Carga con la que la caballería gibelina comenzó la batalla. Ese día quedó claro que cuando algo puede salir mal, sale |
Escudo de armas de los Alighieri. Esos son los colores que lució en el caparazón de su caballo, la cota de armas y el escudo que usó en Campaldino |
Aunque en Italia este violento cambio de impresiones es sobradamente conocido por ser el enésimo desencuentro entre güelfos y gibelinos, por estos lares no creo que sea de los que uno pone como ejemplo para callarle la boca al cuñado que pretende saber más que nosotros. En realidad, Campaldino no fue una batalla de esas en las que intervienen ejércitos descomunales, ni su resultado supuso un cambio de régimen o de tendencia política, ni tampoco el fin de las interminables disputas entre los partidarios del emperador del Sacro Imperio o del pontificado. Fue una batalla breve, extremadamente violenta y muy penosa para los que intervinieron en ella por el calor y el ambiente reseco donde tuvo lugar, pero nos permitirá conocer algunos aspectos curiosos de la guerra medieval y diversas peculiaridades de la forma de combatir de la época, cuando hasta se acordaba educadamente la hora del comienzo de la batalla para, a continuación, darse estopa a base de bien. No obstante, deberemos incidir en la fiereza que se desplegó en combate recordando que, como ya dijimos en el artículo anterior, a Dante le impactó tanto lo que vio que le sirvió de inspiración para su Divina Comedia, y conste que el ilustre literato no era precisamente un novato en cuestiones bélicas a pesar de que cuando tuvo lugar esta batalla tenía solo 24 años si bien ya había participado en la batalla de Caprona cinco años antes. Su pertenencia a la baja nobleza florentina le obligaba a formar parte de la cavallata, la caballería de la milicia de la Comuna de Florencia, así que ya estaba curado de espanto, como se suele decir. Pero, además de todo lo dicho, en Campaldino se vio algo verdaderamente fuera de lo común: se perdió por haber sobrestimado al enemigo. Sí, no es coña. Ya verán , ya...
Para dar con el CASVS BELLI de los conflictos entre güelfos y gibelinos habría que hacer una introducción enciclopédica, así que nos conformaremos con saber que, básicamente, cada batalla era la consecuencia de una anterior para, a su vez, tomarse la revancha de otra y otra, etc. Así pues, lo más fácil es remontarse al encuentro inmediatamente anterior y así no tenemos que sacar un máster de golfos y gibosos para entender tanta malquerencia. En junio de 1288, una coalición formada por Siena y Florencia fueron de visita a Arezzo, la cercaron y les juraron por sus barbas que los odiaban mucho. Después de casi un mes aburriéndose como galápagos e intentando tomar la ciudad decidieron levantar el asedio y largarse en buena hora tomando cada cual su camino de vuelta a casa. Pero, como ya narramos en el artículo dedicado al belicoso obispo Ubertini, los aretinos no estaban por la labor de dejarlos marchar sin un recuerdo de la visita, así que salieron en pos de los sieneses, a los que dieron caza en Pieve al Toppo y los masacraron bonitamente.
Los florentinos, dolidos en el alma, decidieron volver a formar una nueva coalición, esta vez más poderosa, para chinchar a sus odiados enemigos. Florencia, a pesar de sus medios militares, no disponía de un ejército verdaderamente cualificado. No es que fuesen malos soldados, sino que la mayoría de ellos procedían de las levas organizadas en los sestiere, o sea, cada uno de los seis distritos en que se dividía la ciudad en aquella época. Por el contrario, los güelfos de la Toscana contaban con menos efectivos, pero se trataba de tropas más selectas, mejor entrenadas y procedentes en muchos casos de las masnadas (mesnadas) de los señores feudales de la zona, que podían ser naturales del lugar o mercenarios traídos de cualquier parte. En resumen, unos tenían cantidad y otros calidad. El difícil equilibrio entre lo uno y lo otro era por lo general lo determinante en estos continuos conflictos entre ambos bandos. En cualquier caso, de los entresijos de las milicias italianas ya hablaremos detenidamente en su momento porque es un tema bastante interesante.
Con la llegada de la primavera de 1289, los gibelinos devolvieron la visita a los sieneses por si aún les quedaban ganas de volver por sus tierras. Un contingente de 3.000 infantes y 400 caballos al mando del podestá (magistrado con las atribuciones propias de un alcalde) de Arezzo, Guido Novello Guidi, se presentó en Isola y Buonconvento y las convirtió en pavesas. Esto, además de poner de los nervios a los sieneses, servía para que a los nobles gibelinos del territorio no se les ocurriera cambiar de bando. Como ya se comentó en su momento, las fidelidades de los aristócratas italianos tenían la fortaleza de una ameba delante de un tren de mercancías, y ante todo primaban para ellos sus intereses familiares, supeditando la cosa política a enrevesadas alianzas y alguna que otra alevosía. Y por si el paseo por el territorio de Siena no había resultado bastante persuasivo, el podestá se puso en camino hacia el valle del Arno que quedaba dentro del territorio de Florencia, donde estragó y taló a su sabor hasta llegar a San Donato en Collina, a apenas 12 km. al sudeste de Florencia, y no dejaron ni las cenizas. Los florentinos, que veían bastante inquietos la cercana columna de humo procedente de la chamuscada población, decidieron que lo más sensato era demostrarle a los aretinos en particular y a los gibelinos en general que les caían fatal, y que no estaban dispuestos a tolerar más chulerías del podestá.
Rápidamente organizaron su ejército gracias a su eficaz sistema de levas y en abril ya estaban lanzando cabalgadas en territorio aretino mientras que intentaban reunir apoyos entre los nobles y las ciudades güelfas para darle las del tigre a los malvados gibelinos que tanto detestaban. En realidad, el problema no estaba en obtener aliados porque todos se apuntaban rápidamente con tal de fastidiar al enemigo, sino en buscar un líder que mandase un ejército nutrido por milicias ciudadanas y, los que eran aún más tiquismiquis, los nobles güelfos, gente tan soberbia, arrogante, desmedida y colérica como pocas veces viose. Y, además, había que hocicar con ellos porque sus tropas eran las mejores precisamente por ser de pago o formadas por caballeros y hombres de armas absolutamente leales a sus familias, con las que en muchos casos estaban además unidos por lazos de sangre. Debe ser de las pocas veces en que los cuñados no se detestaban entre ellos o, al menos, no tanto como al adversario.
Por mera cuestión numérica, lo lógico es que el comandante fuese un florentino o alguien designado por ellos tanto en cuanto era la ciudad que más efectivos aportaba. Pero sus aliados no veían con buenos ojos eso de que les mandara un "extranjero", y les picaba la honrilla al verse a las órdenes de alguien que no fuera de los suyos. Hasta el año anterior, el mandamás indiscutido era Ranuccio Farnese, pero se lo habían cargado en la nefasta jornada de Pieve al Toppo así que no disponían de nadie que, además de cualificado, fuese aceptado por los demás. Uno de los líderes más afamados era Maguinardo Pagani de Susinara, pero su sentido de la fidelidad era tan peculiar que cuando había que combatir contra los toscanos se hacía güelfo, y cuando tocaba pelear contra los de la Romaña se metamorfoseaba en gibelino sin el más mínimo problema, así que estaban ante un problema de los gordos para buscar un comandante al que nadie pusiera pegas.
La solución llegó de la mano de Carlos de Anjou, Carlos el Cojo para los amigos que, tras pasarse cuatro años de huésped forzoso del rey de Aragón, había sido liberado aquel mismo mes y se dirigía a Roma para ser coronado por el papa como rey de Sicilia, aunque era para nada porque Sicilia estaba en manos del aragonés. Pero el Cojo, que era un firme aliado de Florencia, no quiso dejar en la estacada a una ciudad poderosa que podía ayudarle en sus tejemanejes italianos, así que les ofreció a Amauri II, vizconde de Narbona, para que comandara el ejército. Naturalmente, al Amauri este añadió cien caballeros que no eran para desdeñar. Recordemos que en aquella época la caballería gabacha (Dios maldiga al enano corso) estaba considerada como la más potente y mejor preparada de la Europa toda, y cien pencos con sus respectivos jinetes podían ser decisivos llegado el caso. Además, lo más importante era que Amauri, un hombre de unos 36 años aunque con poca experiencia militar, podía ser aceptado por todos sin problemas de celos ya que era francés. Como balivus (lugarteniente) se designó a Guillaume Dufort, otro gabacho de probados méritos con 50 tacos y avalado por una larga trayectoria que, de hecho, hizo pensar a muchos que, en realidad, él era el que ostentaría el mando de forma encubierta si bien este detalle nunca ha podido ser demostrado.
Con estos dos probos vasallos del Anjou la coalición güelfa ya disponía de caudillos cualificados y aceptados por todos. Solo se añadieron dos mandos subalternos más, propuestos por los florentinos en este caso que para eso eran ellos los que ponían más dinero y tropas en juego. Uno de ellos era Corso Donati, arquetipo del noble italiano descrito anteriormente. Era absolutamente desmedido en todo y, a pesar de que también estaba casi en los 50 años, era de los que daba por sentado que las leyes y las normas no eran para él, así que hacía lo que estimaba oportuno importándole cien higas las consecuencias como luego veremos. A Donati se le encomendó una pequeña fuerza de reserva que solo debía entrar en acción en caso de necesidad. Por último, se eligió a Vieri de Cerchi para mandar la vanguardia del ejército, o sea, sería el que se llevaría el primer encontronazo. Curiosamente, Cerchi y Donati eran acérrimos enemigos a los que solo unía su inamovible fidelidad a la causa güelfa. Más aún, Donati no se privaba de llamarlo "el asno de la puerta", en referencia a que Cerchi vivía en una casa situada en el sesto de la Puerta de San Pedro. Por cierto que fue precisamente en esta vanguardia al mando de Cerchi donde combatió Dante, por lo que pudo inspirarse antes de nadie para describir infiernos y tal.
Bien, la cuestión militar ya estaba resuelta. Aunque el pueblo florentino no veía aquella campaña con buenos ojos porque daban por sentado que era un caprichito de los aristócratas para trincar pasta (ya sabemos que las guerras cuestan dinero, pero también producen pingües beneficios), finalmente se decidió que había que escarmentar a los aretinos. El 13 de mayo, el ejército recibió sus banderas en una ceremonia presidida por los príncipes de los gremios, la nobleza en pleno, el clero echando bendiciones a mansalva y el podestá de la ciudad. Tras la ceremonia, las banderas se trasladaron al punto de partida en Badia a Ripoli, a extramuros de la ciudad, donde quedaron custodiadas por un poderoso contingente formado por los sestiere florentinos y donde esperarían la orden de ponerse en marcha mientras se reunían todos los pertrechos necesarios, desde carros y víveres a armamento y putas para aliviar los humores del personal. Además, era el punto de reunión de los contingentes aportados por los miembros de la alianza, por lo que había que esperar a que todos llegaran antes de ponerse en movimiento.
Mientras se terminaba de reunir el ejército se discutió qué ruta seguir. Había dos opciones, a saber: una, la fácil, que era en dirección sudeste a través del Valdarno. La otra, más compleja, lenta y difícil, hacia el nordeste, por los pasos de montaña en dirección al valle de Casentino, donde podían avanzar con el apoyo de las fortalezas de algunos señores güelfos de la zona. Finalmente se eligió esta segunda ruta por una sencilla razón: la coalición güelfa no se había planteado resolver la campaña con una sola batalla decisiva, sino como una incursión con el objetivo de forzar la fidelidad siempre en duda de sus aliados en el Arezzo y, por otro lado, ocupar los castillos de los gibelinos, muchos de ellos pertenecientes a la diócesis de Arezzo y por ende del obispo Ubertini. Estos castillos serían demolidos, desmantelados o guarnecidos, en este último caso para establecer cabezas de puente de cara a futuras incursiones o como moneda de cambio por si en un futuro sus enemigos les arrebataban parte de su territorio. En resumen, la campaña de 1289 era básicamente la típica aceifa anual destinada a hacer todo el daño posible. Todo muy convencional, vaya.
Está de más decir que los aretinos ya sabían de sobra lo que se estaba cociendo. Lo único que desconocían era la ruta que iba a seguir el ejército enemigo, así que dieron por sentado que sería la del Valdarno, más rápida y cómoda y que, además, les permitiría adentrarse profundamente en su territorio. Los aretinos preferían resolver el problema de una forma totalmente opuesta. Sabían que una campaña de estragos y talas llevada a cabo por un ejército poderoso tendría dos consecuencias muy negativas para ellos. Por un lado, haría flaquear la lealtad de muchos señores que preferirían cambiar de bando antes que ver sus tierras convertidas en páramos calcinados y, por otro, carecían de efectivos para neutralizar varios asedios al mismo tiempo. Por lo tanto, lo que les interesaba era provocar una batalla decisiva en la que la calidad de sus tropas sería determinante su bien, en caso de no poder acabar con los güelfos al primer envite, al estar en territorio amigo siempre podían dispersarse y buscar refugio en los muchos castillos aliados de la zona para, a continuación, ir aguijoneando sin prisa pero sin pausa a los enemigos hasta la extenuación. Así pues, empezaron a reunir sus tropas para dirigirse al Valdarno (Valle del Arno), que transcurría al sudeste. Allí esperarían la llegada de los malditos papistas güelfos para darles las del tigre.
En el caso de los gibelinos no tenían problemas para designar un comandante. La caballería estaría al mando de Bonconte de Montefeltro, cuya capacidad era sobradamente conocida y, además, ya había dado para el pelo varias veces a los güelfos. Sin ir más lejos había sido el que había barrido del mapa a los sieneses en Pieve al Toppo. La infantería estaría dirigida por el obispo Ubertini, que cuando se ponía el yelmo con la mitra encima tenía más peligro que una cobra con tétanos, y la reserva la mandaría el podestá de Arezzo, Guido Novello. Este personaje tenía especial inclinación por un tipo de guerra considerado como poco honorable ya que era muy aficionado a las celadas y las emboscadas, así como a salir echando leches si veía que las cosas podían torcerse. Este comportamiento, que era considerado como simple cobardía por muchos de los altivos nobles de la época, acabó demostrándose como bastante eficiente y lógico, porque eso de morir matando o vender cara la vida quedaba muy bien para las crónicas, pero no impedía la derrota y, menos aún, que los enemigos se adentrasen en el territorio arrasando, robando, violando y matando a mansalva. Guido Novelle era partidario de tomar las de Villadiego si veía que no podía ganar la batalla, pero no por cobardía, sino para reagruparse, reunir más gente y volver a atacar cuando la ocasión fuese propicia. O sea, lo que fue una estrategia poco menos que de manual a partir del Renacimiento bajo el nombre de retirada estratégica, que suena mejor que el "¡mariquita el último!" de toda la vida.
El 2 de junio se hizo tocar la martinella, una campana de llamada a la guerra que se colocaba en el carroccio, un enorme carromato de cuatro ruedas tirado por bueyes. Este peculiar vehículo fue inventado en 1037 por el obispo Aribert de Milán y fue adoptado por todas las ciudades estado de Italia. Sobre el mismo se colocaba una estructura a modo de torre donde se colgaba la campana, sirviendo además de observatorio durante la batalla. También tenía un altar para la misa previa a la masacre y poder irse al cielo si a uno lo partían en dos de un hachazo y, por supuesto, era donde se colocaban los estandartes de las ciudades y nobles que se habían apuntado a la fiesta, además de varios trompetas cuya misión era impartir órdenes a bocinazos. El carroccio era acompañado por una nutrida escolta para defenderlo. Perder el carroccio era como en la antigua Roma perder las águilas, así que la carga simbólica de este chisme parece ser una herencia de los tiempos de las añejas legiones o algo por el estilo.
Los efectivos del ejército güelfo estaba formado por los siguientes efectivos:
La fuerza más importante de la caballería la componían 150 feditori (golpeadores, o "heridores", valga el palabro), las tropas más selectas y decididas. A estos habría que sumar entre 950 y 1.100 caballeros y hombres de armas. O sea, en el mejor de los casos unos 1.250 caballos procedentes de todos los miembros de la alianza y cuyas aportaciones eran de lo más dispar, desde los 600 de Florencia a los apenas 40 de Pistoia. A esta cifra habría que añadir unos 400 berrovieri, caballería ligera destinada a exploración y/o persecución del enemigo.
La infantería principal la formaban entre 4.000 y 4.500 hombres entre pavesari (escuderos), ballesteros y peones armados con armas enastadas: lanzas, bisarmas, hocinos, etc. A estos hay que sumar la infantería procedente de la villanata, tropas de inferior calidad que sumaban entre 4.500 y 5.000 hombres incluyendo los marrioli y palaioli, una especie de zapadores que, en realidad, eran los combatientes menos aptos por edad o condiciones físicas y que eran destinados a la retaguardia del ejército si bien su principal misión era todo lo referente a facilitar el avance del ejército reparando caminos o incluso preparando el campo de batalla en la víspera para facilitar los movimientos de la caballería.
En cuanto a los gibelinos, los efectivos de la infantería eran de 8.000 hombres, mientras que la caballería se dividía en una docena de paladines que iniciarían la batalla (sí, doce. Eran la leche, lo juro), 300 feditori y 350 caballeros y hombres de armas. La reserva al mando de Guido Novelle la formaban 150 caballos y un número indeterminado pero escaso de infantes. En total, algo más de 8.000 infantes y 812 caballos. Como vemos, la diferencia era notable, sobre todo en lo concerniente a la caballería si bien la gibelina era de más calidad por estar formada en su mayor parte, como se ha dicho, por contingentes que procedían de masnadas de señores feudales que se preocupaban de que su gente estuviera bien adiestrada y mejor armada. En cuanto a la infantería, pues más de lo mismo. Recibían un adiestramiento muy eficiente combinado con la caballería de forma que sabían explotar el éxito de una carga introduciéndose en la brecha abierta en las filas enemigas combatiendo en orden muy cerrado con armas idóneas para ello, o sea, dagas, espadas cortas o la mannaia aretina (cuchilla aretina), una especie de machete corto y pesado muy adecuado para el cuerpo a cuerpo. Estamos pues ante un ejército numéricamente superior cuya estrategia era ante todo defensiva contra otro inferior pero que por norma prefería las acciones de tipo ofensivo.
Bien, así estaban las cosas hacia el 7 de junio. Los gibelinos esperaban a los enemigos en Laterina, en el extremo oriental del Valdarno y a unos 30 km. al sur de Bibbiena, donde podían cerrar el paso a los güelfos que se dirigían a Arezzo. Pero los informes de los campesinos que huían de los estragos que los florentinos y sus colegas llevaban a cabo durante su avance, que en realidad transcurría por la ruta septentrional, descubrió el verdadero plan. Estaban aguardando en el sitio equivocado, y mientras tanto los güelfos se habían plantado en Monte al Pruno, una colina árida y mohosa desde donde podían controlar la comarca mientras que los rezagados que aún no habían podido unirse al ejército llegaban. La alarma cundió en las filas gibelinas, porque eso significaba que las tierras del obispo Ubertini y de Guido Novelle estaban a merced de los güelfos, así que salieron zumbando en dirección norte a cerrarles el paso en la llanura de Campaldino, a unos 50 km. de distancia que tuvieron que cubrir a marchas forzadas por penosos senderos de montaña en los que los carros con la impedimenta lo tenían muy difícil para circular. Sin embargo, en la tarde del día 10 lograron llegar al llano, adelantándose a los enemigos que debían pasar por allí para adentrarse en Arezzo. La cosa empieza a ponerse tensa.
Escudo de armas de la ciudad de Arezzo |
Sestiere florentinos. Esta partición duró desde 1173 a 1343, cuando se suprimió para dividir la ciudad en cuatro partes |
El asedio a Arezzo que culminó con la desastrosa jornada de Pieve al Toppo, en la que los aretinos se tomaron cumplida venganza |
Blasón de Ranuccio Farnese. Su muerte dejó huérfanos a los güelfos de la Toscana |
Escudo de armas de Maguinardo Pagani, el de la lealtad difusa. No obstante, en esta ocasión se portó bien |
Carlos II de Anjou según una xilografía del siglo XVI |
Escudos de armas de los caudillos güelfos. Obérvese lo básico de los diseños heráldicos de la época, cuando aún no se tenían por costumbre las complejas composiciones que surgieron posteriormente |
Guido Novello de Guidi, conde de Poppi, en una de sus movidas contra los florentinos |
Una panorámica del valle del Arno por donde avanzó el ejército güelfo hasta alcanzar el llano de Campaldino |
Infantería florentina defendiendo el carroccio. Sobre ellos asoma la martinella |
Escudos de armas de los caudillos gibelinos |
El 2 de junio se hizo tocar la martinella, una campana de llamada a la guerra que se colocaba en el carroccio, un enorme carromato de cuatro ruedas tirado por bueyes. Este peculiar vehículo fue inventado en 1037 por el obispo Aribert de Milán y fue adoptado por todas las ciudades estado de Italia. Sobre el mismo se colocaba una estructura a modo de torre donde se colgaba la campana, sirviendo además de observatorio durante la batalla. También tenía un altar para la misa previa a la masacre y poder irse al cielo si a uno lo partían en dos de un hachazo y, por supuesto, era donde se colocaban los estandartes de las ciudades y nobles que se habían apuntado a la fiesta, además de varios trompetas cuya misión era impartir órdenes a bocinazos. El carroccio era acompañado por una nutrida escolta para defenderlo. Perder el carroccio era como en la antigua Roma perder las águilas, así que la carga simbólica de este chisme parece ser una herencia de los tiempos de las añejas legiones o algo por el estilo.
Los efectivos del ejército güelfo estaba formado por los siguientes efectivos:
La fuerza más importante de la caballería la componían 150 feditori (golpeadores, o "heridores", valga el palabro), las tropas más selectas y decididas. A estos habría que sumar entre 950 y 1.100 caballeros y hombres de armas. O sea, en el mejor de los casos unos 1.250 caballos procedentes de todos los miembros de la alianza y cuyas aportaciones eran de lo más dispar, desde los 600 de Florencia a los apenas 40 de Pistoia. A esta cifra habría que añadir unos 400 berrovieri, caballería ligera destinada a exploración y/o persecución del enemigo.
La infantería principal la formaban entre 4.000 y 4.500 hombres entre pavesari (escuderos), ballesteros y peones armados con armas enastadas: lanzas, bisarmas, hocinos, etc. A estos hay que sumar la infantería procedente de la villanata, tropas de inferior calidad que sumaban entre 4.500 y 5.000 hombres incluyendo los marrioli y palaioli, una especie de zapadores que, en realidad, eran los combatientes menos aptos por edad o condiciones físicas y que eran destinados a la retaguardia del ejército si bien su principal misión era todo lo referente a facilitar el avance del ejército reparando caminos o incluso preparando el campo de batalla en la víspera para facilitar los movimientos de la caballería.
La colina de Monte al Bruno, último lugar donde se detuvieron los güelfos antes de llegar a Campaldino |
En la foto superior vemos la llanura de Campaldino. A la izquierda, envuelto en una espesa fronda, transcurre el río Arno. En el centro, sombreado de rojo, el llano visto desde la perspectiva del castillo de Poppi, feudo de Guido Novelle, mirando en dirección sudeste-noroeste. A la derecha, justo donde acaba el sombreado, aparece el camino de Casentino, o sea, el territorio de Arezzo. Finalmente, en amarillo hemos señalado el convento franciscano de Certomondo, que por aquella época era el único edificio que había en la zona. Campaldino es un llano angosto, que a la altura del convento tiene apenas 450 metros de anchura que van aumentando en dirección noroeste hasta los 800 en la confluencia del Solano con el Arno, a unos 2 km. al oeste del castillo de Poppi. A la derecha del camino el terreno se va elevando hacia las montañas del norte dificultando el movimiento de las tropas, así que el lugar elegido por los gibelinos era el único posible y, además, les favorecía porque su estrechez restaba eficacia a un enemigo numéricamente superior. Nada más llegar, los zapadores de los gibelinos cegaron los canales de riego para eliminar obstáculos a su caballería si bien aquel año se había dejado la tierra en barbecho porque no había ni rastro de cultivos, solo el extenso llano pelado.
Los güelfos llegaron casi al mismo tiempo tras cubrir su última etapa para darse de narices con los aretinos. Las avanzadillas informaron a Amauri de Narbona que las tropas gibelinas estaban desplegadas ante el castillo de Poppi, lo que dejó perplejo a los mandamases florentinos que no esperaban aquella rápida reacción de sus enemigos. Pero la sorpresa fue mutua, porque los caudillos gibelinos se quedaron un tanto mohínos al ver la magnitud del ejército güelfo cuando los contemplaron desde dicho castillo, desde donde se dominaba todo el llano. Bonconte de Montefeltro, al que nadie podía tachar de cobarde, consideró una insensatez presentar batalla, y más cuando calculó que los superaban en caballería a razón de dos a uno. La opinión de Montefeltro fue asumida por otros caballeros de igual experiencia, pero el obispo, al que dejar sus dominios a merced de los florentinos no le hacía ni pizca de gracia, le echó en cara su supuesta escasez de testiculina. Al obispo se sumaron de inmediato los caballeros más jóvenes que, por aquello de las hormonas y la sangre ardiente, estaban deseosos de entrar en combate. Montefeltro no se arrugó. Se limitó a encogerse de hombros aceptando lo inevitable y le replicó al obispo:
-Si venís donde yo iré, no volveréis- profetizó en tono sombrío, intuyendo que la cosa no acabaría bien.
Aquella misma tarde, emisarios de ambos bandos celebraron un breve parlamento para acordar que se meterían mano gallardamente al día siguiente, así que cada cual se preparó para la batalla.
El plan trazado por los gibelinos se basaba en que se debían enfrentar a una caballería que, además de numerosa, estaría deseando barrerlos del mapa. Por lo tanto, decidieron formar dos cuadros con su caballería y colocar al final a la infantería. La reserva al mando de Guido Novelle permanecería a la espera escondida tras el convento de Certomondo para actuar en el momento justo. Y para provocar la eliminación de la caballería güelfa lanzarían una mínima fuerza formada por apenas doce paladines que atacarían a los caballos enemigos. La idea era que estos, o se descojonaban de risa allí mismo, o caerían en la provocación, y tras una breve refriega iniciarían una persecución de los paladines estos, separándose de su infantería. De ese modo, al llegar al contacto con los infantes del obispo Ubertini, la caballería gibelina se abriría hacia las alas, dejando a los enemigos ante la infantería que los envolvería con el apoyo de la reserva de Guido Novelle, dejándolos totalmente aislados y rodeados. Mientras tanto la caballería gibelina, más briosa y preparada, se abalanzaría contra la infantería florentina y los exterminaría bonitamente. Como diría el gran César, los dados estaban lanzados. Que emocionante, ¿no?
Bien, así amaneció el día 11 de junio de 1289. Antes de iniciar la fiesta y según era costumbre, en ambos ejércitos se armaron caballeros a varios jóvenes para que tuvieran su bautismo de sangre y pudieran contar batallitas chulas a las damiselas... si salían vivos del brete, por supuesto. El ejército gibelino había desplegado sus efectivos en cuatro filas. La 1 estaba formada por los doce paladines que, las cosas como son, debían tenerlos del tamaño de platos soperos. Al frente de ellos estaba Bonconte de Montefeltro, que para eso era el jefe y tenía de demostrarle al obispo que sus dudas acerca de su arrojo se las iba a tener que meter por su episcopal culo. Las filas 2 y 3, formada por 300 feditori y 350 caballeros y hombres de armas respectivamente, estaban también al mando de Montefeltro, pero debían esperar a que, según el plan, lo doce paladines volvieran perseguidos por la caballería enemiga para entrar en acción. La fila 4, al mando del obispo formaba un cuadro compacto que, con sus 8.000 hombres, rodearían y aniquilarían a las caballería güelfa. Eran tropas, como se ha dicho, disciplinadas y bien adiestradas que no saldrían corriendo a la vista de los caballos enemigos. Por último, en 5, vemos la reserva al mando de Guido Novelle, que en su posición eran invisibles para los güelfos.
Por el otro bando tenemos el campamento de la liga florentina y entre los pabellones y el ejército, se habían alineado los carros de la impedimenta con dos fines: uno, establecer una barrera que impidiera el paso a los enemigos en caso de que las tropas propias fueran arrolladas, y dos, que esa barrera también cerrara el paso a su infantería por si les entraba el pánico y les daba por abandonar el campo del honor. En cuanto al despliegue de las tropas, formaban tres filas distribuidas de la siguiente forma:
Línea A: 150 feditori florentinos al mando de Vieri de Cerchi flanqueado por dos grupos de infantería B de entre 600 y 800 hombres entre ambos.
Línea C: el grueso de la caballería, formado por unos 1.100 caballeros y hombres de armas distribuidos en 5 filas. Estaban flanqueado por los cuadros de infantería D, formados por unos 3.000-3.500 hombres entre pavesari, ballesteros y lanceros distribuidos en grupos de tres hombres: un pavesaro, un ballestero y un lancero. De ese modo, la infantería podía formar un muro de escudos tras el que los ballesteros hostigarían a los caballos enemigos durante su avance y, al llegar al contacto, entrarían en acción los armados con armas enastadas para descabalgarlos y machacarlos sin piedad en el puñetero suelo.
Línea E: Resto de la infantería procedente de la villanata, los zapadores y demás combatientes de segundo escalón. En total, unos 4.500-5.000 hombres.
Cuadro F: Oculta tras una pequeña loma, la reserva al mando de Corso Donati nutrida por 200 caballos y unos 600 infantes ligeros que no debían actuar salvo orden expresa del vizconde de Narbona o Dufort con la advertencia, conociendo todos su carácter impulsivo e indómito, de que no se moviera de su sitio bajo pena de muerte.
Pero, ¿cuál era el plan de los güelfos? ¿Se tragarían el cebo que Montefeltro les pondría ante sus narices y caerían en la trampa? ¿Serían tan memos e indisciplinados como para pensar que gente tan experimentada como los gibelinos iban a limitarse a mandar doce suicidas con no se sabe qué fin? La respuesta la dio el barón de Mangiandori, un veterano de mil batallas que había visto como la impulsividad acababa costando una victoria cantada. Aseguró que las guerras en la Toscana eran por norma fulgurantes y basadas en tácticas muy agresivas, pero que esa agresividad solo servía para desorganizar las filas propias, por lo que la victoria sería del que lograse mantener el orden en todo momento sin caer en provocaciones. Es evidente que Mangiandori parecía que le había leído el pensamiento a Montefeltro.
Los doce del patíbulo no se pusieron en marcha hasta un tanto avanzada la mañana, o sea, a eso de las 9 o las 10. Teniendo en cuenta que aquel día había amanecido hacia las 05:30, llevaban ya varias horas de espera. En todo caso, los gibelinos ya habían cometido un error garrafal el día anterior, cuando ellos llegaron a Campaldino mientras que los güelfos aún estaban bajando de las montañas. Ese habría sido el momento ideal para atacar y exterminar al menos a la mitad de su ejército, pero aún primaban las cuestiones de honor y tal y estaba feo eso de masacrarse sin concertar la hora. Así pues, a eso de las 9 o poco más los gibelinos dieron su grito de guerra: "San Donato cavaliere!", y Montefeltro y sus once colegas avanzaron hacia el enemigo, recorriendo la distancia en pocos segundos (véase el mapa superior). Cuando llegaron al contacto y empezaron a repartir estopa ocurrió justo lo contrario que Montefeltro había previsto. Los feditori güelfos no solo no resistieron el empuje del enemigo para iniciar una persecución que los llevase a la trampa, sino que los doce gibelinos lograron romper sus filas, alcanzando el grueso de la caballería enemiga. O sea, que en vez de toparse con un adversario firme y decidido, resulta que no pudieron resistir el empuje de apenas doce hombres. Sin embargo, esa falta de ímpetu fue lo que resultó fatal a los gibelinos. Paradójico, pero real.
El resto de la caballería gibelina, al ver a sus compañeros zambullirse en la línea güelfa, no lo dudan ni un instante. El enemigo ha sido sobrestimado, y con un empujón más podrán ser derrotados. Así pues, mientras que la caballería güelfa y las dos alas de infantería se unen en un solo bloque, los gibelinos los empujan pero sin que el enemigo rompa sus filas. Simplemente ceden terreno aunque a costa de bastantes bajas. El obispo, pensando que solo hace falta su infantería para aplastar a los florentinos, ordena a su gente avanzar. O sea, está ocurriendo justo lo contrario que habían planeado, y en vez de tener a la caballería güelfa separada de su propia infantería para masacrarlos bonitamente, resulta que el ejército florentino estaba totalmente compactado y, debido a su superioridad numérica y la estrechez del llano, hasta sus alas empezaban a envolver casi sin darse cuenta a los impetuosos gibelinos. Y mientras que se formaba una terrorífica mêlée en la que ambas caballerías se daban leña de forma inmisericorde y la infantería güelfa les impedía avanzar más, Donati, que le iba a dar un síncope por la ansiedad, pasó de las estrictas órdenes recibidas y decidió por su cuenta atacar al flanco derecho gibelino antes de que la infantería del obispo llegase en ayuda de su caballería. Cuando le advirtieron de que su cabeza pendía de un hilo si desobedecía, Donati replicó como era de esperar en alguien como él:
-¡Si perdemos, quiero morir en batalla con mis conciudadanos!- afirmó en plan héroe inmortal- ¡Y si ganamos, que vengan a buscarme a Pistoia!- añadió dando por hecho que nadie le pediría explicaciones si se alcanzaba la victoria. Y la cosa es que la reserva de Donati fue vital, porque fue lo que hizo flaquear a la caballería gibelina.
El plan de Montefeltro se ha venido abajo. La caballería gibelina se ve casi envuelta por los flancos, pero lo peor no es eso. Lo chungo es que no pueden retirarse para reagruparse y volver al ataque porque es su propia infantería la que les impide dar marcha atrás. En el gráfico vemos que el ejército güelfo ha formado una única masa (A) dándose estopa con la caballería gibelina (1) mientras que la reserva de Donati (F) les embiste por el ala derecha y el obispo se suma a la mêlée sin darse cuenta de que, en realidad, está sentenciado a su propia caballería. Para poner las cosas aún más dramáticas, el calor convierte el ambiente en algo insufrible. Las armas y los yelmos hacen que el personal se cueza literalmente en su propio jugo, y para empeorar aún más las cosas, una polvareda densa y asquerosa envuelve el campo de batalla. El llano, que como hemos dicho estaba inculto ese año, era un secarral que con el pisoteo de los caballos hacía que la gente respirase tierra en vez de aire. A eso de mediodía ya no había ningún tipo de orden en las filas. Todo era un maremagno de gente golpeándose sin piedad, con los peones de ambos bandos metiéndose bajo los caballos para destriparlos y, según las crónicas, se extendió por el campo de batalla un hedor a sangre, tripas y excrementos de todo tipo aumentado por el calor asfixiante y la polvareda que impedía tanto respirar como ver a pocos metros. El apacible llano de Campaldino se había convertido en un sitio extremadamente desagradable. La tierra, incapaz de absorber más flujos, se encharcó con la sangre de hombres animales hasta el extremo de que las tropas chapoteaban en aquella mezcla inmunda de hematíes, meados y demás excedentes corporales. Dante lo describió como "un río de sangre hirviente". En fin, nada de gallardo y aún menos heroico.
Hacia la 1 de la tarde prácticamente se había consumado todo. Una repentina tormenta de verano puso la guinda al pastel, trocando la polvareda por un cenagal que convirtió el terreno en un espacio literalmente intransitable. Ya cada cual luchaba por escapar de allí como fuera, y la superioridad numérica güelfa acabó siendo decisiva porque rodearon casi por completo al ejército gibelino para rematarlos. Y, tal como vemos en el gráfico superior, Guido Novello ni siquiera se molestó en acudir en ayuda de los suyos que, completamente rodeados, solo buscaban la forma de escapar de aquella ratonera. Viendo que la batalla estaba perdida, y como ya comentamos al principio, vio absurdo involucrar a su gente en lo que ya era una derrota segura, así que tomó el camino de vuelta para refugiarse en su castillo de Poppi. Práctico, cierto, pero asquerosamente pragmático, ¿no? Ni los mandamases se libraron de palmarla como auténticos y verdaderos héroes. El obispo Ubertini fue desmontado y rematado en el suelo. Bonconte de Montefeltro cayó y su cuerpo no pudo ser hallado. Posiblemente fue herido y se intentó escabullir entre la maleza del río para acabar arrastrado por las aguas del Arno que crecieron con la tormenta. Guillaume de Dufort tampoco pudo ver el final de la jornada, aunque también se desconoce como murió. También fueron bajas definitivas Guglielmo dei Pazzi, el fiel aliado del obispo Ubertini, el sagaz barón de Mangiadori e incluso Guidarello Filippeschi, el encargado de portar el estandarte imperial, que también palmó en aquel día negro para las armas gibelinas.
Cuando empezó la desbandada, parte de los gibelinos intentaron llegar a Bibbiena, distante unos 7 km. al este de Campaldino. Otros optaron por alcanzar el monasterio de Camaldoli, a 13 km. al norte. Y con la desbandada llegó también la persecución. Aunque la mayor parte del ejército güelfo prefirió permanecer en Campaldino para recuperarse del agotamiento y restañarse las heridas, los caballeros y hombres de armas más jóvenes emprendieron un implacable acoso contra los supervivientes que intentaban llegar como fuera a algún lugar donde refugiarse. A los perseguidores se unieron, como era habitual, los campesinos de la comarca que, como buitres, tras las batallas se dedicaban al expolio de cadáveres y, caso de que la víctima no hubiese alcanzado aún la categoría de cadáver, apiolarlo sin piedad para dejarlo literalmente en cueros vivos. Las armas y la indumentaria de los guerreros eran caras, y por ellas sacaban un buen dinero que les ayudaba a sobrellevar sus miserables vidas. Al cabo del día, no solo el llano de Campaldino estaba lleno de despojos de hombres y animales, sino también los caminos a Bibbiena y al monasterio de Camaldoli. Todo el que no disponía de un caballo no creo que pudiera llegar a su destino. En cualquier caso, la magnitud de la masacre fue tan notable que, al parecer, hasta hace apenas unos 80 años los labradores aún sacaban osamentas del llano donde tuvo lugar la batalla.
En fin, así ocurrió todo. Bonconte de Montefeltro se equivocó pensando que la caballería enemiga respondería con una briosa contra-carga, y los feditori güelfos, que no tuvieron capacidad siquiera para resistir el empuje de una docena de paladines, fueron sin querer los que hicieron que los enemigos rompieran sus filas y cayeran en una trampa que no era tal. Aún hoy día se cuestiona si Campaldino la ganaron los güelfos o, más bien, la perdieron los gibelinos. Las bajas de estos fueron de unos 1.700 hombres, muchos de los cuales no aparecieron jamás. Otros 2.000 fueron hechos prisioneros si bien en los días siguientes fueron liberados bastantes de ellos por razones de parentesco, que aunque combatieran en bandos opuestos la familia estaba ante todo, o bien para evitar que los gibelinos se tomasen represalias con los güelfos que mantenían presos. Finalmente, solo unos 850 fueron conducidos a Florencia, donde sufrieron las suertes más dispares, desde ser rescatados a pasar años en prisión o, simplemente, acabar muriendo sin volver a ver la luz del día.
La noticia de la victoria llegó a Florencia el mismo día, llevada por un mensajero que llegó hacia la hora de vísperas (a la caída de la tarde). Festejos y regocijos, y hasta se edificó una iglesia consagrada a San Bernabé, en cuya onomástica había tenido lugar la victoria. Hasta tuvo lugar el suceso paranormal/supersticioso/milagrero habitual en estos casos cuando, aquella misma tarde, tras el almuerzo, los magistrados que se habían retirado a una dependencia de la cámara comunal para echarse una siesta oyeron sobresaltados un fuerte golpe en la puerta de la estancia seguido de una voz que anunció:
-¡Levantaos, porque los aretinos han sido derrotados!
Abrieron la puerta, pero no había nadie. Era la misma hora en la que los gibelinos habían sido definitivamente vencidos. Pero milagros aparte, Campaldino no sirvió de nada. Güelfos y gibelinos siguieron a la gresca, e incluso entre los mismos florentinos surgieron discrepancias con la división entre negros y blancos. Los primeros apoyaban de forma acérrima al pontificado, mientras que los blancos pretendían que, aún permaneciendo leales al papa, las ciudades-estado debían liberarse de las influencias religiosas. Por cierto que Dante se sumó a estos últimos, lo que le costó el destierro. ¿Imaginan quién se instituyó en líder de los güelfos negros? Corso Donati, al que su desaforado carácter le hacía ideal para abrazar una causa radical.
En fin, esa es la historia. Se la empapen bien y a saco con los cuñados, que fijo que en Youtube hay algún documental sobre el tema.
Hale, he dicho
Los güelfos llegaron casi al mismo tiempo tras cubrir su última etapa para darse de narices con los aretinos. Las avanzadillas informaron a Amauri de Narbona que las tropas gibelinas estaban desplegadas ante el castillo de Poppi, lo que dejó perplejo a los mandamases florentinos que no esperaban aquella rápida reacción de sus enemigos. Pero la sorpresa fue mutua, porque los caudillos gibelinos se quedaron un tanto mohínos al ver la magnitud del ejército güelfo cuando los contemplaron desde dicho castillo, desde donde se dominaba todo el llano. Bonconte de Montefeltro, al que nadie podía tachar de cobarde, consideró una insensatez presentar batalla, y más cuando calculó que los superaban en caballería a razón de dos a uno. La opinión de Montefeltro fue asumida por otros caballeros de igual experiencia, pero el obispo, al que dejar sus dominios a merced de los florentinos no le hacía ni pizca de gracia, le echó en cara su supuesta escasez de testiculina. Al obispo se sumaron de inmediato los caballeros más jóvenes que, por aquello de las hormonas y la sangre ardiente, estaban deseosos de entrar en combate. Montefeltro no se arrugó. Se limitó a encogerse de hombros aceptando lo inevitable y le replicó al obispo:
-Si venís donde yo iré, no volveréis- profetizó en tono sombrío, intuyendo que la cosa no acabaría bien.
Aquella misma tarde, emisarios de ambos bandos celebraron un breve parlamento para acordar que se meterían mano gallardamente al día siguiente, así que cada cual se preparó para la batalla.
El plan trazado por los gibelinos se basaba en que se debían enfrentar a una caballería que, además de numerosa, estaría deseando barrerlos del mapa. Por lo tanto, decidieron formar dos cuadros con su caballería y colocar al final a la infantería. La reserva al mando de Guido Novelle permanecería a la espera escondida tras el convento de Certomondo para actuar en el momento justo. Y para provocar la eliminación de la caballería güelfa lanzarían una mínima fuerza formada por apenas doce paladines que atacarían a los caballos enemigos. La idea era que estos, o se descojonaban de risa allí mismo, o caerían en la provocación, y tras una breve refriega iniciarían una persecución de los paladines estos, separándose de su infantería. De ese modo, al llegar al contacto con los infantes del obispo Ubertini, la caballería gibelina se abriría hacia las alas, dejando a los enemigos ante la infantería que los envolvería con el apoyo de la reserva de Guido Novelle, dejándolos totalmente aislados y rodeados. Mientras tanto la caballería gibelina, más briosa y preparada, se abalanzaría contra la infantería florentina y los exterminaría bonitamente. Como diría el gran César, los dados estaban lanzados. Que emocionante, ¿no?
Bien, así amaneció el día 11 de junio de 1289. Antes de iniciar la fiesta y según era costumbre, en ambos ejércitos se armaron caballeros a varios jóvenes para que tuvieran su bautismo de sangre y pudieran contar batallitas chulas a las damiselas... si salían vivos del brete, por supuesto. El ejército gibelino había desplegado sus efectivos en cuatro filas. La 1 estaba formada por los doce paladines que, las cosas como son, debían tenerlos del tamaño de platos soperos. Al frente de ellos estaba Bonconte de Montefeltro, que para eso era el jefe y tenía de demostrarle al obispo que sus dudas acerca de su arrojo se las iba a tener que meter por su episcopal culo. Las filas 2 y 3, formada por 300 feditori y 350 caballeros y hombres de armas respectivamente, estaban también al mando de Montefeltro, pero debían esperar a que, según el plan, lo doce paladines volvieran perseguidos por la caballería enemiga para entrar en acción. La fila 4, al mando del obispo formaba un cuadro compacto que, con sus 8.000 hombres, rodearían y aniquilarían a las caballería güelfa. Eran tropas, como se ha dicho, disciplinadas y bien adiestradas que no saldrían corriendo a la vista de los caballos enemigos. Por último, en 5, vemos la reserva al mando de Guido Novelle, que en su posición eran invisibles para los güelfos.
Por el otro bando tenemos el campamento de la liga florentina y entre los pabellones y el ejército, se habían alineado los carros de la impedimenta con dos fines: uno, establecer una barrera que impidiera el paso a los enemigos en caso de que las tropas propias fueran arrolladas, y dos, que esa barrera también cerrara el paso a su infantería por si les entraba el pánico y les daba por abandonar el campo del honor. En cuanto al despliegue de las tropas, formaban tres filas distribuidas de la siguiente forma:
Línea A: 150 feditori florentinos al mando de Vieri de Cerchi flanqueado por dos grupos de infantería B de entre 600 y 800 hombres entre ambos.
Línea C: el grueso de la caballería, formado por unos 1.100 caballeros y hombres de armas distribuidos en 5 filas. Estaban flanqueado por los cuadros de infantería D, formados por unos 3.000-3.500 hombres entre pavesari, ballesteros y lanceros distribuidos en grupos de tres hombres: un pavesaro, un ballestero y un lancero. De ese modo, la infantería podía formar un muro de escudos tras el que los ballesteros hostigarían a los caballos enemigos durante su avance y, al llegar al contacto, entrarían en acción los armados con armas enastadas para descabalgarlos y machacarlos sin piedad en el puñetero suelo.
Línea E: Resto de la infantería procedente de la villanata, los zapadores y demás combatientes de segundo escalón. En total, unos 4.500-5.000 hombres.
Cuadro F: Oculta tras una pequeña loma, la reserva al mando de Corso Donati nutrida por 200 caballos y unos 600 infantes ligeros que no debían actuar salvo orden expresa del vizconde de Narbona o Dufort con la advertencia, conociendo todos su carácter impulsivo e indómito, de que no se moviera de su sitio bajo pena de muerte.
Pero, ¿cuál era el plan de los güelfos? ¿Se tragarían el cebo que Montefeltro les pondría ante sus narices y caerían en la trampa? ¿Serían tan memos e indisciplinados como para pensar que gente tan experimentada como los gibelinos iban a limitarse a mandar doce suicidas con no se sabe qué fin? La respuesta la dio el barón de Mangiandori, un veterano de mil batallas que había visto como la impulsividad acababa costando una victoria cantada. Aseguró que las guerras en la Toscana eran por norma fulgurantes y basadas en tácticas muy agresivas, pero que esa agresividad solo servía para desorganizar las filas propias, por lo que la victoria sería del que lograse mantener el orden en todo momento sin caer en provocaciones. Es evidente que Mangiandori parecía que le había leído el pensamiento a Montefeltro.
Los paladines gibelinos llegan al contacto con la primera línea de los feditori güelfos |
Esta era la panorámica del ejército güelfo en Campaldino. El Arno corría a su derecha, y al fondo vemos el castillo de Poppi |
-¡Si perdemos, quiero morir en batalla con mis conciudadanos!- afirmó en plan héroe inmortal- ¡Y si ganamos, que vengan a buscarme a Pistoia!- añadió dando por hecho que nadie le pediría explicaciones si se alcanzaba la victoria. Y la cosa es que la reserva de Donati fue vital, porque fue lo que hizo flaquear a la caballería gibelina.
El plan de Montefeltro se ha venido abajo. La caballería gibelina se ve casi envuelta por los flancos, pero lo peor no es eso. Lo chungo es que no pueden retirarse para reagruparse y volver al ataque porque es su propia infantería la que les impide dar marcha atrás. En el gráfico vemos que el ejército güelfo ha formado una única masa (A) dándose estopa con la caballería gibelina (1) mientras que la reserva de Donati (F) les embiste por el ala derecha y el obispo se suma a la mêlée sin darse cuenta de que, en realidad, está sentenciado a su propia caballería. Para poner las cosas aún más dramáticas, el calor convierte el ambiente en algo insufrible. Las armas y los yelmos hacen que el personal se cueza literalmente en su propio jugo, y para empeorar aún más las cosas, una polvareda densa y asquerosa envuelve el campo de batalla. El llano, que como hemos dicho estaba inculto ese año, era un secarral que con el pisoteo de los caballos hacía que la gente respirase tierra en vez de aire. A eso de mediodía ya no había ningún tipo de orden en las filas. Todo era un maremagno de gente golpeándose sin piedad, con los peones de ambos bandos metiéndose bajo los caballos para destriparlos y, según las crónicas, se extendió por el campo de batalla un hedor a sangre, tripas y excrementos de todo tipo aumentado por el calor asfixiante y la polvareda que impedía tanto respirar como ver a pocos metros. El apacible llano de Campaldino se había convertido en un sitio extremadamente desagradable. La tierra, incapaz de absorber más flujos, se encharcó con la sangre de hombres animales hasta el extremo de que las tropas chapoteaban en aquella mezcla inmunda de hematíes, meados y demás excedentes corporales. Dante lo describió como "un río de sangre hirviente". En fin, nada de gallardo y aún menos heroico.
Carroccio, en este caso de Milán. La miniatura nos permite ver el aspecto de estos peculiares carromatos con toda la parafernalia que los rodeaba. |
Así se distribuían los grupos de tres hombres formados por escudero, ballestero y lancero |
En fin, así ocurrió todo. Bonconte de Montefeltro se equivocó pensando que la caballería enemiga respondería con una briosa contra-carga, y los feditori güelfos, que no tuvieron capacidad siquiera para resistir el empuje de una docena de paladines, fueron sin querer los que hicieron que los enemigos rompieran sus filas y cayeran en una trampa que no era tal. Aún hoy día se cuestiona si Campaldino la ganaron los güelfos o, más bien, la perdieron los gibelinos. Las bajas de estos fueron de unos 1.700 hombres, muchos de los cuales no aparecieron jamás. Otros 2.000 fueron hechos prisioneros si bien en los días siguientes fueron liberados bastantes de ellos por razones de parentesco, que aunque combatieran en bandos opuestos la familia estaba ante todo, o bien para evitar que los gibelinos se tomasen represalias con los güelfos que mantenían presos. Finalmente, solo unos 850 fueron conducidos a Florencia, donde sufrieron las suertes más dispares, desde ser rescatados a pasar años en prisión o, simplemente, acabar muriendo sin volver a ver la luz del día.
Columna de Campaldino o Columna de Dante, erigida en 1921 para conmemorar el 700 aniversario de la muerte del poeta. En la parte superior se ven los escudos de Florencia y Arezzo |
-¡Levantaos, porque los aretinos han sido derrotados!
Abrieron la puerta, pero no había nadie. Era la misma hora en la que los gibelinos habían sido definitivamente vencidos. Pero milagros aparte, Campaldino no sirvió de nada. Güelfos y gibelinos siguieron a la gresca, e incluso entre los mismos florentinos surgieron discrepancias con la división entre negros y blancos. Los primeros apoyaban de forma acérrima al pontificado, mientras que los blancos pretendían que, aún permaneciendo leales al papa, las ciudades-estado debían liberarse de las influencias religiosas. Por cierto que Dante se sumó a estos últimos, lo que le costó el destierro. ¿Imaginan quién se instituyó en líder de los güelfos negros? Corso Donati, al que su desaforado carácter le hacía ideal para abrazar una causa radical.
En fin, esa es la historia. Se la empapen bien y a saco con los cuñados, que fijo que en Youtube hay algún documental sobre el tema.
Hale, he dicho
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