El castillo de Mauterndorf, penúltimo alojamiento decente del ciudadano Hermann. Hoy día se usa como centro de convenciones y restaurante |
El 7 de mayo de 1945, cuando el ciudadano Adolf y señora llevaban ya una semana convertidos en momias calcinadas o, según los conspiranoicos de nuestros días, viajando en un submarino camino de Argentina, el otrora todopoderoso Reichsmarschall Hermann Göring las estaba pasando putas. Repudiado por el extinto Führer y, por otro lado, con los hijos del padrecito Iósif aproximándose peligrosamente, no tenía otra opción que rendirse a los yankees si quería seguir vivo... de momento. Tras haber puesto tierra de por medio, se había alojado en el castillo de Mauterndorf, una fortaleza chulísima de la muerte construida hacia mediados del siglo XIII por el obispo de Salzburgo. El motivo de elegir ese escondite obedecía al hecho de que, en su día, su padre, Heinrich Göring, había trabado una íntima amistad con el que en aquel momento era el propietario del castillo, Hermann Epstein, ritter von Mauternburg, un probo galeno de familia conversa que incluso sujetó en la pila bautismal al bebé Hermann cuando aún era totalmente imprevisible que se convertiría en el segundo hombre más poderoso de Alemania. De hecho, el castillo era en aquel momento de su propiedad ya que la viuda del viejo ritter se lo había dejado en testamento a su muerte de 1939, así que se puede decir que estaba en su casa.
Castillo de Fishhorn, postrero alojamiento decente del ciudadano Hermann. Hoy día es propiedad privada |
Obviamente, eso no iba a librarlo de la quema aunque cerrara el castillo a cal y canto, así que aquella misma tarde contactó con el Cuartel General del 7º Ejército yankee, acantonado en Fitzbühel, una pequeña población tirolesa, haciéndoles saber que deseaba rendirse a ellos, concretando como punto de encuentro el castillo de Fischhorn, en Zell am See, al noroeste de Mauterndorf. Este castillo, cuyo aspecto difería totalmente del original debido a un incendio acaecido en 1920, había sido confiscado por los nazis en 1943 y usado desde entonces como centro de remonta, escuela de equitación de las SS y campamento subsidiario de campo de exterminio de Dachau. Le esperaba un buen paseo al ciudadano Hermann y familia, porque desde Mauternford hasta Zell am See había- y hay- 108 km. de distancia que, por las carreteras de montaña de la zona, no permitirían muchas prisas. Desde Zell am See hasta Kitzbühel el recorrido era justo la mitad, 54 km.
John Ernest Dahlquist (1896-1975) |
El mayor general John Ernest Dahlquist, comandante de la 36ª División de Infantería, se puso extremadamente contentito al saber que la pieza más codiciada del catálogo de fugitivos nazis deseaba rendirse a su división, por lo que delegó en su ayudante, el brigadier general Robert Ignatius Stack, para que se largara de inmediato a tomar posesión del ilustre personaje, lo que imagino también le haría dar palmitas de contento porque así pasaría a la historia con toda seguridad. De hecho, el palmarés de ilustres fugitivos que cayeron en manos de la 36ª División no fue baladí: el Generalfeldmaschall Gerd von Rundstedt, el Generalfeldmarschall Hugo Sperrle, el Generalfeldmarschall Robert, ritter von Greim, sucesor de Göring al mando de la Luftwaffe, el Reichsminister de Polonia Hans Frank, el Reichsleiter für die Presse der NSDAP (Jefe de Prensa del NSDAP para el Reich) Max Amman, antiguo compañero de armas del ciudadano Adolf durante la Gran Guerra y uno de los más encumbrados gerifaltes del partido, la cineasta Leny Riefenstahl, que además de realizar sus estupendos documentales de la UFA era una ferviente nazi y, finalmente, el almirante Miklós Horthy, regente de Hungría.
Robert Ignatius Stack (1896-1988) |
Al día siguiente, 8 de mayo, Stack partió hacia el castillo de Fischhorn junto a su ayudante, el teniente Harold Bond, y una escolta de hombres de 636º Batallón de Cazacarros. No creo que tardasen ni una hora en llegar, y cuando lo hicieron se encontraron la ciudad y el castillo ocupados por tropas de la 8ª SS-Division Florian Geyer, que informaron a Stack de que el ex-Reichsmarschall había sido retenido en un control de carreteras. Aunque de facto los tedescos se habían rendido, seguían manteniendo el control militar de las zonas donde aún había unidades que no habían depuesto las armas a cualquier contingente aliado. Tras varias horas de espera, Stack pasó de demorar más el encuentro con Göring, así que prosiguió su camino acompañado solo por su ayudante y un mayor del ejército alemán que se ofreció para que no tuvieran problemas con las tropas que aún pululaban por la comarca y los controles de carreteras que habían establecido por todas partes, no sé para qué porque, total, la guerra ya había acabado y ya solo les quedaba la opción de largarse en dirección oeste para no caer en manos de los bolcheviques, que estaban ávidos de tomarse cumplida venganza contra todo aquel que oliera, aunque solo fuese levemente, a esencia de esvástica.
Göring nada más apearse del vehículo que lo condujo a Kitzbühel. Desde ese instante, su destino estaba sellado de forma inexorable |
Obviamente, Stack se la jugó bien jugada, porque por el hecho de que la rendición se hubiera firmado no dejaba de estar rodeado de tedescos que, en un momento dado, podrían volarle la tapa de los sesos y si te vi no me acuerdo. Finalmente encontraron el coche de Göring con su mujer y su hija dentro y acompañado de una pequeña escolta militar. Estaba detenido en la carretera cerca de Radstadt, a unos 50 km. del castillo de Mauterndorf. El orondo ciudadano Hermann se apeó trabajosamente del coche, porque su superávit de arrobas no le permitían moverse con agilidad y se dirigió al militar yankee, que también se había bajado de su vehículo. Stack le preguntó si podía entenderle, a lo que Göring respondió que "yes, very good", por lo que el yankee le informó de que aceptaba su rendición y que lo llevaría al punto de encuentro pactado, el castillo de Fischhorn, donde pernoctarían para, al día siguiente, proseguir hasta Kitzbühel, donde lo esperaban ansiosisisisimos. Göring no pareció muy satisfecho ante la perspectiva de pasar la noche en un castillo ocupado por tropas de las SS sabiendo que, antes de palmarla, el ciudadano Adolf había ordenado su arresto y ejecución, orden que Martin Bormann se encargó de mantener vigente a pesar del deceso del Führer y aunque también se lo hubiese tragado la tierra unos días antes. Por otro lado, Stack tampoco estaba por la labor de que unos SS irredentos le arrebataran su preciado trofeo, así que permitió que cuatro hombres armados de la escolta de Göring vigilaran en la antecámara donde se alojó con su familia. Al resto de su escolta se les conminó a entregar sus armas.
A las 10:00 horas del día siguiente y tras ordenar a su escolta, que había permanecido en Fischhorn, desarmar a los SS, Stack se largó a Kitzbühel, donde los esperaba el general Dahlquist. Cuando el ciudadano Hermann llegó al Cuartel General, fue recibido con cierta cordialidad e incluso se le ofreció una copichuela de consuelo para, a continuación, compartir mesa y mantel con el general y su ayudante. Al cabo, el preso era todo un personaje, un mariscal del Reich, y lo trataron conforme a su rango. Esto le valió a Dahlquist una bronca monumental porque lo que Dahlquist no había acabado de entender era que no había capturado a un militar de elevado rango, sino a un futuro reo de cuatro cargos gravísimos y que, además, había sido uno de los cofautores de la guerra que acababa de terminar y del genocidio que en aquellos momentos aún estaban asimilando tras la liberación de los campos de exterminio. Por otro lado, Göring pronto pudo constatar que el cortés recibimiento ofrecido por Dahlquist no era más que un espejismo, que los aliados tenían otros planes muy distintos, y que ya podía despedirse de su vida de sátrapa rodeado de lujos, de sus suntuosas cacerías y de su colección de arte rapiñada por toda Europa. En resumen, se le acabó el momio.
El siguiente destino de Göring fue el Campo Ashcan, donde llegó el 21 de mayo. Desde aquel momento ya debió tener claro que los aliados estaban dispuestos a incoar un controvertido proceso creando para ello una serie de leyes AD HOC con efectos retroactivos que, jurídicamente hablando, carecían de todo precedente. El ciudadano Hermann no era precisamente tonto, y colijo que rápidamente se dio cuenta de que su suerte estaba echada. Tanto él como sus conmilitones iban a ser los primeros en pagar la onerosa factura que el nazismo había acumulado a lo largo de los años. En fin, así fue como Göring cayó en manos de los aliados, pensando quizás que sería tratado como un mero prisionero de guerra según los usos de siempre y que, tras un breve período de reclusión, se le permitiría retornar a Alemania donde, como pensaban muchos de sus compadres, formaría un gobierno destinado a hacerla resurgir una vez más de sus cenizas. Pero esa tarea recaería sobre otros porque, como dijo Von Schirac ante más de 400 periodistas cuando lo liberaron al concluir su pena en Spandau el 30 de septiembre de 1966, "das mit der Nazizeit ist vorbei" (la era nazi ha terminado). En realidad había terminado 21 años antes, pero en aquel momento hasta Himmler, que optó por una rápida autolisis el 23 de mayo de 1945 a la vista de lo negro que se le estaba poniendo el panorama, daba por sentado que los yankees y los british (Dios maldiga a Hearst y a Nelson) no tardarían en recurrir a las SS para mantener a los soviéticos a raya y, justo es reconocerlo, en cierto modo no andaba muy desencaminado.
Bien, sirva este introito para ponernos al corriente de las andanzas del orondo Hermann antes de caer en manos de sus enemigos. Ahora quizás convenga detallar una breve reseña sobre su personalidad antes de entrar a fondo en el meollo de la cuestión.
Por lo general, la visión que se tiene de este personaje es la de un gordinflón vanidoso, amante del lujo, la buena vida y, para colmo, un morfinómano empedernido, obviando otra serie de facetas de su carácter mucho más relevantes y que estudiaremos en esta breve semblanza. Ciertamente, Göring era un tipo fatuo, arrogante y con una afición desmedida por el lujo. Sus fastuosos uniformes, diseñados por él mismo sin atenerse a los reglamentos del ejército, su pechera cuajada de medallas y hasta el detalle de aparecer calzando espuelas, complemento totalmente prescindible en un mariscal de la fuerza aérea y que fue causa de mofa y befa por parte de sus enemigos en particular y del pueblo alemán en general, hicieron que pasara a la historia como un sujeto banal, idiotizado por las drogas y un incompetente de tomo y lomo como consecuencia de la derrota de la Luftwaffe en la Batalla de Inglaterra y su fallida promesa de que ningún avión british sobrevolaría Berlín. En la foto de la izquierda podemos verlo con sus espuelas junto a Keitel y Dönitz. La rechifla que provocó esta chorrada alcanzó tal magnitud que se ordenó que las fotos destinadas a la prensa fueran retocadas para eliminar las puñeteras espuelas. Sin embargo, casi nadie recuerda que durante la Gran Guerra fue un as de la Luftstreitkräfte con 22 victorias en su haber, poseedor de la ansiada Orden Pour le Mérite más las Cruces de Hierro de 1ª y 2ª clase, y que fue además el último jefe de la legendaria Jagdgeschwader 1, el Circo Volante de Von Richthofen. Por otro lado, aunque arrogante y altivo, era un tipo carismático, el típico fanfarrón que, si quería, se convertía en un sujeto capaz de atraer las simpatías de la gente, ser divertido y mordaz y, sobre todo, con una capacidad de liderazgo indiscutible. Más aún, mientras que la opinión más generalizada incluyendo la de sus mismos enemigos era que se trataba de un simple vividor que solo pensaba en qué chorrada más añadir a su ya abundante quincallería militar, la realidad es que Göring tenía un carácter frío y calculador. En resumen, digamos que tenía engañado a la mayor parte del planeta. De hecho, cuando su cuantioso equipaje con un guardarropa digno del atrezzo de un teatro fue registrado, digamos que "dejó" que le encontraran la ampolla de cianuro que los aliados sabían que muchos gerifaltes llevaban consigo para escapar de su justicia con efectos retroactivos. Hallada la ampolla, se alejó el temor de un suicidio, pero pensar que alguien como Göring no tendría varios ases en la manga dejando que le quitaran una de sus ampollas venenosas es que no lo conocía.
Tras ser desarmado y privado de sus medallas. Su rostro y su expresión no requieren comentarios |
Por otro lado, aunque su faceta de morfinómano hace que se le mire como un simple drogadicto, lo cierto es que empezó a consumir morfina como consecuencia de una herida en la ingle recibida durante el fallido Putsch de Múnich de 1923 que le producía constantes y agudos dolores, y en aquella época el tema de los analgésicos no funcionaba como ahora. Obviamente, a medida que pasó el tiempo tuvo que ir aumentando progresivamente la dosis de forma que, cuando cayó en manos de los yankees, su ración diaria era de entre 3 y 4 gramos de dihidrocodeína, un opiáceo menos potente que la morfina que incluso se usa como antitusígeno. Si a eso añadimos su obesidad mórbida- 118 kg. para un hombre de 1'78 según su ficha de detención- y su siniestra gestión en cuestiones relacionadas con la Solución Final, nos encontramos con que los méritos que pudiera haber acaparado durante su vida se vieron sepultados por sus errores, que fueron muchos. Así pues, los yankees se vieron ante un gordinflón de rostro demacrado, cerúleo y facciones abotagadas, medio atontolinado por la morfina y un poco bastante apabullado porque, tras haber sido el alter ego del ciudadano Adolf, se vio con la cabeza puesta a precio y repudiado por el partido al que había servido fielmente durante más de 20 años.
Este Göring redivivo, cuyo aspecto es totalmente distinto al de la foto anterior, mostró su verdadera personalidad y su indudable inteligencia |
Sin embargo, el controvertido Hermann aún les depararía más de una sorpresa. Tras una intensa cura de desintoxicación para limpiarle la sesera de opiáceos y un régimen que le hizo perder casi 30 kilos, cual Ave Fénix, Göring resurgió de sus cenizas. Nada más empezar el proceso se convirtió en el líder del resto de los acusados, lo que no era moco de pavo tanto en cuanto él había sido considerado como un apestado cuando aún detentaba el poder el ciudadano Adolf, y en el estrado se sentaban hombres poderosos como Dönitz- nombrado por el Führer como su sucesor- Frick, Keitel, Speer o Von Ribbentrop. Pero, en honor a la verdad, ninguno de ellos tenía el carisma y la arrolladora personalidad de Göring, que tras recuperarse de sus miserias convirtió los interrogatorios en un suplicio para los fiscales, incluyendo al tenaz Robert Jackson, al que más de una vez dejó en evidencia ante la rechifla, no solo de sus conmilitones, sino incluso del público asistente en la sala. De hecho, Göring no era ningún paleto. Cuando lo trincaron los yankees, entre otras pruebas médicas le hicieron un test de inteligencia que dio como resultado un C.I. de 138, por lo que nos encontramos con un superdotado que, además, dominaba el inglés y podía anticiparse a los traductores para preparar unas réplicas mordaces y agudas que ponían en un brete a los acusadores.
Göring saliendo del ascensor que comunicaba la galería de prisión con el estrado de los acusados durante el proceso |
Y no solo puso en apuros al colegio fiscal, sino al mismo tribunal tanto en cuanto su liderazgo sobre sus conmilitones llegó al extremo de influir en sus declaraciones, por lo que se le prohibió dirigirse a ellos durante las sesiones del juicio y se le privó de comer junto a sus antiguos colegas, por lo que el rancho carcelario le era servido en su celda. Su agudeza mental sorprendió a todo el mundo, y hasta el mismo sir William Birkett, juez sustituto de sir Geoffrey Lawrence, presidente del tribunal, dejó escrito que "...Göring demuestra ser un hombre habilísimo, capaz de intuir el íntimo significado de cada pregunta casi en el mismo momento en que le es formulada. (...) Ciertamente, Göring no es el hombre acabado que todos esperaban o profetizaban." Todo lo dicho por Brikett lo pudo constatar Jackson, el presidente del colegio fiscal, que se reservó para sí la principal presa del proceso, y salió escaldado más de una vez a manos del sutil y taimado pico de oro del ex-Reichsmarschall. Cuando se supo que la sentencia a muerte implicaba ser ahorcado, Göring, Keitel y Jodl solicitaron que, como militares, fuesen pasados por las armas. Intento vano porque antes incluso de iniciar el proceso el método de ejecución ya estaba decidido: se regiría mediante el sistema anglosajón, por lo que las ejecuciones serían mediante la horca.
Göring devorando su magra pitanza carcelaria en su celda, castigado al ostracismo por mandón. Obsérvese como tras el foco, el PM de guardia no quita el ojo de encima tanto al preso como al fotógrafo |
Bien, tras este resumen nos trasladaremos a la celda nº 5, dónde el ciudadano Hermann mantiene un debate teológico con el pastor luterano, el capitán castrense Henry Gerecke en la víspera del 16 de octubre, día señalado para llevar a cabo las ejecuciones. Göring, aunque con el temor reverencial de alguien educado en el luteranismo, en realidad pasa del tema religioso por lo de Gerecke, viendo que sus exhortaciones son inútiles, hace un último intento informándole de que Keitel, Ribbentrop, Sauckel, Raeder, Speer, Fritsche y Von Schirach no solo han comulgado, sino que incluso se han mostrado muy arrepentidos por haber sido malos malosos. Pero Göring lo tiene claro y le dice en tono enigmático que se arriesgará a afrontar su final a su manera. Gerecke se da por vencido y se larga con viento fresco. A continuación, Göring se recuesta en el catre y pasa cosa de media hora leyendo. Solo se levanta para ir al servicio que, como recordaremos, estaba en el único ángulo de la celda que quedaba fuera de la vista de los guardianes. Se supone que orinó y luego volvió al catre, se quitó las botas y se calzó unas zapatillas. Según informaron los guardias, estaba inquieto. A las 21:15 horas se quitó su ajado uniforme de mariscal, se puso su pijama de seda azul y se metió en la piltra, tapándose con la manta y poniendo las manos sobre el pecho. A las 21:30 horas, según el reglamento, se apagaron las luces de la galería y se atenuó la intensidad de las de las celdas, que nunca permanecían en la oscuridad. Göring, que había permanecido casi inmóvil y limitándose a frotarse la frente con una mano, se giró hacia la pared. Había llegado la hora de hacerle un corte de mangas a sus captores.
Bueno, hasta aquí llegamos con los preliminares, o sea, la detención de Göring y un pequeño resumen sobre su carácter. Para los que no hayan leído el artículo sobre las ejecuciones derivadas del proceso de Nuremberg, retomaremos la parte en la que el ciudadano Hermann decide tomar camino al Más Allá por su cuenta sin pasar por el cadalso nº 1 del gimnasio de la cárcel de Nuremberg en la madrugada del 16 de octubre de 1945, dos semanas después de haberse dictado sentencia y tras haber sido recibidas por el tribunal las negativas a las apelaciones que los condenados dirigieron a diversas instancias para escapar de la soga.
A las 22:47, el soldado de 1ª clase Harold Johnson, encargado de vigilar la celda 5 donde se encontraba Göring, echó el enésimo vistazo del día para controlar sus movimientos, pero lo vio tumbado de espaldas a la puerta y, de repente, ponerse rígido mientras emitía resoplidos y daba muestras de ahogo. Jonhson salió echando leches y llamó al suboficial de guardia, el sargento Tymchyshyn (vaya apellido, carajo), que acudió al galope. Sin abrir la puerta, vieron al ex-mariscal bastante perjudicado, con espasmos y convulsiones que no auguraban nada bueno precisamente. El sargento, que prefirió pasarle la patata caliente a otro, no se complicó la vida y dio aviso al teniente Norwood Croner, el oficial de la prisión, y al capellán Gerecke. Croner pensó que sería un ataque cardíaco o algo por el estilo, así que se largó en busca del doctor Ludwig Pflücker, un galeno alemán que en aquel momento permanecía como prisionero de guerra. Cuando llegó, el capellán había entrado junto a otro oficial, el teniente Arthur McLinden, que contemplaban la escena alumbrados por el foco que sujetaba el soldado Johnson. Pflücker tomó el pulso a Göring, que se estaba poniendo de un preocupante color azulado, exclamó que el reo estaba muriéndose y pidió que avisaran al teniente Charles Roska, oficial médico de la prisión y encargado de certificar la muerte de los reos durante las ejecuciones. Pflücker, que como alemán no quería comerse solo aquel marrón, prefería que hubiera presente un yankee para dar cuenta de lo sucedido por si a alguien se le ocurría culparle de negligencia o algo similar.
El capellán castrense luterano, capitán Henry Gerecke (1893-1961) |
Mientras Roska llegaba, Pflücker apartó la manta para auscultar al moribundo y vio que tenía un sobre en la mano. Sin atreverse a tocarlo sin testigos le pidió al capellán que recordara que había cogido el sobre de la mano de Göring para revisar su interior. Dentro había una vaina con un tapón y tres hojas de papel. Abrió la vaina y vio que dentro no había nada. Recordando el final de Himmler, en cuanto apareció Roska le pidió que revisara la boca del moribundo por si veía astillas de vidrio. Roska le tomó nuevamente el pulso y le miró el interior de la boca. En efecto, había restos de vidrio muy fino, el corazón de Göring se acababa de gripar para siempre, y un penetrante olor a almendras amargas salía de las fauces del ex-mariscal cuyo rostro, como divirtiéndose por haber gastado una postrera broma de mal gusto, se había quedado congelado esbozando una leve sonrisa con un ojo medio abierto y otro cerrado a modo de siniestro guiño. Eran aproximadamente las 23:00 horas, y el reo que debía inaugurar el patíbulo nº 1 acababa de palmarla sin que nadie pudiera imaginar de dónde leches había sacado el puñetero veneno, y más si consideramos que se realizaban a diario minuciosos registros que volvían literalmente las celdas como un calcetín.
Cuando Andrus fue informado del suceso casi le da un chungo y se larga a hacerle compañía al ciudadano Hermann. Ya se le había escapado otro preso de primera clase: Robert Ley, que se ahorcó de la cisterna de su celda con una toalla hacía un año justo, antes siquiera de empezar el proceso. Y ahora, nada menos que Göring se escaqueaba de la quema y, para colmo, él quedaba como un incompetente porque, a pesar de sus constantes registros, inspecciones y el rigor disciplinario impuesto a los presos, no había sido capaz de evitar que el astuto Hermann lograse introducir una ampolla de cianuro para largarse de este mundo haciéndole dos higas. Muy sumamente bastante cabreado, ordenó una inspección a fondo en las celdas de los demás reos por si alguno más tenía prevista una despedida inesperada, y mientras sus policías militares cacheaban hasta a las moscas que habitaban en las mismas, una Junta de Investigación convocada a toda prisa y formada por el coronel Hurless, el teniente coronel Tweddy y el mayor Rosenthal entraron en la celda nº 5 para constatar que, en efecto, el ciudadano Hermann ya no figuraba en la lista de vivos. Su piel había adoptado un tono gris azulado propio de una cianosis, y se tiraron nada menos que dos horas registrando un cuchitril de menos de 6 m² para no encontrar absolutamente nada sospechoso. Quién y/o cómo había sido introducido el veneno era de momento un misterio.
Andrus informa a los ocho periodistas seleccionados para presenciar las ejecuciones que el ciudadano Hermann ha hecho mutis por el foro |
Andrus estaba con un cabreo de antología. No solo había ordenado un registro minucioso de las celdas del resto de los presos, sino que incluso se les hizo un examen anal, por si acaso, y permanecer con la mano izquierda esposada a uno de sus guardianes mientras que llegaba la hora de comenzar las ejecuciones. Totalmente desbordado ante el escándalo que supondría la noticia de que el principal reo acababa de matarse en sus propias narices, hasta llegó a plantearse informar a la prensa de que Göring solo había sufrido un desvanecimiento y colgar su cadáver, como si la ejecución se hubiese llevado a cabo con todas las de la ley. Obviamente, esto pasaba ya de castaño oscuro, así que se resignó a dar cuenta de lo sucedido a los ocho periodistas que, mediante sorteo, habían sido seleccionados para presenciar los ahorcamientos en el gimnasio y que esperaban desde las 20:00 horas en una sala sin ventanas el momento en que les fuera permitido acceder al lugar de las ejecuciones. A las 23:30, Andrus les informó del suceso, pero les advirtió que ni se les ocurriera buscar la forma de divulgar la noticia si querían salir de aquella dependencia. Más aún, ordenó a los PM que vigilaban la sala de prensa del Palacio de Justicia que absolutamente ninguno de los más de cien periodistas que esperaban el momento de informar a sus editores se acercase a las ventanas, y que caso de no ser obedecidos de inmediato estaban autorizados a abrir fuego contra él o los infractores. Como vemos, Andrus estaba un poco bastante desbordado por aquello.
Bien, así se desarrollaron los acontecimientos. Como ya se explicó en la entrada anterior, las ejecuciones comenzaron a las 01:11 horas del 16 de octubre en la persona de Joachim von Ribbentrop y terminaron con la de Arthur Seyss-Inquart a las 02:59 horas. Doce minutos más tarde, el cadáver de Göring fue trasladado al gimnasio de la cárcel de Nuremberg en una camilla para que diversos testigos pudieran dar fe de que estaba más tieso que un bacalao, y mientras los cuatro fotógrafos del ejército hacían la sesión de tétricos retratos, el sargento Woods se entretuvo en cortar como recuerdo trozos de 2 pulgadas de cada una de las sogas empleadas. Finalmente, los cadáveres fueron introducidos en sus respectivos féretros junto a las sogas para ser trasladados a Dachau, donde serían incinerados y sus cenizas esparcidas en las aguas del Isar. Aquí terminaba la historia del proceso de Nuremberg, pero acababa de empezar la investigación para averiguar cómo leches pudo obtener el astuto Göring la puñetera ampolla de cianuro que le había permitido escaquearse de la justicia humana. Obviamente, surgieron diversas teorías de lo más variopinto y que, por razones de espacio, omitiremos, quedándonos solo con las que de una forma u otra se puedan acercar más a la verdad, no sin antes dejar bien claro que jamás se supo, ni creo que a estas alturas se sepa nunca, quién, cómo y cuándo facilitó el veneno al pícaro Reichsmarschall.
Para ello debemos remontarnos hacia finales de 1943 o principios de 1944. En aquel momento, aunque nadie se atrevía a reconocer que la guerra no iba tan bien como aseguraba la propaganda empezando por los más encumbrados mandamases, se encargó la fabricación de 950 contenedores para las cápsulas de cianuro. Para ello, como ya se ha dicho, se usaron vainas de fusil calibre 8x57 mm. a las que se fresó un estriado en el culote y otro en el tapón para facilitar su apertura. Obviamente, alguien que se va a quitar la vida tendría las manos temblorosas y cubiertas de sudor, así que había que hacer lo más fácil posible la extracción de la ampolla por todos los medios. Estos contenedores se elaboraron en los talleres del campo de Sachsenhausen y enviados a la Cancillería del Reich para ser distribuidos entre aquellos que, por su estatus en el partido o el ejército, estuvieran decididos a no permitirse caer en manos de los aliados, especialmente de los hijos del padrecito Iósif y su tenebrosa NKVD, al mando por aquel entonces de uno de sus más selectos psicópatas, Lavrenti Pávlovich Beria. Como dato curioso y según se pudo comprobar por los punzones del culote en la vaina-contenedor de Göring, estas habían sido fabricadas en agosto de 1939 por la Finower Industrie GmbH de Brandeburgo que, cómo no, había usado mano de obra esclava, en este caso mujeres procedentes del campo de Ravensbrück.
Ludwig Pflücker (1880-1955) |
Cuando Göring se entregó a los yankees de la 36ª División, se le practicó el registro de rigor y, como se ha mencionado, se le encontró un contenedor con su correspondiente cápsula en una lata de café, por lo que estos pardillos dieron por sentado que ya habían conjurado el peligro de un envenenamiento. Estaban convencidos de que el gordo y amorcillado Reichsmarschall ya no tenía más veneno encima. Obviamente se equivocaban, porque nuestro hombre guardó otras dos ampollas que permanecieron ocultas a lo largo de su periplo carcelario, primero en el Campo Ashcan y luego en Nuremberg. Esto era un hecho palmario porque, a pesar de las cien hipótesis que se barajaron, nadie pudo haberle facilitado el veneno a lo largo del proceso. Los abogados tenían prohibido tocar a sus defendidos, los registros en las celdas eran arbitrarios y sorpresivos, e incluso se les cambió de celda en alguna ocasión para prevenir que, si alguno tenía algo escondido, lo dejara atrás. De hecho, hasta se consideró la posibilidad de que hubiese sido su mujer Emmy la que, en un postrero beso de despedida, se la pasase de boca a boca. Pero no. Las cápsulas siempre habían estado de alguna forma a la mano. Göring solo esperaba saber si las necesitaría o no. Volvamos por un instante al momento en el que el médico alemán, el Dr. Pflücker, destapó a Göring y encontró "un sobre", y entrecomillo sobre porque a lo largo de la investigación se mencionaron unas veces uno y otras veces dos, uno de ellos abierto por una esquina y que obviamente era el que había contenido el veneno, y otro en el que había tres cartas. Son bastante sugerentes.
Gustave Gilbert (1911-1977) |
Las cartas, todas escritas en alemán, estaban fechadas el día 11 de octubre, cuando los reos aún no sabían que sus apelaciones habían sido rechazadas. De hecho, para evitar intentonas desesperadas el mismo Andrus había decidido no informar a los presos hasta la víspera de las ejecuciones. Sin embargo, ese mismo día ya se supo por la prensa a la que los huéspedes de Nuremberg no tenían acceso, y Gilbert, cometiendo una evidente imprudencia, se lo dijo a Göring para "estudiar su reacción" y, de paso, hacerle saber que su petición de ser fusilado también había sido denegada. Göring no era tonto y sabía que sus apelaciones eran papel mojado, así que para lo único que sirvió el aviso de Gilbert fue para tener tiempo para organizar su autolisis. Si se hubiera enterado en la víspera del día 16, casi con seguridad no habría podido preparar nada. O sea, que cabe la posibilidad de que las cartas halladas junto a su cadáver hubiesen sido escritas posteriormente aunque con fecha del día 11. ¿Por qué? Fácil. Si durante un registro se las leen, lo que decía en ellas ya era motivo sobrado para sospechar que tenía preparado su final y, por otro lado, datarlas unos días antes del aviso oficial de la denegación de las apelaciones ponía en evidencia el rigor profesional de Gilbert, la celosa vigilancia ejercida sobre los presos y, sobre todo, a Andrus.
Dichas cartas habían sido guardadas en una caja fuerte por orden de la Comisión de Investigación, y fue lo mejor que hicieron para evitar el ridículo porque, cuando salieron a la luz pasado el tiempo, los textos de las mismas eran bastante elocuentes. Una de ellas iba dirigida al capellán, el capitán Derecke, y a su mujer. O sea, un primer párrafo estaba dedicado al pastor luterano y, aparte de darle explicaciones, le rogaba que se la hiciera llegar a Emmy Göring. La carta decía:
"Perdóneme, pero tuve que hacerlo así por razones políticas.(...) Hubiera dejado que me fusilaran".
Sobran las interpretaciones. En esta nota ya dejaba claro que no estaba dispuesto a acabar ahorcado. Era un mariscal del Reich y no iba a arrostrar semejante humillación. El texto que venía a continuación, más extenso, estaba dirigido a su mujer, Emmy, y era aún más explícito:
"...he decidido quitarme la vida y así no permitir que mis enemigos me ejecuten. Siempre habría aceptado una muerte por fusilamiento, pero un Reichsmarchall de la Gran Alemania no puede permitir que lo ahorquen. (...) ...quiero morir en silencio y fuera de la vista del público. (...) Él [Dios] me permitió los medios para liberarme de esta envoltura mortal, y que dichos medios nunca hayan sido descubiertos."
No hay que ser un lince para darse cuenta que había decidido matarse, que tenía a su disposición el veneno y, lo más importante, que siempre lo había tenido sin que nadie hubiera sido capaz de descubrir las cápsulas de cianuro. Pero por si a alguien le queda alguna duda, reproduciremos íntegra la carta destinada a Andrus, con la que evidentemente pretendía regodearse por haber sido capaz de sortear la estricta vigilancia de su carcelero.
Nuremberg, 11 de octubre de 1946Al comandanteSiempre he tenido la cápsula de veneno conmigo desde que me encarcelaron. En el momento de mi llegada a Mondorf (se refiere al Campo Ashcan, en Mondorf-les-Bains) tenía tres cápsulas. Dejé la primera en mi ropa (o la lata de café, da lo mismo) para que la encontraran al inspeccionarla. Puse la segunda debajo del perchero cuando me desnudé y la recuperé cuando me vestí. La oculté tan bien en Mondorf y aquí en la celda que, a pesar de las frecuentes y minuciosas inspecciones, nadie la pudo encontrar. Durante las audiencias del proceso la guardé conmigo en mis botas altas de montar.La tercera cápsula todavía está en mi pequeño neceser, en el bote redondo con crema para la piel. Podría haberlas usado dos veces en Mondorf si lo hubiera necesitado.Ninguno de los encargados de las inspecciones tiene la culpa, ya que habría sido casi imposible encontrar las cápsulas. Habría sido por pura casualidad.P.D. El Dr. Gilbert me dijo que el Consejo de Control se ha negado a modificar el método de ejecución por fusilamiento.
Sala de equipajes. En la balda superior se encuentran los enseres de Göring. La flecha señala el neceser donde guardaba el bote de crema |
Obviamente, esta carta arruinaba la reputación de Andrus como carcelero a pesar de haber sido elegido personalmente por Eisenhower, pero además ponía en evidencia a Gilbert, que se tenía que haber callado la boca y no lo hizo. La posdata en la que afirma que fue él mismo el que le puso al corriente de la negativa a ser fusilado deja claro que esa entrevista tuvo lugar. Sin embargo, hay un matiz que también es bastante revelador: la exoneración del personal de vigilancia. Eran sus enemigos, ¿qué más le daba que les metieran un paquete por no haber descubierto sus ampollas de veneno? Quizás porque pretendía proteger al que se lo facilitó, que no podía ser otro que un militar americano. Aquella carta, que en esencia lo único que pretendía era regodearse con el fracaso de Andrus, tenía más enjundia de lo que aparentaba. En cuanto a la tercera carta, dirigida al Consejo de Control Aliado, se limitaba a soltarles una altiva parrafada diciéndoles que consideraba una falta de consideración negarle la muerte mediante un pelotón de fusilamiento y que le daban dos higas arias la justicia de sus enemigos. Básicamente, esta misiva no contenía nada relevante para la investigación, así que la obviaremos. La madre del cordero estaba en la carta dirigida a Andrus.
En teoría, esta mordaz misiva habría bastado para dar carpetazo al asunto. Göring afirmaba que la cápsula mortal siempre estuvo en su poder y que la de reserva la tenía guardada en un bote de crema en su neceser depositado en la sala de equipajes, como así se pudo comprobar. El bote contenía una crema para aliviarse una dermatitis que padecía y que por su densidad y color obviamente ocultaría cualquier cosa salvo que alguien metiera los dedos dentro, cosa que nadie hizo. En teoría, repetimos, todo era correcto y se ceñía a lo dicho en la carta. Pero eso de "ninguno de los encargados de las inspecciones tiene la culpa" no acababa de cuadrar. ¿Por qué exonerar de una posible complicidad a uno o varios de sus guardianes? En este caso es perfectamente aplicable el aforismo latino: EXCVSATIO NON PETITA, ACCUSATIO MANIFESTA. Cuando se da una explicación que nadie ha pedido es que admite una culpa, y los mandamases asumieron de inmediato que Göring había recibido ayuda para sus manejos,
Pero, ¿cómo y por quién? Göring no podía arriesgarse a que una de sus dos cápsulas fuera hallada. En cualquier registro podía ser descubierta, por lo que la vigilancia habría sido férrea desde ese momento, y la posibilidad de recuperar su última ampolla anulada. Se barajaron diversas opciones al respecto que fueron tenidas en cuenta inicialmente, aunque fueron desechadas por improbables, cuando no imposibles. En primer lugar, que de forma puntual la guardaba en el recto. Sin embargo, en el análisis del contenedor no se encontró ni rastro de materia fecal. Por otro lado, a todos nos han puesto alguna vez un supositorio y sabemos que cuesta la propia vida retenerlo hasta que se disuelve en el recto, cuanto más una vaina de latón que hay que retener como sea y que puede escaparse en cualquier momento. La otra era la posibilidad de tenerla oculta en el reborde interior del inodoro, y para llevar a cabo una inspección a fondo la Comisión en pleno se personó el día 24 de octubre en la celda nº 5. Como saben, la salida del agua de la cisterna la conduce por presión por todo el contorno del grueso reborde interior de la taza para que caiga por todas partes. Obviamente, sería bastante arriesgado quitar el envase con la cápsula cada vez que tiraba de la cisterna (que por cierto no estaban en las celdas, sino fuera, para impedir precisamente ocultar nada dentro). Por otro lado, esta opción entrañaba dos riesgos más: uno, que podía caerse en cualquier momento sin darse cuenta; y dos, que Andrus podía ordenar de forma repentina un intercambio de celdas, como ya había hecho anteriormente, por lo que perdería su cápsula. También se consideró la posibilidad de que Göring se hubiese hecho una especie de bolsillo en la piel del ombligo para poder guardarla, pero el examen que se hizo de su cadáver desechó esa opción. También se pensó en el mismo sistema usado por Himmler, oculta en una muela, pero igualmente se comprobó que no era posible.
Tras desechar todas las opciones que permitirían haber mantenido al menos una cápsula en su poder durante meses, la conclusión final era evidente: ambas cápsulas habían estado siempre en la sala de equipajes. Pero, ¿cómo acceder a ellas? Veamos este asunto...
Jack G. Wheelis (1913-1954) junto a Göring. En el reverso de esa foto hay una dedicatoria del mariscal |
De entrada, todos los oficiales con autorización para acceder a la sala fueron interrogados y debieron firmar una declaración jurada de que no habían dejado entrar a nadie en la misma. Esa declaración era una gilipollez porque, por razones obvias, de haberlo hecho ninguno iba a reconocerlo. Pero la cosa es que ni siquiera hacía falta permitir el acceso a personas que lo tenían vetado. Ellos mismos podían haber sido el vehículo para sacar lo que fuera de la dichosa sala. Para ello, bastaba pasar una nota a los oficiales encargados de la custodia de la sala solicitando tal prenda o tal objeto. No había nada raro en pedir un moquero, un par de calcetines o una libreta de notas, así que se los entregaban sin más. Por otro lado, si necesitaban alguna medicina pasaban una nota que se enviaría al médico de la cárcel y le facilitaría la dosis necesaria. Göring en concreto solía pedir analgésicos contra el dolor de cabeza con cierta frecuencia. Por lo tanto, si el veneno estaba en la sala de equipajes, era imperioso planificar una táctica que le permitiera sacar de ella cualquier cosa sin levantar sospechas. Por un lado, debía hacerlo con cierta regularidad para que esas peticiones se convirtieran en algo habitual, ergo carente de interés. Por otro, debía buscar un militar proclive a convertirlo en su aliado sin que se diera ni cuenta, y en eso el ciudadano Hermann era un maestro consumado. El elegido fue el teniente Jack G. Wheelis.
Göring escribiendo una nota con la pluma Mallat que vemos en la foto inferior. La Montblanc ya la tendría Wheelis a buen recaudo |
Wheelis era un joven oficial tejano de 33 años, un gigantón de casi dos metros que había sido jugador de fútbol americano y que era, mira por donde, un apasionado de la caza. ¿Y qué cazador del mundo se resistiría a charlar nada menos que con el Reichsjägermeister que no solo había cazado en los mejores cotos de Europa, sino que podía narrarle mil lances venatorios a cual más emocionante? Wheelis fue literalmente abducido por el incuestionable encanto personal que Göring sabía sacar a relucir cuando le interesaba, y con su pico de oro y su arrolladora personalidad se lo metió en el bolsillo. Para afianzar su amistad con Wheelis no dudó en hacerle algunos obsequios ciertamente valiosos. Uno fue una pluma estilográfica de oro de la firma Montblanc con su nombre grabado en la misma. Para que se hagan una idea, una Montblanc "corriente" de hoy día puede salir por más de 1.000 pavos, por lo que una de oro y encima firmada por el Reichsmarchall costaría un riñón solo por su valor histórico. Göring, que de todos los presos era el que más cartas y notas escribía, se conformó con otra más modesta, una Mallat modelo 150 fabricada en París en 1936. Pero la "inversión" merecía la pena, obviamente. Tener a Wheelis contentito era tener la llave de la sala de equipajes.
Y aquí vemos el reloj Genève. Tras la muerte de Wheelis, su viuda lo puso a la venta junto con la pluma Montblanc |
Y por si la pluma no era bastante, le obsequió con un magnífico cronómetro de pulsera, un Genève Universal de aviador con su firma grabada en la caja. Nuevamente, aparte del valor crematístico de la pieza, su precio como pieza de colección podía alcanzar cifras suntuarias. Sin embargo, Wheelis mantuvo semiocultos estos regalitos. Y decimos semiocultos porque, aunque no se privó de lucirlos, no los eliminó del inventario de objetos personales de cada preso, por lo que Andrus nunca tuvo noticia de estos regalos que, obviamente, le habrían hecho sospechar. Y a todo ello añadió además un precioso par de guantes hechos a medida con piel de primerísima calidad. Ya sabemos de la afición de Göring por los lujos, así que los puñeteros guantes serían una pasada.
El par de guantes que también fueron a parar a manos, nunca mejor dicho, de Wheelis |
Con esto, nuestro astuto y orondo mariscal tenía prácticamente garantizado sacar lo que quisiera de la sala de equipajes. Pero ojo, Göring no iba a ser tan memo para decirle a su amigo Wheelis "¡Oye, Jack, mete los dedos en el bote de crema y me sacas una de las ampollas de cianuro, que estoy depre y quiero darme boleta!". La petición de Göring tuvo que ser una que le habría hecho mogollón de veces sin dar lugar a sospechas: "Porfa, mi querido amigo, tráeme el bote de crema, que con la jodida dermatitis llevo dos horas rascándome como un macaco". Wheelis le llevaba el bote, Göring se administraba una cantidad razonable para no gastarla y la devolvía. ¿Quién iba a sospechar que dentro había dos vainas de fusil recicladas en envases con sendas ampollas de cianuro potásico en su interior? Obviamente, nadie.
Wheelis con el reloj de Göring en su muñeca izquierda. Nunca se preocupó de ocultarlo, sino más bien lo contrario |
Bueno, llegamos al día 11 de octubre. Gilbert informa a Göring de que su apelación no ha sido aceptada, que será ahorcado y que la ejecución tendrá lugar en pocos días. Ha llegado el momento decisivo. Oficialmente, Göring aún no sabe nada, así que se hace el longuis y, una vez más, ruega a Wheelis que le haga llegar su bote de crema. La inversión había sido rentabilizada al cien por cien porque durante la primera quincena de octubre el responsable de la sala de equipajes era el capitán Starnes, que no pondría pegas a su compañero para facilitarle la crema. Sabía que la pedía con frecuencia y, aunque en teoría la petición debería haberla dirigido a él, también era consciente de la buena relación entre el mariscal y Wheelis. De hecho, en la declaración jurada que todos los investigados tuvieron que firmar, Starnes añadió una curiosa coletilla: "...puedo afirmar que personalmente no di a Göring nada de la sala de equipajes". Da que pensar, ¿no? Él estaba encargado de la sala ese día, jura que no dio nada a Göring, pero no dice que no dio nada a nadie, ergo no cometió perjurio al no mencionar que, aunque no había dado nada "personalmente" a Göring, si habría facilitado un objeto al mariscal a través de su compañero, el teniente Wheelis. Así pues, Göring saca uno de los envases con su ampolla dentro y devuelve el bote de crema a la sala de equipajes con la otra ampolla en su interior. Guardarla tres o cuatro días sería el desafío final. ¿Ordenaría Andrus un intercambio de celdas? ¿Un registro a fondo? Parece ser que no. Cuando Andrus supo del fracaso de las apelaciones y la inminencia de los ahorcamientos, permitió cierta relajación. Se diría que, total, para cuatro días de vida que les quedaban tampoco era plan de ponerse borde. No obstante, el riesgo era importante. Si se descubría la cápsula, adiós muy buenas, porque lo mantendrían con 18 centinelas alrededor las 24 horas del día, y ni Wheelis ni nadie le podría hacer llegar su cápsula de reserva. ¿Cómo asegurarse?
Göring durante una entrevista con su abogado. Como vemos, la sala de visitas era un sitio imposible: un cristal, una tupida rejilla y un PM encima del acusado hacían imposible cualquier cambalache |
En teoría solo cabe una opción: la guardó en la caña de la bota, como afirmaba en su carta, o en cualquier sitio que hubiese ido preparando para, llegado el momento, tener un escondite eficaz. Una vez terminado el juicio ya solo salían de las celdas la hora de recreo para estirar las piernas, así que podría mantener su cápsula consigo salvo que ordenasen un exhaustivo registro de última hora. Así pues, ya tenemos a Göring con su cápsula de veneno dispuesto a usarla durante la víspera de la ejecución, antes siquiera de que Andrus procediera a notificar a los presos el rechazo de sus apelaciones, la confirmación de las sentencias y a que se dispusieran a palmarla en breve. Solo nos queda pues un elemento que podría complicar la despedida del ciudadano Hermann: las cartas. Si se descubrían, era obvio que su intención era suicidarse, y que además disponía de los medios para ello. Por lo tanto, esa postrera chulería podría costarle muy cara, pero alguien como Göring no estaría dispuesto a dejar de cachondearse de sus carceleros. Podría haber escrito una simple carta de despedida a su mujer, una nota de agradecimiento al capellán y otra a Andrus cagándose en sus muertos, aunque sin mencionar para nada su intención de quitarse la vida por su propia mano, pero su orgullo le pudo, y necesitaba darle de collejas simbólicas al personal. ¿Cómo hacerlo sin arriesgarse?
Göring con su sempiterno uniforme de mariscal y sus botas altas. ¿Pudieron ser el escondite? Ah... |
Solo tenemos dos opciones: una, meterlas entre el abundante papel que siempre tenía en su celda y rogar porque nadie las leyera. Ya hemos dicho que no paraba de enviar cartas y notas, así que ningún guardia sospecharía por verle escribir, y menos por bichear en sus cartas. De hecho, otros presos se entretenían escribiendo ensayos o incluso sus memorias sin levantar sospechas. La otra opción era la seguridad total, y aquí entra en escena el hombre que primero puso la mano encima al cadáver, el médico alemán, el Dr. Ludwig Pflücker. Recordemos que los primeros en entrar en la celda del mariscal moribundo fueron el capellán Gerecke y el teniente McLinden, mientras que el teniente Croner iba en busca de Pflücker. Fue éste el que destapó el cadáver y halló el o los sobres (ya hemos dicho que en la investigación no se aclaró este hecho), y en vez de cogerlos sin más quiso tener un testigo de que estaban sobre el cadáver y lo iba a coger para entregárselo al capellán. Pflücker no corría en realidad ningún riesgo. Si en el maremagno de la celda tenía la oportunidad de dejarlos sobre el cuerpo, lo haría. Sino, con mantenerlos ocultos estaba al cabo de la calle. Göring se quedaría sin enviar sus despedidas, pero tampoco iba a hundirse el mundo por ello.
Edda Göring (1938-2018). Nos dejó con las ganas de saber quién fue el ángel guardián de su padre |
En fin, así se desarrollaron los hechos, esas fueron las teorías que se plantearon y que cada cual se quede con la que prefiera. En la conclusiones de la investigación quedaron claras dos cosas: una, que de alguna forma imposible de averiguar, Göring había tenido acceso al veneno de una forma u otra; y dos, que indudablemente había tenido la complicidad de un oficial americano, por lo que lo más prudente era echar tierra al asunto para no hacer más el ridículo, sobre todo de cara a sus aliados que les habían confiado la custodia de los presos. Las fotos menos relevantes y sus negativos fueron destruidos, remitiéndose el resto del material de la investigación al Consejo de Control en Berlín. Todos los que intervinieron en la investigación incluyendo el intérprete que tradujo las cartas juraron por sus muelas que jamás dirían una palabra al respecto, y del material enviado a la comisión no se hizo una sola copia: ni de las fotos, ni de los informes, ni de las cartas, ni de nada. SILENTIVM EST AVRVM.
Charles H. Bewley (1888-1969) |
Años más tarde, cuando las aguas se calmaron, Charles Henry Bewley, antiguo embajador irlandés en Berlín entre 1933 y 1939 y amigo personal de la familia Göring, reveló en una biografía sobre el mariscal publicada en 1956 que "un no alemán en la prisión lo había ayudado a conseguir la cápsula en la noche de su ejecución". Emmy Göring conocía la identidad de dicho militar, pero jamás la reveló. Dejó su nombre en una carta a su hija Edda, la cual fue depositada en el despacho del abogado de la familia con instrucciones de no abrirla hasta el fallecimiento del hombre. Sin embargo, tras combatir en la guerra de Corea con el grado de capitán, Wheelis palmó con apenas 41 años de un fallo cardíaco sin que nadie dijera nada. Edda Göring murió en diciembre de 2018 y seguimos en la inopia, así que igual la carta desapareció o, simplemente, optó por ordenar que se destruyera. Sea como fuere nunca lo sabremos, si bien una cosa sí está clara: si en efecto Wheelis fue el que facilitó el veneno a Göring, casi con total seguridad lo hizo de forma totalmente inconsciente. En todo momento, Wheelis se limitó a facilitarle un bote de crema. No considero justo cuestionar la honorabilidad de un militar ante lo que sería un acto de traición por el hecho de haber aceptado regalos por parte de un preso con el que hizo química por aficiones comunes.
Pero la historia no acaba aquí. Unos años después surgieron dos candidatos a cómplices con explicaciones que me limito a plasmar, y que cada cual considere su credibilidad.
Erich von dem Bach-Zelewski (1899-1972) |
Una provino del ex SS-Obergruppenführer Erich von dem Bach-Zelewski, que tras ser detenido por los yankees el 1 de agosto de 1945 fue enviado a Nuremberg junto a otros tantos mandamases. A pesar de sus múltiples masacres en el Frente Oriental, curiosamente fue liberado en 1949 sin cargos. No obstante, dos años después le llegó a hora de rendir cuentas y pasar de un proceso a otro hasta que acabó sus días en la cárcel de Múnich en 1972 sin haber podido recobrar nunca más la libertad. Bien, la cuestión es que Bach-Zelewski, no se sabe por qué, se arrogó haber sido el que facilitó el veneno a Göring durante su estancia en Nuremberg, concretamente en un momento en que se cruzaron en un pasillo. Según aseguró, el envase de la ampolla estaba dentro de una pastilla de jabón que había vaciado en parte para, luego, rellenar el hueco con el mismo jabón. Según él, para disimular la marca se lavó varias veces las manos hasta que el uso borró todo rastro, lo que se me antoja complicado porque las celdas carecían de lavabos. Por otro lado, veo esta teoría bastante improbable porque dudo mucho que los guardias, que vigilaban constantemente al personal a través de mirillas, no se dieran cuenta del cambalache en pleno pasillo. Y a todo ello, añadir que no explicó cómo obtuvo y ocultó el veneno el tiempo necesario hasta tener la oportunidad de entregárselo a Göring. En todo caso, esta declaración no se considera verídica actualmente.
Herbert Lee Stivers (1926-2018) |
El último capítulo de este culebrón lo protagonizó un tal Herbert Lee Stivers, un soldado raso que sirvió como PM en la 1ª División de Infantería y que figuraba entre los encargados tanto de la vigilancia de los presos en la Sala 600 durante las sesiones como en la galería de la cárcel. Stivers, con apenas 19 años y jeta de seminarista, no tenía precisamente pinta de feroz policía militar. Su declaración llegó un poco tarde, nada menos que en 2005 ya que, según dijo, tenía miedo de haber sido inculpado por haber servido, aunque de forma involuntaria, de instrumento para el suicidio de Göring. En una entrevista concedida a "Los Angeles Times" cuando tenía ya 78 tacos, Stivers aseguraba que un día se le aproximó una chica muy mona que decía llamarse Mona. En aquella época era habitual que muchas mujeres jóvenes se arrimasen a los militares yankees o british para sacarles algo de comida o, con suerte, un casorio que las alejase de las escombreras donde malvivían. Le chica mona le preguntó por su vida en la ciudad, así que Stivers, como buen pardillo rebosante de hormonas, quiso darse pisto y le respondió que era uno de los que vigilaban a los malvados criminales nazis que estaban siendo juzgados en el Palacio de Justicia. La mona Mona le replicó que un mozalbete con pinta de testigo de Jehová repartidor de biblias como él no se veía acorde a una misión tan importante, así que el tontolaba este picó como un barbo y le aseguró que se lo demostraría al día siguiente.
Stivers cuando concedió la entrevista. Se le nota un poco cambiado respecto a la foto anterior, ¿no? |
Cuando acudió a la cita con la mona Mona le plantó ante la jeta un autógrafo del mismísimo Göring, que según él había conseguido cuando lo escoltaba a la sala del tribunal. Mona se hizo la sorprendida, y le presentó a dos amigos llamados Erich y Mathias, los cuales le rogaron que le hicieran llegar al mariscal una pluma conteniendo una nota. Le aseguraron que no era nada malo, sino una forma de contactar con él ya que padecía una grave enfermedad que no le estaban tratando en la cárcel. Imagino que Stivers no sería tan imbécil como para tragarse un camelo tan burdo, por lo que colijo que la mona Mona fue la que se encargaría de convencerlo, ya me entienden... En realidad, aquello parecía ser una prueba para ver si Stivers era capaz de hacer llegar la pluma al mariscal. Tras otro intento más con otra supuesta nota, hubo una tercera que, según el tal Erich, contenía la medicina que Göring necesitaba con urgencia, o sea, el tósigo mortal. Cuando el guripa se percató de los efectos de la "medicina" tuvo la inquietante sensación de que le había tomado el pelo y, simplemente, se habían aprovechado de su juvenil ignorancia, por lo que optó por cerrar la boca para que no le entrasen moscas. Total, nadie lo había acusado y nadie sabía nada de sus tejemanejes con la mona Mona. Está de más decir que cuando se supo que Göring había pasado a mejor vida, la mona Mona y sus compinches desaparecieron para siempre. Ahí termina la historia de Stivers. ¿Fue verdadera o un simple camelo de un jubilado con ganas de salir en los periódicos? Nunca lo sabremos, porque Stivers palmó en mayo de 2018 con 91 tacos, así que dudo que pueda añadir nada a su historia. En todo caso, ahí la dejo.
Bueno, criaturas, con esto terminamos esta extensa y detallada historia sobre la autolisis del controvertido ciudadano Hermann. Como colofón y para ahorrar a mis lectores pedirme que manifieste mi opinión al respecto, pues la digo ya:
El ciudadano Hermann sale a estirar las piernas con un mayor yankee y, de paso, aprovechar la peli para la propaganda en USA. Fue tomada en Kitzbühel, antes de su traslado al Campo Ashcan |
Göring siguió un plan minuciosamente trazado desde el mismo día en que se entregó a los aliados. De hecho, puede que desde mucho antes tuviera más o menos un boceto de cómo actuar según fuesen sucediendo los acontecimientos. El veneno siempre estuvo en su poder o en un lugar accesible, bien por él mismo, bien mediante un cómplice que, en este caso, creo que es innegable que se trató de Wheelis. A Göring le costaría media hora de palique para ganárselo, y cuando le plantó delante de la jeta su magnífico reloj de pulsera quedaría literalmente rendido. Al cabo, el que le estaba regalando su reloj había sido el segundo hombre más importante de Alemania, un personaje de talla mundial, as de la aviación durante la Gran Guerra, y él, un provinciano tejano, había sido agraciado por el gran hombre para compartir algunos ratos de asueto y ser su confidente cuando le narraba sus lances de caza. En muchas revistas anteriores a la guerra salían publicadas fotos de Göring como Reichsjägermeister ante piezas por las que un entusiasta cazador vendería a su abuela ¿Quién podría resistirse? Wheelis, desde luego, no.
Finalmente, recordar de nuevo que este suceso marcó a Andrus el resto de su existencia. Como recordarán, en la entrada anterior sugería que quizás su último pensamiento antes de palmarla fue para Göring. Bueno, pues fue un hecho verídico. Momentos antes de morir a causa de una leucemia, cuando los delirios previos al momento supremo se apoderan de la mente, le espetó a su hijo mientras palpaba a su alrededor buscando su uniforme: "¡Me acaban de decir que Göring se ha suicidado! ¡Debo ir a ocuparme del asunto!" Increíble, ¿no?
En fin, espero que les haya resultado interesante, y me juego una docena de botellitas de Hennessy X.O. a que sus cuñados no saben un carajo de esta historia salvo que el inefable Göring se trincó un chute de cianuro que lo dejó listo de papeles, así que no duden en masacrarlos de forma inmisericorde.
Hale, he dicho
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