Cueva fortificada de Fayos |
Es de todos sabido que desde antes de los tiempos de Noé, y casi me atrevería a decir que incluso antes de Adán, el hombre ha recurrido a las aberturas naturales en la tierra para guarecerse. En estas oquedades, los seres humanos pudieron tener refugio contra las condiciones climatológicas adversas, contra las fieras que deseaban darse un festín a costa de ellos y, naturalmente, de los cuñados y demás homínidos que habitaban en las cercanías, mucho más peligrosos que todos los tigres de dientes de sable y huracanes juntos. Y, además, no pagaban hipotecas a los buitres carroñeros de los banqueros, que no es cosa baladí.
Sin embargo, cuando nos movemos en el ámbito de la Edad Media, la imagen que tenemos de las cuevas está indefectiblemente asociada a refugios de pastores, rediles de ganado o al eremita que se aislaba del mundanal ruido y se dedicaba a pasar el resto de su vida orando fervorosamente mientras se dejaba los lomos en carne viva a latigazos para purgar sus pecados. Pero lo que pocos saben es que las cuevas también fueron profusamente usadas con fines puramente militares, habiendo noticia de varias de ellas que estuvieron operativas incluso en épocas tan tardías como los siglos XV y XVI. Veamos pues como y por qué se usaron para este fin tan peculiar...
Cueva fortificada del Rey Moro, en Caravaca de la Cruz (Murcia) |
Antes de nada debemos tener en cuenta que los datos disponibles acerca de estas curiosas fortificaciones se remontan hasta aproximadamente el siglo XI, si bien es más que probable que se usaran con este fin desde bastante antes. En la península hay varios ejemplos de las mismas aunque por meras cuestiones de geopolítica no fue un sistema de fortificación muy extendido que digamos a pesar de disponer de una orografía muy abrupta. En nuestra piel de toro, y debido al constante estado de guerra hasta la derrota final de la morisma en las postrimerías del siglo XV, fue precisa una tipología de fortificación mucho más compleja, así que han sido bien escasos los ejemplos que han llegado a nuestros días tales como las cuevas de Fayos en la sierra del Moncayo, Nájera o Caravaca. Sin embargo, en la zona pirenaica del Languedoc proliferaron abundantemente, sobre todo en el condado de Foix en el que entre los siglos XI y XII fueron un elemento defensivo de primera clase para la defensa del territorio. En aquella zona, estas cuevas recibían el nombre de spoulgas, un término románico, que no el occitano lespugue, procedente del latín SPELVNCA. Pero, ¿para qué podía servir una cueva por muy fortificada que estuviera?
Spoulga controlando un camino |
Ante todo debemos ponernos en un contexto histórico diferente al de la Península y las constantes guerras contra los andalusíes. En este caso que nos ocupa hablamos de territorios en manos de una nobleza feudal cuyas fronteras estaban definidas de forma difusa, y no había guerras tal como las concebimos aquí sino más bien algaras entre vecinos para robar un poco y hacerse la puñeta todos los veranos. Por otro lado, era necesario establecer puestos de vigilancia para impedir que mesnadas de otros señores locales o partidas de bandoleros se internasen en el territorio sin que nadie pudiera evitarlo, causando toda clase de tropelías y pillajes. En este momento, algunos me dirán que para eso ya había castillos bien guarnecidos, pero les respondería que, si bien eso es cierto en parte, hay que considerar que un castillo era infinitamente más caro y complejo de construir que fortificar una cueva, por lo que estas venían de perlas para estos fines, digamos, más bien de tipo policial que militar.
Spoulga de Bauan, en el departamento de Ariège. en los Pirineos Meridionales |
Así pues, estas cuevas permitían mantener pequeñas guarniciones en lugares adecuados para controlar unas zonas tan abruptas y con tal cantidad de ángulos muertos debido a su orografía que habría que construir un castillo en cada cerro para poder vigilar todos los barrancos, cañadas y veredas por los que una partida de enemigos se podría colar con aviesas intenciones. Obviamente, el costo de tales obras era simple y llanamente inasumible para cualquier noble, así que en muchos casos optaron por algo mucho más barato: localizar cuevas adecuadas para ser adaptadas a un uso militar en las cercanías de estos pasos naturales, lo cual tenía unos costos mínimos y, encima, con la particularidad de que, por su situación en las paredes de los acantilados, eran prácticamente inexpugnables. De hecho, incluso serían muy difíciles de localizar por posibles invasores ya que, confundidas en el paisaje, su presencia solo podía ser detectada muchas veces sabiendo donde se encontraban exactamente.
Por lo tanto, una vez localizada una cueva apta para ser fortificada, bastaba con despejar su interior y sacarle el mayor partido posible al mismo ya que, caso de disponer de la altura necesaria, se podían incluso construir una o más plantas recurriendo a unas jácenas empotradas en mechinales practicados en la pared rocosa y colocando sobre ellas un entresuelo de madera. Para cerrar la abertura de la cueva solo era necesario edificar un muro que en modo alguno tenía que tener el desmesurado grosor que tenían los de los castillos. ¿Quién puñetas iba a subir un ariete por una pared vertical a 10, 30 o incluso 50 metros de altura? Así pues, bastaba fabricar un simple muro como el de una vivienda de la época, proveerlo de su almenado, alguna aspillera y, obviamente, una puerta.
Baychon. Complicadillo para llegar, ¿que no? |
¿Y cómo se podía entonces acceder a estas cuevas? Por lo general, bastaba una simple escala que era retirada por los ocupantes de la misma cuando no era necesario usarla. En otros casos, como la spoulga de Baychon, situada a nada menos que a 50 metros de altura sobre la base del acantilado en el que se encuentra, disponían de sistemas de escalas que, obviamente, ya no existen. También se conocen casos en los que el acceso era otra abertura ubicada por una zona más practicable pero, a la par, más disimulada y que se cerraban mediante varias puertas sucesivas para dificultar al máximo la entrada a posibles atacantes. En cualquier caso, dudo mucho que unos hipotéticos invasores tuvieran la osadía de arriesgar el pellejo para intentar expugnar un sitio semejante, en el que un asalto en masa era simplemente imposible por la mera falta de espacio y sabiendo que en las almenas del muro estaban esperando tranquilamente al personal para ensartarlos bonitamente con sus lanzas antes de arrojarlos al vacío.
En cuanto a las condiciones de vida en el interior de estas troglodíticas fortalezas, ya podemos imaginar que no eran precisamente cómodas salvo en un detalle, y es que la temperatura se mantenía igual todo el año por lo que en invierno no se pasaba mucho frío y en verano se estaba fresquito. El mayor problema con el que se podían encontrar era el abastecimiento de agua, porque las provisiones eran almacenadas como si de un castillo se tratase: sacos con grano para hacer pan, legumbres, quesos y salazones conservados en tinajas y odres de vino y vinagre. Pero el agua era un problema que, por lo general, se podía solucionar de dos formas: una, fortificando una cueva que albergara en sus entrañas alguna fuente, manantial o arroyo. Y dos, construir una cisterna para la recogida del líquido elemento. A la izquierda tenemos un ejemplo, concretamente en la cueva fortificada de Bouan, fabricada con una bóveda de mampuesto sobre la cisterna propiamente dicha, la cual está excavada en la roca.
Por otro lado, no todas estas cuevas contaban con una única cámara. Había casos en que una gruta disponía de varias aberturas al exterior, por lo que bastaba con cerrarlas mediante su correspondiente muro y disponer así en su interior de un espacio mucho más amplio tanto para la guarnición como para bastimentos, vituallas o incluso varias cisternas. A la derecha tenemos un ejemplo de lo primero, la spoulga de Verdun la cual, como podemos ver en el plano, no es más que una simple oquedad semicircular cerrada mediante un muro y con una superficie de menos de 100 m². Sin embargo, la de Bouan constaba de varias salas y tres aljibes, siendo la cámara principal un espacio de unos 200 m² nada menos.
En cuanto la fábrica de este tipo de fortificaciones, salvo contadas excepciones eran obras muy rudimentarias en las que salta a la vista que los buenos canteros brillaban por su ausencia. Desde la de Caravaca, cuyo muro según vimos más arriba está fabricado con tapial, a las demás que hemos ido viendo hasta ahora, todas de mampostería, no parece que se tomaran un interés especial en darles un aspecto estéticamente adecuado. En todo caso, es obvio que, aparte de no necesitarlo, esa falta de simetría ayudaba a camuflarlas con el entorno. La piedra era la del lugar, cortada a pie de obra y, como mucho, careada antes de colocarla. Así mismo, los elementos defensivos son inexistentes, siendo su defensa lineal, o sea, hacia adelante, y totalmente pasiva al carecer de elementos de flanqueo que, por otro lado, tampoco tenían mucho sentido considerando la ubicación de estas fortificaciones.
Por mencionar la excepción que confirma la regla, a la izquierda tenemos la spoulga de Jaubernie, cuya construcción no tiene nada que envidiar en calidades a las de un castillo convencional. Según vemos en la foto, incluso disponía de una ladronera para mejor defensa de su puerta de acceso que, en este caso, no se trata de un simple vano rectangular sino que está perfectamente labrada con un arco de medio punto. En este caso en concreto, esta cueva disponía además de una barbacana situada al pie del acantilado que servía de primera línea defensiva antes de poder acceder hasta la puerta que aparece en la foto.
Por ultimo, conviene mencionar que estas fortalezas pétreas fueron progresivamente abandonadas a lo largo del siglo XIII salvo las excepciones mencionadas al principio, como la de Bouan, que aún estaba operativa en los albores del siglo XV, mantenida por un señor local de Toulouse. A medida que eran abandonadas en pro de fortalezas de más envergadura y de poblaciones fortificadas, muchas de ellas fueron refugio de los cátaros que pudieron escapar de los cruzados y donde intentaron, sin éxito, seguir propalando su fe. De ahí precisamente la creencia, que muchos dan por rigurosamente cierta, de que en una de estas cuevas se encuentra el tesoro que se mencionaba en la entrada anterior. En realidad, en estos antros la vida debía ser bastante asquerosilla, literalmente como si de alimañas se tratase y más cuando las mínimas comodidades de que disponían las guarniciones desaparecieron en el momento en que se les ordenó abandonar sus reductos. A la derecha tenemos una imagen del interior de la spoulga de Ornolac, que es bastante gráfica y nos permitirá hacernos una clara idea de como debía ser el día a día en semejante sitio y en una época en que los lobos y los osos campaban a sus anchas por las montañas y podían tomar posesión de la cueva por la cara devorando a sus ocupantes sin previo aviso.
Bueno, he estado al menos cinco minutos revisando mis notas y tal y creo que no olvido nada relevante, así que ahí queda eso.
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