A lo largo del tiempo, mogollón de ciudadanos han dedicado un severo desgaste neuronal para idear mil y una formas tanto de agredir a los enemigos como a protegerse de los mismos. Muchos de esos inventos no pasaron del papel, mientras que otros causaron furor y gozaron de gran difusión durante décadas. Otros, como el que nos ocupa hoy, fueron intentos baldíos por querer rizar el rizo y, aunque llegaron a fabricarse, lo complejo de su diseño y su más que cuestionable eficacia acabó finiquitándolos en poco tiempo. Hablamos de los denominados yelmos de araña, un peculiar casco para caballería que surgió y feneció a lo largo de la segunda mitad del siglo XVII y que, a la vista de los escasos ejemplares que han llegado a nuestros días, no debió de alcanzar una gran popularidad.
Helo aquí. Rarito de cojones, ¿que no? Bueno, pues ese chisme es el protagonista de nuestra entrada de hoy. Su peculiar denominación obedecía a esas pletinas que, a modo de patas de arácnido repelente, colgaban por todo el perímetro del yelmo, y su finalidad no era otra que proteger las jetas y cuellos de los jinetes de los sablazos del enemigo. Obviamente, obviar los puntazos y estocadas del resto de armas blancas era una chorrada monumental, por lo que cabe suponer que el invento debió ser bastante cuestionado desde su mismo nacimiento. Por otro lado, la delgadez de las barras y su fijación mediante bisagras no las harían muy resistentes ante un culatazo propinado por un arcabuz o un hachazo, así que es presumible que el diseño estuviera destinado exclusivamente a defender a sus usuarios de los tajos de espada propinados por otros jinetes, dejando de lado a sus verdaderos enemigos: la infantería.
Este peculiar yelmo estaba formado por un casquete provisto de visera sobre el que se montaban unas pletinas que, a modo de armazón, sustentaban las patas plegables. Sobre todo el conjunto podemos ver un disco bajo el que eran bloqueadas dichas patas cuando no era necesario su uso. Cuando se entraba en batalla, bastaba girar la llave que vemos en el círculo rojo para que ese disco se elevase un poco, liberando las dichosas patas las cuales saltaban hacia abajo impulsadas por la misma tensión del plegado a modo de resortes. Solo la de la parte trasera era más ancha, y estaba destinada a proteger la nuca.
A la derecha podemos ver la apariencia de este yelmo en la cabeza de un ciudadano. No parece algo muy práctico, ¿verdad? Bien, tal como se aprecia en la ilustración, el yelmo iba provisto de dos presillas a cada lado para la fijación de un barbuquejo el cual me he permitido interpretar a mi manera ya que no existen ejemplares que conserven ese accesorio. Por otro lado, si observamos el cerco metálico que rodea la frente veremos los pequeños orificios destinados a sujetar la guarnición interior del casco que, al parecer, era una pieza enteriza acolchada. Cuando dejaba de ser necesario llevar esa maraña de hierros delante del careto, se plegaban las patas y se bajaba el disco superior para fijarlas.
En la ilustración superior podemos ver la apariencia de estos yelmos en diferentes vistas: frontal, lateral y trasera. Aparte de feos de solemnidad en una época en que se miraba tanto la cuestión estética, dan la impresión de resultar un tanto engorrosos. Su peso oscilaba por los 1,5/1,8 kilos y, según era ya costumbre en la época, iban pintados de negro. Los escasos ejemplares que se conservan, que no creo que alcancen siquiera la media docena, datan todos de la misma época, y son de procedencia alemana, francesa e inglesa. De hecho, ni siquiera hay constancia de si llegaron a ser usados o si eran poco menos que prototipos ya que el estado de conservación de todos es excelente, señal de que no les dieron caña en su época.
Es pues más que evidente que el ignoto creador de este peculiar diseño no dio el pelotazo de su vida, y la caballería optó por modelos más racionales y que, al mismo tiempo, proporcionaban una protección mucho mayor sin necesidad de tanto artificio. Hablamos de las borgoñotas barradas y los almetes saboyanos que estuvieron en uso hasta que, finalmente, las unidades de caballería dejaron de lado las armaduras de toda la vida y se cubrieron los cráneos con gorros de diversos tipos. Recordemos que los mosquetes de la infantería de la época podían vulnerar los pesados y caros yelmos de antaño, por lo que era absurdo mantener ese gasto para, al final, acabar con un agujero en la cabeza de todas formas.
Bueno, ya está.
Hale, he dicho
Hale, he dicho
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