domingo, 26 de febrero de 2017

Curiosidades: secretos y calotas


Mosquetero tocado con un chambergo, prenda
de cabeza que acabó sustituyendo a los yelmos
de siempre.
Como es de todos sabido, a partir del siglo XVII se empezaron a dejar de lado los pesados yelmos procedentes del medioevo por diversos motivos. Quizás el más relevante fue la percepción de que, debido a la proliferación de las armas de fuego, los cerebros del personal ya no eran invulnerables ante un balazo endilgado por un arcabuz o un mosquete. Carecía de sentido seguir padeciendo la enorme reducción del campo visual y la sensación de fatiga producida cuando se portaba un yelmo cerrado como los almetes o algunos tipos de borgoñotas cuando, en realidad, salvo ejemplares de muy elevada calidad fabricados a prueba y por ende al alcance de muy pocos, ya daba lo mismo tener el cráneo cubierto por un morrión o por un chambergo adornado con una airosa pluma. Por otro lado, los arcabuceros y mosqueteros se veían bastante limitados a la hora de hacer puntería si se plantaban un yelmo al uso en la época. Sus alas rígidas les molestaban cuando encaraban su arma, y les resultaban más útiles la generosas dimensiones de las de un chambergo que, además, les protegían los ojos de la luz, lo que era especialmente ventajoso si había que hacer puntería con el sol de cara. De ahí que los morriones y los capacetes propios de este tipo de tropas a finales del siglo XVI fueran cayendo en la obsolescencia y trocados por los sombreros de ala ancha que tan populares hicieron los Tercios españoles.

De hecho, con el tiempo, todas las tropas equipadas con armas largas acabaron mandando a paseo a sus añejos yelmos. Los arcabuceros a caballo también siguieron el ejemplo de sus colegas de a pie por las mismas razones: apuntar sus armas con la cabeza cubierta por una borgoñota era muy incómodo entre otras cosas porque las yugulares propias de ese tipo de yelmo que cubrían las mejillas no permitían un encare adecuado, lo que se resentía en la puntería. En la ilustración de la derecha tenemos una escena en la que un arcabucero a caballo dispara sobre un reitre que, a pesar de su armadura de fajas espesas, probablemente causaría baja ipso-facto.

Parte superior de un cráneo en donde se aprecian dos
tajos de espada
Sin embargo, en los campos de batalla aún se producían cantidades masivas de bajas a causa de las heridas producidas por las armas blancas, especialmente las causadas por las espadas, martillos y hachas de los reitres, esos sujetos tan siniestros que, en el peor de los casos, te aliñaban de un pistoletazo en plena jeta cuando hacían una caracola ante los cuadros de picas pero que, una vez agotadas sus pistolas, echaban mano a su amplio surtido de armas para seguir segando vidas bonitamente. De ahí que los sufridos combatientes optaran por algún que otro remedio que, aunque estaban lejos de equipararse con los habituales, al menos les daban la sensación de tener sus cerebros a salvo de un tajo de espada o de un golpe de martillo, cosas ambas que no solo eran muy desagradables y dolorosas sino que, además, podían dejarlo a uno en el sitio. Para los que desconozcan los efectos de este tipo de armas en las frágiles osamentas humanas pueden echar un vistazo aquí.

Hablamos de los secretos, también denominados como secretes o, según Leguina, secrets. Estos chismes no eran sino unos casquetes más básicos que los mecanismos de unas tijeras de capar gorrinos que se portaban bajo el chambergo y que, en teoría, protegían el cráneo de un testarazo más impetuoso de la cuenta. Según vemos a la derecha, eran una mera cobertura que cubría la parte superior de la cabeza y que quedaba oculta cuando uno se calaba el sombrero. Estaban desprovistas de cualquier tipo de guarnición, si bien teniendo en cuenta las abundosas pelambreras de moda en aquella época ese detalle carecería de importancia ya que el mismo pelo serviría de relleno. Así mismo, solían estar desprovistas de barbuquejos o cualquier otro sistema para asegurarlo a la cabeza. 

Secreto de origen inglés. Como podemos ver, el borde está
lleno de orificios para coserlo al sombrero.
En la figura A vemos el aspecto de uno de estos secretos puestos en la cabeza. Como se puede apreciar, queda muy ajustado, y en este caso tiene unos rebajes para que no molestase a las orejas. En la figura B tenemos otro ejemplar que, para facilitar su fabricación, le han sido practicados unas serie de cortes con el propósito de abreviar el trabajo de batido del metal necesario para la obtención de la pieza. Este sistema no solo abarataba el costo de la misma, sino que no requería de una técnica depurada ya que, para los que lo desconozcan, el batido era una operación más compleja de lo que puede parecer ya que no solo había que dar forma a la pieza, sino también mantener un grosor lo más uniforme posible y, sobre todo, impedir posibles roturas que arruinarían el trabajo. En cuanto a la figura C es un ejemplar inglés más ligero que el anterior destinado al parecer a proteger más bien la frente que la coronilla.

Otra forma de llevar estos casquetes era cosiéndolos al sombrero tal como vemos en la imagen de la derecha. De ese modo, cuando uno se destocaba el casquete se iba con el sombrero, por lo que nadie imaginaría que, en realidad, uno estaba provisto de semejante defensa. Con todo, la protección que brindaban tampoco era nada del otro mundo ya que el grueso fieltro con que se confeccionaban los chambergos eran capaces de embotar el filo de una espada de aquella época, mucho menos pesadas que las medievales, si bien evitaba sentir el golpe en la cabeza. Sin embargo, contra el pico de un martillo de guerra o una hacha de armas poco podrían hacer ya que los secretos, fabricados con una chapa de hierro por lo general de escaso grosor, estaban destinados en su mayoría a soldados rasos con pocos medios económicos.

Sin embargo, los secretos no eran ningún invento moderno ni mucho menos. Si observamos representaciones artísticas procedentes del medioevo podemos descubrir que ya en los siglos XII-XIII se empleaban unos casquetes similares denominados cervelleras cuya finalidad era exactamente la misma: servir de protección añadida. Observemos los cuatro fragmentos de la izquierda, procedentes de la Biblia Maciejowski (c. 1240), en los que aparecen varios personajes cubiertos con cervelleras cuyo aspecto es idéntico al de los secretos vistos anteriormente. Según se aprecia claramente, no son los bacinetes típicos de aquel período, sino unos casquetes que se colocaban sobre la cofia y que luego eran cubiertos por el almófar. Luego se cubrían con el yelmo de cimera, dejando la cabeza protegida por nada menos que tres capas de metal. Esto era especialmente recomendable en una época en que los tajos no se propinaban con una espada ropera, sino con una hoja de varios centímetros de ancho o con un segur capaz de hendir el hierro y partir una cabeza en dos como un melón maduro.


Secreto procedente de la armería de Lincoln. Salta a la vista
su burda manufactura, propia de una pieza destinada a
tropas con escaso poder adquisitivo
En fin, ya vemos que los secretos serían una protección discreta, pero en modo alguno novedosa ya que databa de varios siglos antes. No sabemos si alguien retomó la idea o bien fue un "re-descubrimiento" fortuito, pero la cosa es que el invento cuajó hasta el extremo de que en el ejército inglés era un elemento defensivo bastante habitual. Posteriormente, ya en los siglos XVIII y XIX, los altos morriones, las mitras y los chacós proporcionaban a infantes y jinetes una protección bastante aceptable contra los tajos de sables y espadas que, en aquella época, eran ya las únicas armas que podían producir una herida de corte en la cabeza, llevándose la palma la metralla, los balas y las bayonetas. Pero la llegada del siglo XX y con él la Gran Guerra conllevó, como ya sabemos, la necesidad de volver a proteger de forma eficaz los cráneos del personal a la vista del abrumador número de bajas por heridas en la cabeza en los primeros meses del conflicto.


El general Adrian
Ya hemos estudiado en otras entrada como se gestaron algunos de los diferentes cascos que sirvieron en los ejércitos en liza, siendo el primero de ellos el diseñado por el general Louis Auguste Adrian, un probo militar que durante años estuvo destinado como subdirector de intendencia en el Ministerio de la Guerra, convirtiéndose al parecer en la bestia negra de todos los mangantes que se hacían de oro a base de mermas en los suministros al ejército o proveyendo uniformes o calzado con calidades inferiores a las que se especificaban en los contratos. Cuando comenzó la guerra, Adrián ya estaba retirado pero, a la vista de como estaba el patio, solicitó su reingreso para hacer lo que mejor sabía: dirigir cuestiones logísticas, llevar la intendencia e impedir que los felones de turno se pusieran las botas a costa de ver al ejército mal vestido y peor alimentado. Cuando todo el mundo empezó a darse cuenta de que las cifras de bajas por heridas en la cabeza eran abrumadoras, aún había un sector de militares que se negaban a aceptar que, o se protegían los cráneos de las tropas, o el número de muertos sería inasumible en no mucho tiempo: nada menos que un 77% de las bajas eran debidas a heridas en la cabeza, y de ellas más del 80% acababan con el sufrido poilu en la fosa.


Dos poilus en un refugio con otros camaradas. Se aprecian claramente
las calotas con que cubren sus cabezas
Fue el mismo Adrian quien comentó en su momento que la idea de fabricar un casco surgió en él cuando se cruzó con un herido en la cabeza al que transportaban en una camilla. Al interesarse por él, el soldado le dijo que lo que le había salvado la vida había sido un cuenco de hierro, posiblemente algún utensilio de cocina, que se había puesto por su cuenta bajo el quepis reglamentario. El ingenioso militar se quedó con la idea y en otoño de 1914 presentó una calota inspirada al parecer en los capacetes que empleaban los arqueros en el siglo XVI, básicamente iguales a los secretos que hemos mostrado más arriba. 


Como es lógico, estas calotas estaban muy lejos de alcanzar la protección que brindaría un casco como los que surgieron posteriormente, pero el descenso de heridos que acabarían en el hoyo disminuyó de forma tan notable que hasta los obcecados de siempre tuvieron que envainársela y reconocer que, o se fabricaba un casco decente, o acabarían con más heridos en los hospitales y muertos en las fosas comunes que combatientes en las trincheras. Su fabricación era de una simpleza absoluta. Bastaba colocar un disco de metal en una prensa y, en menos que un cuñado se ventila la botella de Hennessy X.O. que guardamos como oro en paño, ya tenían lista una calota que, como los añejos secretos, estaba desprovista de guarnición y barboquejo. No era un casco especialmente cómodo pero, al menos, libró a más de uno de verse con un trauma cráneo-encefálico a causa de un cascote o una herida chunga producida por una esquirla de metralla. Por su aspecto una vez colocadas en la cabeza, las tropas no tardaron en ponerles un chistoso mote: cacerola de cerebros.

Bueno, ya está.

Hale, he dicho

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