lunes, 12 de agosto de 2019

Obispos guerreros: Guglielmino degli Ubertini, obispo de Arezzo


Escudo de armas del obispo Ubertini. Las cosas como
son, la heráldica eclesiástica es chulísima de la muerte.
A titulo de curiosidad, el rango del personaje va en
función del color y número de borlas
Cuando afirmo contundentemente que el tiempo es el enemigo inexorable del hombre y que pasa volando (carajo), no es una frase hecha, es un hecho palmario. Acojonado me he quedado cuando he contemplado asombrado que casi tres años han pasado desde la última vez que de obispos guerreros se ha hablado, ado, ado... Es que no me lo puedo creer, juro a Cristo, que aún me veo rebuscando sobre la vida y obras del obispo de Durham cuando hago lo mismo sobre este otro personaje, y han transcurrido casi tres años, leches. Pero bueno, no sé de qué me extraño cuando la segunda parte de las navajas tardó seis años en publicarse... En fin, mejor no redundar en esto, porque me deprime una burrada. TEMPVS FVGIT, IN ICTV OCVLI y esas cosas que se dicen, amén. 

Bueno, tras esta breve pataleta a modo de introducción, vamos a lo que nos ocupa. Hoy le toca a un italiano al que el sino lo situó en un lugar y una época extremadamente turbulenta, la Italia del siglo XIII, cuando güelfos y gibelinos andaban a la gresca más por hacerse la puñeta entre ellos que por mostrar lealtad a una de las dos facciones. De hecho, toda la vida de este probo obispo belicoso transcurrió envuelta en las constantes luchas que había entre las ciudades italianas, adscritas a uno u otro bando, los poderosos señores feudales y, naturalmente el pontificado, que además era parte del problema. Porque, como consecuencia de la genética latina que hemos heredado los españoles, en muchos casos los apoyos a una u otra causa se decidían casi siempre en base a de parte de quién se ponía la ciudad o señor enemigo para, de inmediato, apuntarse en el bando contrario. En todo caso, sobre este interminable conflicto dinástico hay información sobrada en la red, así que el que quiera zambullirse en uno de los más endiablados entresijos políticos de la baja Edad Media, que antes se provea de analgésicos para aliviarse la rotunda cefalea que posiblemente le produzca intentar seguir el devenir del conflicto. 

Castillo de Montecchio Vesponi. Su aspecto actual data de 1281, cuando
el obispo Ubertini era el señor de Arezzo 
Bien, nuestro obispo procedía de una de las tropocientas familias involucradas en mayor o menor grado en estas constantes luchas de poder. Los Ubertini tenían su origen en Arezzo, una ciudad de la Toscana que por norma estuvo de parte de los gibelinos porque Florencia lo era de los güelfos, si bien la lealtad de esta última no fue siempre tan sólida y cambió de bando alguna que otra vez en función de sus intereses. Se cree que el tronco familiar fue un tal Uberto o Ubertino, originario de Casentino y que empezó a tejer alianzas con otras familias hasta alcanzar cierto estatus a partir de mediados del siglo XI, cuando empiezan a ser considerados como boni homines, una especie de hidalguía o baja nobleza. Como vasallos del obispado de Arezzo, en 1049 obtienen parte del señorío de Montecchio Vesponi y en 1081 logran el permiso para fundar el señorío de Ragginopoli.

Blasón de los Pazzi de Valdarno, una de las familias
más leales al obispo Ubertini
A base de santa paciencia, untar dinero y forjar complejas alianzas con otras familias, en el siglo XIII los Ubertini ya habían conseguido convertirse en el clan más poderoso de Arezzo y su zona de influencia, poseyendo varios castillos y poblaciones. No obstante, al parecer no supieron crear un núcleo familiar dirigido por una cabeza visible con poder absoluto sobre el resto como hicieron otros, V.gr. los Scala, los Sforza, Orsinis, etc., sino que basaron su existencia como una amalgama de ramas de la misma familia que, eso sí, anteponían sus intereses comunes por encima de cualquier cosa. Sin embargo, esa ausencia de un líder patriarcal no ayudó a preservar la influencia y el poder de los Ubertini ya que, precisamente por no formar un núcleo monolítico, era más fácil minar su poder poco a poco.


Escudo de la ciudad de Florencia
En todo caso, lo cierto es que los Ubertini alcanzaron su máximo esplendor a mediados del siglo XIII, cuando Gughielmino logra el obispado de Arezzo en 1248. De este modo, suma las posesiones familiares a las del obispado, consistentes en poblaciones y castillos por toda la zona. Cabe suponer que su vocación religiosa estaba íntimamente ligada a su ambición, y que nuestro hombre era el típico producto del clero de la época, propenso a empuñar tanto el báculo como la maza. Dio buena prueba de ello cuando, a causa de las intrigas de Florencia para favorecer la causa de los güelfos en Arezzo, no dudó en someter por la fuerza de las armas cualquier tipo de oposición, pero al mismo tiempo sabiendo contemporizar si convenía a los intereses de su familia. En cualquier caso, también es cierto que no se limitó a dedicarse por entero a aumentar o, cuanto menos, mantener el poder de su clan, sino que también invirtió tiempo y dinero en cuestiones propias de su cargo.

Fachada del palacio episcopal
Su primera obra de importancia fue la construcción del palacio episcopal, donde se pudo trasladar ya en 1256. En 1278 promovió las obras de la nueva catedral, y debió meter prisa y gastar mucho oro en esta empresa porque apenas diez años más tarde ya se había terminado una parte cercana al ábside de la nave central donde se oficiaba misa. En resumen, no dejó en ningún momento de favorecer todo tipo de iniciativas que mejorasen su ciudad tanto a nivel civil como religioso, incluyendo su apoyo a la construcción del Hospital de Santa María del Ponte, instando mediante una carta pastoral a la población a hacer donaciones para dar término a las obras que llevaban ya muchos años en marcha, desde que en diciembre de 1213 Giambiando Visdonini y su mujer Cecilia donaran un terreno para su construcción.

La catedral de Arezzo. Para el comienzo del proyecto
contó con la inestimable ayuda del papa Gregorio X
Su faceta, digamos, más espiritual la dedicó a favorecer a los franciscanos, orden de reciente creación por aquella época y cuyo fundador había obtenido del conde Orlando de Chiusi autorización en 1218 para usar el monte de La Verna (o Alverna) como retiro y, en 1218, para construir una pequeña capilla. Según la tradición, el 14 de septiembre de 1224 el santo que charlaba con todo tipo de animalitos incluyendo cuñados recibió los estigmas en ese lugar, que se convirtió en un centro de peregrinaje como está mandado. Por ello, el obispo Ubertini concedió en 1250 permiso a la orden para fundar un beaterio decente en la Verna y poder vivir de forma permanente en la montaña. 

La Verna
No obstante, y aún a costa de pecar de mal pensado, es de todos sabido que el peregrinaje era y es una suculenta fuente de ingresos en todas las épocas, y a cualquier diócesis le venía de perlas eso de tener en su jurisdicción un lugar santo donde fluían constantemente romeros de todos los pelajes, desde pobres de solemnidad que no eran rentables a poderosos señores meapilas que se dejaban buenos dineros para que los pusieran por delante en la cola para entrar los primeros en el cielo cuando llegase el momento. Buena prueba de ello es que hubo gente del clero que negaron el milagro de los estigmas y que pusieron al santo de cuentista, obviamente para restar importancia a La Verna y acabar con el interés por peregrinar hasta allí. El obispo se cabreó, como no podía ser menos, así que se dirigió al papa Alejandro IV rogándole que interviniera en el asunto, cosa que hizo de muy buen grado. De hecho, fue el pontífice que canonizó a Clara, la hermana de Francisco, en 1255. 

Francisco de Asís recibiendo los estigmas ante la pequeña
capilla de La Verna
Se conserva una carta de este papa a Gualterio da Vezzano, obispo de Génova y que "casualmente" era una ciudad partidaria de los güelfos,  en la que le prohibía terminantemente proseguir con sus ataques al santo. Ubertini, para no ser menos, puso La Verna bajo su protección y decretó 40 días de indulgencia a los que dieran limosnas a los franciscanos, así como a todo aquel que exhortase al clero y al vecindario de sus poblaciones de origen a mostrarse favorables con la orden. A tanto llegó su interés por mantener La Verna como una meca en la Toscana que hasta emitió un edicto de lo más ecologista por el que se prohibía bajo pena de excomunión que los romeros, especialmente las mujeres, se dedicasen a cortar plantas y flores salvo que obtuvieran permiso para ello (por el que habría que pagar, supongo), así como bailes, cantos y regodeos a los que la gente son tan aficionados en cuando se juntan más de media docena con la excusa de ir a adorar al santo que sea. Este edicto estuvo vigente hasta el siglo XIX nada menos.

Batalla de Pieve al Toppo. En el centro, con el bridón cubierto por un
caparazón bandado de oro y azur, vemos a Bonconte de Montefeltro
repartiendo mazazos a base de bien
Bueno, como vemos, el Ubertini este era un obispo como Dios manda, o sea, dedicaba al menos parte de su tiempo a cuestiones propias de su cargo. No obstante, como ya hemos anticipado, eso no suponía ni remotamente dejar de lado los temas seculares que implicaban su poder como señor feudal y la supremacía de su familia en Arezzo, siempre supeditados a los malos rollos con los güelfos florentinos e incluso con los aretianos que se habían exiliado porque los gibelinos les caían fatal. En 1288, el bando gibelino se había hecho con el control absoluto de la ciudad y su zona de influencia, y el poder del obispo, su familia y sus aliados eran un quebradero de cabeza para los florentinos, que veían que la amenaza podía extenderse peligrosamente hacia sus dominios. Así pues, forjaron una alianza con Siena y se adentraron en territorio enemigo para cercar Arezzo y apoderarse de la ciudad. Sin embargo, al poco tiempo tuvieron que levantar el asedio ante la imposibilidad de llevarlo a término por falta de medios, así que cada ejército se largó camino de vuelta. Pero lo hicieron tan bien que, en vez de retirarse juntos, lo hicieron por separado, los florentinos por su camino y los sieneses por el suyo. Los aretinos vieron un oportunidad de oro para quitarles las ganas de volver. Un ejército al mando de Bonconte de Montefeltro y Guglielmo dei Pazzi salió en busca de los sieneses, alcanzándolos en Pieve al Toppo el día 26 de junio, derrotándolos de forma absolutamente rotunda.

Bibbiena en la Edad Media
Sin embargo, los florentinos no se dieron por vencidos. Al año siguiente volvieron a formar una alianza, esta vez con un contingente más nutrido al mando del vizconde Amauri II de Narbona y Guillaume de Dufort que se internó de nuevo en territorio gibelino, pero esta vez pasando de asediar Arezzo. Ahora el objetivo era devastar y apoderarse del valle de Casentino con las fortalezas que contenía. En esta ocasión, Ubertini prefirió dar a entender que no quería complicarse la vida y ofreció a los florentinos la ciudad de Bibbiena y varios castillos pertenecientes a la diócesis a cambio de una renta anual de 3.000 florines de oro que debía avalar la banca Cerchi. Pero, al parecer, en realidad su intención era "filtrar" el posible pacto para que los ciudadanos de Arezzo salieran en defensa de Bibbiena, evitándose así entregarla o costear su defensa. Cuando se supo de este doble juego, los aretinos se agarraron tal cabreo que casi linchan al obispo hasta que, finalmente, Guglielmo dei Pazzi, logró serenar los ánimos. Pero la cosa estaba ya clara: o detenían a los güelfos o dejarían el Casentino hecho unos zorros, así que se organizó un ejército para hacerles frente.

El castillo de Poppi
Al mando de la caballería estaría de nuevo Bonconte de Montefeltro, mientras que el obispo dirigiría la infantería y una pequeña reserva quedaba al mando de Guido Novelle, cuyo castillo de Poppi estaba en el punto de mira de los güelfos. El encuentro tuvo lugar en el llano de Campaldino el 11 de junio de 1289, y no daré más detalles para no hacerme un "spoiler" de esos a mí mismo ya que en la próxima entrada daremos pelos y señales de esta batalla que, aunque poco conocida por lo general, fue la que inspiró a Dante Alighieri para componer su Divina Comedia ya que tomó parte en la misma combatiendo en la caballería florentina. 

Muro de paveses de la infantería florentina en Campaldino
El obispo, que como hemos visto buscó ante todo preservar sus intereses personales en este caso, al menos no dudó en plantarse la mitra encima del yelmo y salir a combatir cuando debía tener al menos unos 70 años. No se sabe con exactitud la fecha de su nacimiento, que se calcula debió ser hacia 1219 si bien algunas fuentes la atrasan incluso cinco años más, por lo que estamos ante un venerable anciano que, ya tuviera 70 o 75 tacos, no tuvo inconveniente para ir a la batalla y tomar parte en la misma. Pero esta vez la Fortuna se puso de parte de los güelfos porque, a pesar de que inicialmente la cosa parecía favorable a los aretinos, a lo largo del encuentro fueron desbordados por las tropas enemigas. Ubertini, al frente de sus 8.000 hombres entre peones, ballesteros y paveseros, se zambulló en la vorágine de la batalla maza en mano dando estopa a base de bien. Recordemos que los clérigos usaban por lo general armas contundentes para no derramar sangre aunque te convirtieran los sesos en comida para gatos o te reventaran el hígado de un mazazo.

Rodeados de enemigos, los aretinos ya solo luchaban por sus vidas. Los lugartenientes del obispo le instaron a que se largase de allí porque las cosas pintaban muy negras, y que lo más sensato era irse al castillo de Bibbiena, a solo unos 7 km. al sudeste de Campaldino. Pero el Ubertini le echó valor, las cosas como son.

-¿Puede salvarse la infantería?- preguntó refiriéndose a los hombres que estaban a su mando. 

-Imposible, monseñor- le respondieron.

-En ese caso compartiremos la muerte- replicó Ubertini-, ya que soy yo el que los ha llevado al peligro y me niego a abandonarlos ahora.

Y volvió a la batalla sin más. Un peón enemigo lo descabalgó y lo acabaron en el suelo. Cuando terminó la batalla su cadáver fue reconocido y trasladado junto al de su sobrino Guglielmo dei Pazzi, que también murió en combate, a la iglesia del monasterio de Certomondo, a pocos metros de donde tuvo lugar el encuentro. Allí fueron enterrados ambos de forma digna aunque sin dejar el lugar marcado con alguna lápida. Su yelmo y su escudo fueron llevados como trofeo de guerra a Florencia, donde este último fue colgado cabeza abajo en el Baptisterio. Cabe suponer que su final fue el típico de los hombres que caían en estas batallas, con los enemigos ensañándose hasta dejarlo hecho una birria. Una muestra la tenemos en la foto de su cráneo, donde se aprecia que fue despojado de su yelmo y golpeado en la cara y la sien izquierda, dejándosela bastante averiada. Junto al cráneo tenemos una reconstrucción forense basada en el mismo. Como podemos apreciar, era un hombre de rasgos enérgicos con jeta más de condotiero que de cura aunque, en su caso, fue un poco de todo. Por cierto que debía comer a bases de purés a la vista de lo escaso de su dentadura.

Momento en que el pequeño féretro con los restos del obispo Ubertini
es depositado en su cripta. SIC TRANSIT GLORIÆ MVNDI. El muerto al
hoyo y el vivo al bollo, qué carajo...
Bueno, así acabó nuestro obispo guerrero. Sus restos reposaron en Certomondo hasta que fueron hallados en 2008 y, tras las pruebas de ADN y demás zarandajas que permitieran corroborar que, en efecto, eran los de Guglielmino degli Ubertini, el 11 de junio se trasladaron a la catedral de Arezzo. Tras un fastuoso funeral celebrado por el cardenal Gualterio Basseti, el obispo fue enterrado junto al papa Gregorio X, muerto en esa ciudad en enero de 1276 y que antes de palmar hizo una suculenta donación que permitió iniciar las obras de la catedral donde, 719 años después de encontrar la muerte en Campaldino, descansan los dos hombres que la hicieron posible.

En fin, ya'tá. Para la próxima, la batalla en cuestión, que fue tan cafre que inspiró a Dante sus más elevados versos infernales.

Hale, he dicho

ENTRADA RELACIONADA:


Capilla de los santos Silvestre y Lucía en la catedral de Arezzo. Sobre el altar está la momia del papa Gregorio X,
y tapado por la corona que vemos en el suelo hay un ojo de buey por donde se puede ver la tumba del obispo. En
los paveses de los guardias aparece el caballo rampante negro del escudo de armas de las ciudad

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