viernes, 21 de agosto de 2020

HATAMOTO, LA ÉLITE SAMURAI


El daimyo ha llegado a su castillo. Todos le rinden pleitesía rodilla en tierra. En primer término vemos a sus hatamoto,
sus hombres de confianza

Como hemos ido viendo a lo largo de los artículos dedicados a estos aguerridos ciudadanos, la sociedad japonesa ha sido desde siempre un conjunto de individuos jerarquizados hasta el tuétano. En la época que nos ocupa, desde el shogun para abajo todos y cada uno de los vasallos de los daimyo tenían encomendada una misión en la que estaban claramente señalados sus cometidos, así como sus limitaciones. Un vasallo, fuese cual fuese su rango dentro del organigrama dentro del personal al servicio del daimyo, tenía un estatus perfectamente definido, y sus atribuciones tenían un máximo y un mínimo que no podía rebasar en ningún caso. Si era hacia abajo se deshonraba porque se rebajaba, y si era hacia arriba también se deshonraba porque ponía en evidencia a los que estaban por encima de él. No obstante, existía una meritocracia que permitía medrar a los que, por su inteligencia y/o su arrojo lograban sobresalir de entre sus iguales y ser bienquisto por el daimyo o el shogun, logrando elevar su rango o incluso lograr convertirse en un señor feudal como Buda manda.


Tokugawa Ieyasu, primer shogun de su dinastía, planifica la batalla de
Sekigahara en el maku. A su alrededor vemos a sus hatamoto
Por otro lado, los vínculos de lealtad establecidos entre los samurai y los daimyo a los que servían, así como entre estos y el shogun creo que se escapan a la mentalidad Occidental tanto en cuanto nos puede resultar paradójico o incongruente que unos ciudadanos capaces de abrirse en canal por una simple sugerencia de su señor o incluso motu proprio por considerar que no ha cumplido con su deber, por otro lado cambiaban de bando como quien se muda de calzoncillos, y estas alevosías no solo tenían lugar entre señores y samurai, sino también entre los familiares del daimyo incluyendo sus propios hijos. En resumen, en el Japón medieval todo el mundo quería medrar a costa de chinchar al vecino y, si era posible y parafraseando al inefable visir Iznogud, ser el shogun en lugar del shogun. Como es obvio, los daimyo tuvieron bastante claro que su seguridad personal podía verse en serio peligro si una buena untada, una simple ofensa o una mala palabra hacia alguno de los samurai a su servicio o de los kerai (los criados en el mismo sentido de la Europa medieval). Para conjurar dicho peligro, que podía llegar en forma de atentado aprovechando cualquier circunstancia óptima para ello, surgieron los hatamoto, un grupo selecto de hombres cuya lealtad hacia el shogun o el daimyo era más monolítica que el Himalaya, generalmente basada en un juramento de fidelidad y que, curiosamente, no solían nutrirse de entre la familia cercana, sino de los samurai que le servían. 


Hatamoto bajo la bandera de su señor
El término hatamoto surgió durante el Período Sengoku, la interminable guerra civil que azotó el Japón desde 1467 hasta 1568 y en la que los daimyo no paraban de batallar entre ellos y cambiar de bando constantemente. Originariamante, hatamoto no era un palabro que designase a un grupo de ciudadanos sino un lugar, concretamente "bajo la bandera", en referencia al sitio donde el señor feudal de turno ordenaba clavar el pendón en el honjin, el otero donde generalmente solía instalar su puesto de mando antes de la batalla y desde donde podría controlar el movimiento de las tropas e impartir las órdenes oportunas. Así pues, por asimilación, los hombres de confianza del daimyo que se situaban tras él bajo la bandera eran los hatamoto, los hombres en los que el señor feudal depositaba toda su confianza. En batalla, los hatamoto no solo vigilaban que un repentino ataque enemigo invadiese el honjin, sino que debían formar una muralla humana para impedir que las flechas o los disparos acabasen con su vida. Si las cosas se torcían y era preciso largarse y ceder el campo del honor al adversario, ellos cubrían la retirada del daimyo, dando la vida si hacía falta para detener a los perseguidores. Pero los hatamoto no se limitaban a actuar solo en caso de guerra, sino también cuando reinaba la paz. De hecho, una vez instaurado el shogunato de Tokugawa Ieyasu en 1603 hubo un prologado período de estabilidad que convirtió a los hatamoto más en vasallos dedicados a cuestiones domésticas que militares.


Tokugawa Ieyasu rodeado por sus hatamoto, tanto a pie como a caballo.
En el centro destaca su o uma jirushi, su insignia personal
Bien, básicamente ya sabemos qué eran los hatamoto pero, ¿de dónde procedían? ¿En qué se basaba un daimyo para elegir a tal o cual samurai? Ante todo, buscaban miembros de clanes vinculados con su familia, a ser posible desde generaciones atrás. Aunque ya sabemos que se podía romper, un juramento de lealtad por parte de uno de estos probos homicidas solía ser garantía suficiente para depositar su confianza en el posible aspirante. También se recurría a hijos de samurai caídos en batalla como una forma de compensar a su valeroso progenitor. No obstante, y para curarse en salud y no les diera por cambiar de señor, era habitual que la familia del nuevo hatamoto también jurase lealtad al daimyo. Así, si alguien salía por los Cerros de Úbeda implicaba al resto del clan. En el caso de los shogun, sus hatamoto eran daimyo o samurai de elevado rango, por lo general los mismos aliados que le habían ayudado a auparse en lo más alto. Obviamente, eran hombres que además de estatus gozaban de unas rentas bastante jugosas, no inferiores de 10.000 koku. Un koku era el arroz que consumía un hombre al año. Con esto se perseguían dos fines: uno, que el daimyo no tuviese ganas de picar más alto y rebelarse contra el shogun; y dos, que gracias a sus rentas pudieran poner en armas a un determinado número de samurai. Básicamente era un sistema similar al feudalismo europeo: el noble vive de las rentas gracias a las tierras que le da la corona por sus servicios, y a cambio debe aportar tropas si es requerido a ello.


Castillo de Edo. Construido en 1457 por Ōda Dōkan, un daimyo del clan
Minamoto, se convirtió en un inmenso complejo de 16 km² y fue sede del
shogunato hasta su extinción
Los hatamoto que servían a un daimyo, como es lógico, disfrutaban de unas rentas más bajas, en este caso de entre 9.500 y 100 koku. La enorme diferencia de unos a otros marcaría el estatus del hatamoto que, como no podía ser menos, variaba enormemente en función del cargo que ostentase cada cual. Con todo, y para evitar aspiraciones por parte del ambiciosillo de turno y le diese por invadir al vecino, se generalizó la norma de que los hatamoto con rentas inferiores a 500 koku se les entregasen en metálico. Esto hizo que, al dejar de tener que vivir en el campo, optaran por mudarse al castillo del daimyo, donde quedaban alojados con su familia. De ese modo se mataban dos pájaros de un tiro: se eliminaban riesgos de posibles rebeliones y se tenía controlado al personal que, por muy leal que fuese, siempre podía cambiar de opinión. Desde luego, la vida de esta gente debía ser la leche de estrasante, siempre pendientes de que Fulano o Mengano salieran por peteneras.


Fotograma de "Kagemusha, la sombra del guerrero" (1980), magistral cinta
de Kurosawa que es obligatorio ver unas 72 veces. En la escena vemos como
el poderoso daimyo Shingen Takeda da el visto bueno para aceptar a un
ladrón como su doble. Esta práctica era bastante habitual si bien, como se
comenta, lo propio es que esa misión recayera en un hatamoto
Bien, con lo visto hasta ahora, más de uno pensará que el concepto de fidelidad de estos personajes era más frágil que el fémur de una mariposa, y que si los hatamoto eran los más fiables, cómo serían los menos fiables. Pero, y esto ya se ha comentado otras veces, pretender juzgar la mentalidad de estos orientales bajo nuestra escala de valores es misión imposible. Eran como eran y punto. Igual se dejaban sacar la piel a tiras, o se ofrecían a actuar como kagemusha (sombra del guerrero, un doble para atraer sobre su persona el fuego enemigo), o no dudaban en matar a toda su familia si su señor se lo ordenaba que podían cambiarse las tornas por cuestiones que para nosotros serían baladíes. Por ejemplo, si el daimyo abrazaba una secta del budismo distinta a la de uno de sus vasallos, o si cambiaba de bando y su apoyo iba a parar a otro aspirante al shogunato. Y todo porque igual ese hatamoto era un fiel seguidor de otra secta, o por lazos familiares todo su clan estaba unido al aspirante a shogun traicionado por su señor. En fin, era lo que había. Los daimyo buscaban afanosamente aumentar su influencia política y militar, así como las tierras bajo su control y, del mismo modo, los samurai a su servicio también tenían sus ambiciones y sus ganas de medrar, como está mandado.


El daimyo se acaba de apoderar de una fortaleza. Junto a él camina su karō,
mientras le siguen los mensajeros que se distinguen por sus vistosos
sashimono con los colores de su señor
Ahora bien, los hatamoto no eran ni mucho menos una organización o grupo homogéneo, ni debemos verlos como una simple guardia personal porque sus atribuciones eran mucho más amplias y siempre dentro de un complejo organigrama meticulosamente detallado donde cada cual, como hemos dicho, tenía un cometido muy concreto. Así, el hatamoto más importante era el karō, que era el rango más elevado que se podía alcanzar al servicio de un daimyo. Por lo general, el karō gozaba de la confianza más absoluta, hasta el extremo de ser el que quedaba al mando del castillo y el territorio del daimyo cuando este tenía que ausentarse por cualquier motivo. De hecho, era habitual que el señor confiara más en su karō que en su propia familia, de quiénes podía esperar alguna que otra alevosía. Este cargo lo convertía de facto en su mano derecha tanto en el campo de batalla como en las cuestiones domésticas en tiempo de paz, por lo que su capacidad debía abarcar cuestiones tan dispares como la milicia o la administración de las tierras de su señor, la administración de justicia o la lista de cuñados que debían cometer seppuku a primeros de año.


Hora de ponerse en marcha. Los bugyō debían ante todo estar preparados
para cualquier contingencia, y tenerlo todo dispuesto para partir de inmediato
en cuanto recibieran la orden
Pero, lógicamente, el karō no podía abarcar tanto sin ayuda de nadie. Por debajo de él estaban los bugyō, un pequeño ejército de supervisores que, al igual que el karō, permanecían junto al daimyo en el honjin durante la batalla como parte de su estado mayor (o sea, bajo la bandera) mientras que, una vez concluida la guerra, dedicaban sus quehaceres al buen gobierno de la hacienda de su señor. De hecho, había bugyō para todo. El más relevante era el ikusa bugyō, un inspector del ejército del daimyo responsable de que las tropas funcionaran como una máquina bien engrasada y, si era necesario, ayudaría tanto a su señor como al karō a la hora de tomar decisiones sobre la estrategia a seguir en la masacre de rigor. Por debajo estaba el maku bugyō, encargado del transporte, construcción y mantenimiento del maku o ibaku, las pantallas de tela donde el daimyo instalaba su cuartel general en campaña. En lo referente a las armas, estaban los yari bugyō, yumi bugyō, teppō bugyō y yoroi bugyō, inspectores de las lanzas, los arcos, los arcabuces y las armaduras respectivamente. Pero no solo de los hatamoto, sino de todas las tropas del daimyo. Su cometido era, como ya podemos imaginar, vigilar su estado de conservación, reponer o mandar reparar las armas averiadas o indicar las que debían adquirirse para reponer las que por uso o desgaste ya quedaban inservibles. Ciertamente, con la llegada de la paz durante el Período Edo, eso de tener a un hatamoto dedicado exclusivamente a inspeccionar el estado de unos cuantos cientos de lanzas todo el año suena a muermo, y que más lógico sería tener, en toco caso, un inspector para todo el armamento. Pero, insisto una vez más, eso sería lo razonable bajo nuestra forma de ver las cosas, que no tienen nada que ver con la de los nipones.


Un hatamoto permanecía toda su vida al servicio de su daimyo salvo
si palmaba en combate u obtenía un feudo del shogun. En caso
contrario, se vería como el probo homicida de la foto, calvo y con
unas cuantas canas tras décadas de servicio a su señor
De hecho, los bugyō no acaban aquí. Por un lado estaba el hata bugyō, el inspector de las banderas que, aparte de mimarlas y cuidarlas, era el que durante la batalla tenía como misión transmitir mediante señales las órdenes impartidas por el daimyo a las tropas en liza. También había un shogdu bugyō encargado de controlar todo lo que no fueran armas, o sea, los pertrechos propios de un ejército, y un hyōro bugyō que era el intendente, uséase, el encargado de las provisiones tanto de hombres como de animales, estando además a cargo de la adquisición de arroz, forraje y supongo que sushi en cantidad, así como de su almacenamiento y conservación tanto en los almacenes del castillo como durante los desplazamientos en campaña. El hyōro bugyō tenía a sus órdenes al konida bugyō cuya misión era supervisar todo lo concerniente al transporte de vituallas y bastimentos tanto en acémilas como en carros, vituallas que una vez en destino pasaban a manos del daidokoro bugyō que se encargaba de las cocinas. Finalmente, si el feudo de un daimyo estaba en zona costera y poseía naves pues, como no podía ser menos, nombraba a un inspector de los barcos, el fune bugyō. Como ya vemos, no dejaban absolutamente nada al azar, y esa legión de inspectores hasta venía de perlas, por si algo fallaba, para averiguar de inmediato quién era el responsable y a quién se le indicaría amablemente que su señor estaba irritado por su incuria, por lo que lo más adecuado era cometer seppuku para lavar su afrenta y partir a los campos celestiales de Buda con las tripas colgando pero, eso sí, con la honra a salvo.


Yūhitsu contabilizando los trofeos tras la batalla. La escena muestra como
toma nota de los yelmos que le han presentado. Imagino que las cabezas
que iban dentro estarían en el salón de belleza, poniéndolas presentables
Un rango bastante peculiar era el del yokome o ikusa metsuke, de categoría similar a la de los bugyō. El yokome era, por llamarlo de algún modo, la versión oriental de los prebostes europeos, que tendrían sus homólogos actuales en la policía militar. Por lo tanto, su misión era vigilar el comportamiento de las tropas y mantener una férrea disciplina tanto en la guerra como en la paz, que ya sabemos que los hombres de sangre ardiente se ponen a veces muy pesaditos cuando no tienen nada mejor que hacer que contarse batallitas. Debía hacer constar tanto los actos de cobardía como los heroicos para informar al daimyo quiénes se habían señalado en combate por ser unos cobardicas o por tenerlos bien puestos, pero su misión más importante era llevar rigurosamente la contabilidad de las cabezas. Como ya vimos en su momento, era costumbre entre los samurai cercenar la cabeza de sus enemigos y presentarla bien aseada y peinada en una ceremonia que tenía lugar tras la batalla- si la ganaban, naturalmente-, y en la que se vanagloriaban de haber derrotado al bravo Fulano o al invencible Mengano. Como es obvio, más de uno intentaría colar alguna cabeza de ashigaru de estrangis haciéndola pasar por la del gran guerrero enemigo, o bien la del gran guerrero que, en realidad, él no había logrado vencer, sino que había caído acribillado a tiros y aprovechó la coyuntura para cortarle la cabeza y atribuirse la victoria. Para controlar de forma exhaustiva todo ello estaba el yokome que, asistido por el yūhitsu (secretario), formaban una especie de consejo de guerra en el que, además de la contabilidad de las cabezas, se dirimía si el samurai que se las atribuía decía la verdad, y no gracias al falso testimonio de sus cuñados hábilmente sobornados con un tonel de sake.


Los hatamoto esperan al daimyo. En el centro vemos los guardias a caballo.
Delante, los mensajeros y en los flancos los guardias de a pie
Bien, este era el rol de los mandamases del hatamoto. Por debajo de ellos estaba el gundan, la mesnada en sí. La componía la uma mawari (guardias a caballo) que, al ser hatamoto de más rango y, por ende, con rentas más jugosas, además de sus personas colaboraban con una pequeña tropa de samurai o ashigaru en base a su poder adquisitivo. No obstante, los seguidores de este hatamoto eran agregados a las tropas regulares, no pudiendo formar parte de la elitista unidad. Al mismo nivel que los guardias a caballo estaban los tsukai-ban, los mensajeros.  Los aficionados a las pelis de samurai habrán visto más de una vez cómo un jinete portando una enorme sashimono o un horo en la espalda galopa a toda prisa por el campo de batalla. Su misión era comunicar de viva voz las órdenes que, por su complejidad o extensión, no era posible transmitir haciendo señales desde el honjin. La palabra de un mensajero debía ser considerada como una orden personal, directa e indiscutible del daimyo, y en alguna que otra ocasión algún oficial optó por no acatarla alegando que el jefe chocheaba o no estaba al tanto de la situación en un determinado punto en el campo de batalla. Como suele pasar desde tiempos de Caín, si la desobediencia salía bien y daba la victoria, el transgresor podía salir bien parado. Sino, ya sabemos como solucionaban estos probos orientales los errores porque en esos casos no se hacían preguntas, ya me entienden...


El enemigo pretende irrumpir en el honjin. En ese momento, todos los
hatamoto actúan como impulsados por un resorte y rodean a su señor,
formando una muralla humana. Muchos murieron defendiendo la
vida de su daimyo, lo que era el honor más honorable de la galaxia
Los últimos del escalafón entre los hatamoto eran los kojūninban, los guardias a pie. Eran los samurai de menos rango si bien su estatus era muy superior al de la infantería regular. Por su cercanía, eran generalmente los que defendían directamente el honjin, y para diferenciarlos de los demás infantes solían mantener una uniformidad que permitiera diferenciarlos del resto del personal. Para ello, vestían armaduras similares y, en el caso de los guardias de un shogun, para resultar aún más visibles usaban armaduras idénticas con el kabuto (el casco), los sode (las hombreras) y los haidate (las escarcelas) lacadas en oro, que para eso servían al mandamás del Japón. El número de efectivos tanto de los guardias a caballo como a pie estaban en consonancia con el poder adquisitivo del daimyo al que servían si bien los shogun, a los que le sobraba la pasta, disponían de varios grupos de 50 jinetes, cada uno al mando de un kashira, mientras que la guardia de a pie la nutrían varios grupos de 20 hombres, cada uno al mando de un kōjunin kashira.


Un koshō junto al daimyo, siempre atento para cumplir el más mínimo
deseo de su señor
Bueno, este pequeño galimatías eran los hatamoto, los hombres más selectos destinados a guardar al daimyo y a dar su vida por él. Solo resta mencionar a los koshō (pajes), mozalbetes que entraban a servir como hatamoto desde la adolescencia y que, por razones obvias, se acababan convirtiendo en los más leales al llegar a la edad adulta por el constante contacto personal con su señor, que se traducía con el tiempo en verdadero afecto. Las causas para poder convertirse en koshō eran muy diversas: para acoger al hijo de un leal servidor muerto en batalla, como una especie de rehén entregado por uno de sus vasallos como muestra de fidelidad o incluso procedente de la familia de otro daimyo aliado, como prueba de buena fe. Servir como koshō no solo era algo honorable aunque le tocara de vez en cuando acatar alguna orden desagradable ya que le permitiría adquirir una educación de primera clase en artes marciales y, con el tiempo, ascender de posición. Ya comentamos al principio que estos ciudadanos valoraban en gran medida la meritocracia, y tener la oportunidad de distinguirse en combate o, ya puestos, salvar la vida de su señor, podía suponer no solo verse convertido en bugyō o karō, sino incluso en daimyo.


Hijikata Toshizo, uno de los últimos hatamoto.
No deja de resultar pintoresca su indumentaria
occidental con el wakizashi asomando bajo
la levita. Palmó de un balazo en junio de 1869,
durante la Guerra Boshin
En fin, criaturas, estos fueron los selectos hatamoto. A lo largo del Período Edo, la ausencia de conflictos los acabó convirtiendo en funcionarios, dejando atrás su faceta bélica mientras que los daimyo fueron prescindiendo de ellos porque les interesaba más vivir bajo la sombra del shogun en los castillos de Osaka o Edo, por lo que los hatamoto solo subsistieron al servicio del shogun hasta que en 1868 se dio término al régimen del shogunato con la Guerra Boshin, por la que el poder regresaba a manos del emperador. Los otrora poderosos samurai pasaron a la historia para ceder su influencia a los políticos y los militares. 

Y colorín colorado, la historia de los hatamoto ha terminado.

Hale, he dicho

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El daimyo en su estrado flanqueado por dos koshō que, cuando lleguen a la edad adulta, servirán a su señor hasta
las últimas consecuencias. 

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