DVLCE ET DECORVM EST PRO PATRIA MORI aunque, la verdad, no acabo de tenerlo muy claro |
Es de todos sabido que tarde o temprano nos llega a todos la hora de entregar la cuchara. No obstante, hay oficios en los que las probabilidades de que ese momento llegue antes aumentan de forma bastante inquietante por el riesgo que implica el desempeño del mismo. Uno de ellos es, como ya podemos suponer, la milicia, un trabajo que cuando reina la paz en el mundo es estupendo porque cobras sin dar golpe, pero cuando las cosas se ponen chungas tienes todas las papeletas para obtener una baja definitiva e irreversible.
Encaramarse sobre una TESTVDA para alcanzar la empalizada enemiga y abrir paso a los compañeros a golpe de DOLABRA te garantizaba ser un difunto de primera si dejabas el pellejo en el intento |
Hoy día, todos los caídos en la milicia son iguales. No importa que hayan muerto de un balazo en el cráneo en plena batalla o al cabo de dos meses como consecuencia de las heridas recibidas durante la misma, o incluso de una pulmonía contraída durante una guardia en una noche en la que el termómetro se desplomó de golpe a 20 bajo cero y no llevaba ni una mala camiseta. Todos son muertos en acto de servicio, más o menos heroico, pero palman cumpliendo su deber y por ello merecedores del máximo respeto. Sin embargo, en el mundo romano, que no creo que haya habido una sociedad más reglamentada en la historia, las cosas eran diferentes porque dependiendo del cómo, del dónde y del cuándo se podía ser un difunto de primera clase, un muerto de segunda o un despojo de mierda de tercera y, obviamente, en función de ello las exequias y el trato que recibía el cadáver serían diferente. En resumen, que hasta para diñarla te ponían condiciones si querías ser considerado como un probo ciudadano o un cagarruta cuya memoria debía ser borrada como el recuerdo de un cuñado occiso. Dulce y honorable es morir por la Patria, decía el gran Horacio, pero la verdad es que morirse con una lanza germánica que entra por la barriga y sale por la espalda, con el brazo separado del cuerpo por un tajo de falcata ibera, o viendo como la pierna se pone negra por momentos y empiezan a apestar una cosa mala y te devora una fiebre capaz de fundirte hasta las uñas, no creo que sea nada dulce ni decoroso aunque sea por la patria. Colijo pues que los que exclaman de forma rotunda esas frases lapidarias que quedan muy bien en las elegías fúnebres no tienen ni la más remota idea de lo que es morir en combate, ya sea de un flechazo, un balazo o un infección de caballo. Veamos pues cómo actuaban estos probos imperialistas con sus muertos, y aprovechen para memorizarlo que creo que el Canal Historia no ha hablado nunca de eso, ergo pillarán a sus cuñados en la inopia. Bien, al grano pues...
Un centurión y un legionario defendiendo al AQVILIFER. Cualquier cosa antes que permitir que el águila cayera en manos enemigas porque, además de la deshonra, gafaría a la legión de forma inexorable |
Una sociedad con tan elevado sentido de la honorabilidad distinguía en todo momento lo honroso de lo deshonroso hasta para ir a mear. Obviamente, para morirse también se diferenciaba si el finiquito existencial era lo uno o lo otro. Caer en combate era, como podemos suponer, la forma más honorable de morir ya que se entregaba la vida en defensa del pueblo romano, del Senado, de los compañeros e incluso de los cuñados. En esta muerte honrosa se incluían los que palmaban defendiendo las insignias cuando veían que su portador era abatido y se lanzaban a recuperarlas de manos de los enemigos. Esto era en sí mismo equivalente a un suicidio, una forma de morir que, a pesar de lo frecuente, no estaba bien vista entre los romanos. Pero al dar la vida de forma voluntaria para recuperar el VEXILLVM, el AQVILA o el SIGNIFER de su unidad se consideraba que su sacrificio era un muestra de valor, ergo era honorable. Así pues, los que morían luchando o eran triturados a hachazos para recuperar un estandarte eran muertitos de primera.
Los MEDICI manejaban instrumentales sorprendentemente avanzados. Pero recordemos que hasta que no se inventó la penicilina el personal caía como moscas a causa de las infecciones |
Obviamente, no todas las bajas eran fulminantes. Ya sabemos que la muerte en combate no era generalmente instantánea o razonablemente breve, por lo que muchos heridos debían ser evacuados al CASTRVM para intentar recomponerlos. Conviene puntualizar que los servicios sanitarios de las legiones eran de primera clase, con instalaciones y personal que actualmente hay países que ya los quisieran para ellos, pero de eso ya hablaremos más despacio otro día. En todo caso, es evidente que un determinado número de heridos fallecieran en los días inmediatamente posteriores a la batalla. Septicemias, gangrenas y demás procesos infecciosos para los que no había cura o, simplemente, por el hecho de haber sufrido hemorragias que dejaban al aspirante a héroe difunto tan debilucho que bastaba un estornudo para liquidarlo bonitamente. Estos muertos, aún no habiendo caído en combate ESTRICTO SENSV, su defunción era consecuencia del mismo, por lo que recibían el mismo tratamiento de sus compañeros que habían dejado sus vapuleadas envolturas carnales en mitad del campo. Pero, ¿qué pasaba con los cadáveres de estos?
Este era el panorama tras la batalla: rematar a los heridos enemigos, separar a los muertos de los heridos y trasladar a estos al campamento |
Tras la batalla, las tropas volvían al CASTRVM, donde se mandaba formar, se pasaba lista y se contabilizaban las bajas incluyendo a los desertores que habían preferido tomar las de Villadiego. Como ya sabemos, el contacto con todo lo relacionado con la muerte era considerado como impuro por los romanos, por lo que debían purificarse antes de acceder al recinto del campamento. El CASTRVM era una extensión de Roma, por lo que suelo era sagrado y no podía contaminarse. Así pues, la entrada al mismo se realizaba por la PORTA PRÆTORIA que, al estar orientada hacia poniente, se la relacionaba con el mundo de ultratumba. Para establecer una especie de barrera purificadora se barría el suelo inmediatamente anterior a la entrada con escobas confeccionadas con ramas de laurel, o bien se colgaban ramas de este árbol en el dintel de la misma. Sin embargo, los cadáveres de los caídos quedaban en el campo de batalla, y solo los heridos retornaban al CASTRVM porque no podían contaminarlo...aún.
Aunque no hay referencias al respecto, podemos suponer que, aún en el caso de que la legión hubiese sido derrotada, o sea, no era la dueña del campo, se debía pactar entre ambos bandos una tregua para retirar los cuerpos y darles honrosa sepultura, costumbre que, al cabo, era común en todos los pueblos. Así pues, una vez terminado el recuento de bajas que era inmediatamente enviado a Roma para que quedara constancia de las mismas, grupos de legionarios se encargaban de recoger a sus compañeros caídos. Se les despojaba de las armas, que para eso valían un pastizal y, además, ya en tiempos del Principado eran propiedad estatal, y se amontonaban sobre una o varias piras que, conforme a la tradición, eran encendidas durante el ocaso. El motivo de la CREMATIO no solo era de tipo higiénico, lo que se solucionaría con un mero enterramiento masivo, sino espiritual ya que los romanos asociaban el fuego al alma, facilitando así que los espíritus de sus colegas muertos pudieran abandonar sus envolturas carnales y largarse a toda velocidad al mundo de ultratumba y descansar en paz. Una vez consumidas, los restos se enterraban en una fosa común. Ojo, una cremación de este tipo no daba como resultado un montón de cenizas como las que nos entregan actualmente cuando el abuelo pasa por el crematorio, donde hasta muelen con una máquina los restos de huesos que no se han pulverizado por la acción del calor, así que lo que iba a parar a la fosa eran cenizas de hombres y madera mezcladas más restos medio carbonizados de huesos grandes o densos como caderas, pelvis, vértebras o cráneos.
Un tribuno evacuando a su legado herido del campo de batalla. Si sale vivo del brete obtendrá una corona cívica. Si no será un suicida honorable |
Por otro lado, no solo morían legionarios u oficiales subalternos, sino también tribunos o incluso el mismo comandante de la legión, ya fuese un legado o un cónsul. A estos personajes se les reservaba un ritual aparte con cremación para ellos solitos mientras que los EQVES llevaban a cabo el DECVRSIO EQVITVM, una especie de parada o danza marcial que se llevaba a cabo con los caballos alrededor de la pira mientras esta se consumía. Una vez apagada se recogían las cenizas y demás restos y se depositaban en una urna para ser enviada a su familia de forma que pudieran darle sepultura en su panteón familiar y completar todos los ritos y fastos fúnebres acordes a su rango. En cuanto al resto del personal, una vez que llegaban a Roma las listas de bajas eran puestas en manos de funcionarios que se encargaban en comunicar a la familia del caído que ya podían dejar de preocuparse por él. Con todo, debemos recordar que muchos legionarios que servían en los acantonamientos permanentes repartidos por el imperio formaban una familia con mujeres con las que se amancebaban y que, como es natural, les daban hijos, los cuales eran considerados como herederos de sus bienes aunque no podían obtener la ciudadanía ya que el matrimonio no estaba legalmente permitido y, por lo tanto, sus hijos no eran legítimos.
Banquete funerario. Aunque el difunto estuviera metido en un hoyo en la lejana Britania, el funeral había que completarlo de cabo a rabo so pena de verse impuros para los restos |
Para los romanos era especialmente importante el tema del FVNVS, las honras fúnebres, ya que el ritual facilitaba la partida del alma del difunto y, más importante, alejaban malos espíritus y phantasmas cabreados por haberse ido sin un funeral como Júpiter manda. Una familia con un muerto era NEFAS, nefasta, por lo que a ellos también les resultaba imperioso purificarse con los rituales necesarios. Como la mayoría se debían llevar a cabo sin la presencia del difunto, que había acabado en una fosa común a cientos de kilómetros de Roma, se procedía a un FVNVS IMAGINARIVM. Los gastos derivados de los rituales incluyendo el banquete fúnebre, las lloronas, los músicos y el cenotafio en su honor (muchas estelas funerarias que vemos en los museos jamás tuvieron bajo ellas a su correspondiente muerto) corrían a cargo el ejército, que echaba mano del SEPOSITA, la cuota obligatoria que se detraía del sueldo a cada legionario para gastos de equipo, sanidad o, como en este caso, fallecimiento.
El SEPOSITA se guardaba junto a los dineros de la legión en el AEDES, el recinto sagrado del CASTRVM donde se custodiaban los estandartes (de eso ya hablamos en su día). En caso de que el difunto gozase de una posición económica holgada por su estatus social, en su testamento podría dejar ordenado que se celebrasen unas exequias de postín con un FVNVS PRIVATVM cuyo costo lo pagaba la familia, que para eso tenían pasta de sobra. Por cierto que en las estelas funerarias se ponía, aparte del nombre, la edad, rango y alguna frase piadosa pero no las causas de la muerte, por lo que no era posible saber si esta había sido en combate o de una cagalera atroz. Solo hay escasas excepciones en las que se menciona este detalle, e incluso se conserva una del cenotafio de un centurión llamado Marco Caelio Rufo, de 53 años, caído durante el desastre de Teutoburgo y en el que se dice que "si alguna vez aparecen sus huesos, deben ser enterrados aquí". Por desgracia, del pobre Caelio nunca más se supo, y sus cenizas aún abonan los bosques de Germania, amén. En la foto de la izquierda podemos verla. En la lápida aparece su persona revestida, como era habitual, con el emblema de su rango, el VITIS, y sus condecoraciones, TORQVIS y PHALERÆ. Además, le acompañan los bustos de dos de sus antepasados.
Erigiendo un TROPÆVM tras la batalla. En el suelo se ven las armas enemigas que luego se colocaran sobre el montículo |
En cuanto a los heridos, los que fuesen entregando la cuchara en lo días posteriores a la batalla corrían la misma suerte que sus compañeros. Una vez fenecidos sus cuerpos eran llevados fuera del CASTRVM por la PORTA PTRÆTORIA y se seguía el mismo proceso: CREMATIO + FOSSA y aquí paz y después gloria. Los gastos de sepelio, ritos y demás zarandajas eran también costeados por el ejército, y en casa su correspondiente FVNVS para alejar los malos rollos espirituales. A nivel militar y de forma excepcional se podía erigir un TROPÆUM o trofeo, una costumbre heredada de los griegos. El TROPÆUM, palabro proveniente de τρὀπαιον (trópaion), consistía originariamente en una especie de monigote formado con un tronco de árbol (o un simple poste de no haber árbol a la mano) revestido con una armadura, el yelmo y, en dos ramas colocadas a modo de travesaños, el escudo de un enemigo. Era una forma de ofrenda a los dioses como acción de gracias y como aviso a los enemigos de la victoria que acababan de obtener; digamos que era una especie de toma de posesión del campo del honor. Los romanos lo adoptaron inicialmente con la misma simbología vistiendo en monigote con armas de legionario y agrupando en la base armas capturadas al enemigo pero, posteriormente, tomó unas connotaciones diferentes ya que no se colocaba en el campo de batalla, sino en unas parihuelas en las que, además, sentaban a los prisioneros de guerra más señalados para pasearlos en la cabalgata de los generales que volvían victoriosos a Roma y a los que el Senado concedía el triunfo.
Bien, estos eran los difuntos más ilustres, los que daban su vida por la patria y tal. Pero en el ejército también se podía morir de otras formas menos honorables, como está mandado, principalmente de enfermedades, bien contraídas a nivel individual o como consecuencia de una epidemia. Los romanos, que eran supersticiosos hasta la médula, consideraban que las plagas eran un castigo enviado por los dioses por cualquier agravio aunque no tuviese nada que ver con ellos. Es decir, que igual los dioses se habían cabreado porque el emperador Fulano era un sujeto disoluto e indecente y castigaba a todo bicho viviente, lo que por cierto siguió practicando afanosamente el cristianismo hasta épocas relativamente cercanas para tener al personal debidamente acojonado. En cuanto se detectaba la presencia de un miasma, término procedente del griego que significa "contaminación", saltaban todas las alarmas porque la ira divina podía acabar con una legión entera en un periquete. Lógicamente, en una época en que no se sabía qué leches era un puñetero virus había que echarle la culpa a alguien. Así pues, los augures y sacerdotes que acompañaban al ejército a modo de capellanes castrenses empezaban a practicar LVSTRATIOS y sacrificios para aplacar la cólera de los dioses y alejase de ellos el miasma que, según sus creencias, tenía vida propia y se movía por el territorio a su antojo. Los muertos como consecuencia de la plaga eran sacados a toda leche del CASTRVM, cremados y enterrados porque tontos no eran y sabían que mantener cadáveres especialmente impuros (imaginemos lo que supondría para ellos la visión de un hombre cubierto de viruela) no era nada recomendable. En este caso también se procedía del mismo modo que con los caídos en combate, pero eran muertos de segunda ya que no solo no habían muerto en batalla, sino por un designio de los dioses. Mejor escapaban los que fallecían como consecuencia de algún tipo de accidente como caídas de caballo o haciendo algún tipo de obras en el CASTRVM ya que, al cabo, estaban en acto de servicio. No obstante, su muerte tampoco era considerada como honorable.
Al final, los que salían mejor parados eran los buitres y los cuervos de la comarca, que se ponían de grana y oro |
Y ya solo nos quedan los despojos de mierda de tercera clase, los desertores y los suicidas. Cuando se procedía a pasar lista tras la batalla se interrogaba al personal por los desaparecidos porque en aquella época aún no te podía volatilizar un obús. Había muertos, heridos e ilesos, pero si faltaba alguien solo podía ser por dos motivos: o se había largado o habían preferido matarse antes de combatir. Los testigos aportaban la información oportuna y se procedía en consecuencia. Ya dijimos al principio que un legionario que moría intentando rescatar un estandarte o incluso auxiliar a un compañero estaba considerado como un suicida, pero honorable. Pero el que se mataba para no luchar o para no caer prisionero en vez de morir matando era un traidor y no merecía más que el desprecio de sus compañeros. Así pues, los cadáveres de los que podían encontrar eran simplemente abandonados en el campo como pasto de buitres y alimañas, por lo que sus atribuladas almas de cobardicas jamás encontrarían descanso y vagarían para siempre en forma de espíritu puñetero, y a los desertores a los que podían echar el guante les reservaban una muerte que también los condenaría a vagar en la nada AD SECVLA SECVLORVM: serían ahorcados o crucificados. ¿Que por qué no degollados, lapidados o apaleados como era más habitual en el ejército? Muy fácil. Pues porque según las creencias de los romanos, todo aquel que palmaba sin tocar el suelo su alma no lograría alcanzar el inframundo y sus cuerpos quedarían colgando del instrumento de suplicio como carroña. Habría que distinguir otro tipo de suicidio, en este caso el de mandos que, ante una sonada derrota, preferían la autolisis a enfrentarse al Senado o al emperador, pero de ese tema ya hablaremos en una entrada dedicada a los suicidas, que también tiene su enjundia.
En fin, criaturas, así era el mundo funerario en las legiones. Como hemos, no es que difiera mucho de las modernas honras que se rinden a los que mueren como los buenos. Con todo, el final siempre es el mismo: el muerto al hoyo y el vivo al bollo.
Hale, he dicho
Las legiones de Varo tuvieron una muerte dulce y honorable, pero curiosamente ni uno de ellos pudo manifestarse al respecto |
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