jueves, 12 de enero de 2017

Curiosidades: cómo hacerse invisible sin que se note


Estos parapetos de acero era lo más próximo al término "mimetizarse" que se tenía al comienzo de la guerra. Obviamente,
en aquella época les daba una higa que el enemigo supiera que estaban allí. Lo importante era solo poder dispararle impunemente tras la protección que brindaba un escudo de trinchera

En la entrada que dedicamos a los árboles falsos ya anticipamos como estos peculiares subterfugios bélicos sirvieron, además de a los observadores de primera línea, como apostaderos a los francotiradores que acechaban a todas horas al personal. Sin embargo, en la fase inicial del conflicto estos temibles ciudadanos no se preocupaban lo más mínimo por disimular su presencia en primera línea, y menos aún por ocultarse ya que se parapetaban tras los escudos de trinchera o las máscaras de acero concebidos para actuar de forma totalmente impune. Así pues, su misión consistía inicialmente en apostarse tras el parapeto y limitarse a esperar a que algún despistado bajase la guardia para aliñarlo mediante un certero balazo. Sus presas eran, aparte de los codiciados oficiales, hombres obligados generalmente a moverse de un sitio a otro: enlaces, operadores de transmisiones que tendían o reparaban líneas telefónicas, proveedores de munición o, ya puestos, los orondos furrieles que acudían a primera línea a distribuir el rancho. Algunos de estos tiradores, más diestros que sus colegas, llegaban incluso a abatir enemigos situados más atrás de la primera línea, como fue el caso de ese  artillero británico de la foto superior, alcanzado en el costado derecho justo en el instante en que disparaba su cañón. En el óvalo rojo se puede ver la pequeña nube de polvo producida por el impacto. Por cierto, esta sí es una foto única, y no las que trucaba de forma descarada en Córdoba el falsario de Robert Capa para hacerse famosete.


Desde hacía siglos, los cazadores tedescos se daban buena maña para
engañar a sus presas. Un ejemplo lo tenemos en este grabado del siglo XVI,
que muestra a dos cazadores ocultándose tras una vaca falsa que se
mueve con la ayuda de dos cuñados ocultos dentro de ella
Como ocurrió con tantas cosas en los albores del conflicto, en este aspecto los aliados también se vieron en desventaja ya que aún no se habían creado las escuelas de tiradores que surgieron posteriormente, y los tedescos disponían entre sus filas de abundantes cazadores procedentes de las clases media y baja de la sociedad, especialmente bávaros y sajones que tenían como oficio antes de comenzar la guerra el de guardas forestales. Por otro lado, en Alemania, la caza mayor era una actividad relativamente extendida a todos los niveles, y el método de caza al uso en su país era el rececho, o sea, abatir reses a distancias notables procurando no acercarse demasiado para no espantarlas. Esto permitió que el ejército imperial dispusiera desde el primer momento de tiradores de primera clase que, además, estaban habituados a permanecer inmóviles y en silencio durante horas y, además, a mimetizarse perfectamente. Sin embargo, en la brumosa Albión solo cazaban los aristócratas y los burgueses con alto poder adquisitivo, estando la caza prácticamente vedada a las clases media y baja, lo que hacía que solo hubiese tiradores decentes entre la oficialidad. Algo parecido ocurrió a los gabachos, en cuyo país la caza mayor estaba solo al alcance de la gente con posibles, y no al de los pringados que tuvieron que marcharse al frente nada más comenzar la fiesta. Así pues, desde el primer momento los hábiles tiradores germanos pusieron las peras a cuarto a sus enemigos casi con total impunidad ya que estos no disponían de efectivos adiestrados para contrarrestar su presencia en primera línea.

Un oficial inspecciona un puesto de tiro formado por un
escudo de trinchera y unos sacos terreros
Naturalmente, esta situación se empezó a convertir en algo muy desagradable así que, a falta de otros métodos más sutiles, empezaron a decantarse por la vía más expeditiva: cada vez que un francotirador era localizado se efectuaba una llamada a la batería más cercana para que le enviara una andanada de obuses y santas pascuas. Esto obligaba a los tiradores a cambiar de posición constantemente si no querían verse reducidos a la condición de pitanza para las hordas de ratas que infestaban las trincheras deseosas de devorar lo que fuera, desde suelas de botas a solomillos de soldado, así que se aprovecharon de las nacientes técnicas de camuflaje para intentar volverse invisibles a un enemigo cada vez más sagaz y que no dejaba pasar el más mínimo error. Bueno, en realidad el término invisible debemos aplicarlo en este caso como una cuasi perfecta fusión con el terreno ya que visibles sí eran, pero lo difícil era diferenciar sus personas entre la tierra y la maleza circundantes, como si de conejos achantados se tratase. Los que hayan practicado la caza menor saben a lo que me refiero, cuando solo con la ayuda de las sensitivas narices perrunas se puede localizar a una presa, ya sea de pelo o de pluma, que está perfectamente mimetizada y que no vemos ni a un metro de distancia.

Tiradores franceses equipados con primitivos trajes
de camuflaje confeccionados con tela pintada. Si no
te mataban de un tiro te mataban del susto
Así pues, lo primero que se les ocurrió a ambos bandos fue dificultar la visibilidad a los tiradores enemigos con los métodos más curiosos. Los alemanes, por ejemplo, pintaban los sacos terreros de colores vivos para dificultar la visión mediante el deslumbramiento, mientras que los british se dedicaban a colgar trapos en las alambradas para que con su movimiento impidieran a un posible francotirador distinguir en la distancia lo que ocurría tras los puñeteros trapos. Y en cuanto a los tiradores, las primeras medidas que tomaron fue envolver en arpilleras tanto sus fusiles como los visores, procurando además que sobre estos hubiera siempre algo que actuara como parasol para que no les delatase un destello de la lente. Así mismo, se empezaron a utilizar gabanes y máscaras de tela pintadas a manchas ya que se dieron cuenta de tres cosas: una, que el color del uniforme, aunque fuese de tonos apagados, era visible desde Marte para un observador provisto de unos buenos prismáticos. Dos, que el tono rosáceo de sus jetas los hacían visibles a distancias aún mayores. Y tres, que el blanco ocular, aunque pueda parecer increíble, era suficiente para distinguir el careto de un ciudadano de las trincheras aunque estuviera camuflado. O sea, que si te veían los ojos estabas listo. 

La idea inicial para elaborar estos trajes pintados partió de los franceses si bien los british la copiaron y mejoraron notablemente, dando lugar a los ghillies suits, los famosos trajes de camuflaje fabricados con tiras de tela de forma que se confundían totalmente con el entorno y que podemos ver a la izquierda. Por lo visto, la realidad es que el invento ya venía de antiguo por ser un subterfugio propio de los cazadores de Escocia, que se cubrían con trapos y cosas así para que sus presas no los detectasen. El término ghillie proviene precisamente del gaélico gille, servidor, en referencia a los monteros que ayudaban a los señores en sus lances venatorios, y fueron empleados por primera vez a nivel militar por los Lovat Scouts, un regimiento escocés, durante la Segunda Guerra Boer. Al parecer, los boers, cazadores infalibles, acribillaban a los british que daba gloria verlos empleando para ello sus rifles de caza mayor, incluyendo calibres para elefantes. Así pues, no debía ser especialmente agradable ponerse al alcance de uno de estos eficientes colonos.

Estas prendas se mostraron enormemente eficaces según podemos observar en las fotos de la derecha, tomadas a unos 7 metros de distancia. En la superior solo podemos atisbar la boca del fusil Enfield del tirador, la cual hemos marcado dentro del óvalo rojo tras invertir una media hora en localizarla. El sujeto, cubierto por una maraña formada por una red que actúa de soporte a trozos de tela, trapos y vegetación del entorno, permanece totalmente invisible aún sabiendo que está ahí, lo que demuestra que una mimetización cuasi perfecta era posible. La foto inferior establece una comparativa entre un fusilero postrado tras un montón de maleza y que es perfectamente visible por su gorra de plato y su jeta de british ahíto de pastel de riñones (puaggg...), y otro cubierto por un ghillie suit y del que solo adivinamos su presencia gracias también a la boca del fusil que empuña. En poco tiempo, estos hombres, debidamente adiestrados, eran capaces de aproximarse peligrosamente a las líneas enemigas y balearlos bonitamente permaneciendo inmóviles cual perdiz achantada.

Ghillie suit  original expuesto
en el Imperial War Museum de Londres
Pero también era necesario disimular tanto el estampido del disparo como el fogonazo y la mínima nube de polvo que levantaba el rebufo del mismo, y más si se actuaba en condiciones de poca luz como eran el amanecer o la puesta de sol. Recordemos que no siempre retumbaba la artillería ni las ametralladoras tableteaban incansables, lo que ocultaría por completo el sonido de un tiro aislado, y que los tiradores aprovechaban la más mínima oportunidad para escabechar al tontaina de turno independientemente de la hora que fuese. Pero, por otro lado, los observadores enemigos acechaban sin descanso, por lo que verse delatado por estos factores suponía convertirse inmediatamente en blanco prioritario de la artillería y los tiradores del bando opuesto, así que tendría que abandonar a toda prisa una ventajosa posición elaborada con mucho cuidado al amparo de la noche y a la que no podría volver porque habría docenas de ojos controlando a todas horas si se había movido de su sitio hasta una cagada de mosca.

Así pues, para impedir que un débil fogonazo, el polvo o un disparo producido en un instante de silencio sepulcral dejara claro en todo el sector que el eximio tirador Fulano estaba apostado en tal sitio, se fabricaban rudimentarios pero eficaces puestos de tiro en los que, tal como vemos en la ilustración de la derecha, el fusil descansaba dentro de una caja disimulada entre los sacos terreros. En el extremo colocaban una malla de gallinero sobre la que ponían algún matojo o incluso tierra, dejando libre un mínimo resquicio que daba al francotirador el espacio suficiente como para controlar un amplio campo visual de las posiciones enemigas. De ese modo, cuando el disparo se producía el sonido quedaba totalmente apagado por la caja y la nube de polvo era invisible dentro de la misma, siendo imposible distinguir su origen y su procedencia. Del mismo modo, el fogonazo era ocultado por el camuflaje colocado sobre la malla de gallinero, con lo que era muy difícil, por no decir imposible, averiguar de donde había salido la bala que acababa de incrustarse en buena hora en el cráneo del insoportable sargento Williams, o Dupont, o Müller. 


Conocida foto en la que se ve a un tirador australiano en
Gallipoli intentando escabechar algún turco con la ayuda
de su observador. El fusil se apuntaba mediante un juego de
espejos ajustado a las miras, y se disparaba tirando de un cordel.
Al parecer, los tiradores turcos no perdonaban ni un solo error
Por otro lado, en las trincheras se afanaban por intentar engañar al tirador que en dos días había liquidado a media docena de colegas incluyendo al sanitario y a dos enlaces, así que recurrían a provocar un disparo que delatase la presencia del infalible francotirador. Para ello se recurría a los conocidos telescopios caseros a base de espejos con los que se podía atisbar lo que ocurría en las trincheras enemigas sin necesidad de asomar la jeta por encima del parapeto. Mientras tanto, otro soldado hacía asomar un falso cabezón de cartón piedra a ver si el enemigo se animaba y le soltaba un balazo y, de ese modo, intentar averiguar donde leches se escondía. Porque la cosa llegó al extremo de, al igual que se fabricaban árboles postizos, también se elaboraban cabezas absolutamente indistinguibles en la distancia. Estos monigotes, tal como vemos en la foto superior, los empezaron a emplear los gabachos, procedentes de su versátil taller de Amiens donde un selecto grupo de pintores y escultores daban forma a sus engaños de tramoya. Para poder mantener un nivel de fabricación conforme a la demanda se elaboraron varios originales en yeso que, posteriormente, eran vaciados con cartón piedra y pintados con gran realismo, logrando de ese modo tener varias jetas distintas a disposición del personal. Obviamente, no era plan de usar siempre el mismo títere contra el mismo tirador porque éste no se creería que el sargento Williams, al que voló la tapa de los sesos ayer tarde, tenía hermanos sextillizos.

Tirador turco escoltado por dos anzacs tras ser apresado
disfrazado de hombre-arbusto
Así comenzó una especie de competición entre tiradores y "tiroteables" en ambos bandos. Los primeros procuraban a toda costa ser invisibles mientras que los segundos se empeñaban tenazmente de aprender a diferenciar un matojo o un montón de tierra auténticos de otros aparentemente iguales pero más falsos que la honestidad de un político y, al mismo tiempo, a provocar una reacción por parte de sus impasibles adversarios para lograr localizarlos. De ese modo, el ingenio de los combatientes se aguzó hasta lo inverosímil, yendo más allá de los conocidos trajes de camuflaje o las arpilleras para envolver las armas.

Uno de los más celebrados subterfugios fue el del caballo muerto. En una época en la que ambos ejércitos tenían que recurrir a miles de animales para desplazarse, la presencia de cadáveres de equinos en los campos de batalla era tan habitual como la de humanos. Así pues, a uno de los enjundiosos artistas del taller de Amiens se le ocurrió fabricar un caballo occiso con cartón piedra con tal realismo que, tras sustituir a un cadáver de verdad durante la noche, permitía a un tirador alojarse en su barriga, apostándose antes de la salida del sol y retirándose al anochecer. De ese modo, nadie sospecharía de un mulo o un caballo muertos en mitad de la tierra de nadie, donde un hipotético enemigo no tendría la más mínima oportunidad de escapar si era localizado. Sin embargo, muchos enemigos fueron eliminados antes de que se dieran cuenta de que el puñetero caballo era más falso que un malta de 24 años regalado por un cuñado, y además sirvió de inspiración a los tedescos para llevar a cabo sus propios monigotes que, por cierto, incluían incluso supuestos cadáveres humanos. 

Otro recurso era disponer en los parapetos elementos muy descarados y propios de tiradores como los escudos de trinchera. La intención era desviar la atención del enemigo y darle a entender que el francotirador estaba allí, lo cual era falso, naturalmente. Tal como vemos en la foto de la derecha, las flechas señalan dos de esos escudos y entre ambos una plancha de cinc ondulada, habitual para protegerse de la intemperie. El círculo azul señala el que en teoría podía ser el puesto de tiro pero, en realidad, este se encontraba en el óvalo rojo, aprovechando como visera un viejo saco terrero medio vacío. O sea, que el tirador estaba bajo un montón de tierra que había sido ahuecado.

Como vemos, el terreno era también aprovechado de forma ventajosa de las maneras más taimadas y sutiles. Otro método para fabricar ingeniosos puestos de tiro consistía en cavar bajo un cráter situado en una ladera o un desnivel tal como vemos en el gráfico de la izquierda. Con premeditación y alevosía se aprovechaba la noche para ir cavando y entibando el terreno bajo el cráter hasta darle salida por el lado opuesto. Luego se colocaban unos sacos, la correspondiente malla de gallinero para dar sujeción al camuflaje de la abertura y santas pascuas. ¿Quién podría imaginar que bajo un cráter podría ocultarse el implacable cabo Schültz, que cuando era guarda del coto del conde Von Greim asombraba a propios y extraños abatiendo corzos a más de medio kilómetro sin usar visor telescópico? Nadie, por supuesto, ni siquiera el teniente Johnson cuando, a bordo de su Sopwith Camel, sacaba fotos a destajo de aquel sector del frente.

El tema del terreno daba muchísimo de sí ya que cualquier sitio con el potencial adecuado por su posición estratégica era susceptible de ser convertido en un puesto de tiro permanente en el que un francotirador podía incluso alojarse durante días o semanas hasta que fuese descubierto o, en todo caso, que la posición perdiese su utilidad por movimientos en el frente. Para ello se seguía un sistema similar al anterior: una vez localizado un lugar idóneo, se enviaba un grupo de zapadores que, en pocas horas, podía preparar el apostadero. A continuación, el tirador solo tenía que apalancarse dentro provisto de agua y víveres y dedicarse a pasar el día acechando las trincheras enemigas, aliñando a todo aquel que se le pusiese a tiro empezando por la oficialidad, por supuesto. Un ejemplo de este tipo de refugio lo vemos en la ilustración superior, en la que nos muestra un puesto de tiro situado bajo unos árboles. Pero a falta de árboles también podía recurrirse a cualquier masa forestal, viejos parapetos abandonados o incluso a los desniveles propios de las cunetas de las carreteras si la situación de estas ofrecía un campo de tiro interesante.

En fin, con todo lo visto creo que podemos hacernos una idea de a donde llevaba el ingenio de los combatientes durante la Gran Guerra para explotar la habilidad de sus tiradores, en algunos casos con métodos tan extravagantes como el que vemos a la izquierda, desarrollado por los yankees y que consistía en colocar un parapeto de cristal con un poco de inclinación hacia abajo para que reflejase el suelo situado ante él. Obviamente, el que inventó era chorrada no había pisado el frente en su vida. Pero, aparte de la memez del espejo, en ambos bandos llegaron a desarrollar refinadas técnicas de camuflaje que aún día siguen vigentes. 

No obstante, a pesar de su indudable capacidad para volverse invisibles ante los ojos del enemigo, su oficio no estaba ni remotamente lejos de quedar exento de riesgos tal como vemos en las dos fotos de la derecha, en las que se muestran dos francotiradores cazados por otros más certeros o con más suerte que ellos. Porque del mismo modo que los francotiradores afinaban constantemente sus técnicas, los observadores hacían lo propio, y provistos de elementos ópticos de calidad eran capaces de intuir que junto a aquel matorral o tras aquellas latas viejas se ocultaba un francotirador. Para ello, lógicamente, aprendieron de sus propios tiradores, que fueron los que les explicaron como un parapeto de sacos totalmente desordenados eran los ideales para abrir entre ellos el ínfimo resquicio que precisaban para apuntar, o que un cadáver aparentemente putrefacto cuyo olor alejaría hasta a una hiena era en realidad un monigote tan bien elaborado que ni a escasos metros sería uno capaz de darse cuenta que tal cadáver era falso.

En fin, ya saben vuecedes como hacerse invisibles sin que se note, y no sería ninguna tontería aprovechar estas técnicas para, una vez adaptadas a nuestro entorno cotidiano, disfrazarnos de pared, de farola o incluso de caca de chucho para pasar desapercibidos ante una inesperada visita de la familia política.

Hale, he dicho

Solo el fusil delata a este probo súbdito de su graciosa majestad.Cualquiera que estuviera incluso a menos de 20 metros
seria abatido sin saber que lo acechaban a menos de un tiro de piedra

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