sábado, 30 de diciembre de 2017

Lewisita, la primera arma de destrucción masiva


Tropas yankees habituándose a convivir con el gas. Estos panolis, que cuando la guerra de Cuba aseguraban que las balas
españolas estaban envenenadas confundiendo el cardenillo que criaban con la humedad con otra cosa, se quedaron un
poco atónitos cuando llegaron a Europa y vieron como estaba el patio. Obviamente, en el Viejo Continente había cosas
más peligrosas que indios armados con flechas y tomahawks


Como se ha explicado en las entradas dedicadas a la guerra química, el uso del gas, más o menos venenoso, convirtió una guerra de por sí bastante asquerosa en algo totalmente aberrante. Dentro de la extensa gama de substancias químicas destinadas a hacer la vida imposible a los probos ciudadanos que tomaban parte en la contienda había de todo, desde simples esternutatorios que ponían al personal de los nervios haciéndoles estornudar 385 veces seguidas, vomitivos o lacrimógenos que los hacían llorar más que a Jeremías, a porquerías muy letales como el cloro, el fosgeno, el difosgeno o, el peor de todos, el gas mostaza, un vesicante capaz de penetrar tanto en la ropa como en las máscaras antigás de los atribulados british (Dios maldiga a Nelson) que tuvieron que padecer sus efectos por primera vez en la 3ª Batalla de Ypres. 

Tropas australianas cegadas por la acción del gas mostaza cerca del
bosque De l'Abbé en mayo de 1918
Sin embargo, y a pesar de que el gas mostaza resultó de una eficacia arrolladora, sus efectos no eran inmediatos. Un terreno impregnado en esa cosa podía producir severas lesiones cutáneas, oculares y en el aparato respiratorio a todo aquel que lo cruzase, pero podían pasar horas e incluso días, dependiendo del nivel de densidad por metro cúbico de aire, antes de que los afectados empezasen a percatarse de que acababan de fastidiarlos a base de bien. Su característico olor que delataba su presencia solo se manifestaba en determinadas condiciones, así que solo cuando empezaban a salir ampollas, a notarse la garganta irritada o a sentir los comienzos de una conjuntivitis a lo bestia era cuando uno se enteraba de que estaba afectado por aquella substancia. 

Proyectiles alemanes de 10,5 y
7,7 cm. cargados con gas mostaza
El gas mostaza permitió a los tedescos hacerse con el dominio de la guerra química desde 1917 hasta el término del conflicto que, aunque lo perdieron, dejaron tras de sí un reguero de miles y miles de hombres muertos o afectados de por vida por las secuelas del gas. Una muestra de ello es que, durante la ofensiva de Ypres de julio de 1917, se dispararon en una semana un millón de proyectiles de artillería que contenían 2.500 Tm. de gas mostaza que produjeron en apenas tres semanas un número superior de bajas entre los enemigos que en todos los ataques efectuados con cloro y fosgeno durante el año anterior. Y aunque los british y los gabachos (Dios maldiga al enano corso) lograron producirlo, el nivel de pureza era muy inferior al alemán y, por ende, sus efectos no eran tan rotundos ya que era un 30% más débil que el fabricado por los tedescos. De hecho, los súbditos del gracioso de su majestad no lograron producirlo hasta abril de 1918, y hasta el mes de septiembre siguiente no pudieron emplearlo, mientras que los gabachos lo usaron un poco antes, en junio. Por cierto que, para los amantes del noble deporte de fastidiar cuñados con curiosidades curiosas, los british denominaron a esta porquería como HS, acrónimo de "Hun Stuff", la "substancia de los hunos", que era como apodaban a los tedescos. 

Poilu padeciendo los primeros síntomas de una conjuntivitis producida por
el gas mostaza. Si no era adecuadamente tratado arrastraría secuelas de
por vida, pudiendo incluso quedarse ciego con las córneas literalmente
quemadas por la agresiva acción del vesicante
Bien, así estaban las cosas cuando los yankees, esos sujetos que hablan mucho de la vida sana mientras se tiran las horas muertas devorando porquerías incrustados en una butaca mientras se vaporizan el cerebro viendo programas de teletienda, entraron en guerra en abril de 1917, un conflicto para la que no estaban preparados porque masacrar indios no requería una tecnología especialmente puntera. Y, lo que era peor, no solo no tenían en su arsenal armamento químico, sino que carecían incluso de las máscaras antigás imprescindibles en un contexto y en un momento en que el 50% de los proyectiles de artillería disparados por los tedescos eran de gas. Naturalmente, esto preocupaba bastante a los mandamases yankees encabezados por el general Pershing, el comandante de la Fuerza Expedicionaria, al que no entusiasmaba precisamente la idea de que sus voluntariosos WASP fueran bonitamente aniquilados en la vieja Europa, dejando mogollón de viudas que ya no podrían cocinarles pasteles de manzana ni acompañarlos a escuchar el sermón dominical del reverendo plasta que cantaba salmos mientras que los del Klan linchaban a un negro en la esquina. 

Doughboys practicando como ponerse la máscara antigás. Colocarla con
rapidez, bien ajustada y mantenerse sereno era la única forma de sobrevivir
a un ataque con gas. Muchos murieron porque el miedo les hizo quitársela
al no poder respirar debido debido a ataques de ansiedad
Como ya hemos explicado, la tardanza en manifestarse sus efectos lo convirtieron en una devastadora arma psicológica y un eficaz método para crear zonas muertas por las que nadie podría pasar hasta que una copiosa lluvia lavase el terreno o, simplemente, pasase el tiempo necesario para que dejase de ser efectiva, tiempo este variaba en función de la temperatura y el grado de humedad ambiental. De ahí que, por ejemplo, en verano perdiese sus propiedades en una semana o poco más mientras que en invierno se alargase el proceso varias semanas, por lo que durante un mes como mínimo nadie podría atravesar una zona regada con este vesicante maldito. Así pues, y no estando dispuestos a depender de sus aliados para obtener un suministro de gas que, además, no tenía la calidad del producido por Alemania, los yankees decidieron desarrollar sus propias porquerías partiendo de la base de que deberían ser más letales y más agresivas que el gas mostaza. En resumen, no querían un producto defensivo, sino ofensivo, algo que, como ocurría con el cloro o el fosgeno, manifestase su efectos de inmediato, pero con la capacidad que tenía el gas mostaza de vulnerar cualquier barrera defensiva en forma de máscaras o trajes especiales.

Tropas yankees recién desembarcadas en el puerto de Saint Nazaire
en junio de 1917
Bueno, ese era el escenario que se encontraron los yankees cuando desembarcaron en Francia, muy contentitos ellos pensando que iban a salvar el mundo. El gobierno estadounidense recurrió pues a los que en teoría sabían más que nadie sobre gases venenosos, la Oficina de Minas que, en cooperación con la Sociedad Química Americana y el Comité de Química del Consejo Nacional de Investigación hicieron un llamamiento a todos los universitarios que quisieran sumarse al proyecto que se llevaría a cabo. En julio de 1917 habían respondido más de 19.000 probos químicos, supongo que, aparte de por sus profundos sentimientos patrióticos, para librarse de ir de vacaciones a Francia a cargo del estado. Mientras tanto, se emitió también una petición a las facultades que estuvieran dispuestas a ceder instalaciones para desarrollar el proyecto, ofreciéndose veintiuna instituciones académicas. Sin embargo, curiosamente, hubo una que se adelantó incluso a la petición oficial, la Universidad Católica de América de Washington D.C. que, por voz de su rector, Thomas Shahan, en marzo de aquel año se había dirigido personalmente al presidente Wilson poniendo los medios de su universidad al servicio del gobierno. Y he dicho "curiosamente" porque a pesar de su catolicismo militante no parece ser que tuvieran muchos problemas de tipo ético para investigar como matar más y mejor al prójimo. De hecho, el rector eliminó los pocos escrúpulos que hubiese entre los miembros de la institución docente manifestando que "esta guerra en sí es una guerra científica, y antes de que termine necesitaremos, como otras naciones, continuar incesantemente en la tarea de investigación y preparación de la misma". El patriotismo antes que la religión, lo cual me parece bastante lógico, qué carajo...

Winford Lee Lewis (1878-1943)
El 15 de enero de 1918 se estableció pues en dicha universidad la denominada como Unidad Orgánica nº 3  de la Sección de Investigación de Ofensivas al mando del capitán Winford Lee Lewis, un profesor de química de la universidad de Northwestern militarizado para la ocasión. Lewis tuvo claro desde el primer momento que carecía de sentido ponerse a fabricar gas mostaza, y más cuando le dieron las especificaciones que debía cumplir la substancia a desarrollar, que por cierto no eran moco de pavo: en primer lugar, debía ser eficaz incluso en pequeñas concentraciones. Debía ser capaz de vulnerar cualquier tipo de medio de protección, de actuar contra cualquier parte del cuerpo o el organismo, ser fácilmente producida en masa, que fuese barata de fabricar y con unos compuestos que pudieran obtenerse íntegramente en los Estados Unidos. Además, era importante que su transporte fuese seguro, que sus compuestos mantuvieran una estabilidad que no los convirtiese en peligrosos ante cambios de temperatura, estado, etc., que su presencia fuese difícil de detectar, lo que solo sería posible haciéndola incolora e inodora y, lo más importante de todo: que fuese letal. Nada de dejar gente herida o ciega. Mortífera como una cobra con peste bubónica, lo cual a mi parecer era un error porque, como todos sabemos, al enemigo le producen más quebraderos de cabeza mil heridos que atender que mil tumbas que cavar. Pero era evidente que lo que Lewis tenía en la cabeza no era matar a mil tedescos, sino a decenas de miles de una sola tacada. En resumen, un arma de destrucción masiva, concepto este que aún no estaba inventado pero que, como vemos, ya estaba tomando forma en los magines del personal.

Julius Nieuwland (1878-1936)
Inicialmente se pensó que el compuesto principal debía ser el arsénico que, como todo el mundo sabe, mata una cosa mala. Sin embargo, el arsénico solo era eficaz si se inhalaba o se tragaba, pero no era absorbido por la piel y tanto la ropa como la máscara impedían que llegase a la nariz y la boca. Los british había probado en su día tricloruro de arsénico, una forma líquida de este elemento, pero era tan corrosivo que podía incluso afectar a los proyectiles en los que sería disparado. Es más, aún hoy día del techo del laboratorio donde se efectuaron las pruebas de esta substancia, que aún está plenamente operativo en la Universidad Católica, sigue desprendiéndose la pintura que le aplican debido a la impregnación de dicha substancia que se produjo en aquella época. Al parecer, el que dio a Lewis la clave para la fórmula perfecta fue John Griffin, un cura y profesor de química que había sido el director de la tesis doctoral de Julius Aloysius Nieuwland, un belga cuya familia emigró a Indiana hacia 1880. Nieuwland había hecho su doctorado en química en la Universidad de Notre Dame, una institución católica de Indiana propiedad de la Congregación de la Santa Cruz y, además, se había licenciado anteriormente en filosofía e incluso se había ordenado sacerdote. Era muy polifacético este hombre, hasta el extremo de que, ahí donde lo ven, fue el inventor del caucho sintético por medio del acetileno, compuesto este que, junto al tricloruro de arsénico y con cloruro de aluminio como catalizador sería el mortífero gas que buscaba Lewis. Así pues, aunque la letal substancia que tratamos tomó el nombre de este, la realidad es que su descubridor fue Nieuwland.

Laboratorio de la Universidad Católica de América
Este sesudo cura desarrolló su tesis en base a las reacciones del acetileno, para lo cual mezcló dicha substancia con 75 compuestos, uno de los cuales era el tricloruro de arsénico, un líquido aceitoso, apestoso y una cosa mala de venenoso. Al mezclar ambas substancias no pasaba nada, por lo que repitió el experimento añadiendo el cloruro de aluminio, tomando un color negro. Al descomponerla vertiéndola en agua, se separó una parte que tomó una apariencia alquitranada, y al cabo de un tiempo aparecieron unos cristales en la solución acuosa. La parte alquitranada despedía un olor inmundo y era absolutamente venenosa hasta el extremo de que solo inhalar pequeñas cantidades del humo que desprendía al hervirla producía una grave depresión nerviosa. Total, que el hombre se puso malísimo y estuvo encamado varios días solo por olisquear un instante las emanaciones que salían de la probeta donde efectuó el experimento, si bien no mencionó nada de ello en su tesis. Se limitó a hacer constar la reacción de los compuestos empleados y santas pascuas. Parece ser que la fórmula que empleó Nieuwland no era la de la lewisita propiamente dicha ya que esta no adoptaba el aspecto de alquitrán antes citado ni tampoco se cristalizaba, pero está claro que sirvió de punto de partida a Lewis para crear el arma química que acabaría adoptando su propio nombre. Con todo, hay constancia de que Lewis mantuvo contactos con Nieuwland en aquella época, por lo que es bastante probable que el cura químico compartiera con el químico militarizado sus experiencias.

Aparato con el que se fabricó lewisita por primera vez en la Universidad
Católica  de América. Un poco rudimentario, pero eficiente. Obsérvese
el barreño de zinc empleado para refrigerar el producto final
El mismo Lewis, en sus primeros experimentos, ya padeció en sus propias carnes la toxicidad del compuesto de la misma forma que los padeció Nieuwland. Nada más mezclar los distintos compuestos empezó a sentir irritación en la garganta y le entró un dolor de cabeza que le duró varias horas, así que estaba en el buen camino. Pero para saber la proporción correcta tuvo que llevar a cabo una serie de pruebas hasta que, finalmente, obtuvo tres fórmulas distintas que numeró del 1 al 3. De las tres, la más letal fue la 1, de donde salía un vesicante especialmente tóxico y que finalmente fue el que se conoce como lewisita, cuya denominación química era beta-clorovinildicloroarsina, una substancia líquida de aspecto aceitoso, color oscuro (en estado puro era incolora) y que despedía un olor similar al de los geranios. Sus componentes eran fácilmente obtenibles en los Estados Unidos y su transporte y almacenaje era seguro y cómodo en contenedores de acero, permaneciendo estable por debajo de los 50º C. 

James Bryant Conant (1893-1978)
Una vez que Lewis dio con la fórmula adecuada, el desarrollo de la misma pasó a manos de James Bryant Conant, otro brillante químico militarizado con el grado de teniente que acabó siendo presidente de la Universidad de Harvard nada menos. Conant estaba al frente de la Estación Experimental Universitaria Americana, un organismo que disponía de unas instalaciones adecuadamente aisladas en unos terrenos de 206 Ha. A partir de ahí empezaron las pruebas sobre animales e incluso con el personal de la Unidad. Para probar sus efectos gasearon burros, perros, monos y perros principalmente, a los que llevaban a un campo de pruebas para ir tomando nota del proceso de envenenamiento. Los síntomas se manifestaban de inmediato, al contrario que el gas mostaza, y empezaban por una irritación en los ojos que se volvía extremadamente dolorosa y una picazón en el cuerpo similar a la que producen las ortigas. O sea, la hostia de desagradable. Aquella cosa era tan extremadamente nociva que la Unidad de Lewis era la que más bajas había tenido de todas las del Servicio de Guerra Química, habiendo ocasiones en que la mitad de los mismos se venían afectados durante días a causa de las emanaciones de la lewisita. 

Instalaciones de la Estación Experimental Universitaria en 1918
No se sabe aún hoy día qué fue lo que se coció exactamente en la Estación Experimental de Conant porque se llevó en el más absoluto secreto, si bien a posteriori salieron a relucir datos sueltos gracias a algunos de los que se ofrecieron voluntarios a sentir en sus atribuladas carnes los efectos de la lewisita. Uno de ellos era un sargento que estaba a cargo del mantenimiento de los generadores de las instalaciones y que fue entrevistado en 1965. Según narró este probo sufridor, tras pasar lista por las mañanas pedían a veces voluntarios. El sargento se ofreció siete veces (hay que ser gilipollas) para que se le aplicase el producto en el antebrazo. Según su testimonio, una sola gota volvía la piel de color rojo oscuro, y levantaba al instante una ampolla de unos 2,5 cm. de altura que, además, le producía terribles dolores. Las ampollas tardaban no menos de dos meses en curarse, y cuando hizo la entrevista aún conservaba las marcas de las pruebas que padeció haciendo de conejillo de Indias. El peligro de aquella porquería era tal que incluso recurrieron a canarios para que avisaran con su muerte del peligro como ocurría con el grisú de las minas de carbón. De todas las lesiones cutáneas se hacían fotos a mansalva, dibujos e incluso se vaciaban en yeso para sacar moldes de las mismas. 

Moldes obtenidos de las manos de los voluntarios que se
ofrecían para probar en ellos los efectos de la lewisita.
Da tela de repeluco, ¿verdad?
Según este sujeto, se gasearon cientos y cientos de animales, desde simples ratones a los burros antes citados. En las pruebas se pudo corroborar que los efectos de la lewisita eran inmediatos, mientras que la aplicación de gas mostaza en forma líquida no producía un enrojecimiento de la piel hasta pasadas entre cuatro y seis horas, y las ampollas hasta las dieciséis y cuarenta y ocho horas, dependiendo siempre del nivel de concentración del tósigo. Pudieron observar que incluso en la orina de los pobres chuchos gaseados había altos niveles de arsénico, así que ya podemos imaginar lo que sería verse bajo los efectos del gas. Las pruebas en animales revelaron además que los primeros síntomas eran parpadeo y lagrimeo de los ojos, seguido de secreción nasal, arcadas y vómitos. Estos síntomas eran el resultado de una irritación severa e hinchazón del revestimiento mucoso de la nariz, la garganta y el tracto respiratorio. A continuación, los animales comenzaban a salivar en exceso y se les inflamaban los ojos, las fosas nasales se les obstruían y comenzaban a toser, muriendo la mayoría de ellos en esa fase. En base a esta a toda esta serie de pruebas se calculó que para un hombre de unos 70 kilos de peso bastaría un tercio de cucharilla de lewisita aplicada en la piel para matarlo en un periquete. Además de los efectos descritos, la muerte en sí sobrevenía por un edema pulmonar acompañado de una hipotermia debidos al envenenamiento por arsénico. Acojona, ¿que no? Tras las pruebas quedó demostrado el potencial de la lewisita como arma de guerra, por lo que en julio de 1918 el proyecto fue transferido a la División de Desarrollo, que sería la encargada de llevar a cabo su producción en masa, pero de ese tema ya hablaremos otro día porque ya me he enrollado demasiado y, al cabo, hoy se trataba de ilustrar a vuecedes sobre el origen de la porquería esta.

Miembros de la Unidad Orgánica nº 3 ante el Maloney Hall de la Universidad
Católica de América. En ese edificio es donde se llevaron a cabo todos los
experimentos para desarrollar la lewisita
En fin, así se gestó la que sería la primera arma de destrucción masiva. El término de la guerra impidió, afortunadamente, que entrara en acción. Con todo, la propaganda yankee filtró que disponían de una docena de bombas de aviación cargadas con lewisita que, de haber sido arrojadas sobre Berlín con viento favorable para facilitar la dispersión del gas, habrían podido matar a toda la población. O sea, algo similar a lo que hizo el extinto y enloquecido Sadam Hussein en Halabja en 1988, cuando el cabronazo aquel acabó con la vida de más de 300 kurdos a base de gas mostaza y otras porquerías neurotóxicas. Los Estados Unidos se gastaron cientos de millones de dólares en producir y almacenar más de 20.000 Tm. de lewisita, pero posteriormente se pudo comprobar que, a pesar de que las pruebas llevadas a cabo demostraban su devastador poder letal, a efectos prácticos no se lograban concentraciones lo suficientemente elevadas como para conseguir sus mortíferos efectos a pesar de que bastaban 0,0008 mg. por litro de aire para ello. Además, incluso se pudo comprobar que, como ya constató Lewis, tenía menos capacidad de penetración en la ropa y el calzado que el gas mostaza, que lo atravesaba todo. Por último, era menos resistente que este gas en ambientes húmedos por lo que se descomponía y perdía su eficacia en muy poco tiempo. Como ya comentamos anteriormente, mientras que el gas mostaza conservaba sus propiedades durante un mes o más en la estación invernal, la lewisita apenas duraba una semana. 

Con todo, otros países la fabricaron además de los Estados Unidos: Rusia, Francia, Japón y Reino Unido sumaron esa porquería a sus arsenales químicos, empleándola finalmente como un aditivo para el gas mostaza a fin de retardar su temperatura de congelación. Poco a poco y con la aparición de agentes neurotóxicos mucho más letales, la lewisita fue siendo eliminada por los países que la almacenaban, hasta que a finales de 2015 prácticamente toda había sido destruida. Bueno, esa es grosso modo la historia de un arma mortífera descubierta por un cura durante la elaboración de una tesis doctoral dirigida por otro cura y desarrollada en una universidad regida por curas. Ojo, no lo digo con segundas ni en plan anti-clerical porque no lo soy. Simplemente me resultan curiosas estas paradojas que a veces se dan en el mundo.


Atribulados yankees comprobando lo enojoso que resulta apuntar y disparar un fusil con una máscara antigás puesta

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