miércoles, 20 de mayo de 2015

Las picotas, símbolos del poder


Picota de Sortelha, en Portugal. Se yergue justo
delante del castillo que defendía a ciudad
Es de todos sabido que, desde los tiempos más remotos, los humanos nos valemos de todo tipo de símbolos para poner al corriente a nuestros conciudadanos de cualquier cosa que concierna al conjunto de la sociedad. Del mismo modo, y considerando que antaño no había más medios de comunicación que los bandos graznados a voz en grito por los pregoneros en las encrucijadas de las poblaciones, también era preciso dejar bien claro a la peña quién mandaba allí y, muy importante también, que los delincuentes no solo eran perseguidos sino que, una vez capturados, se les aplicaban las leyes de forma inexorable. La costumbre de exponer a los reos al escarnio público o ejecutarlos en presencia de los ciudadanos es antiquísima. De ese modo se lograban dos objetivos: uno, demostrar que el que la hacía la pagaba y que contravenir las leyes estaba muy feo y se castigaba con severidad; y dos, como una forma de persuadir a delincuentes en potencia para que vieran el mal rato que se pasaba a la hora de partir del Más Acá al Más Allá en manos de los expertos verdugos de la época. De ese modo se intentaba, aunque me temo que sin éxito porque siempre ha habido y habrá criminales, quitar de en medio las malas hierbas y que la gente honrada viviera en paz. 

El enrodamiento era uno de los castigos más crueles que se
pueden imaginar ya que el verdugo iba rompiendo uno
a uno todos los huesos del cuerpo. Se podía
tardar horas en palmarla.
En la Europa de la Edad Media, los castigos y las formas de ejecutar a los reos alcanzaron unos niveles de sadismo y recochineo capaces de asombrar al más enconado psicópata de nuestros días y, curiosamente, aunque la Leyenda Negra anti-española siempre nos ha tachado de crueles, estos métodos tan horripilantes proliferaron en Centroeuropa, Francia o Italia mientras que en la Península nos conformábamos con ahorcar o decapitar a los merecedores de la pena capital. O sea, que aquí no era ni remotamente habitual enrodar, atenazar o despedazar en vivo al personal, y siempre se ha solido dar a los actos de justicia suprema cierto matiz de solemnidad e incluso de respeto por el reo. Naturalmente, eso no quitaba que se aplicara la pena de muerte cada vez que fuera preciso, pero de una forma razonablemente rápida para las costumbres de la época. Y mientras que en Alemania o Francia se exponían los restos del reo o sus cabezas en las puertas de las ciudades o, simplemente, se les dejaba en el lugar de ejecución hasta que se convertían en carroña, en la Península se creó un objeto que simbolizaba a la perfección tanto la autoridad regia como el rigor de las leyes: las picotas.

Los cepos o bretes eran colocados junto a las picotas, donde
el reo permanecería el tiempo que dictaminara la sentencia
expuesto a las burlas y el hostigamiento de la plebe.
No se sabe con exactitud a quien se le ocurrió la creación de las picotas, ni tampoco su etimología. Según algunos autores, su origen se encuentra en la COLVMNA MŒRIA que, según Plinio, los romanos solían colocar en los foros de las ciudades para conmemorar sus victorias y que, al parecer, era donde se denunciaba y exponía a la pública vergüenza a los acusados de ser morosos o derrochadores. O sea, que si un ciudadano debía pasta gansa y alguien lo denunciaba con pruebas de que la deuda era cierta, se le llevaba junto a la columna en cuestión para que, ante todos, sufriera el bochorno de verse señalado como mal pagador, un chorizo y un mal cuñado.

Picota de Barcelos (Portugal), en la que
aún se conserva la cadena que impedía
al reo largarse con viento fresco
La primera noticia que se tiene de estas columnas pétreas procede de Portugal, concretamente de un fuero de 1145 en el que se especifica que el término picota era una palabra procedente del decir popular: "SVSPENDATVR IN ILLO TORMENTO QVOD VULGO DICITVR PICOTA", lo que podríamos traducir como "ahorcarlo mediante la pena que el vulgo llama picota". Esto nos induce a pensar que, originariamente, la picota era una mera horca en la que, según era costumbre, se dejaba colgando el cadáver del reo como advertencia y general escarmiento. Sin embargo, ya en tiempos de Alfonso X se especifica que la picota era el lugar donde se exhibían para mayor escarnio los reos de delitos menores y donde se les aplicaba la pena correspondiente: azotes, cepos, jaulas o, lo que era quizás lo peor: verse expuesto a la chiquillería del pueblo durante varios días en un total estado de indefensión, que ya sabemos la mala leche que gastan los críos. En todo caso, lo que sí parece seguro es que, originariamente, horcas y picotas eran tenidas por la misma cosa: un instrumento para facilitar la ejecución de los reos. Por cierto que en Portugal, aunque inicialmente se les daba el nombre de picotas tal como vimos anteriormente, hacia finales del siglo XV se les denominó pelourinhos, término que ha perdurado hasta nuestros días.

Sin embargo, y como ya se comentó en la entrada dedicada a las ejecuciones en la Edad Media, estas no se llevaban a cabo en el interior de las ciudades, sino a extramuros. Duarte de Armas, en su "Livro das Fortalezas", dejó un amplio surtido de testimonios gráficos cuando, entre 1509 y 1510, se dedicó a realizar un catálogo de las fortificaciones del reino vecino dibujadas por él mismo en vivo y en directo. Un ejemplo lo tenemos a la izquierda, en el que vemos un fragmento de una de las láminas que muestran la cerca urbana y el castillo de Montalegre y donde se aprecia perfectamente en una colina cercana la horca de la ciudad. 

Así pues, una vez cumplida la sentencia, se procedía a decapitar al cadáver para exponer su cabeza en la picota que, por norma, se erguía en el lugar más importante de la población, o sea, en la plaza mayor. Del mismo modo y si la sentencia así lo dictaminaba, el verdugo podría cuartear al muerto a fin de que sus pedazos fueran enviados a los diferentes lugares en los que había cometido sus fechorías para mostrar a la población que, en efecto, el malvado delincuente había sido ajusticiado y su cacho clavado en el garfio de la picota servía, además de como escarmiento a posibles candidatos a la mala vida, para apaciguar las ansias de venganza de las víctimas del reo. A la derecha vemos una recreación de una picota primitiva ya que, al parecer, no tenían necesariamente que ser de piedra sino, caso de no haber nada mejor disponible, bastaba un simple poste de madera provisto de sus garfios para clavar las cabezas o miembros de los ajusticiados, así como de argollas, cadenas y grilletes para los que debían sufrir un castigo en la misma.

Picota de Casas de Don Antonio, en
Cáceres, que aún conserva los garfios
donde se fijaban los despojos
de los reos
Con todo, parece ser que a lo largo del tiempo ha habido cierta confusión a la hora de diferenciar horcas de picotas ya que, en ocasiones, da la impresión de que eran la misma cosa con la única diferencia de que las horcas estaban fabricadas de madera y las picotas de piedra o ladrillo. Covarrubias, en su "Tesoro de la Lengua Castellana" comenta que una picota era "... la horca hecha de piedra, de pica, y el italiano llama empicar al ahorcar". Sea lo que fuere, lo que sí está claro es que, ya a finales de la Edad Media, las picotas tenían un uso muy específico: en ellas se exponía a los condenados a penas menores y las cabezas o cuartos de los ejecutados, sirviendo además de símbolo de la justicia y del poder real y, de hecho, la concesión de un fuero a una determinada población podía incluir o no la autorización para levantar una picota en la misma, siendo esto último un privilegio ya que indicaba que era una villa de postín. Ya en esa época lo habitual era construirlas sistemáticamente de piedra siguiendo unos cánones similares en todos los casos: en primer lugar se construía un basamento formado por varios escalones o gradas a fin de que los que los reos a penas menores fueran bien visibles para los villanos que concurrían a presenciar el castigo. A continuación se erguía una columna provista de argollas en las que fijar las cadenas y grilletes. El conjunto era rematado por un capitel del que emergían cuatro garfios o ganchos fijados por lo general a salientes con forma de animales mitológicos, fieras o cabezas humanoides; y encima de todo se solían colocar diversos motivos como, por ejemplo, un orbe con una cruz que simbolizaba a la realeza, un cuchillo, símbolo de la justicia regia, o el blasón del señor del lugar, ya fuera secular o seglar, o bien el escudo de armas del rey si era una villa de realengo. 

Bráz Cubas da lectura junto a la picota al fuero de la villa de Santos (Brasil) en 1546

Castigando a un esclavo en la picota
La expansión de los imperios español y portugués supuso la exportación de este peculiar símbolo hispánico a las Indias, si bien con una peculiaridad: mientras que en la Península su ubicación obedecía a la concesión de un fuero o el símbolo de la justicia real, en las Indias era además lo que marcaba el lugar fundacional de una población, siendo colocada en el sitio alrededor del cual se desarrollaría el entorno urbano de la misma. De hecho, las que aún subsisten se yerguen justo en el centro geométrico de las plazas mayores donde se conservan. Por lo demás, su uso fue el mismo que en el Viejo Mundo: el lugar donde se castigaba a los reos de delitos menores más el añadido de ser también donde se molía a latigazos a los desgraciados esclavos que, tras intentar escapar, eran atrapados por sus amos y persuadidos por sus capataces de que eso de largarse sin despedirse era de muy mala educación a base de dejarles los muy hideputas las costillas al aire.

Picota de Estremoz (Portugal),
reconstruida entera en 1916
Aún a finales del siglo XVIII se construían algunas picotas para reponer las que se habían deteriorado con el paso de los años. Sin embargo, a comienzos del siglo XIX, concretamente el 26 de mayo de 1813, un edicto de las Cortes de Cádiz ordenaba el derribo de las picotas por considerar que la época en que los súbditos de la corona debían sufrir los infamantes castigos relacionados con las mismas debían quedar atrás. Este edicto fue confirmado en 1837 por la reina doña María Cristina durante la minoría de edad de Isabel II. No obstante, muchas de ellas permanecieron en pie aún sabiendo que se desobedecía una orden real. Ya fuera por tradición aunque no se usaran, o bien por su belleza artística ya que muchas de ellas eran verdaderas obras de arte, o simplemente porque en algunos casos los regidores municipales no hicieron caso o ni se enteraron, la cuestión es que tanto en España como en Portugal aún perduran muchas de estas añejas picotas de estilos diversos, especialmente góticas y renacentistas. Con todo, también se pueden ver muchas que son una simple columna de piedra reciclada de algunas ruinas romanas o árabes porque la categoría de la población tampoco daba para muchas filigranas, o bien otras que fueron reconstruidas por completo ya en el siglo XX partiendo de ilustraciones anteriores, como ocurrió en algunos casos en Portugal.

La elegante y suntuaria picota de Elvas
En fin, esta es, de forma bastante resumida, la historia de estos peculiares postes pétreos que, durante siglos, formaron parte del mobiliario urbano de las poblaciones peninsulares. Su infamante cometido marcó de tal forma que, aún en nuestros días, asociamos el vernos expuestos a una situación bochornosa o humillante con "ponernos en la picota" por lo que, aunque puede que muchos hayan pasado por delante de alguna sin saber siquiera para qué servían, con lo explicado hoy ya podrán identificarlas sin problema. No obstante, no debemos confundirlas con los humilladeros y cruceros que se solían levantar en las encrucijadas ni, por otro lado, ver una de estas picotas y dar por sentado que no lo es por encontrarse alejada del centro de la población ya que, en muchos casos, fueron en su día desplazadas de su lugar original para impedir que fueran derribadas. 

Bueno, vale por hoy.

Hale, he dicho

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