Las cosas claras y el chocolate espeso. Lo he repetido cien veces y lo repetiré las que hagan falta: los british (Dios maldiga a Nelson), esa raza de piratas que construyó su imperio a base de robar a otros los territorios que previamente habían descubierto, tienen dos virtudes incuestionables. Una, tienen los mejores sastres del planeta. Y dos, saben venderse mejor que nadie. Su mezcla de flema, arrogancia, soberbia meliflua y la aparente seguridad que se supone les proporciona vivir en una isla brumosa y que hasta ellos mismos se han acabado creyendo, han servido para difundir al resto de los humanos un dogma en apariencia irrefutable: siempre han vivido seguros y tranquilos porque nadie podrá invadirles. Falso. Falso como las promesas de un político. Los british llevan siglos acojonados ante la perspectiva de que su aparentemente inexpugnable territorio rodeado de agua sea invadido y, de hecho, han sufrido a lo largo de la historia amenazas más o menos serias, pero el canguelo los ha perseguido desde hace muuuucho tiempo. Los primeros en hacerles visitas intempestivas fueron los vikingos, cuando se presentaban sin llevar siquiera unas pastas para acompañar el té y saqueaban, mataban y violaban a su sabor un día sí y otro también. Las andanzas de Pedro Niño, eximio personaje que, como es habitual en España, es prácticamente desconocido pero ponía las peras a cuarto a los isleños. La flota del "demonio negro del sur", o sea, el segundo Felipe, tuvo en vilo a la herética y depravada Isabel Tudor mucho tiempo. Luego vino la amenaza del enano corso (Dios lo maldiga hasta el infinito y más allá), que les resultó aún más preocupante porque a ese lo tenían a 35 km. escasos de sus costas y, finalmente, los tedescos estuvieron a punto de meterles mano si bien al final optaron por lo más cómodo: convertir en escombreras sus ciudades desde el aire.
En resumen, aunque pueda parecernos que los british nunca se han visto agobiados por la posibilidad de ser invadidos, es el enésimo tópico que se considera rigurosamente cierto, debido entre otras cosas a que no nos solemos molestar mucho en corroborar si los camelos que se cuentan tienen un ápice de verdad. Precisamente el tema que nos ocupa hoy nos servirá para refutar esa ficticia idea de seguridad insolente que nos han vendido desde siempre, y que el gobierno del gracioso de su majestad estuvo muy, pero que muy preocupado cuando, tras el advenimiento al poder del enano cabezón, dieron por sentado que los gabachos estaban deseosos de devolverles el apoyo prestado a los fieles a la monarquía recién decapitada, y que figuraban los primeros en la lista negra del advenedizo corso para apoderarse de su amada y húmeda isla. De ahí que se vieran obligados a crear extensas líneas defensivas formadas por torres costeras artilladas que, en caso de detectar la presencia de una flota invasora, pudieran intentar rechazarlos o, cuanto menos, amortiguar la primera embestida. Para ello, fortificaron las costas sur y este de la isla gastando cifras astronómicas en decenas de torres inspiradas en sus homólogas españolas que cubrían toda la costa levantina hasta Tarifa para contener los continuos ataques de los piratas berberiscos que infestaban el Mediterráneo.
De hecho, las atalayas costeras ya existían desde mucho antes si bien su potencial defensivo era prácticamente nulo. Las torres construidas tanto por los reinos cristianos como por los moros tenían como finalidad actuar como meros observatorios en los que parejas de torreros se turnaban para atisbar la posible presencia de naves piratas que, en el momento en que se comprobaba que se dirigían a la costa, daban la alarma en forma de ahumadas o banderas tanto a los vecinos de las poblaciones cercanas como a las torres vecinas para que todo el mundo saliera echando leches con sus bienes y ganados, impidiendo así el saqueo y la captura de gente para venderlos como esclavos. Sin embargo, a partir del reinado de Felipe II y hasta tiempos de Carlos III, independientemente de las fortificaciones construidas en los territorios de ultramar, las costas de las posesiones españolas en el Mediterráneo, o sea, España y los reinos de Nápoles y Sicilia- se vieron constantemente reforzadas gracias a campañas de construcción en las que las añejas torres de vigía dieron paso a potentes torres artilladas que, estratégicamente situadas en las zonas susceptibles de efectuarse un desembarco, complicaban mucho la aproximación a las costas, y enviar a la playa varias decenas de chalupas atestadas de tropas era una misión cuasi suicida porque serían batidos sin piedad con granadas y botes de metralla sin apenas tener un mal sitio donde protegerse mientras remaban echando el bofe para intentar alcanzar la orilla antes de que los convirtieran en comida para gatos.
Y precisamente fue el intento de desembarcar en una playa de Córcega por parte de una flotilla de los british lo que les hizo ver que el hecho de naves magníficamente armadas no eran capaces de ofender posiciones terrestres bien fortificadas, y que si querían dormir tranquilos tendrían que rascarse el bolsillo a base de bien a la vista de la eficacia que mostraban las torres artilladas que defendían las costas ante los intentos de aproximación por parte de fuerzas navales hostiles. Esta "revelación" fue lo que dio lugar a las que se conocen como torres Martello, una tipología que, aunque inspirada en la arquitectura militar española es prácticamente desconocida por estos lares, siendo concebidas, diseñadas y desarrolladas por los british desde las postrimerías del siglo XVIII y, especialmente, los comienzos del XIX, cuando empezaron a tomar conciencia de la desagradable posibilidad de que los gabachos hicieran acto de presencia y los dejaran sin un mal budín o sin uno solo de sus abominables pasteles de riñones que llevarse a las fauces. Y tras este introito para situarnos en el contexto y el tiempo, comencemos con esta historia...
La Round Tower de Portsmouth. Como se puede ver, estaba unida a las murallas de la ciudad |
Los ingleses no se habían preocupado de fortificar sus costas a pesar de que su siniestro país era todo costa. La primera torre artillada fue la Cow Tower, en Norwich, siguiéndola contados ejemplares cuya misión era exclusivamente la defensa de los principales puertos de la nación, verbi gratia la Round Tower de Portsmouth o la torre del castillo de Camber, en el puerto homónimo. En el siglo XVII se edificaron dos torres artilladas, la Mount Batten, en Plymouth y la Comwell, el las islas Sorlingas, al parecer como defensa a posibles ataques de los holandeses, otros piratas herejes enemigos de Dios.
Por sus dimensiones y potencia de fuego, la torre de Mount Batten era en puridad un pequeño fuerte circular. Construida en 1646, estaba concebida para emplazar en su terraplén nada menos que diez bocas de fuego. La de Cromwell, construida entre 1650 y 1652, defendía el puerto de New Grimsby y tenía capacidad para seis piezas. No obstante, la artillería usada en aquella época andaba cortita de potencia ya que se trataba de cañones de 4 libras. Esto indica que su cometido era simplemente cerrar con llave y candado la bocana del puerto, pero no servirían de gran cosa para hostigar naves que podían ofenderles impunemente desde mucha más distancia y, lo que era peor, podían reducirlas a escombros sin problema sin sufrir daños por quedar fuera del alcance de las pequeñas piezas emplazadas en las torres.
A principios de febrero de 1794, dos navíos de la Royal Navy destinados a bloquear Córcega, en aquel tiempo ya en poder de Francia, atacaron una torre situada al norte de la isla, concretamente en un lugar llamado Punta Mortella y que defendía el acceso a la bahía de San Fiorenzo. Esta torre, llamada Torre Mortella, había sido construida por los genoveses siguiendo el trazado del arquitecto italiano Giovanni Paleari entre 1563 y 1564 para, junto a otras más, defender la isla de los puñeteros berberiscos que pululaban como moscas cojoneras por todo el Mediterráneo. Al mando de la escuadra estaba lord Howe, del que ya hablamos en la entrada que dedicamos al submarino Turtle en el contexto de la Guerra de Independencia de los yankees. Howe, que era de los que se aburrían si se limitaba a echar el ancla y hacer de simple perro guardián durante los bloqueos navales, ordenó llevar a cabo un ataque para apoderarse la la bahía, el cual se llevó a cabo el día 7.
Bajo su mando tenía dos buenos buques, el HMS Fortitude, de 74 cañones, y la fragata HMS Juno, de 32, con los que durante dos horas bombardearon sin descanso la torre la cual prácticamente ni se inmutó. Sin embargo, las dos piezas de 18 libras emplazadas en su terraplén- disponía de un tercer cañón de 6 libras apuntando hacia atrás en prevención de un ataque por tierra- sí hicieron notar sus efectos en los barcos británicos. Solo el Fortitude, al mando del capitán Young, sufrió daños en el casco, el aparejo, el velamen, tres piezas inutilizadas y tuvo 62 bajas, 6 permanentes por defunción irreversible y 52 heridos. Finalmente, la puñetera torre solo pudieron rendirla tras llevar a cabo un desembarco con piezas de artillería de campaña que, obviamente, superaba con creces al pequeño cañón que defendía la zaga de la torre ya que las piezas grandes no podían ser apuntadas hacia atrás. En todo caso, el gasto de pólvora y hombres no sirvió de gran cosa ya que los british evacuaron la isla en 1796 no sin antes volar la torre Mortella, que dejaron totalmente inutilizada por si algún día tenían ocasión de volver por allí. En el plano de la izquierda podemos ver una planta de la torre con el emplazamiento de sus cañones de 18 libras y la pequeña pieza de 6 apuntando hacia la retaguardia. Las líneas de puntos marcan el campo de tiro cada pieza que, como se puede ver, podían incluso efectuar un devastador fuego cruzado.
El fogoso lord Howe (1726-1799) |
Aquí debemos abrir un paréntesis para aclarar un aspecto que puede que a más de uno ya le haya saltado en las meninges. ¿Qué tiene que ver una torre Mortella con las torres Martello? Sí, suenan parecido, pero no es la misma palabra y, sin embargo, los british usan el término "Martello towers" de forma genérica para estas torres artilladas costeras. Bien, hay varias teorías como está mandado porque, obviamente, las torres Martello surgieron a raíz del breve pero intenso cambio de impresiones que mantuvieron los gabachos que defendían la Torre de Mortella y lord Howe y sus muchachos. La opinión más extendida es que se trata de una simple corrupción fonética debido quizás a la dificultad por pronunciar correctamente el nombre de la torre en cuestión. Otra teoría, que teniendo en cuenta el carácter de los british y su servilismo hacia los mandamases no debemos desechar sin más, afirma que lo de Martello en vez de Mortella se debió simplemente a que Howe se equivocó al escribir el nombre, lo que suele pasarnos a todos cuando nos referimos a algo ajeno a nuestro idioma, y nadie se atrevió a corregirle el gazapo. En la Inglaterra de la época un lord estaba en tercer lugar en la escala social después de Dios y el rey, y el hecho de indicarles que habían metido la pata era poco menos que una blasfemia, así que nadie quiso contristar al mandamás. Y por añadir una teoría más, se cree que el término se tomó de la palabra italiana martello, martillo o también repicar (suonare a martello), en referencia a las campanas con que estas torres hacían sonar la alarma cuando las cosas se ponían feas. En todo caso, como ya hemos dicho, el término martello tuvo éxito y pasó a usarse para denominar las torres artilladas con los que los british fortificaron las costas de Inglaterra, Irlanda y, por supuesto, de sus posesiones más preciadas a lo largo de su imperio si bien fue en la isla madre donde, por razones obvias, se construyó el grueso de las mismas ante el peligro de ver a la Grande Armée desfilando delante del palacio de Buckingham o usando la abadía Westminster como cuadra y la Torre de Londres como cuartel. Cerramos el paréntesis y proseguimos.
Sir David Dundas (1735-1820) que al cabo fue el primero en plantear la necesidad de fortificar adecuadamente las costas |
En 1797, sir David Dundas, general al mando del Distrito Sureste, ya había presentado un proyecto para fortificar la costa bajo su jurisdicción con "cien torres de piedra". Este sujeto, que había tomado parte en el bloqueo de Córcega y tuvo conocimiento de primera mano de lo sucedido en Punta Mortella, vio claramente desde el primer momento que la creación de una línea fortificada a lo largo de la costa era la mejor forma de asegurarse de que los gabachos no se presentarían sin avisar. Pero, como suele pasar, hasta que no olemos de verdad el peligro no solemos tomar conciencia del mismo y los mandamases, chorreando seguridad en sí mismos, no acabaron de tomar muy en serio las sensatas advertencias del general Dundas. Sin embargo, apenas un año más tarde el gobierno revolucionario francés reunió una potente fuerza de desembarco para atacar a sus aborrecidos vecinos por el camino más corto, el Paso de Calais. Ante semejante perspectiva, el capitán Reynolds, de los Ingenieros Reales, recuperó el proyecto de sir David para fortificar la costa sur entre Dover y Littlehampton, pero el ejército invasor al mando del enano corso fue finalmente enviado a Egipto para aprender a saquear tumbas faraónicas. El peligro inminente había sido conjurado de momento, pero el primer aviso ya estaba dado, y era más que evidente que podían darles otro susto a las primeras de cambio.
Y dicho peligro volvió en 1803 cuando el enano, que un año antes había sido nombrado cónsul vitalicio, retomó el proyecto de invadir Inglaterra y acabar con el que eran en aquel momento su enemigo más poderoso. En esta ocasión fue otro oficial de los Ingeniero Reales, el capitán Ford, el que presentó un proyecto para fortificar la que era a todas luces la zona más susceptible de ser atacada, la costa sur de la isla en el área comprendida entre Folkestone y Eastbourne, concretando con minuciosidad todas y cada una de las playas donde se podía efectuar un desembarco. Cualquier flota que partiese desde Calais o Boulogne-sur-Mer estaría lo que se dice a un paseo de las costas británicas, por lo que arribarían antes incluso de que el personal empezara a marearse con el meneo de los barcos. Aunque el proyecto de Ford estaba claramente inspirado en el que presentó el capitán Reynolds apenas cinco años antes, difería en que el de este último contemplaba la construcción de torres combinadas con baterías de forma que se apoyasen unas a otras, mientras que el de Ford se basaba simplemente en la construcción de torres aisladas fuertemente artilladas que, en teoría, debían bastarse por sí solas para rechazar una escuadra enemiga.
Una vez que el enano se autocoronó como empereur des français- literalmente, porque le quitó la corona de las manos al papa Pío VII y se la plantó él mismo en la calva- puso todos los medios a su alcance para retomar la invasión a su odiada isla. Reunió en Calais nada menos que 160.000 hombres y se requisaron todas las embarcaciones menores y barcazas disponibles para transportarlos al otro lado del Canal. Para defenderse, los british disponían de unos 130.000 hombres y las obras para la construcción de las torres prácticamente no habían comenzado siquiera porque la burocracia del estado era simplemente laberíntica y paquidérmica. Un organismo era el que ponía la pasta, otro el que aportaba las armas siempre y cuando el anterior facilitara los fondos, otro era el encargado de constuirlas, pero para ello debía disponer, además de los dineros, de los contratos con las empresas de construcción necesarias, las cuales a su vez tenían que sub-contratar a otras firmas porque ellos de por sí no daban abasto, a lo que había que sumar los proveedores de materiales de construcción, tema que, aunque parezca irrelevante, en Inglaterra era de lo más enjundioso porque las torres debían fabricarse preferentemente de ladrillos- era considerado el material más idóneo porque su elasticidad favorecía la absorción de los impactos enemigos- y cada torre requería entre 200 y 250.000 unidades como mínimo. Y, por supuesto, estaban de por medio los distintos organismos consultores de cada departamento y, como no podía ser menos, tropocientos políticos que querían tener la razón, opiniones encontradas entre estos y los militares y entre los militares de distintos cuerpos. En resumidas cuentas, sacar adelante un proyecto de semejante envergadura no era cosa de dos días, y mientras tanto las hordas del enano sacaban punta a sus bayonetas para hurgar las tripas de los atribulados british. De hecho, desde que empezaron las reuniones para dirimir la viabilidad del proyecto del capitán Ford pasaron nada menos que quince meses, por lo que hasta hasta 1805 no se acometieron las obras para construir las 74 torres que debían proteger la costa sur y que, evidentemente, no estarían terminadas en unos meses, sino que tardarían años. No fue hasta 1810 cuando se terminaron las obras, y para entonces el enano estaba dedicado a otros asuntos.
Pero el susto ya lo tenían metido en el cuerpo, la población había tomado conciencia de que la amenaza era real y ya no se podía seguir con la política de mirar por encima del hombro y levantar la ceja como si el penco preferido del lord de turno volviera cojo de una cacería del zorro. El peligro, aunque latente, no estaba ni remotamente conjurado y el enano podía retomar su añejo plan de invasión en cualquier momento, así que en 1805 se aprobó un nuevo proyecto para construir otras 55 torres y dos baterías para completar el tramo de costa entre Clacton-on-Sea y Aldeburgh y destinadas a proteger, además de las playas, los estuarios de los ríos por donde las naves de una hipotética invasión podrían adentrarse en tierra firme. Con todo, y a la vista de que el presupuesto engordaba más que las comisiones de un alcalde declarando zonas urbanizables los cementerios y los vertederos de basuras, finalmente se redujo la cantidad a 26 torres más pequeñas- que se vieron incrementadas en dos más en 1812-, una torre grande y un reducto en Harwich. En fin, a tanto llegó la sensación de peligro que se acabó fortificando toda la costa oriental de la isla empezando desde Escocia y acabando en el extremo sudoeste, en Gales, así como la costa este de Irlanda, donde se construyeron unas cincuenta. Además, las campañas de fortificación con torres Martello se extendió por todas sus colonias: Canadá, las Bermudas, las Islas Vírgenes, Australia, la India, Sudáfrica, etc., e incluso en Menorca durante los escasos cinco años que nuestra isla estuvo en su poder. Las últimas se terminaron en fechas tan tardías como 1850, cuando en realidad su utilidad era ya más que cuestionable a la vista de los avances en la artillería de la época, pero la cosa es que incluso con el enano enterrado bien hondo tras su derrota en Waterloo en 1815 y su defunción en Santa Elena en 1821 no se detuvo la construcción de las torres.
Foto de 1909 de la torre CC de Aldeburgh, en Sufflok, que aún conservaba por aquellas fechas el semáforo de señales |
Sin embargo, y a pesar de las monstruosas sumas de dinero destinadas a la consecución de las obras para fortificar las costas del imperio y, ante todo, de la metrópoli, las torres Martello jamás llegaron a entrar en acción. Ni los barcos del enano llegaron a cruzar el Canal, ni las construidas en sus vastas posesiones se vieron en la necesidad de rechazar a ningún enemigo. En 1820 el Almirantazgo decidió darles alguna utilidad como torres de señales estableciendo una cadena de estaciones de semáforos aprovechando una idea surgida diez años antes que consistía en emplear los mástiles de la bandera para, con un básico sistema de señales que solo requería tres pelotas de lona de color negro, poder comunicarse entre una torre y otra. No obstante, y de nuevo la maldita burocracia, la Junta de Artillería no permitió el uso de las torres para este cometido, aunque sí dio permiso para instalar los semáforos en los terrenos colindantes a las mismas con la condición de que no interfirieran en el cometido defensivo de las torres, y prohibiendo que los alojamientos para los señaleros estuvieran construidos con materiales lo suficientemente resistentes- léase piedra o ladrillo- como para que, en caso de un desembarco, pudieran ser usados por el enemigo como refugio. Así pues, los mástiles de los semáforos se instalaron a distancias que oscilaban entre los 18 y los 45 metros de las torres, y al personal que los manejaba se les permitió alojarse en las mismas en tiempo de paz o bien en barracones de madera.
Torre 8 en Folkestone habilitada como vivienda. Algunas se ofrecen en plan residencia de lujo de vacaciones para alquilar. No comment... |
Hacia finales del siglo XIX las torres Martello fueron desactivadas y abandonadas salvo contadas excepciones que se siguieron empleando para dependencias portuarias y similares. Para concluir y a modo de curiosidad, la única torre Martello que entró en acción fue la situada al nordeste del muelle de Pembroke durante la 2ª Guerra Mundial, cuando las tropas que la usaban como puesto de observación abrieron fuego con ametralladoras Lewis contra unos bombarderos tedescos que se dirigían al interior de la isla aunque, al parecer, sin que sirviera de nada. Algunas torres de la costa sur se emplearon también como puestos de observación sin que en todo el conflicto sus guarniciones hicieran otra cosa que hartarse de té con plum cake de boniatos y budín de nabos por aquello del racionamiento. Al día de hoy muchas de ellas han desaparecido, otras siguen en pie a duras penas, otras han sido "puestas en valor" y otras han sido adquiridas por particulares para su uso como viviendas, donde podrán dormir tranquilos porque son verdaderos monolitos que, debidamente cuidados, pueden durar siglos en pie antes de que se les caiga el tejado en la cabeza.
Bueno, por hoy ya vale. En el próximo artículo hablaremos de la morfología, los sistemas constructivos y el armamento de que estaban provistas estas torres que tanto costaron y de nada sirvieron.
Ahí queda eso.
Hale, he dicho
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