lunes, 29 de diciembre de 2014

Mixturas incendiarias


Este es el resultado que se buscaba con las armas incendiarias. La perspectiva de acabar en semejante estado ya era de por sí
un buen incentivo para pactar una rendición más o menos honorable

Ya se habló en su día de las armas incendiarias en la Edad Media y, dadas las entrañables fechas en que nos encontramos, nada mejor para reiniciar esta nueva andadura que una entrada dedicada a los arcanos secretos acerca de la elaboración de mixturas incendiarias las cuales, impregnadas en el felpudo de casa, convertirían bonitamente en torreznos a los cuñados y su abominable prole de forma que no le metan a uno por narices la Navidad en casa. Y lo mejor es que cuando encontrasen sus momias calcinadas en el rellano de la escalera, no haya testigo alguno que pueda afirmar que fueron rociados con gasofa y les arrimaron un cerillo porque, nadie sabe cómo, el felpudo echó a arder solo sin que nadie lo incendiara, por lo que se podría atribuir la cremación a un milagro divino. 

De hecho, el afán incinerador del ser humano es más antiguo que el hilo negro ya que, desde mucho tiempo antes de la invención del fuego griego, las lumbreras del mundo antiguo se dedicaron a devanarse la sesera buscando lo que consideraban las dos condiciones indispensables para crear lo que Ateneo de Naucratis (c. 200 d.C.) dio en llamar "fuego automático", del griego pur automaton ( pur automaton): que no se pudiera apagar o, al menos, no con facilidad, y que a ser posible su combustión fuera espontánea a fin de sorprender a los enemigos y achicharrarlos como si fuese el Cielo el que mandaba las llamas sobre ellos.

Afloramiento natural de betún. Ya eran conocidos
desde los tiempos más remotos como fuente de
materiales combustibles
Y no eran precisamente lerdos porque, de entrada, supieron que la cal viva, el salitre, el azufre y esa cosa negra y asquerosa que manaba de la Madre Tierra en pozos naturales y de la cual depende la economía del mundo moderno, o sea, el petróleo (del griego petrelaión (petrelaion o aceite de roca) y derivados del mismo - brea, alquitrán, nafta, etc.-, eran los ingredientes básicos para elaborar las más letales mixturas capaces de carbonizar hasta el mismo infierno. Más de uno se dirá que no digo nada nuevo enumerando dichas sustancias como altamente inflamables o, al menos, lo son en combinación con otras. Pero eso lo sabemos hoy día. Hace siglos, antes de los tiempos de Cristo, la química era algo tan ignoto que hasta era aprovechada para hacer creer al personal que tras el fuego automático estaba la voluntad de los dioses. 

Las mixturas incendiarias estaban detrás de esos
pebeteros que jamás se apagaban y que ardían sin
que nadie les acercase una llama
Por ejemplo, sabían que la cal viva reaccionaba violentamente al ser mezclada con agua, y que dicha reacción servía de iniciador a sustancias altamente inflamables como la nafta o el azufre. De ese modo, por ejemplo, bastaba con impregnar un altar o pebetero en un templo con una mezcla de cal y  nafta para que solo con la humedad del rocío matutino se inflamara espontáneamente, lo cual acojonaba al personal en grado sumo y se avenían a todo lo que el dios de turno les ordenara por boca de sus sacerdotes. Otro ejemplo se narra en el Libro Segundo de los Macabeos en el que se decía que los astutos clérigos vertían sobre trozos de cal viva colocados en los altares un "agua espesa" proveniente de Persia y que no era otra cosa que nafta la cual, mezclada con agua, reaccionaba con gran virulencia, lo cual significaba evidentemente que el dios se había cabreado con sus fieles por no rascarse el bolsillo a la hora de aportar óbolos a sus sacerdotes. 

Como vemos, estos químicos de la antigüedad ya tenían conocimientos sobrados para producir mezclas que ardieran de forma espontánea. Pero su uso no iba por lo general más allá del meramente religioso o mágico para que la peña flipara en colores viendo como uno de estos alquimistas sumergía una antorcha apagada en agua y, al sacarla, echaba a arder sola. Lo que no sabían, lógicamente, es que el lino con que estaba envuelta la antorcha estaba empapado con una mezcla de azufre y cal viva la cual, al hidratarse con el agua, alcanzaba una temperatura tan elevada que hacía arder al azufre. Obviamente, ver arder una antorcha que acaban de meter en agua debía poner los pelos como escarpias a nuestros ancestros.

El sueño dorado de los químicos del Mundo Antiguo y la
Edad Media: reducir a cenizas ciudades enteras a base
de inventar putadas ardientes
Pero para que estos conocimientos tuvieran una verdadera aplicación militar hubo que esperar a que los bizantinos, con su fuego griego, incitaran a los alquimistas a buscar mezclas que dieran resultados similares ya que la receta del feu gregéois, como lo denominaban los cruzados, era más secreta que la fórmula de la Coca Cola. Así pues, a lo largo del tiempo surgieron manuales y recetarios que contenían diversos tipos de fuegos y cuyos autores aseguraban que no había forma de apagarlos salvo con lo que se consideraban los "extintores" infalibles en la época: el vinagre y la orina por un lado, ya que contienen sustancias que anulan químicamente a las que componían las mixturas incendiarias, y la arena, ya que esta actuaba simplemente privando de oxígeno al fuego. El agua no solo no servía de nada sino que, como se ha dicho, era precisamente lo que actuaba de iniciador si la mezcla contenía cal viva. 

Granadas de cerámica para arrojar mezclas
incendiarias sobre el enemigo. Eran
especialmente eficaces a la hora de prender
fuego en las máquinas de asedio
Uno de los más famosos tratados sobre este tipo de mixturas es el LIBER IGNIVM AD COMBURENDOS HOSTES, (Libro de fuegos para quemar ejércitos) obra de un misterioso MARCVS GRÆCVS del cual no se sabe casi nada, y al que se le atribuyen las nacionalidades más variopintas, desde griego o bizantino, como su mote haría suponer, a árabe, andalusí (esta hipótesis es considerada por muchos como la más acertada), egipcio y hasta de Lepe si hace falta. Dicha obra, de la que se conservan cuatro manuscritos, dos en París y dos en Munich elaborados entre los siglos XIII y XV, contiene 35 recetas para la obtención de mixturas incendiarias si bien algunas de ellas se han comprobado como inviables o inútiles, quizás debido a alguna mala traducción a lo largo de las copias de copias que se hacían en aquella época. En todo caso, de esas 35 recetas 14 son de uso militar, y bastante curiosas ya que no solo permitían cremar enemigos por la cara sino que, además, eran, digamos, de efecto retardado. Veamos algunas de ellas no sin antes recomendar que no caigan en manos del nene con ínfulas de químico o del cuñado vengativo o, peor aún, de la parienta que nos ha pillado un "wasa" sin borrar de una tal Vanessa.

Esta que menciono en primer lugar estaba ideada para que se inflamara con la luz del sol, de forma que, infiltrándose en el campamento enemigo, se rociara todo con dicha mixtura y se inflamaran de forma sorpresiva al salir el sol, dando a los enemigos los buenos días con mucha calidez:

Otra forma de quemar enemigos en cada lugar. Tomar bálsamo, aceite de Etiopía (era el extracto de una planta llamada salvia argéntea o SALVIA ÆTHIOPIS, pez y aceite de azufre. Ponerlo todo junto en una olla de barro y dejarlo reposar durante quince días cubierto de estiércol. Luego se saca y se untan los arpones que se dispararán contra los enemigos o sus campamentos. La sustancia, recalentada por el sol, se encenderá. Por lo tanto no se debe usar antes del amanecer o después del ocaso.

Esta otra era aún más alevosa ya que podía permanecer latente mucho tiempo y arder de forma espontánea cuando lloviera, de forma que podía usarse para fastidiar a los enemigos cuando uno estuviera bien lejos y, de paso, acojonarlo fastuosamente ya que no podría ni imaginar cómo puñetas había echado a arder todo y, encima, lloviendo:

Otro tipo de fuego con la que Aristóteles quemó casas situadas en las montañas y quemó la propia montaña. Tome una libra de petróleo, 5 de alquitrán, aceite de huevos y cal viva, 10 partes de cada uno. Triturar la cal viva con el aceite y hacer una masa con todos ellos. Entonces untar (con la mezcla resultante) piedras, hierba y plantas jóvenes durante la canícula, y enterrarlo en el estiércol de caballo en esos lugares bajo tierra. Cuando las lluvias otoñales comienzan a caer la tierra toma fuego y su fuego quema los habitantes. Aristóteles afirmó que este fuego dura nueve años.

Es justo reconocer que el efecto sorpresa sería apocalíptico, y la alevosía inconmensurable. Pero para alevoso de cojones, vean vuecedes esta otra receta, ideada para dejar al enemigo como un torrezno con la excusa de llamarlo para parlamentar:

Con la excusa de acudir al lugar donde el enemigo se disponga a tratar la paz, portar bastones huecos llenos con la mezcla que sigue y así, junto al enemigo, lo derramen por las casas y las calles. Cuando llegue el calor del sol un fuego lo quemará todo. Tomar una libra de sandáraca horatacnina y dejar que se disuelva en un recipiente cerrado. A continuación, agregar media libra de aceite de linaza y azufre. Poner el frasco en estiércol de oveja durante tres meses, renovando el estiércol tres veces al mes.

Hay que tener mala leche, ¿que no? Bueno, añado una más, esta especialmente indicada para incendiar los ingenios del enemigo que mantiene el castillo bajo férreo asedio y empieza uno a hartarse de ver bolaños volando sobre su cabeza:

Tomar una libra de bálsamo o aceite, seis libras de médula de caña, una libra de azufre, una libra de grasa de cordero fundida y esencia de trementina o de eneldo. Se mezcla todo junto y se empapa en una flecha de cuatro puntas (una falárica) y después de encenderla se dispara. Caiga donde caiga la mezcla, esta se quemará y si se lanza agua sobre ella, aumentan las llamas.

Vasijas para contener y arrojar mixturas incendiarias según
la obra de Vannoccio Biringuccio DE LA PIROTECHNICA,
publicada en 1540
Lógicamente, este tipo de mixturas podía ser arrojado de diversas formas: en faláricas, con la punta rellena de lino o estopa empapados en dichas mezclas; en vasijas de barro provistas de mechas o, simplemente, en pellas bien impregnadas en las mismas y que, lanzadas con manganas o fundíbulos, podían alcanzar el interior de las fortalezas y provocar incendios que, lógicamente, la guarnición intentaba apagar a base de agua, lo que volvía el fuego aún más virulento y si nadie tenía ganas de mearse encima de las llamas, lo cual no era nada recomendable en semejante situación, pues lo tenía crudo.

En fin, por ser la primera tras la resurrección creo que ya vale, ¿no? Así pues

hale, he dicho...

Al final, bastó mezclar salitre con azufre y carbón para crear un arma mucho más
destructiva y polivalente que todas las recetas ideadas hasta la fecha: la pólvora

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