martes, 13 de octubre de 2020

CALABOZOS Y MAZMORRAS. EL MITO

 

Dependencias y almacenes subterráneos del alcázar de Niebla (Huelva). Con el atrezzo adecuado, nadie
dudaría que ese castillo fue sede de una de las más horripilantes cárceles del planeta. Sn embargo, la realidad era mucho más prosaica. Ahí solo se guardaban los víveres y el armamento de la guarnición.

Hace ya casi nueve años (el tiempo inexorable, carajo, etc.) que han pasado a una velocidad tan terrorífica que me he hecho pipí encima tres veces seguidas cuando he visto la fecha, se publicó una entrada acerca de estos pequeños, malolientes, inhóspitos y desagradables habitáculos donde, según el imaginario popular, languidecían probos ciudadanos víctimas de la arbitrariedad de los gobernantes. No deja de ser curioso que se suela identificar a los huéspedes de las mazmorras con inocentes e indefensos villanos y nunca con asesinos, violadores y demás fauna con la sesera podrida pero, en fin, es uno de tantos estereotipos que, por repetidos, ya son tomados como inapelables. Precisamente para desmitificar esa imagen distorsionada se publicó esa entrada que, con el paso del tiempo, conviene actualizar y añadir más datos de interés no sea que algún cuñado se haya ilustrado durante ese tiempo y nos pueda dar algún sobresalto. Veamos pues...

Miniatura de la Crónica de Lucerna que muestra a dos guardias
prendiendo a un sospechoso. Delante va el alguacil con un manojo
de llaves en la mano que serán de las dependencias municipales donde
se encerrará al detenido a la espera de juicio

Ante todo conviene ponernos al tanto de la terminología de la época ya que, de lo contrario, podemos errar a la hora de identificar en qué consistía ser apresado y permanecer prisionero. Hoy día, esos términos significan ser detenido por la autoridad y estar recluido en un establecimiento penitenciario, pero en la época que nos ocupa tenían un significado distinto. Según Covarruvias, una prisión era "los grillos y cadenas que echan al que está preso" si bien ya en las Siete Partidas de Alfonso X los términos cárcel y prisión se señalan como un lugar o encierro de circunstancias ya que las cárceles, tal como las conocemos, simplemente no existían. Según la ley VII del título XXIX de la VII Partida, "guardado debe ser el preso en aquella prisión o en aquel lugar do el judgador mandó que lo guardasen fasta que lo judguen para ajusticiarlo o para quitarlo". O sea, que el preso era retenido en una dependencia del cabildo municipal o donde se considerase más oportuno para mantenerlo a buen recaudo hasta la celebración del juicio. Ojo, solo procedía este arresto provisional si la persona que ejerciese la autoridad consideraba que la fuga era probable ya que "non deben meter en cárcel nin en otra prisión (…) si el preso otorgase delante del judgador que habie fecho el yerro por que fuera recabdado o gelo hobiesen probado", lo que viene a decirnos que si el presunto delincuente reconocía su delito o alguien lo probaba, este quedaría en lo que hoy denominamos "en libertad con cargos". Solo "si aquellos que lo hobiesen en guarda se temiesen que se irie (...) lo pueden meter en fierros, et tenerlo guardado en ellos en aquel lugar en que lo encomendaron, de guisa que puedan ser seguros dél que se non vaya", es decir, que solo si se consideraba que había un elevado riesgo de fuga es cuando se mantenía preso al delincuente. En este sentido, como vemos, no han cambiado mucho las cosas y queda claro que las leyes, al menos en Castilla, eran bastante garantistas, y no tan implacables como se suele pensar.

Prisionero a la espera de juicio. Es Castilla estaba legislado que la demora
no podía superar los dos años, o sea, menos que ahora. Como vemos, los
prejuicios sobre el medioevo dan lugar a errores monumentales

Bien, aclarado este punto, ¿había lo que conocemos como un código penal? La verdad es que desconozco los aspectos legales de otros reinos de Europa si bien colijo que debían proceder de leyes consuetudinarias o descendientes del derecho romano. En Castilla se regularizó con las Siete Partidas antes citadas las cuales detallan de forma prolija y minuciosa qué era delito y qué no, y qué castigos merecían según las circunstancias. De hecho, se tenían en cuenta atenuantes y eximentes que el individuo podía alegar en su defensa, aportando además los testigos que fueran necesarios. Sin embargo, en lo tocante a las penas no se tenía en cuenta la privación de libertad sin más. Como se ha dicho, el encarcelamiento era una situación circunstancial mientras se incoaba el proceso y, al menos por estos lares, solo en caso de riesgo de fuga, pero cuando el juez sentenciaba no había lugar para mandar a un fulano al trullo. Los castigos eran de otro tipo, y ciertamente muy diversos según el delito. Solo tengo noticia de que en la Inglaterra de Enrique II se podía condenar a un año de prisión a los que mintieran en un proceso, pero su lugar de encierro era el mismo que el usado con los presos en espera de juicio.

Reo en un brete al que, para chincharlo más, han añadido un cepo
para inmovilizarle la cabeza. Pasar una semana así debía ser
enormemente molesto, las cosas como son
La pena más severa era, como ya podrán imaginar, la de muerte que, dependiendo del crimen cometido podía ser razonablemente digna o repulsivamente cruenta. Así, el reo podría ser ahorcado, decapitado, o bien quemado vivo- suplicio que se solía aplicar a los traidores y a los sodomitas- enrodado, eviscerado o descuartizado por cuatro pencos o, en el caso de los parricidas, la PŒNA CVLLEI, la pena del saco recogida en el derecho romano que aún perduraba siglos más tarde. A continuación venían castigos mayoritariamente físicos: amputación de manos, orejas o narices, flagelaciones o aplicación de hierros candentes. Los incruentos consistían en destierros, multas, confiscación de bienes o los típicos bretes o jaulas donde el reo era expuesto durante un breve tiempo al escarnio público y a la mala leche supina de la sádica chavalería medieval. Del mismo modo se podían imponer penas consistentes en trabajar las tierras de realengo o en las minas, o sea, trabajos forzados, nada de celda con aire acondicionado, tele por cable y ducha
.

Evisceración con desollamiento previo. Los verdugos medievales
eran verdaderos catedráticos en anatomía, y capaces de mantener vivos
a los reos el máximo tiempo posible. Resulta increíble que, a la vista de
semejante panorama, hubiese sujetos con ganas de delinquir

Para los siervos había un añadido aplicable solo a ellos por su condición social y que consistía en permanecer aherrojados durante la duración de la pena, que podía ser perpetua. Pero no metido entre rejas, sino deslomándose de sol a sol. ¿Que dónde dormían? Pues en cualquier sitio: en una choza, en las dependencias del servicio del cabildo, en las del noble al que servía... cualquier sitio era bueno para desplomarse agotado sobre un jergón infestado de chinches. Como vemos, la privación de libertad como tal ni se tenía en cuenta porque los castigos eran vistos de dos formas: por un lado, una represalia o venganza por el delito cometido. Lo del ojo por ojo se consideraba legítimo y justo. Por otro lado, dichos castigos debían ser ejemplarizantes, o sea, disuasorios para quitar al personal las ganas de delinquir si bien ya sabemos que, desde tiempos de Caín, no hay forma de meter en cintura al personal, y el que es un golfo, un psicópata o un político no conoce el freno a sus bajos instintos por muy chungo que tenga el porvenir si le echan el guante, y eso por desgracia lo vemos a diario. Con todo, al menos antaño las víctimas y/o su familia recibían satisfacción cuando veían al violador, al asesino o al ladrón con medio palmo de lengua fuera y pataleando colgado de una soga, y no como ahora, que matas a 50 personas y no cumples ni un año de cárcel por víctima. 

Este tipo de grilletes con barra pasante lo más que permitían era caminar
como un pingüino con artrosis. Si se fijaban a un muro ni eso

Ahora viene la primera pregunta: ¿Entonces, no había tipos encarcelados en plan conde de Montecristo? Pues no. De hecho ni había cárceles. Los únicos que se veían relegados a un tiempo de confinamiento largo eran los prisioneros de guerra, que eran alojados en cualquier sitio donde no se pudieran escapar y, además, aherrojados para ponérselo más difícil y, ya en el Renacimiento, los condenados a galeras. A los primeros se les podía meter en simples barracones durante la noche ya que no iban a estar sin dar golpe en todo el día, sino que debían currarse la bazofia que les daban de comer. Podían ser enviados a trabajar en obras de fortificación o de cualquier tipo bien escoltados por guardias que no dudaban en molerlos a palos ante el más mínimo atisbo de flaqueza o rebeldía. Los grilletes, cerrados mediante remaches, imposibilitaban salir corriendo sin más y las fugas eran prácticamente imposibles salvo que se comprara la voluntad de algún guardián. Y los segundos surgieron cuando el poder naval español aumentó en el siglo XVI hasta el extremo de no disponer de remeros a sueldo, por lo que no quedó otra que recurrir a reos de toda calaña. Con todo, las penas de galeras no excedían nunca de diez años en los que, con insistencia machacona, los cómitres y sotacómitres informaban al personal por la megafonía de la nave en forma de rebenque que aquello no era un crucero de placer, sino todo lo contrario.

Ruinas del castillo de Dürnstein, donde pasó más de un año el leonino
Ricardo I. En estos casos se destinaba como prisión un aposento decente,
amueblado acorde al rango del cautivo e incluso con la posibilidad de
pasear por el castillo. Los reyes guardaban consideración hacia los de su
mismo rango por respeto hacia la institución monárquica
 

Así pues, solo había un tipo de cautivo que sí podía acabar metido en un calabozo durante años o toda su vida: los presos políticos y los prisioneros de guerra de cierta categoría, que eran bien guardados a la espera de que alguien pagase un rescate por su vida. Su permanencia en el encierro no dependía en este caso del carcelero, sino de la parentela que debía recaudar los dineros para que soltasen al desdichado, lo cual podía demorarse a veces mucho tiempo. Por ejemplo, todo un rey como Ricardo Corazón de León se vio 14 meses bien guardado en el castillo de Dürnstein por el emperador Leopoldo de Austria mientras que su sibilina y taimada madre esquilmaba toda Inglaterra para recaudar los 150.000 marcos de plata exigidos como rescate mientras que su aún más alevoso hermano Juan, que ejercía la regencia y daba pie a inventar las leyendas de Robin Hood y el sheriff de Nottingham, ofrecía al germano 80.000 por no dejarlo volver jamás de los jamases y que tirara la llave de su prisión a un pozo bien hondo.

Los que lo tenían francamente negro eran, obviamente, los presos políticos. No interesaba matarlos para no convertirlos en mártires, así que lo más sensato eran meterlos en las entrañas de cualquier fortaleza y dejarlos allí hasta que dejaran de ser un peligro o, mejor aún, dejaran de respirar y el pueblo y sus partidarios acabaran olvidándolo. Muchos personajes, más o menos conocidos, tuvieron la mala idea de ponerse en plan bravo con los monarcas en una época en que la justicia era el rey, y el rey era el que dictaba las leyes y hacía y deshacía lo que le daba la real gana, y nunca mejor dicho. Obispos, nobles, militares de alto rango e incluso familiares cercanos a las testas coronadas fueron a parar a castillos de donde muchos solo salieron metidos en una caja camino de su destino de reposo final porque, eso sí, las disposiciones de tipo funerario solían respetarse escrupulosamente, por si acaso. 

Maqueta del castillo de Chinchilla, en cuya torre, volada por los gabachos
durante la francesada, fue encerrado el alevoso Borgia
Y por esa razón, muchas fortalezas han tenido como huéspedes a estos ilustres personajes: la Torre de Londres, cuya lista de invitados forzosos es larguísima o la Torre de Belém, en Lisboa, también con un buen número de inquilinos, serían buenos ejemplos de lo dicho. Otras fortificaciones han sido menos sonadas, pero no por ello dejaron de custodiar a celebridades. Tenemos el castillo de Chinchilla, en cuya torre pasó una buena temporada el desmedido César Borgia, o el de La Mota, donde también pasó unos meses antes de fugarse en octubre 1506. Este último también acogió a Hernando Pizarro, a Rodrigo Calderón- el que tuvo más orgullo que nadie en la horca- y a Fernando de Aragón entre otros. En fin, la lista de prisiones de estado es bastante extensa, pero eso no implica que fueran cárceles según nuestro concepto actual, sino lugares donde mantener a buen recaudo a los enemigos de la corona y que, en muchos casos, no eran encarcelados por delitos concretos, sino porque su influencia o su poder podían ser contrarios a los intereses del estado, así que se los metía en una puñetera torre con siete llaves y santas pascuas
.

Torre de Belém, en el estuario del Tajo. La prisión de habilitó en el subsuelo,
donde se encontraban los pañoles. Su primer huésped fue Pedro da Cunha, en 1589 

En este punto llega la segunda pregunta: Entonces, ¿existían o no las tenebrosas mazmorras? Porque tenemos claro que un castillo sin mazmorra es como una tarta de cumpleaños sin velas, y damos por sentado que cualquier castillo decente debía albergar en sus entrañas uno o más pútridos tugurios, y si los tenían era por algo. Pero esa es la cosa: ¿los tenían? Volvemos a confundir churras con merinas debido a que, como vimos con el término prisión, calabozo y mazmorra, no tenían en la Edad Media el significado actual. Volvamos a recurrir a Covarrubias, que nos dice que calabozo es una palabra compuesta del árabe y el castellano. "Cala" provendría de "q'alat", o sea, castillo, y de pozo. Un pozo en un castillo, vaya. Esto vendría a significar un pozo o subterráneo fuerte y seguro, pero no necesariamente para hacer de cárcel, sino para guardar cualquier cosa que se quiera tener a buen recaudo. Podía ser un silo, un almacén, dineros o, naturalmente, un preso. 

A la derecha, en primer término, vemos la puerta de la torre de
Jaime I, en el castillo de Monzón. Fue usada como prisión por los
templarios mientras ostentaron la tenencia del castillo
En cuanto a mazmorra, es un término árabe que proviene de "matmūrah", que viene a significar lo mismo: silo, aljibe seco o subterráneo. Al parecer, los moros tomaron la costumbre de meter a sus esclavos en estos silos durante la noche para que no tomaran las de Villadiego, de donde posiblemente tomó la acepción actual asociándolas con lugares donde encerrar al prójimo
. Así pues, la respuesta es no. Por norma, no se construían dependencias específicas para retener presos en los castillos por dos motivos, a saber: uno, porque los castillos no estaban destinados a servir de prisión salvo casos muy concretos que ya hemos visto; y dos, porque no hacía falta. Bastaba meter al preso en uno de estos silos, almacenes subterráneos o incluso aljibes sin uso descolgándolos con una soga y una garrucha o una escala de mano y de allí no salía salvo que le nacieran alas en la espalda. Otra opción era la cámara de una torre en cuya puerta el herrero colocaba un cerrojo en un periquete o, para más seguridad, empotraban en el muro unas argollas donde asegurar unas cadenas con sus correspondientes grillos. Solo se tiene constancia de casos excepcionales de castillos en los que sí se construyeron prisiones subterráneas y que veremos más adelante, pero lo habitual es que se trate de simples dependencias destinadas a usos en modo alguno relacionados con el tema que nos ocupa.

Este antro del castillo de Loarre, identificado como un almacén
de víveres o una bodega, es lo suficientemente tenebroso como
para desencadenar la imaginación del personal

¿De dónde proviene entonces ese mito? Tras la Edad Media han ido surgiendo muchos relatos en los que salen a relucir estos siniestros tabucos sin que, en realidad, se tuviera constancia de su existencia, pero como el morbo resulta especialmente atractivo al personal, pues los bulos sobre lúgubres calabozos han tenido mucho éxito, sobre todo a la hora de victimizar a alguien medianamente popular que no caía bien a los mandamases. Cuando los castillos dejaron de ser centinelas del territorio para convertirse en vetustos edificios abandonados, en el momento en que aparecía uno de estos subterráneos ya nadie lo dudaba. No era un silo o una cisterna, sino una mazmorra donde algún desgraciado las pasó moradas. La imagen es siempre la misma: suelo pétreo cubierto de paja podrida, ratas, obscuridad absoluta o, a lo sumo un ínfimo ventanuco, imposibilidad de evacuar heces y demás desechos orgánicos y dieta de pan y agua. ¿Cuánto tiempo puede resistir una persona en semejante ambiente, zambullido en bacterias y en la oscuridad más absoluta sin volverse completamente loco y/o contraer cualquier enfermedad de tipo infeccioso, por la humedad, etc.? Eso, más que una cárcel era en realidad una ejecución en cámara lenta. Así pues, ya vemos que muchas terribles prisiones no han sido tales, y que muchos presos de estado no eran confinados por sistema en agujeros sumidos en las tinieblas, sino en dependencias soportables independientemente de que su encierro durase años y años. De hecho, a los alcaides de les asignaba una determinada suma para el mantenimiento de estos presos para que no tuviera que gastar de los dineros de la tenencia y para que su estancia no fuese tan espeluznante como se imagina si bien, como ya podrán suponer, hubo un poco de todo. En cualquier caso, como ya dijimos anteriormente, se darán pelos y señales sobre las prisiones que se conocen o se tienen una certeza probable de que lo fueron en algún momento.

Bueno, criaturas, con todo lo dicho imagino que ya habrán desterrado el mito de los calabozos y mazmorras que tanto morbo dan en el momento en que se ve un agujero en el suelo de cualquier castillo. Y como ya me he extendido y estos de Blogger hacen que esto funcione cada vez peor, hasta el extremo de que por cada imagen que cuelgo se desconfigura el texto, pues ya estoy un poco muy bastante cansado, así que mañana o pasado seguimos.

Hale, he dicho 

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