. Y, naturalmente, al que fabricaba cántaros no se le pasaba por la cabeza fabricar tejas. Las organizaciones gremiales eran círculos muy cerrados que no permitían el más mínimo intrusismo en lo que les concernía, y de ahí entre otras cosas el empeño en mantener en el más absoluto secreto los entresijos del oficio aunque dicho secreto radicase en, simplemente, la forma de trenzar el esparto para fabricar un serón. Por otro lado, los lorigueros podían a su vez trabajar para los fabricantes de armaduras de placas, ya que había piezas de estas que llevaban malla unidas a las mismas, como los camales de los bacinetes o los caparazones de los caballos de guerra.
Hoy día, las réplicas de cotas de malla suelen realizarse de forma bastante básica, o sea, fabricando anillas de alambre e imbricándolas unas a otras sin remachar. Ojo, que esto de por sí ya es un faenón notable, pero mucho más lo era elaborar una cota conforme a los cánones establecidos en la Edad Media. Veamos pues de que iba la cosa...
Ahí tenemos al primer artesano que intervenía en la elaboración de la loriga: el fabricante de alambre. Como ya podemos suponer, el alambre no se hacía como ahora, que salen kilómetros y kilómetros con solo apretar el botón de una máquina. Más bien al contrario, era una operación penosa, lenta y que requería de bastante esfuerzo físico. Estudiemos el dibujito...
El alambre se fabricaba mediante un proceso de trefilado. Para ello era necesario ir forjando, aunque fuese de forma burda, una fina tira de hierro cuadrangular de donde posteriormente saldrá el alambre redondo, que es lo que vemos en la escena de la derecha: firmemente clavado en el tocón de madera tenemos una matriz con diversos orificios de distintos calibres. De ese modo, el alambrero puede ir reduciendo el calibre del alambre empezando por el de más diámetro e ir reduciendo hasta lograr el deseado. Para ello aparece sentado en un columpio que le permite, caso de tener que hacer más fuerza de lo habitual, ayudarse apoyando los pies en el tocón o bien columpiarse y, aprovechando su mismo peso, facilitar el ir tirando de la varilla que sujeta con unas grandes tenazas. Este tipo de trabajo requería un constante esfuerzo físico y, sobre todo, una más que notable fuerza en las manos para mantener apretada la tenaza sin que se escapara el alambre. Una vez convertido en alambre cada varilla era enrollado fácilmente ya que, además de su delgadez, no estaba templado.
Estos rollos de alambre eran enviados al maestro loriguero, que era el que llevaba a cabo el trabajo más aplastantemente tedioso que uno pueda imaginar. Porque crear una loriga implicaba fabricar, unir y remachar decenas de miles de anillas. El número de las mismas iba en función de un detalle primordial: su diámetro. A menos diámetro, más protección, pero también muchas más anillas y, está de más decirlo, un precio más elevado.
En la ilustración de la izquierda tenemos a un maestro loriguero en plena faena y, como ya se comentó en la entrada sobre las cotas de malla, los útiles que aparecen en su mesa ilustran con claridad meridiana todo lo necesario para culminar el proceso. De izquierda a derecha aparece en primer lugar un pequeño yunque necesario para aplanar la anilla y remacharla. En la mano sujeta unas tenazas que, en realidad, sirven para perforar la anilla. A continuación aparecen un pequeño martillo, una matriz similar a la que usan actualmente los joyeros para fabricar los anillos, un cuchillo pequeño y un recipiente donde igual va depositando los minúsculos remaches necesarios para unir las anillas. El maestro loriguero tiene jeta de hombre paciente porque para dar término a la camisa de malla que aparece colgada de una percha detrás de él puede haber invertido tranquilamente dos o tres meses de faena, que no es ciertamente moco de pavo. Vaya, que no era un trabajo para gente inquieta o con cierta tendencia a perder los nervios a las primeras de cambio.
A la derecha vemos una recreación de algunos útiles para que vuecedes los vean con más detalle. Arriba vemos la tenaza. Es como un sacabocados de los usados por los talabarteros, pero provista de un aguzado punzón muy bien templado destinado a abrir un pequeño orificio en cada extremo de la anilla, la cual ha sido cortada a medida conforme la matriz que vemos abajo, provista de una regla graduada y que permite que todas las anillas sean exactamente del mismo diámetro. Así pues, a la hora de recibir el encargo el maestro loriguero solicitaría de su cliente qué tipo de anilla quería, qué piezas (almófar, calzas, camisa larga o corta, largo de mangas, etc.) y si la quería a media prueba, a toda prueba o una loriga corriente y moliente. Recordemos que las fabricadas a media prueba garantizaban una resistencia contra virotes disparados por ballestas de gafa, mientras que las fabricadas a toda prueba soportaban proyectiles disparados por las ballestas más potentes de todas: las ballestas de torno. Finalmente, querría saber si el cliente quería algún detalle decorativo como anillas de bronce en el borde de mangas o cuello, o que estas partes terminaran formando picos, ondas, etc. Una vez recopilados los datos y tomadas las medidas, el maestro loriguero ya podía dar el precio (y el cliente igual sufría un vahído de pánico al ver que se entrampaba por media vida). Recordemos que en los siglos XI-XII, una simple camisa costaba el equivalente a siete bueyes así que estas armaduras no estaban precisamente al alcance de cualquiera.
Así pues, una vez acordado precio, plazo de entrega y piezas a fabricar, a la izquierda tenemos una cota en pleno proceso de elaboración. Como vemos, las anillas han sido aplanadas y los extremos ensanchados para dar cabida al remache que la cerrará. En primer término vemos las tres fases en que se divide el trabajo: a la izquierda tenemos la anilla ya cortada y preparada. En el centro tenemos dos de ellas unidas y cerradas esperando el remache, y a la derecha tenemos una anilla concluida. Recordemos que la proporción habitual era de cuatro a una, o sea, cada anilla iba unida a otras cuatro si bien también se fabricaban de seis a una, aunque hablamos en este caso de ejemplares extremadamente raros. Es lógico suponer que no abundarían porque su precio sería simplemente exorbitante.
Finalmente, a la derecha tenemos una pieza ya terminada que incluye unas anillas de bronce donde, además, va grabado el nombre del fabricante. O sea, la etiqueta por así decirlo. Las fabricadas a media y a toda prueba solían identificarse con una anilla en una axila donde se especificaba que había pasado dicha prueba, que como se ha dicho consistía en vestir la loriga a un monigote y dispararle un virote. Si resistía, era válida. Si no, pues trabajo baldío y a venderla como una pieza corriente. La que vemos en la foto de la derecha corresponde al camal de un bacinete. Esta fabulosa pieza está fabricada con unas anillas minúsculas que aumentan notablemente la calidad y la protección, teniendo cada anilla un diámetro interior de solo ¡tres milímetros! Imaginemos el trabajo de chinos que suponía cortar las entre cinco y siete mil anillas necesarias para un camal, darles forma, unirlas y remacharlas trabajando con esas menudencias. Cada remache sería minúsculo, y desde luego haría falta una vista de lince para culminar el trabajo exitosamente. En todo caso, las medidas habituales para lorigas, calzas y piezas similares era de unos 8-9 mm. de diámetro y un grosor de entre 2 y 2,5 mm.
Para lograr una loriga a prueba era preciso, como cabe suponer, aplicarles un temple que la endureciera lo suficiente como para resistir lo más potente que había en aquellos tiempos en los campos de batalla: la ballesta. Obviamente, los maestros lorigueros no tenían que recurrir a la forja de cada anilla porque eso sería surrealista, así que, una vez dada la forma a cada anilla, perforada y solo a falta de unirla a otras y remacharlas, eran sometidas a un proceso de templado mediante aplicación de calor. Para ello, se colocaban las anillas en una chapa de hierro y se las sometía en un horno cerrado a una temperatura de unos 750º durante una hora o más, hasta que el loriguero consideraba que el hierro se había endurecido lo suficiente y se había convertido en acero. Estas piezas no precisaban del posterior revenido de, por ejemplo, las espadas ya que las anillas no tenían por qué ser tan elásticas como estas. Así pues, una vez templadas es cuando se iniciaba el proceso de fabricación propiamente dicho. Otra opción era ir templando por fragmentos terminados, como el que vemos en la foto superior.
Cuando la pieza quedaba totalmente montada su aspecto no era precisamente bonito: las anillas estaban ennegrecidas y manchadas debido al proceso de templado y la visión del conjunto no era la que el cliente esperaba, como es lógico. Así pues ya solo restaba darle el acabado final, para lo cual era preciso bruñir la loriga hasta dejarla brillante y lustrosa. Para ello se echaba mano a los aprendices, se le endiñaban dos coscorrones con el juramento de que si no quedaba como los chorros del oro los desollarían vivos y se mearían en sus calaveras de aprendices torpes, y se tirarían horas y horas restregando con pasta de pulir o arena finísima hasta, finalmente, dejarla absolutamente resplandeciente. Por último se le untaba manteca de cerdo para preservarla del óxido hasta ser entregada al cliente. Ah, un detalle que olvidaba: a la hora de fabricar una loriga no necesariamente todas las anillas eran del mismo diámetro, sino que éste podía variar por zonas usando las de menor diámetro en lugares más vulnerables como, por ejemplo, el cuello. En la foto podemos ver una pieza que tiene esa misma configuración. Por lo demás, las lorigas tenían una ventaja añadida que era la facilidad con que podían repararse las zonas deterioradas por el uso o la batalla y, quizás lo más importante, el reciclado de las mismas a la hora de pasar de padres a hijos aumentándolas o disminuyéndolas de talla, operación obviamente muchísimo más económica que tener que adquirir una nueva y que, de hecho, no estaba ni mucho menos al alcance de todos los caballeros y nobles, teniéndose que conformar en muchos casos con ir a la guerra con un simple perpunte y tener que estar años ahorrando para comprarse una.
Para terminar, veamos los diferentes tipos de piezas que podían ser encargados a un maestro loriguero, en algunos casos meros complementos de la loriga o en otros simples piezas sueltas para los que no podían adquirir una panoplia completa:
Camisa de malla. Obviamente se trata de la pieza más importante. Como vemos en la foto, podían ser de dos tipos: la que aparece en primer término es corta, llegando hasta la altura de las caderas. La otra, más larga, va provista de dos aberturas, por delante y por detrás, para permitirle montar a caballo. En ambos casos, las mangas podían ser cortas, hasta el codo, hasta la muñeca o acabar en manoplas que solo llevaban separados los pulgares o, a lo sumo, los dedos índices. Dichas manoplas quedaban ajustadas mediante unas correas abrochadas en las muñecas para impedir que, debido a la holgura de la manga, no se ajustaran bien a las manos. Las camisas no llevaban ningún tipo de abertura ni en la espalda o el pecho para vestirla con más comodidad. La única forma de hacerlo era deslizándolas de arriba abajo como quien se pone una camiseta normal. El número de anillas necesarias iba en función del tipo y la corpulencia del cliente, pero como media podemos decir que una camisa corta y de manga también corta podía requerir unas veinte mil de unos 8 mm. de diámetro. Su peso rondaría los 12 o 14 kilos. Las largas, obviamente pesaban algo más.
Las golas de obispo. Eran como se ve en la foto unas golas que actuaban como refuerzo para el cuello en caso de no usar cofia. Como podemos observar, la parte que rodea el cuello lleva una combinación de anillas posiblemente de seis a uno para espesarla más y proteger de forma más eficaz esa zona. Por dentro solían ir forradas de fino cuero o tela y abrochadas en el cogote mediante correas. Con meros fines decorativos, este ejemplar lleva algunas anillas de bronce. Otras podían llevar anillas del mismo material festoneando el borde de la gola, el cual podía así mismo tener distintos acabados: ondas, picos, liso, etc.
Las calzas. Las calzas de malla eran exactamente iguales que las de tela que vestían los hombres en la época y, como vemos en la foto, se fijaban de forma similar. Inicialmente, la protección de las piernas se encomendaba a una especie de calzas que cubrían solo la parte delantera de las mismas, anudándose a las pantorrillas y trasera de los muslos mediante cordones de cuero. Podían cubrir los empeines o acabar en los tobillos. Posteriormente se crearon las calzas como las que vemos en la foto, mucho más eficaces y cómodas de vestir ya que solo había que ponérselas como un pantalón. La parte inferior de los pies solía ir terminada en una gruesa suela de cuero, actuando así como si fuera un zapato normal. En otros casos acababan en los tobillos y se calzaban zapatos o botas. Al igual que ocurría con las mangas de las camisas, era habitual ajustar las calzas mediante correas abrochadas por debajo de las rodillas. Por otro lado, las de las espuelas o los acicates ajustaban la prenda a los tobillos.
El almófar. Podían ser de tres tipos dependiendo de la época o los gustos del cliente. En la foto los tenemos. De izquierda a derecha aparece la típica capucha de malla. En este caso está provista de un burelete para ajustar el yelmo de cimera a la cabeza. En el centro aparece otro tipo el cual tenía una especie de lengüeta en el lado derecho que iba por dentro forrada de cuero y se abrochaba al lado izquierdo de la cabeza, más o menos a la altura de la sien, mediante un cordón de cuero. De esa forma se podía proteger la cara al entrar en combate y llevarla desabrochada cuando no era necesario. A la derecha tenemos un almófar similar pero que en vez de lengüeta va provisto de un cuadrado de malla ribeteado de cuero que se abrochaba a ambos lados de la cabeza. Este tipo fue bastante habitual en Alemania. En todos los casos, como recordaremos, el combatiente debía vestir la cofia de armar de lino o lana para evitar los roces del metal con la piel. Añadir que al proteger estas piezas una zona tan comprometida como la cabeza podían ser fabricadas con anillas de menor diámetro y/o en una proporción mayor para espesarlas.
El camal. El camal iba fijado a los bacinetes de cualquier tipo: klappvisier, pico de gorrión (es el de la foto), etc. Como vemos en la imagen, estaba unido al bacinete mediante una tira de cuero fijada a la malla y que iba provista de unos orificios por lo que se introducían los ojales del bacinete, quedando todo unido mediante una corregüela elaborada a base de un trenzado de alambre. Al igual que hemos visto con las golas de obispo, los camales solían estar fabricados con anillas de menor diámetro para reforzarlos. También era habitual decorarlos por fuera con un forro de tela o de la misma forma que las golas, a base de darle diversas formas al borde o añadiéndole anillas de bronce en el contorno, etc.
Bien, en esto consistía el oficio de maestro loriguero. Coligo que, por lo precios que tenían estas piezas, el mercado de segunda mano debía ser bastante movido aunque en los libros no se habla para nada de ello, pero es algo que cae por su peso. Una panoplia completa costaba una fortuna, superada solo por el precio astronómico que alcanzaba un caballo de batalla o, posteriormente, una armadura de placas. En todo caso, podemos afirmar que las lorigas han sido uno de los elementos de defensa pasiva más longevos y sin apenas variar su morfología a lo largo de los siglos ya que un pilus romano se protegía con una loriga exactamente igual y fabricada de la misma forma que un caballero de los que combatieron en Hastings o en la reconquista de Granada. De hecho, actualmente siguen en uso en forma de los guantes que usan los carniceros para no despachar el kilo de pechuga de pollo fileteada junto a parte de su mano izquierda.
Y como ya me he enrollado bastante, pues me piro, vampiro.
Hale, he dicho
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